Los izquierdistas no son los mayores admiradores de la ley y los tribunales. Pregúntale a un socialista de Estados Unidos qué piensa de la Corte Suprema, y es probable que obtengas un largo discurso sobre cómo los nueve togados han reforzado el poder del capital y respaldado la opresión.
No debería sorprender, por tanto, que muchos socialistas hayan soñado con un mundo sin sistema jurídico. A pesar de su reputación de estatistas, Marx y Engels escribieron sobre la «extinción» del Estado. Puesto que el Estado y el derecho estatista no eran «más que la forma de organización que los burgueses adoptan necesariamente tanto para fines internos como externos, para la garantía mutua de sus propiedades e intereses», desaparecería con el advenimiento de una sociedad sin clases. «El Estado no es “abolido”», escribió Engels en un momento dado, «se marchita».
Sin embargo, nunca se definió bien cómo se «marchitaría» el Estado ni qué lo sustituiría: Engels planteó la hipótesis de que «el gobierno de las personas [sería] sustituido por la administración de las cosas y la dirección de los procesos de producción». Pero, ¿qué pasaría con los conflictos que, en una sociedad sin clases o no, perdurarían y necesitarían ser resueltos? Algunos marxistas insistían en que en el socialismo surgiría un nuevo tipo de persona, liberada del egoísmo de la sociedad capitalista competitiva. No habría necesidad de la ley. Otros argumentaban que el socialismo produciría tal superabundancia de bienes que las bases materiales de la delincuencia desaparecerían junto con los síntomas.
El socialismo realmente existente nunca funcionó así. Los estudiosos debaten si el autoritarismo soviético se definía por un exceso de ley o por una cleptocracia sin ley. Pero cualquiera que fuera su naturaleza fundamental, el estado soviético no se «marchitó» ni dio paso a una sociedad fraternal en la que todos cazaban por la mañana, pescaban por la tarde y filosofaban después de cenar.
Los socialistas democráticos que llegaron al poder en el siglo XX tendían a ser más pragmáticos, y no ocultaban la necesidad del Estado y de la ley mientras trabajaban para democratizar la economía y redistribuir la riqueza. Aun así, a menudo se esforzaban por justificar un concepto de derecho socialista que fuera más allá de la mera aceptación de su necesidad práctica.
Así que cuando apareció el libro de Christine Sypnowich The Concept of Socialist Law en 1990, justo cuando la Unión Soviética se estaba desmembrando, llenó instantáneamente un vacío. Sypnowich, filósofa política que ahora trabaja en la Universidad de Queens (Canadá), argumentó:
Si la ley sigue siendo un marco para mediar en las diferencias individuales o una fuente de retazos de auténtica justicia (…) entonces los socialistas harían bien en plantearse cómo preservarlas y desarrollarlas en una sociedad poscapitalista. El «socialismo existente» ha demostrado la imposibilidad de que el derecho «se marchite»; los conflictos sobrevivirán a las clases y las disputas seguirán necesitando regulación mucho después de la desaparición de las relaciones de mercado burguesas.
La necesidad del derecho socialista
Si el derecho socialista «sobrevivirá a la desaparición de las relaciones de mercado burguesas», ¿en qué fuentes intelectuales debería basarse? Sypnowich, entonces una joven académica influida por el filósofo socialista liberal C. B. Macpherson, se inspiró en gran medida en la tradición liberal de la jurisprudencia analítica.
La filosofía jurídica analítica del siglo XX se dividía entre los teóricos del derecho «natural» y los «positivistas jurídicos». Los teóricos del derecho natural afirmaban que existe una conexión necesaria entre el derecho y la moral, de modo que cualquier sistema jurídico suficientemente «perverso» deja de ser derecho. Pensemos en el sistema jurídico nazi: para el teórico del derecho natural, el derecho fascista no era más que la imposición bruta del terror sin normas ni coherencia, carente de respeto por principios jurídicos básicos como la igualdad ante la ley o la presunción de inocencia.
Por el contrario, los positivistas jurídicos sostenían que no existe una conexión necesaria entre el derecho y la moral (la tesis de la «separación»). Aunque la ley pueda reflejar las opiniones éticas de los legisladores, el concepto de ley es lo suficientemente neutral como para incorporar una amplia gama de posiciones normativas, incluidas muchas que la mayoría de la gente consideraría repugnantes. Según el positivista jurídico, tanto Islandia como la Sudáfrica del apartheid tenían «sistemas jurídicos», aunque uno sea admirable y el otro deplorable. Los críticos a veces acusan al positivismo jurídico de fomentar la obediencia ciega a la ley, ya que sus partidarios no ven ninguna conexión necesaria entre la ley y la justicia. Pero todos los positivistas jurídicos sofisticados insistieron en que el hecho de que existiera un sistema jurídico determinado no es argumento para obedecerlo, y que algo puede ser a la vez lícito e injusto.
Sypnowich sostiene que los socialistas tienen cosas únicas que decir tanto a los positivistas como a los teóricos del derecho natural. La mayoría de los socialistas simpatizarán con la afirmación positivista de que el derecho puede encarnar muchos sistemas morales diferentes sin reflejar una Moral con M mayúscula. Esto está en consonancia con el historicismo de Marx, que (dicho burdamente) subrayaba que la «superestructura» jurídica y la ideología de una época reflejan la «base» de las relaciones económicas de producción. El derecho en una sociedad esclavista se parece mucho al derecho en una sociedad capitalista.
Aun así, Sypnowich señala que todos los socialistas, salvo los más tenazmente «científicos», admitirían que no comparten el compromiso de los positivistas jurídicos con una descripción neutral de la ley o, para el caso, del contenido moral incorporado en un sistema jurídico determinado. Los socialistas son partidarios de la lucha contra la dominación estatal; dondequiera que el sistema legal imponga la opresión, los socialistas se alzarán como críticos ruidosos.
Sin embargo, no basta con criticar: corresponde a los socialistas concebir y construir un sistema jurídico menos dominador y más igualitario que el que existe en el capitalismo, que dirima los conflictos ajustándose a los principios socialistas de justicia.
Hayek, Marx y los derechos socialistas
Afortunadamente, Sypnowich no nos deja con las manos vacías en estos puntos. En una de las secciones más creativas de The Concept of Socialist Law, combina las dimensiones crítica y constructiva de su proyecto mediante un examen de la teoría jurídica de Friedrich Hayek. Hayek —el defensor liberal del capitalismo más sofisticado del siglo XX— argumentó en su obra magna de 1960 Los fundamentos de la libertad que el Estado de Derecho es una idea «metajurídica» que evolucionó a lo largo del tiempo para garantizar las condiciones de las sociedades liberales libres, organizadas por el respeto a la igualdad de derechos de las personas y, fundamentalmente, a los derechos de propiedad. Hayek pensaba que un Estado que no respetara estos derechos liberales clásicos comprometería invariablemente el Estado de derecho al privilegiar los intereses de grupos selectos sobre los derechos de los demás.
Pero, como escribe Sypnowich, esto es exactamente lo que ocurre en el capitalismo. La igualdad jurídica formal que exaltaba Hayek se convierte rápidamente en injusta y cleptocrática en la práctica. Como han documentado observadores de los tribunales como Adam Cohen, Irwin Chemerinsky y Samuel Moyn, el Tribunal Supremo del pasado y del presente ha dictado repetidamente sentencias a favor de los ricos y poderosos: la decisión Dred Scott de 1857, que defendió la esclavitud; el caso Lochner de 1905, que rechazó la reducción de la jornada laboral; y la reciente decisión Dobbs, que hizo retroceder los derechos reproductivos, son sólo la punta de una historia vergonzosa.
Miremos fuera de los tribunales: la asistencia jurídica a los pobres y a la clase trabajadora está tan desbordada y carece de fondos suficientes que se anima a los inocentes a declararse culpables antes que arriesgarse a perder en un juicio; los litigantes de la clase trabajadora están en gran desventaja cuando demandan a las grandes empresas, y a menudo son obligados a firmar contratos que acceden a un arbitraje forzoso que favorece a los intereses de las grandes fortunas. Como teórica, Sypnowich no ofrece muchas soluciones concretas a este abismo entre la retórica liberal clásica y la práctica. Pero insiste en que un sistema jurídico socialista garantizaría que «las intrusiones en la vida del individuo se ajusten a ciertas normas de procedimiento» y «frenen el uso del poder público con fines privados».
Como sugiere su referencia a la protección de los individuos frente a la intrusión, Sypnowich no quiere desechar toda la tradición jurídica liberal, como tampoco lo haría Marx, según argumenta provocativamente. Como es sabido, Marx no veía con buenos ojos los «derechos humanos», pues consideraba que codificaban las normas ideológicas de la sociedad burguesa y concebían a la humanidad como un conjunto de individuos atomizados que necesitaban protección jurídica unos de otros. Pero Sypnowich se hace eco de estudios recientes al señalar que Marx veía los derechos liberales, con todos sus defectos, como un logro histórico que fomentaba nuevos tipos de libertad no disponibles bajo el feudalismo. Para Marx, esto era cualquier cosa menos abstracto: perseguido por la represión estatal durante toda su vida, conoció de primera mano el valor de la libertad de expresión y de reunión.
Sin embargo, Sypnowich cree que debemos reconocer el argumento marxista de que los derechos «no son derechos naturales, presociales, porque la dignidad humana que pretenden proteger se desarrolla en la sociedad y, por tanto, es susceptible de cambios históricos». En otras palabras, los derechos individuales son inherentemente sociales y se garantizan mejor dentro de una sociedad comprometida con dar prioridad a la dignidad y la autonomía individuales.
Uno de los derechos más importantes de los que habla Sypnowich es el «derecho a la expresión política»: en un sistema socialista democrático, «se tendrían en cuenta todos los puntos de vista» y no solo el de los ricos. Este es un punto especialmente importante hoy en día, cuando la riqueza engendra influencia política mientras que la pobreza equivale a ser silenciado. Repensar los derechos a la expresión política no solo en términos de intereses, sino sobre la base solidaria de tener en cuenta «todos los puntos de vista», ayuda a conectar estos derechos con las nociones de libertad social para todos.
Las reflexiones de Sypnowich sobre los derechos son muy provechosas, sobre todo porque rompen algunos binomios convencionales. Sypnowich demuestra que, puesto que todos los derechos son de hecho sociales, la distinción habitual entre derechos «negativos» y «positivos» —los derechos negativos son los que los individuos hacen valer frente al Estado para conservar su autonomía, mientras que los derechos positivos exigen que el Estado actúe para garantizarlos— es, en el mejor de los casos, borrosa. El derecho liberal a un juicio justo carece en gran medida de sentido si el Estado no construye un sistema jurídico justo y no ofrece asistencia jurídica a los litigantes pobres.
Una vez que reconocemos lo borroso de la distinción entre derechos negativos/positivos, se abre la puerta a que los socialistas argumenten que un fundamento mejor para los derechos humanos es aquel que garantiza las cosas que los seres sociales necesitan para maximizar sus capacidades y su dignidad. Esto lleva a la pregunta adicional de si la persona media lleva una vida más libre y digna cuando el sistema jurídico hace cumplir militantemente un derecho expansivo a la propiedad en lugar de, por ejemplo, al agua potable o a la vivienda. Por no hablar de si puede decirse que un sistema jurídico que permite grandes disparidades de riqueza y poder muestra «igual respeto» por los derechos de todos.
Un sistema jurídico más justo
El libro de Sypnowich no es en absoluto exhaustivo, y hay mucho más que decir sobre cómo sería el derecho socialista en la práctica a nivel nacional e internacional. No obstante, The Concept of Socialist Law merece una segunda mirada como joya oculta de finales del siglo XX, repleta hasta el borde de provocaciones e investigaciones perspicaces.
Sypnowich va más allá de la utopía para reflexionar sobre los principios animadores de un sistema judicial auténticamente igualitario. Conservando lo mejor de la tradición liberal (libertad de expresión, libertades civiles, etc.), un sistema jurídico socialista haría añicos, sin embargo, los desequilibrios de recursos del capitalismo, no permitiendo ya que el ideal de igualdad jurídica se estrelle contra la realidad de la desigualdad jurídica. Del mismo modo, la visión de los derechos de «cada hombre, una isla» daría paso a una comprensión de los derechos como necesariamente sociales. Como dice Sypnowich, «los derechos humanos no pueden reducirse, por tanto, a instrumentos de afirmación de la individualidad frente a la incursión de la vida social, ya que la vida social constituye el terreno para el surgimiento de una persona que puede reclamar el respeto de su autonomía por medio de los derechos».
Los socialistas tienen buenas razones para rechazar un Estado todopoderoso. Pero también podemos reconocer lo que el juez Robert Jackson evocó durante los Juicios de Nuremberg: que detener la mano de la venganza y someter nuestros inevitables conflictos a los juicios de un sistema jurídico justo sería un gran tributo que el poder rendiría a la razón.