Hay un elemento que falta en las evaluaciones de las elecciones estadounidenses: un análisis dinámico de la evolución del trumpismo en los últimos años. No es posible entender el peligro representado por el republicano con solo mirar su primer mandato. Han cambiado muchas cosas. Y para peor.
En 2016, la ultraderecha global comenzaba su ascenso. Actuaba de forma un tanto velada, con «silbatos para perros». Su programa no estaba claro. Hablaba mucho de corrupción, de «enfrentarse al sistema», pero las partes abiertamente fascistas de su programa se mantenían generalmente en secreto. Trump fue uno de los primeros en subirse a esta ola y su primer mandato se vio limitado por las particularidades de ese momento. No consiguió completar su muro, no cambió significativamente la legislación estadounidense, no cambió radicalmente la correlación de fuerzas en el Tribunal Supremo, se enfrentó a un levantamiento negro que mantuvo alerta y movilizadas a las mejores fuerzas de la sociedad estadounidense. En su último año, se enfrentó a una pandemia que le empujó hacia una agenda doméstica práctica de resolución de crisis. En resumen, le faltó tiempo y las condiciones no ayudaron. En rigor, el régimen político estadounidense y el mundo en general han salido relativamente indemnes del primer mandato del multimillonario. Su presencia en la Casa Blanca ciertamente fortaleció a la extrema derecha mundial y tuvo un impacto en la correlación de fuerzas, pero con límites. Ahora ocurre algo completamente distinto.
La extrema derecha mundial está en su apogeo. Ya no opera con «silbatos para perros», sino abierta e incluso descaradamente. Su programa incluye todos los puntos clásicos del fascismo histórico: misoginia, racismo, xenofobia, nacionalismo canalla, homofobia y fundamentalismo religioso. Este amplio programa se agita abiertamente en las redes sociales, gana elecciones, gana terreno y moviliza a casi la mitad de la población en muchos países.
La crisis económica se ha agravado. Las tendencias recesivas de la economía mundial se han acentuado, como consecuencia, entre otras cosas, de la política de confrontación con China a través del proteccionismo económico. Ni siquiera la precariedad general y la uberización de la vida han podido recuperar la tasa de ganancia, lo que requerirá más contrarreformas sociales y económicas y un aumento significativo de la tasa de explotación en el futuro inmediato. Esto sólo puede lograrse mediante la confrontación radical contra los movimientos sociales, las nacionalidades oprimidas, los pueblos racializados y la destrucción de la poca legislación social que queda en el mundo. Además, por supuesto, de la suspensión de cualquier agenda verde, por limitada que sea.
Con el empeoramiento de la situación económica, también se tensaron las relaciones políticas y militares en el mundo. Estalló la guerra de Ucrania, que radicalizó el divorcio entre el bloque occidental (básicamente Estados Unidos, Europa Occidental y Japón) y una especie de «nuevo eje del mal», con China, Rusia e Irán a la cabeza. Los bloques internacionales están más definidos, más articulados y son más decisivos. Por eso Trump se plantea obligar a los miembros de la OTAN a invertir el 3% de su PIB en defensa, en lugar del 2% actual. Parece que se están creando las condiciones para un enfrentamiento mayor. Como dice el famoso escritor y guionista George R. R. Martin en su libro Fuego y Sangre (adaptado a la televisión como la serie Casa de Dragones): «las semillas de la guerra a menudo se siembran en tiempos de paz».
La extrema derecha mundial ya no es un movimiento amorfo e ineficaz con una vaga referencia a figuras como Trump, Orbán y Le Pen. Hoy es una verdadera «Internacional fascista», con organización, coordinación, reuniones, financiación estable y una fuerte iniciativa política. Además, ha obtenido una victoria tras otra, incluso allí donde su triunfo decisivo se ha retrasado, como en Francia. Una victoria de Trump tendría el efecto de un polvorín, con mucho más impacto del que tuvo en 2016. Por eso hoy la tarea número uno de esta «Internacional fascista» es la elección del republicano. Cuentan con un efecto dominó, una reacción en cadena que de hecho podría producirse.
Incluso en la cuestión de Oriente Medio, que ya ha sufrido tanto por los bombardeos demócratas, no se puede decir que un nuevo gobierno republicano será «más de lo mismo». En su famoso debate de hace poco, Trump declaró que Biden es un «palestino débil» que no dejará que Israel «termine el trabajo». Así, mientras que en el primer mandato de Trump solo se produjeron provocaciones simbólicas, como el traslado de la embajada estadounidense a Tel Aviv, en su segundo mandato se intensificará el genocidio en Gaza, con una financiación y un armamento prácticamente infinitos para Israel.
Si en 2016 el fascismo era todavía una fuerza relativamente marginal entre la gran burguesía, en 2024 una parte significativa del gran capital ha abrazado abiertamente este proyecto. No es de extrañar que Elon Musk, dueño del difunto Twitter y conocido golpista mundial, ya haya declarado que donará 45 millones de dólares al mes a la campaña de Trump. Pero no es sólo él. Los «mercados» han entendido perfectamente en los últimos años que el fascismo ofrece excelentes condiciones de rentabilidad, a pesar de la crisis política e institucional que puede generar. Nada de eso importa, es sólo ruido de un río de dinero que sigue fluyendo. Por eso un sector importante de la burguesía mundial se ha volcado en este proyecto, lo alimenta políticamente y lo financia.
El régimen político estadounidense se ha mostrado incapaz de resistir el avance de un proyecto fascista. La cultura armamentista, el racismo estructural, el individualismo exacerbado, la islamofobia, el antisemitismo y la xenofobia crecen en medio de un régimen que ha sido incapaz de castigar a los responsables del asalto al Capitolio el 6 de enero de 2021. El Tribunal Supremo de Estados Unidos no se conformó con ser un mero espectador de la intentona golpista y decidió tomar un papel activo, pero en sentido contrario a lo que hizo, por ejemplo, el Tribunal Supremo de Brasil. Allí, se empeñaron en exculpar explícitamente a Trump y garantizar legalmente su elegibilidad. Esto demuestra el grado de crisis de la hegemonía imperialista. Pero es precisamente sobre este tipo de crisis que el fascismo opera, crece y se fortalece. El mensaje dado a Trump por el Tribunal Supremo fue claro: puede hacer cualquier cosa.
Por todo esto y más, Trump 2.0 no será una mera continuación o repetición de Trump 1.0. El republicano llega mucho más fuerte, mucho más radicalizado, con mucho más apoyo internacional, teniendo que enfrentarse a una situación mucho más difícil, con un régimen liberal mucho más debilitado y con una especie de «carta blanca» velada por parte del Tribunal Supremo. Desde su punto de vista, los métodos del fascismo, es decir, la guerra civil abierta contra el movimiento de masas, son absolutamente necesarios y eficaces, y esta vez mucho más aplicables que hace ocho años. Si no entendemos su fortalecimiento y su transición hacia un programa abiertamente fascista, no podemos explicar su casi mítico regreso, envuelto -para colmo- en un atentado que podría tener el efecto del apuñalamiento de Bolsonaro o del incendio del Reichstag de 1933. La imagen de un Trump ensangrentado con el puño en alto frente a la bandera estadounidense podría ser mucho más que una pieza publicitaria. Podría ser el símbolo de un nuevo y terrible periodo de la historia mundial. Nada, absolutamente nada, es más importante que su derrota.