Existen en francés (y en otras lenguas como la mía, el esloveno) dos palabras para referirse al «futuro» para las que en inglés no encontramos una traducción adecuada: futur y avenir; es decir, en español, futuro y porvenir. Por futur se entiende la continuación del presente, la plena realización de las tendencias que ya están en juego, mientras que avenir apunta hacia una ruptura radical, hacia una discontinuidad con el presente —avenir es lo que está por venir (à venir), no solo lo que habrá de ser—. Si Trump hubiese derrotado a Biden en las elecciones de 2020, habría sido (antes de las elecciones) el futuro Presidente, pero no el Presidente por venir.
En la apocalíptica situación en la que nos encontramos, el horizonte último de futur es lo que el filósofo Jean-Pierre Dupuy llama el «punto fijo» distópico, el grado cero de la guerra nuclear, el derrumbe ecológico, el caos económico y social a escala mundial, etc. Por indefinidamente que se vea postergado, ese grado cero es el «atractor» virtual hacia el que tiende nuestra realidad, abandonada a su suerte. La forma de combatir la catástrofe futura es mediante actos que interrumpan nuestra deriva hacia ese «punto fijo». Podemos así percatarnos de cuán ambiguo es el eslogan «no hay futuro»: en un nivel más profundo, no designa la imposibilidad del cambio, sino precisamente aquello por lo que deberíamos luchar: zafarnos del dominio que sobre nosotros ejerce el «futuro» catastrófico y, de ese modo, abrir espacio para que algo nuevo esté «por venir»[1].
Lo que Dupuy nos dice es que, si queremos enfrentarnos como es debido a la amenaza de una catástrofe, tenemos que introducir una nueva noción del tiempo, el «tiempo de un proyecto», de un circuito cerrado entre el pasado y el futuro: el futuro es producido causalmente por nuestros actos en el pasado, mientras que la forma en que actuamos está determinada por nuestra anticipación del futuro y nuestra reacción a esa anticipación. Primero, debemos percibir la catástrofe como nuestro destino, como inevitable y, luego, proyectándonos en ella, adoptando su perspectiva, debemos insertar retroactivamente en su pasado (el pasado del futuro) posibilidades contrafactuales («¡Si hiciéramos esto y aquello, la catástrofe en la que ahora nos encontramos no se habría producido!») con las que trabajar.
Demasiado pronto para saberlo
¿No es eso lo que hicieron Theodor Adorno y Max Horkheimer en su Dialéctica de la Ilustración? Mientras que el marxismo tradicional nos instaba a involucrarnos y a actuar para hacer realidad una necesidad (el comunismo), Adorno y Horkheimer se proyectaron en el resultado catastrófico final (el advenimiento de la «sociedad administrada» de manipulación tecnológica total) para recabarnos que actuáramos contra ese resultado en nuestro presente.
Irónicamente, ¿no ocurre lo mismo con la propia derrota del comunismo en 1990? Es fácil, desde la perspectiva actual, burlarse de los «pesimistas», de derecha a izquierda, de Alexandr Solzhenitsyn a Cornelius Castoriadis, que deploraron la ceguera y los compromisos del Occidente democrático, su falta de firmeza y coraje ético-políticos para hacer frente a la amenaza comunista. Predijeron que Occidente ya había perdido la Guerra Fría, que el bloque comunista ya la había ganado, que el derrumbe de Occidente era inminente. Pero fue precisamente su actitud la que más contribuyó al hundimiento del comunismo. Para decirlo en los términos de Dupuy, su propia predicción «pesimista» en el plano de las posibilidades, de la evolución histórica lineal, los movilizó para contrarrestarla.
Habría así que invertir el lugar común según el cual, cuando nos vemos envueltos en un proceso histórico presente, lo percibimos como lleno de posibilidades y a nosotros mismos como agentes libres para elegir entre ellas, mientras que, desde una visión retroactiva, el mismo proceso aparece como completamente determinado y necesario. Son, por el contrario, los agentes comprometidos en el presente los que se perciben a sí mismos como atrapados en un Destino, mientras que, retroactivamente, desde el punto de vista de la observación posterior, podemos discernir alternativas en el pasado, posibilidades de que los acontecimientos hubiesen tomado otro camino.
Dicho de otro modo, el pasado está abierto a reinterpretaciones retroactivas, mientras que el futuro está cerrado, ya que vivimos en un universo determinista. Ello no significa que no podamos cambiar el futuro; significa solo que, para cambiar nuestro futuro, primero deberíamos (no «comprender», sino) cambiar nuestro pasado, reinterpretarlo de tal manera que se abra hacia un futuro distinto del que implica la visión predominante del pasado.
¿Habrá una nueva guerra mundial? La respuesta puede ser solo paradójica. Si hubiese una nueva guerra, sería una guerra necesaria: «[…] [s]i se produce un acontecimiento excepcional —una catástrofe, por ejemplo—, [entonces creemos que] no podría no haberse producido; sin que por ello dejemos a su vez de pensar que, en la medida en que no se haya producido, no es inevitable. Es, pues, la realización del acontecimiento —el hecho de que tenga lugar— lo que retroactivamente crea su necesidad»[2]. Una vez que estalle el conflicto militar total (entre Estados Unidos e Irán, entre China y Taiwán, entre Rusia y la OTAN…), aparecerá como necesario. Es decir, leeremos automáticamente el pasado que condujo a él como una serie de causas que provocaron necesariamente el estallido. Si no se produce, lo leeremos como hoy leemos la Guerra Fría: como una serie de momentos peligrosos en los que se evitó la catástrofe porque ambas partes eran conscientes de las consecuencias mortales de un conflicto global.
Cuando, en 1953, Zhou Enlai, entonces Primer Ministro chino, se encontraba en Ginebra para las negociaciones de paz que pondrían fin a la guerra de Corea, un periodista francés le preguntó qué pensaba de la Revolución Francesa. Se dice que Zhou respondió: «Todavía es demasiado pronto para saberlo». En cierto modo, tenía razón: con la desintegración de las «democracias populares» de Europa del Este en la década de 1990, la lucha por el lugar histórico de la Revolución Francesa volvió a recrudecerse. Los revisionistas liberales intentaron imponer la noción de que la desaparición del comunismo en 1989 se había producido exactamente en el momento adecuado: aquel que marcaba el final de la era que había comenzado en 1789, el fracaso final del modelo revolucionario que había entrado en escena por primera vez con los jacobinos.
La batalla por el pasado continúa hoy: si surge un nuevo espacio de política emancipadora radical, entonces la Revolución Francesa no habrá sido solo un callejón sin salida de la historia. Es en este sentido que, «en la medida en que el futuro no se hace presente, hay que pensarlo como simultáneamente inclusivo del acontecimiento catastrófico y de su no-ocurrencia —no como posibilidades disyuntivas sino como conjunción de estados de los que uno u otro se revelará a posteriori como necesario en el momento en que el presente lo elija»[3].
No es que tengamos dos posibilidades (por un lado, catástrofe militar, ecológica, social; por otro, recuperación); es esa una fórmula demasiado fácil. Lo que tenemos son dos necesidades superpuestas. Nuestro dilema consiste en que es necesario que se produzca una catástrofe global —toda la historia contemporánea avanza hacia ella—, al mismo tiempo que es necesario que actuemos para evitarla. De plegarse una en otra esas dos necesidades superpuestas, solo una de ellas se realizará, de modo que en cualquier caso nuestra historia será (habrá sido) necesaria. Ocurre exactamente lo mismo con la perspectiva de una guerra nuclear. Hace años, Alain Badiou escribió que ya se habían delineado los contornos de la guerra futura:
Estados Unidos y su camarilla occidental-japonesa, por un lado, y China y Rusia, por otro, armas atómicas por todas partes. No podemos sino recordar lo sentenciado por Lenin: «O la revolución impedirá la guerra o la guerra desencadenará la revolución».
Es en estos términos que podemos definir la aspiración máxima del trabajo político por venir: que, por primera vez en la Historia, sea la primera hipótesis —la revolución impedirá la guerra— la que se realice, y no la segunda —una guerra desencadenará la revolución. Es, en efecto, la segunda hipótesis la que se materializó en Rusia en el contexto de la Primera Guerra Mundial, y en China en el contexto de la segunda. Pero, ¡a qué precio! ¡Y con qué consecuencias a largo plazo![4]
Tropezamos entonces con la obscena ambigüedad de las armas nucleares: oficialmente están hechas para no ser utilizadas. Sin embargo, como dijo Aleksandr Duguin (filósofo de la corte de Putin) en una entrevista, las armas están hechas, en última instancia, para ser utilizadas. Existe una gran incertidumbre sobre lo convincentes que son las amenazas nucleares, lo que confirma la pregunta retórica de Dupuy: «¿Hay que estar loco, o fingir estarlo, para ser creíble?» A propósito de lo cual es crucial añadir que la verdadera catástrofe es ya vivir bajo la sombra de la amenaza permanente de una catástrofe.
En una competición nuclear, por supuesto, cada parte proclama que desea la paz y que no hace sino reaccionar ante la amenaza que suponen los demás; es cierto, pero lo que esto significa es que la locura estriba propiamente en todo el sistema, en el círculo vicioso en que nos vemos atrapados una vez que participamos en el sistema. Se trata de una estructura similar a la de la presunta creencia: cada uno de los participantes actúa, por su lado, racionalmente, al tiempo que atribuye irracionalidad al otro que razona exactamente igual.
Algo nuevo por venir
De mi juventud en la Yugoslavia socialista, recuerdo un extraño incidente con el papel higiénico. De repente, empezó a circular el rumor de que no había suficiente papel higiénico en las tiendas. Las autoridades se apresuraron a asegurar que había suficiente papel higiénico para satisfacer las necesidades ordinarias de su consumo y, sorprendentemente, no solo era cierto, sino que la mayoría de la gente así lo creyó. Sin embargo, el consumidor medio razonaba de la siguiente manera: Sé que hay suficiente papel higiénico y que el rumor es falso, pero ¿y si algunos se tomaran en serio el rumor y, presas del pánico, empezaran a comprar reservas excesivas de papel higiénico, provocando así una escasez real? Entonces será mejor que también yo vaya y compre reservas de papel higiénico.
Ni siquiera es necesario creer que algunos se toman en serio el rumor, basta con presuponer que algunos creen que hay gente que se toma en serio el rumor. El efecto es el mismo: la falta real de papel higiénico en las tiendas.
No es de extrañar, pues, que algunos investigadores propongan ahora una nueva respuesta a la gran pregunta: Si extraterrestres inteligentes hubieran visitado ya la Tierra, ¿por qué no intentaron establecer contacto con nosotros, los humanos? La respuesta es: ¿Y si nos observaron de cerca durante algún tiempo, pero no nos encontraron de especial interés? Somos la especie dominante en un planeta relativamente pequeño, cuya civilización se ve abocada a múltiples escenarios de autodestrucción (equilibrio ecológico arruinado, autoaniquilación nuclear, etc.), por no hablar de estupideces locales como la actual «izquierda» políticamente correcta que, en lugar de trabajar por una gran solidaridad social, trata incluso a sus aliados potenciales a partir de criterios puristas pseudomorales, viendo sexismo y racismo por todas partes y, de ese modo, buscándose nuevos enemigos por todos lados.
En ese mismo sentido, Bernie Sanders advirtió que los demócratas —de cara a las elecciones de mitad de mandato de noviembre de 2022— no debían centrarse solamente en el derecho al aborto, sino adoptar un programa que abordara los problemas económicos a que se enfrentaba Estados Unidos y apoyara a la clase trabajadora. Aunque durante toda su vida Sanders ha votado en favor del aborto, arguyó que los demócratas también debían centrarse en cómo contrarrestar las opiniones «antitrabajador» de los republicanos y las formas en que sus políticas podrían perjudicar a la clase trabajadora. No es de extrañar que los liberales contraatacaran inmediatamente, acusándolo de antifeminismo.
Los mismos extraterrestres se darían cuenta de un hecho no menos extraño en el lado opuesto del espectro político: en su breve lapso como Primera Ministra británica, Liz Truss se orientó en su política económica por lo que percibía como las demandas del mercado, ignorando las súplicas de la clase trabajadora, pero lo que la llevó a su caída fue que esas mismas fuerzas del mercado (la bolsa, las grandes empresas) reaccionaron con pánico a sus propuestas. Una prueba más, si es que se necesita alguna, de que la política de centroizquierda (de Bill y Hillary Clinton y de Keir Starmer) representa los intereses del capital de una forma mucho más eficaz que la nueva derecha populista.
Los extraterrestres llegarían a la conclusión de que es mucho más seguro ignorarnos para no contaminarse con nuestra enfermedad. Si elegimos algo nuevo por venir, tal vez meritemos su atención.
Notas
*Traducido del original en inglés, «What lies ahead?», publicado en Jacobin el 17 de enero de 2023. Las notas son del traductor, quien ha traducido todas las citas.
[1] Estos primeros dos párrafos pueden encontrarse, quasi verbatim, en Slavoj Žižek, Menos que nada. Hegel y la sombra del materialismo dialéctico (trad. Antonio J. Antón Fernández), Madrid, Akal, 2015, p. 226. Véase también, a ese respecto, Slavoj Žižek, «Hegel, Retroactivity & The End of History», en Continental Thought & Theory. A journal of intellectual freedom, vol. 2, núm. 4: Emancipation after Hegel, septiembre de 2019.
[2] Jean-Pierre Dupuy, Petite metaphysique des tsunami, París, Seuil, 2005, p. 19. El subrayado es de Žižek. Para esta traducción al español, esta y las demás citas se tradujeron directamente del original en francés.
[3] Jean-Pierre Dupuy, La guerre qui ne peut pas avoir lieu: Essai de métaphysique nucléaire, París, Desclée De Brouwe, 2019, pp. 177, 199.
[4] Alain Badiou, Je vous sais si nombreux, París, Fayard (Ouvertures), pp. 56-57.