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Diálogos moscovitas con Lukács

Traducción: Manuel Samaja

Mikhail A. Lifshitz es una figura casi desconocida en el mundo hispanohablante. Se trata, sin embargo, de uno de los pensadores soviéticos más destacados. Junto con su íntimo amigo, Georg Lukács, constituyen quizás los dos filósofos más auténticamente leninistas.

Nota introductoria del traductor

Mikhail Aleksándrovich Lifshitz (1905-1983) es un nombre ampliamente desconocido en el mundo hispanohablante. Se trata, sin embargo, de uno de los pensadores soviéticos más destacados, al punto de conformar —junto a figuras como la Évald Iliénkov— un tertium datur frente al «marxismo» vulgar dominante en la URSS y a la filosofía burguesa y al liberalismo que terminó por imponerse con toda crudeza con la caída de la antigua República Soviética.

De una fama infinitamente mayor gozó su íntimo amigo, Georg Lukács (1885-1971). Veinte años mayor que Lifshitz, Lukács trabó una duradera amistad con el pensador soviético a partir de su exilio moscovita en 1930. Ocho años después, su monumental obra El Joven Hegel y los problemas de la sociedad capitalista (terminada en 1938 pero publicada en 1948) estaría dedicada a Mikhail Lifshitz «con veneración y amistad».

En el trasfondo gris de los terribles años 30 —el período de la consolidación de la burocracia estalinista en la URSS, de la total desaparición de la democracia socialista y de la amenaza nazi en el horizonte— floreció en Moscú el pensamiento de estos singulares marxistas. La revista Literaturnyj Kritik publicó a menudo los artículos de Lifshitz y de Lukács, su original interpretación de la estética de Marx y Engels, su polémica contra las viejas interpretaciones plejanovianas, positivistas y «sociológicas vulgares» del marxismo y la herencia clásica. Claro está, todo esto con una buena dosis de aquello que Lenin llamó «lenguaje esópico». Si leemos con detenimiento sus textos, podremos ver que aquí y allí han exclamado, sotto voce, «eppur si muove!».

De aquel grupo de intelectuales también formó parte un gran literato cuyas obras solamente en las últimas décadas comenzaron a aparecer traducidas al español: Andrei Platonov. El cuadro que Platonov nos pinta en su breve novela Moscú feliz constituye una crítica fascinante, profunda y compleja de aquella sociedad y de aquel tipo peculiar de citoyen que posteriormente sería objeto de la crítica de Lukács en uno de sus últimos textos, Demokratisierung heute und morgen (traducido al español con el título El hombre y la Democracia). También recientemente comenzaron a aparecer (o reaparecer) algunos libros de Lifshitz traducidos al castellano (editados por Siglo XXI y, mayormente, por la editorial ecuatoriana Edithor).

Aquí ofrecemos una traducción —seguramente perfectible— de un breve texto de Lifshitz, unas memorias sobre su colaboración con Lukács. No pudimos determinar la fecha exacta de redacción, pero sabemos que fue escrito entre 1971 (tras el fallecimiento del filósofo húngaro) y 1983. La traducción fue realizada a partir del texto traducido al italiano por Giovanni Mastroianni, publicado en la revista Belfagor, vol. 45, nro. 5, del 30 septiembre 1990, pp. 545-553. El texto original apareció publicado en Filosofskie nauki, nro. 12, Moscú, diciembre de 1988. La edición en italiano consta de una introducción de Mastroianni, que aquí omitimos.

Así, a propósito del centenario del fallecimiento de Lenin, presentamos unas breves memorias sobre las reflexiones teóricas de dos filósofos auténticamente leninistas. Si después de Robespierre, con Termidor y las guerras napoleónicas, la filosofía clásica alemana alcanzó su cumbre en la persona de G.W.F. Hegel, después de Lenin y con los trágicos años 30 maduró la obra de dos filósofos marxistas genuinamente clásicos: Mikhail Lifshitz y Georg Lukács. Las analogías y parangones siempre son imprecisos y problemáticos, pero creo que aquí hay algo más que una mera analogía. Efectivamente, casi siempre el Búho de Minerva alza su vuelo después de la revolución, en el ocaso.

Diálogos moscovitas con Lukács, por Mikhail A. Lifshitz

En 1930 me fue confiada la organización de un nuevo gabinete científico en el Instituto Marx y Engels, un gabinete de filosofía de la historia. Para ello se había asignado una gran sala abovedada en la planta baja de la vieja casa señorial donde el Instituto estaba instalado. Yo me ocupaba de mis asuntos, entre los libros, cuando un buen día la puerta del gabinete se abrió, y entró el director del Instituto, Riazánov, en compañía de un hombre no muy alto, evidentemente un extranjero, a juzgar por los pantalones estilo zuavo y las polainas, inusuales de ver. Riazánov, con su voz grave y profunda, nos presentó el uno al otro: «Este es el camarada Lukács, él trabajará con usted en el gabinete de filosofía de la historia».

La aparición del nuevo colaborador no me sorprendió. El Instituto era entonces un lugar donde se enviaba a los funcionarios del Comintern que por varios motivos no eran gratos a sus partidos. Lukács se hallaba en el Instituto después del fracaso de sus «Tesis de Blum» de 1929, y debía dejar inmediatamente la actividad política, sustituyéndola por el trabajo científico.

En el mismo primer día de nuestro encuentro comenzamos a conversar, al principio con cautela, luego cada vez con más pasión, y cuando nos dimos cuenta había pasado el día entero. Comprendimos inmediatamente que concordábamos en mucho o que nos complementábamos el uno al otro, y rápidamente sentimos una gran simpatía recíproca. Comenzó el período de nuestros «coloquios moscovitas», que duraron un decenio entero. ¡De qué no hablábamos! No enumeraré los temas de nuestro coloquio. Ellos no referían únicamente a la filosofía, eran también problemas relativos a la historia remota y próxima, otros de índole sociopolítica. Es un pecado que aquellos diálogos hayan quedado sin registrarse. A ambos esto nos dolía, y ambos los recordábamos con un sentimiento de melancolía por el tiempo pasado. Posteriormente Lukács me decía que en el «sótano abovedado de Riazánov» había pasado los mejores días de su vida.

En torno a aquel tiempo él ya se había liberado, en una medida notable, de los residuos de su posición intermedia en el camino hacia el marxismo. Su evolución había sido orgánica, preparada por su experiencia precedente (trabajo en el Comintern, participación en la Comuna húngara y, aún antes, posición internacionalista en la época de la Primera Guerra Mundial). De mí mismo se puede decir que en un cierto sentido lo inicié en los estudios de la teoría del reflejo de Lenin. En aquellos años fueron publicados por vez primera los Cuadernos Filosóficos de Lenin y sus compilaciones de las obras de Hegel, que permitían comprender más profundamente el vínculo de la tradición filosófica clásica con el leninismo. El concepto del reflejo en el sentido leniniano, el vínculo de esta teoría dialéctica del conocimiento con la política, con la experiencia del bolchevismo, todo esto era el objeto constante de nuestras conversaciones.

Yo era testigo de cómo Lukács asimilaba profundamente la dialéctica de la verdad relativa y absoluta en su aplicación a la literatura y el arte y de cómo aquella fecundaba su creación científica. El giro en su concepción del mundo se manifestó ya en 1930, cuando llegó por primera vez aquí. Pero después del retorno en 1933 de un viaje a Alemania, donde había roto definitivamente con la Escuela de Frankfurt y evaluado de nuevo críticamente a sus precedentes posiciones filosóficas, devino plenamente el «Lukács moscovita» que conocemos…

Se me pregunta frecuentemente en qué cosa consiste, según mis impresiones, el pathos, por así decir, de la personalidad de Georg Lukács. Cuando pienso en esto, llego a la convicción de que la carga histórica inicial, la «emoción primaria» de su creación espiritual, fue la oposición a la vieja, autocomplaciente y engordada Europa que había vivido al principio del siglo su belle époque, el disgusto con el oportunismo y el parlamentarismo de la socialdemocracia. El estado de ánimo de Lukács relativo a los tiempos precedentes a la Primera Guerra Mundial, como bien recuerdo de sus propias palabras en torno a los días de la juventud —y como es fácil establecer en base a sus primeras producciones—, se había expresado en una revuelta literario-estética (con un cierto tinte romántico) contra la civilización burguesa, que como ya he dicho incluía un rechazo a la ortodoxia dogmática de la Segunda Internacional, generadora de varias formas anarcodecadentes de resistencia y de protesta.

Se puede decir que también en Lukács esta oposición literario-estética contra la forma dominante de la vida (por él bien conocida, ya que él mismo provenía del ambiente burgués) tenía el tono moderado y generoso de la vanguardia de aquel tiempo. Pero la crítica de la cultura burguesa se había transformado en él en un convencido y devoto idealismo comunista. La transformación había comenzado ya en el tiempo de la Primera Guerra Mundial, cuando asumió una posición internacionalista, rompiendo con el círculo de Max Weber. Su convencido y devoto comunismo —subrayo esta fórmula— tenía un cierto matiz de sacrificio, de aquello que en la lengua goethiana se llama Entsagung [N. del T.: término de difícil traducción que podría verterse como «renuncia»].

Este último rasgo se conservó, mutatis mutandis, siempre en Lukács. Aquello es particularmente manifiesto en el desarrollo de su estilo: del ensayo refinado de la época prebélica a aquella especie de «gnosis» revolucionaria de los tiempos de su «enfermedad infantil del izquierdismo» y de su producción filosófica primera Historia y consciencia de clase, hasta el sacrificio estilístico, justamente una forma de sacrificio que se expresaba en su última manera de dictar sus producciones, y cómo alguna vez me dijo, hasta en una cierta indiferencia por cómo las cosas fueran dichas, con tal de que fuesen dichas. En esto veo precisamente el sacrificio de una naturaleza fina, generosa, culta, que decididamente e incluso con ebriedad rechaza su propia fineza, como sucedió con Lev Tolstoi, cuando renunció a su producción artística pero, se entiende, en otro sentido. Recuerdo con qué sentimiento contradictorio Lukács me narraba su residencia en Heidelberg, plena de libros preciosos y producciones artísticas. Había abandonado, sin pensarlo dos veces, a todo este género de vida sofisticado, perfecto, espiritualmente fino, había dedicado todo al Partido Comunista, deviniendo en un simple soldado de la revolución.

Lukács renunció consecuentemente y hasta el final a todas sus precedentes posibilidades, a pesar de que, a diferencia de muchos —entre los cuales están también sus perseguidores—, tenía algo que sacrificar y que perder. En su persona, me parece, la intelectualidad europea de izquierda del principio de siglo, de los tiempos de Simmel y de su círculo, dio lo máximo de todo lo que podía dar. Rompió con el horizonte limitado en términos político-morales que hizo, digamos, a Bloch, Bloch; a Popper, Popper y a Heidegger, Heidegger. Para Lukács no hubiese sido difícil adoptar alguna particular pose intelectual y atenerse a ella toda la vida de varias maneras, cambiándola en modo diverso (tal como los artistas-modernistas contemporáneos, que cuando inauguran alguna forma, la repiten constantemente en diversos modos). Podría haberlo hecho sin esfuerzo, pero prefirió romper con todo el ambiente y unirse al nuevo mundo, al principio como neófito-iconoclasta, luego como pensador que se había elevado al nivel de la comprensión del leninismo.

No sé si será suficientemente conveniente un parangón tal, pero a mis ojos mi difunto amigo era por así decir un romano culto que había adherido al movimiento del pueblo, sabiendo por anticipado que le tocaría exclamar muchas veces, como un héroe histórico de otra época: «¡Oh, santa simplicidad!». Él sabía qué cosa significaba ser un profesor burgués, justamente era un profesor burgués, pero por motivos morales puramente internos prefirió todo género de pruebas de este lado del umbral de la historia, frente a cada posibilidad de devenir nuevamente un profesor burgués o algo de ese género.

Recordando todo su carácter personal, caro para mí, me permito decir que las críticas a menudo dirigidas al marxismo, de carecer de profundidad metafísica (como a menudo he leído, por ejemplo, en la revista francesa Espirit) o de alguna interna consciencia moral en el espíritu del cristianismo primitivo son por lo menos ingenuas (esta es la expresión más cortés, para definir tal género de críticas al marxismo). Si realmente necesitan cristianos primitivos del siglo XX, búsquenlos entre las personas de fe marxista. Yo conozco muchas de tales personas y podría narrar algunas cosas de su vida, de las pruebas por ellos soportadas y del estoicismo que en ellos se conservó hasta el final.

Lukács es también en este aspecto un claro ejemplo de firmeza, la firmeza más profunda y «metafísica» —si place esta expresión— en su lucha con el mal, externo e interno, ya que elegir otra vía era para él tan infinitamente fácil, y le era muy posible, como es sabido, sintiéndose ofendido, dar la espalda al ascenso histórico de las masas. En nuestros intercambios moscovitas descubrió con alegría que su pertenencia a la cultura europea más refinadamente desarrollada artísticamente no era un obstáculo, algo de superfluo para el movimiento histórico al cual había adherido.

En lo que refiere a mí, a mis compañeros y a todo nuestro círculo moscovita de los años 30, de nosotros se puede decir que nos movíamos ante todo hacia el nivel más alto de la vida espiritual del movimiento de masas de nuestra época, aunque nosotros también (a excepción de pocos) pertenecíamos a la intelectualidad. En cambio, entre nosotros, Lukács en Moscú renunciaba ahora a su renuncia. Era la negación de la precedente Entsagung en el espíritu del «gnosticismo» marxista de los tiempos de su Historia y consciencia de clase.

Para alcanzar este nivel, Lukács había tenido que atravesar la experiencia de la revolución húngara, atravesar el trabajo comunista de los años 20, y había llegado a Moscú como a su Meca. Aquí en él se realizó el definitivo pasaje dialéctico a su verdadera forma, se halló a sí mismo. Desde aquí se hace clara, entre otras cosas, la limitación de la posición de la escuela diltheyana (cuya sustancia se repetía en otros modos ya sea en el freudismo, sea en el neofreudismo, sea en las diversas variantes del estructuralismo), y especialmente la limitación de aquella idea de que una especie de potencial espiritual constitutivo de la personalidad se desarrolla automáticamente desde el interior espontáneo del principio activo que se despliega principalmente en los años juveniles. Por supuesto, hay entre Urerlebnis [N. del T.: «vivencia primigenia» M.S.] y Bildungserlebnis [N. del T.: «vivencia formativa»] una relación dialéctica que va mucho más allá. Y si es cierto el que las impresiones del inicio de la vida —como ya bien lo comprendían los materialistas del siglo XVIII— tienen un enorme significado para el hombre, por otra parte las impresiones adquiridas como consecuencia del desarrollo, aquellas que proceden no de lo bajo sino de lo alto, no de lo interno sino de lo externo, se fijan a su vez en sentido opuesto en nuestra naturaleza, se transforman en algo de primordial, y por así decir, el fin deviene principio. Hegel lo había entendido, quizás, mejor que los actuales representantes de diversos tipos de psicoanálisis. La Bildungserlebnis puede devenir Urerlebnis. El fenómeno que se ha formado en consecuencia del desarrollo deviene retrospectivo para el hombre, definitivamente primario, deviene el trasfondo del conjunto de su vida creativa. 

Si se toma aquello que Lukács escribía antes de 1930, y se lo compara con aquello que  escribió en los años 30 y que más tarde entró en el círculo del pensamiento marxista en Occidente, todo investigador honesto dirá que el desarrollo precedente, aunque no carece de interés, era aún para Lukács únicamente una prehistoria. Y cuando hablaba de un giro moscovita de su concepción del mundo, él en este sentido tenía toda la razón. Efectivamente, Moscú, el movimiento de las mentes moscovitas de los años 30, produjo en su actividad espiritual una transformación radicalmente revolucionaria. Hay una especie de línea clara, que distingue al Lukács de los años 20 del nuevo Lukács, que a mi entender es el único y el definitivo.

Con esto, se comprende, no quiero arrojar sombra sobre aquello que había hecho en los años 20, porque tanto los artículos políticos, como las diversas investigaciones, por ejemplo el trabajo sobre Moses Hess, o el mismo libro Historia y consciencia de clase (con todos sus defectos, devenidos del todo evidentes para él en 1930), son sin embargo grados del desarrollo de una mente poderosa. Sin embargo, sigue siendo verdad que para Lukács el traslado a Moscú se convirtió en un giro radical de toda su creación espiritual…

Cuando me encontré con él por vez primera en 1930, su emigración no era aún una fuga del fascismo, sino un traslado provisorio a Moscú en base a instrucciones de las instancias del partido del que él dependía, las cuales hallaban necesario que trabajase por algún tiempo en el Instituto Marx y Engels. A continuación, tras un año, se fue a Alemania, y en el período que precedió la toma del poder por parte de Hitler, desarrolló como es conocido un gran trabajo político-social, participando activamente en la acción del Partido Comunista de Alemania y de la Unión de los Escritores Proletarios de Berlín.

En aquella hora difícil hizo mucho por la conquista de los intelectuales para el bando del comunismo. Pero según veo en las cartas que me escribía desde Berlín, y como recuerdo simplemente por la impresión general, ya cuando se dirigía a trabajar a Berlín había abandonado Moscú solo por algún tiempo. Se sentía parte del oasis marxista moscovita más que de cualquier otro posible punto de empleo de sus fuerzas espirituales. Por ello, cuando las circunstancias terribles del 1933 lo obligaron a dejar Alemania, no se encaminó a, digamos, los Estados Unidos, cómo hicieron personas como Adorno o incluso Brecht, Eisler y otros, no eligió como refugio Suiza o México, sino que volvió a aquella nueva patria, que Rusia había devenido para él. Sobre este terreno histórico se encontraron nuestros caminos.

En 1930 yo tenía 25 años, y Lukács, me parece, 46. En mi opinión, al día de hoy incluso estos son siempre años juveniles. Pero la diferencia era, sin embargo, importante. Y si yo resulté preparado para serias conversaciones con él sobre temas muy variados, políticos, filosóficos, esto no derivaba evidentemente de la cualidad personal, sino de la posición que yo tenía simplemente por fuerza del hecho de mi nacimiento en Rusia. Era un privilegio que me había dado la suerte. A mis 25 años según la ley de una época revolucionaria yo tenía ya en mí una cierta experiencia espiritual, práctica. En torno a 1930 mi experiencia y conocimiento del marxismo había madurado al punto de que la versión plejanoviana del marxismo no me parecía aceptable o al menos definitiva, y como me parece, estaba ya al nivel de una concepción de la dialéctica marxista que me permitía asimilar el contenido de los Cuadernos Filosóficos de Lenin…

Si es posible expresarse así, yo «contagié» a Lukács con el interés por la estética de Marx y Engels. Su primer trabajo sobre este tema —el artículo sobre las cartas de Marx y Engels con Lassalle a propósito de su tragedia Franz Von Sickingen—  es un excelente trabajo marxista, una de las mejores producciones de Lukács. Aquél ofrece por primera vez una aclaración profunda, aunque aún necesitada de ulterior desarrollo, del problema de la relación de Marx y Engels con Shakespeare sobre el trasfondo de su concepción histórico-social del mundo y del análisis de la experiencia revolucionaria de Alemania. Es importante en el mayor grado que el análisis de Lukács liga los problemas de la estética marxista con la concepción leniniana del contenido y de las fuerzas motrices de la revolución burguesa-democrática, a diferencia de cuanto sucede en la concepción menchevique, trotskista y otras corrientes similares. Aquel artículo fue entonces un modelo de partidismo comunista en literatura. Su concepción derivaba rigurosamente del leninismo, pero su aplicación a la estética es mérito de Lukács. Poco después, en 1934, me tocó defender el artículo de Lukács de la acusación de «trotskismo». Y logré rechazar estos ataques, demostrar que el mérito de este trabajo consiste precisamente en su afiliación al leninismo.

El ambiente moscovita en el que Lukács se hallaba desempeñó un papel importante en su desarrollo. Pero es cierto que no solo sacó provecho de los cambios que tenían lugar en la vida espiritual de la Unión Soviética, sino que brindó a ella también su contribución, aquello que podía dar su extensa cultura, su profundo conocimiento de la historia de la cultura, su experiencia personal, la gran madurez teórica por él alcanzada…

Entre los mejores trabajos de Lukács yo incluyo sus investigaciones sobre las formas de géneros, de la «estructura» misma del arte como espejo de la vida histórico-social. Tales son sus artículos sobre la novela histórica, que desarrollan la teoría hegeliana de la novela como epopeya de la época burguesa. Por nuestra parte ya Belinsky, había utilizado la idea hegeliana en una obra inacabada, que contiene el análisis de géneros y formas del arte. Siguiendo a Hegel veía en la novela el reflejo de una sociedad en la cual el personaje principal es el hombre particular, del mismo modo en el cual la épica heroica era el reflejo de la situación mundial general de los tiempos en el cual los personajes eran los pueblos y los héroes que encarnaban sus aspiraciones. De esta manera, en Rusia existía ya la tradición del paso del sistema abstracto, escolástico, formal de los géneros, a aquel histórico, sociohistórico. Belinsky era el profeta de esta orientación. Los críticos de Lukács (entre ellos Pereverzev) lo acusaban de un «retorno a Belinsky». A sus ojos esto era algo un tanto anticuado, un tanto atrasado, que parece refutarse a sí mismo.

Efectivamente, había un cierto retorno al punto de vista de Hegel y de Belinsky, con la diferencia de que Lukács va más allá de sus geniales suposiciones, según las cuales la novela como forma literaria se halla ligada a la llegada de una épica de la civilización, y ve ya la inevitabilidad del desarrollo de las relaciones burguesas, el contenido económico de este desarrollo, la lógica de la sociedad burguesa, que se ocultaba en las vísceras de toda la civilización de clase y adquiría pleno desarrollo en la época capitalista. En Lukács la visión histórica de Hegel y de Belinsky adquiere formas científicas más reales y claramente delineadas. Ha mostrado que si la forma de la novela surge históricamente, de esto no se sigue de hecho que aquella como forma no pueda servir de base para una multiplicidad de transformaciones en la historia ulterior de la humanidad, y no entre a ser parte, como pensaban sus críticos, de los conceptos formales de la estética. 

El panorama presentado en el trabajo de Lukács tiene una relación no solamente con la novela, sino también con las otras categorías formales. Estas categorías formales de géneros, en la sapiencia estética escolástica son tomadas como completamente ahistóricas. La historia se ocupa de que estas formas encuentren algún material; cual plomo fundido aquel se solidifica dentro de estas formas y de allí sale la tragedia de Sófocles, Shakespeare o Racine. En verdad la misma matriz pertenece a la historia, es producida por ella, refleja ciertos aspectos formales más generales de períodos históricos determinados…

Recuerdo muy bien que los artículos de Lukács en nuestro periódico gozaban de gran influencia, se leían con interés por la juventud en las instituciones científicas superiores. En general todo trabajo era acogido con entusiasmo, producía un destello de simpatía, era útil. Recuerdo que Lukács en sus trabajos subrayaba mucho, digamos, la perspectiva histórica elaborada, esto es no solamente la opinión de que la historia es creada por sus contemporáneos, sino el otro punto de vista, más verdadero y profundo, de que la historia es prehistoria de la contemporaneidad; la contemporaneidad halla por ello en la historia a su auspicio. Esto, ciertamente, es verdadero y profundo.

En los trabajos escritos en la Unión Soviética, Lukács como pensador-filósofo y esteta se modificó, yo diría que en cierta medida se «rusificó», devino más lacónico, más claro, concreto, captaba muy felizmente las situaciones de las cuales derivaban determinadas conclusiones teóricas. Se liberó de la pátina de las tradiciones elitistas de la literatura científica, filosófica alemana, y sus artículos asumieron los rasgos de la publicística revolucionaria. Como pensador se distinguía por la sorprendente productividad. En circunstancias favorables continuaba con su mesurada forma de vida, sin disminuir el ritmo continuo establecido de sus ocupaciones. Trabajaba mucho y seguía, repito, la manera de vida fijada que solo los compromisos de la emigración obstaculizaban. Es sabido que en la emigración suceden siempre demasiadas cosas. Lukács tenía qué hacer, tanto con la emigración alemana, como con la húngara. A veces bromeaba con que tenía sobre su cuello dos disputas: die deutsche und, die ungarische [N. del T.: la alemana y la húngara]. Y aunque estas tareas absorbieran parte de su tiempo, su alma estaba completamente en nuestra vida social y literaria.

No del todo feliz resultó entonces la suerte de la gran investigación sobre el joven Hegel, que escribió en Moscú. Este libro vio la luz solamente después de la guerra. La publicación a fines de los años 30 de tal obra compleja, fundamental, era poco probable. El libro tenía un carácter puramente filosófico, histórico-filosófico, requería la difícil comprensión de razonamientos cuasi teológicos del joven Hegel. Es evidente que en las condiciones de aquellos años el libro de Lukács no podía salir a la luz, y como recuerdo, él mismo no tenía entonces un deseo activo de publicarlo. Precisamente cuando aquel fue completado, comenzó inmediatamente la guerra, y el máximo que Lukács podía obtener de nosotros por su libro, fue que en 1943 por este libro le fuese asignado en el Instituto de Filosofía el título de doctor en Ciencias Filosóficas.

Pero todo esto sucede más tarde. En la primera mitad de los años 30 Lukács adquirió notoriedad por sus intervenciones en las revistas. Así, el entonces fundado Literaturnyj Kritik [N. del T.: Crítico Literario] publicó el excelente artículo de Lukács sobre la grandeza y la decadencia del expresionismo. Sus ideas sobre los movimientos espirituales del extranjero —revolución, contrarrevolución, liberalismo, fascismo— las extraía de la viva experiencia, y no de los libros. Lukács había podido observar inmediatamente al expresionismo, para él aquel se encarnaba en personas determinadas, era claro su vínculo con las batallas filosóficas del movimiento de izquierda en Occidente. Por ello su crítica no era una crítica desde fuera, como el brusco golpe de un sectario, que no conoce las aflicciones que a veces conducen a los errores. Era una crítica inmanente, interna, nacida del hecho de que algunos matices del pensamiento y de la creación en las corrientes modernistas, entre las cuales estaba el expresionismo, podían ser comprendidas y justificadas como fenómenos del tiempo solo hasta un cierto límite, pero más allá se transformaban ya de error histórico en error personal y aún en culpa, contra la cual debía ser dirigida del todo naturalmente una justa y apasionada polémica.

En el artículo de Lukács había algunas expresiones muy agudas a propósito de la naturaleza social de la evolución de la ideología burguesa, exteriormente progresiva, de vanguardia pero en sustancia retrógrada y regresiva. El movimiento antidemocrático contrarrevolucionario, que inicialmente se había realizado en los límites del liberalismo, en el curso de los eventos se había transformado en activamente contrarrevolucionario, fascista. Frecuentemente intercambiábamos opiniones con Lukács sobre esta cuestión, y este era para nosotros un pensamiento muy importante.

Hasta ahora me atengo a la opinión de que el fascismo no puede ser de ningún modo considerado como un simple retorno a la reacción del viejo tipo, que esta reacción es negra, negrísima, pero sobre un fondo rojo, esto es con una enorme dosis de demagogia social, y aquello que es especialmente importante, de un cierto «espíritu innovador» que liga al fascismo con todas las corrientes modernistas, con todo tipo de decadentismo nietzscheano, con el irracionalismo y el mitologismo del siglo XX…

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