Muchos saben que Rusia fue la cuna improbable de la primera revolución mundial. Las fantásticas ambiciones revolucionarias de los bolcheviques, que se multiplicaron rápidamente por todo el planeta, tendieron a eclipsar el hecho de que, durante las décadas que precedieron inmediatamente a los acontecimientos de 1917, el Imperio ruso había sido el bastión de la reacción en el mundo industrializado.
Aunque el crédito dudoso de haber inaugurado la comedia autoritaria suele apuntar a la Italia de Benito Mussolini, no faltan motivos para pensar que los últimos 36 años del Imperio ruso, es decir, los reinados de Alejandro III y Nicolás II (1881 y 1917) fueron uno de los laboratorios definitivos del estado de excepción y del terror reaccionario. Desde los ataques armados hasta las acciones paramilitares callejeras, pasando por el castigo y la censura de la palabra escrita, lo menos que cabe decir es que, en la Rusia de fines del siglo diecinueve, el arsenal de la reacción estaba bien provisto.
Después de 1917, con el exilio prácticamente forzado de casi toda la clase dominante, que terminó alimentando una diáspora de más de dos millones de personas, muchas de estas ideas y métodos se esparcieron por el mundo (y algunos fertilizaron los suelos del fascismo y del nazismo).
Las barbas de la reacción
En 1881, una vez concretado el asesinato del emperador Alejandro II —después de siete atentados, entre los que hubo bombas en el sótano del Palacio de Invierno y tiroteos callejeros— el Estado ruso inició una caída en picada de la que nunca se recuperaría. El programa de liberalismo autocrático del denominado «zar libertador», que promovía la emancipación de los siervos (además de una modesta reforma que afectaba a la propiedad y una tímida redistribución de la tierra), el progreso cívico selectivo de los judíos, el autogobierno territorial y un sistema judicial independiente (progresivo según los estándares de Occidente), fue rápidamente viciado por un plan coordinado de contrarreformas.
Alejandro III, el nuevo emperador, estaba dispuesto a romper hasta con las tradiciones más antiguas y características de la dinastía Románov. Poniendo fin a la línea continua de gobernantes lampiños, iniciada con la prohibición de la barba promovida por Pedro el Grande y el impuesto a la barba de 1698, el nuevo mandatario no solo disfrutaba de mostrar en público su larga y frondosa barba, sino que, en un gesto incuestionablemente populista, se había hecho fotografiar disfrazado teatralmente con las vestimentas comunes de un mujik o campesino ruso. Su programa de gobierno adoptó una estética antimoderna que recordaba la época bizantina y moscovita antigua, y que atentaba contra la emulación del estilo neoclásico europeo incuestionada durante casi dos siglos. Su escapismo histórico y su propensión a la fantasía eran formas nuevas y refinadas de convertir la política en teatro, una de las tácticas principales de la reacción moderna, y encajaban bien con un gobernante que se jactaba de nunca haberse perdido un ensayo general del teatro Mariinski.
El nuevo régimen había encontrado una de las verdades fundamentales de la política reaccionaria moderna: el conservadurismo también tiene que ser radical. Y el cerebro que operaba detrás de estas acciones era el del curador superior del Santísimo Sínodo y «tutor» personal de los últimos dos emperadores, Konstantín Pobedonóstsev, una especie de cruza entre Dick Cheney y Darth Vader. Famoso es el dicho de Iliá Repin, destacado pintor realista, que definió a Pobedonóstsev como una momia viviente. Aleksandr Blok, poeta simbolista ruso judío, lo describió como un gran inquisidor vampírico y escribió:
En esos años distantes y sordos
De corazones nebulosos y adormecidos
Las alas de búho de Pobedonóstsev
Se extendieron sobre Rusia
No había día o noche
Solo la sombra de esas grandes alas
Un círculo fascinante dibujó
Alrededor de Rusia, y contempló fijamente sus ojos
Con la mirada vidriosa de una bruja
Pobedonóstsev definió la soberanía popular como «la gran mentira de nuestra época». Décadas antes que Joseph Goebbels, colocó a la Revolución francesa en posición de némesis y buscó destruir todos sus efectos. Diseñó un complejo programa de censura y denigró a la intelligentsia prohibiendo sus periódicos. Además, el gran curador fabricó una ideología estatal explícitamente hostil a la noción de educación. Con el beneplácito del nuevo emperador terminó tanto con la autonomía universitaria como con la educación superior de las mujeres. En su correspondencia, ambos criticaban despectivamente la educación secundaria de los antiguos siervos, y en la red de iglesias escuela que fundó Pobedonóstsev, no se enseñaba nada más que a leer la Biblia. Los estudiantes que participaban de cualquier tipo de actividad política eran enviados directamente al servicio militar.
El gobierno de Alejandro III inició algo parecido a un programa de derecha experimental. Por primera vez, uno de los Estados más importantes de Europa fue gobernado mediante «reglamentaciones temporarias», es decir, un «estado de excepción» convenientemente impreciso. Esto empoderó al Estado para que persiguiera y juzgara en tribunales especiales a cualquier sospechoso de atentar contra la seguridad. En la práctica fue la aplicación despiadada de lo que terminaría siendo conocido, un poco engañosamente, como «rusificación», que no es otra cosa que una forma de terror nacionalista. Los finlandeses perdieron la autonomía de su ejército y del servicio postal, no se podía imprimir nada en ucraniano, las universidades de Varsovia y Vilna fueron cerradas, no se podía enseñar en polaco en las escuelas secundarias (hasta la literatura polaca debía ser estudiada en ruso) y los lituanos empezaron a perder su derecho a utilizar el alfabeto latino.
Tal vez más familiar en Occidente resulte la oleada de pogromos que siguió al asesinato de Alejandro II —que recuerda a los linchamientos y a los disturbios raciales de Estados Unidos— infame por haber ocasionado el éxodo masivo más grande de la historia judía moderna. Casi la mitad de una población robusta de cinco millones de personas tuvo que recurrir al exilio como única posibilidad de salvación. Cabe destacar que la palabra «pogromo», derivada de «trueno», es una de las pocas palabras rusas que circula a nivel internacional, especialmente a causa de su adopción problemática como descripción de las acciones antisemitas de los nazis. Menos conocido es el programa de guerra judicial tipo apartheid iniciado contra las minorías judías. El imperio aprobó, bajo el concepto de «decretos de emergencia» conocidos como las «leyes de mayo» o las «leyes provisionales», cientos de medidas como la limitación del derecho a voto y a la propiedad de la tierra, la implementación de aranceles agresivos en las instituciones educativas y hasta la restricción del derecho de los judíos a adoptar nombres cristianos. Después vinieron las expulsiones masivas y coordinadas de ciudadanos en varias ciudades: los nuevos gobernadores-generales de las ciudades más importantes, como Moscú y Kiev, iniciaron el proceso desterrando a los judíos.
Máximo Gorki, socialdemócrata y estrella de las letras ruso, condenado a abandonar el país en 1906, escribió:
¿No le preocupa a Europa tener como vecino a un país de 140 millones de habitantes a los que las autoridades están intentando convertir en animales, infundiéndoles hostilidad y odio por todo lo que no sea ruso, inculcándoles no solo la crueldad y el odio , sino una pasión fundamental por la violencia? ¿Los banqueros judíos de Europa comprenden que están prestándole dinero a Rusia para que financie los pogromos?
El antisemitismo moderno, clave del formato conspirativo de la ideología reaccionaria, tiene parte de sus raíces en Rusia. El arquetipo textual que estableció los cimientos de todas las idea de conspiraciones demoniacas de dominación mundial, Los protocolos de los sabios de Sion, ese libro definido tantas veces como una «justificación del genocidio», se encuentra en parte en una obra más amplia del místico ruso Serguéi Nilus, titulada, «Lo grande en lo pequeño y el anticristo, una posibilidad política inminente. Notas de un creyente ortodoxo». Publicada por entregas en 1903 en Znamia, periódico de San Petersburgo, durante la década siguiente gozó, en el marco de una campaña de propaganda, de varias reimpresiones clandestinas a cargo de la policía secreta zarista, la Ojrana. Tan pronto como en 1919, este documento falso llegó a Berlín a través de la publicación de extrema derecha Luch Sveta («rayo de luz»), dirigida por el coronel Fyodor Vinberg, y en 1920 arribó a Estados Unidos por medio de Boris Brasol, que colaboró con la versión americanizada de Henry Ford, publicada bajo el título El judío internacional. Brasol, futuro agente nazi y miembro de la German American Bund, había sido fiscal del Ministerio de Justicia durante el libelo de sangre más grande de la historia europea, el caso Mendel Beilis (Kiev, 1913). El texto en cuestión, más que una definición exhaustiva del antisemitismo, es la denuncia del mundo moderno más cruda de todas las que pueblan las páginas de la propaganda política. Los protocolos… establece que todo pensamiento político o movilización obrera de masas son síntomas de un plan apocalíptico de destrucción mundial. El texto apunta a silenciar todo pensamiento crítico. Parece que esa obra estaba entre las últimas posesiones personales encontradas en la mesa de luz de los monarcas rusos antes de que fueran ejecutados en Ekaterimburgo en 1918. Cabe recordar que hoy todos los miembros de esa familia son santos de la Iglesia ortodoxa rusa.
La revolución de 1905, contemporánea de la primera huelga general, del primer amotinamiento militar —a bordo del Potemkin, inmortalizado por Serguéi Eisenstein— y de los primeros sóviets o consejos obreros de la historia rusa, ocasionó niveles de desorden y oleadas de pogromos y disturbios que hicieron tambalear el régimen. Y aunque el manifiesto redactado por el zar en octubre de 1905 acercó el Imperio ruso a los estándares de gobierno parlamentario europeos, garantizando cierto control popular y protegiendo a los ciudadanos, el cambio también desató una oleada de movilizaciones reaccionarias todavía más radicales que las anteriores. En ese contexto, en noviembre de 1905, surgió nada menos que la primera organización fascista de Europa, la Unión del Pueblo Ruso (UPR), más conocida como las Centurias Negras.
Aunque los historiadores modernos descartan la participación de los dos últimos emperadores en cualquier programa sistemático de pogromos, la evidencia muestra que respaldaron tácitamente a estos nuevos movimientos políticos de extrema derecha nacidos después de 1905. La UPR no era un pequeño club de élite: era un movimiento político de masas, populista y antiburgués, que apelaba a los campesinos y al proletariado y buscaba hacer progresar a los trabajadores en nombre de la autocracia. Hasta Lenin notó el «ignorante democratismo campesino» característico de la defensa que hacía este grupo de un capitalismo racista antindustrial, que evitaba desafiar las relaciones de propiedad de las clases terratenientes y que es un rasgo común de todos los fascismos que vinieron después. Notable es que entre sus enemigos contaran no solo a los socialdemócratas y a los socialistas revolucionarios, sino también a los liberales en general, incluso a los liberales conservadores que estaban a favor de aplicar reformas más bien tímidas. Este grupo recibía armas de la policía, subsidios de los gobernantes y el último emperador celebró una ceremonia donde les entregó una condecoración de honor. (Hubo un tiempo en que Rasputín, el «gurú» personal del zar, consideraba como un confidente a Iliodor, el monje mágico de las Centurias Negras).
Terror callejero
Las Centurias Negras fundaron «grupos de combate» (boevye druzhiny) que vestían remeras amarillas (mucho antes de las remeras negras de Mussolini y las marrones de Hitler) y que iniciaron una oleada de terror callejero y atentados contra huelgas, y una campaña de asesinatos, dirigida especialmente contra los miembros judíos del Partido Democrático Constitucional (los cadetes). Sin éxito, la Unión intentó asesinar a Serguéi Witte, el primer ministro que había redactado el manifiesto de 1905, y durante un atentado perpetrado en un encuentro de exiliados en Berlín, que apuntaba a la muerte de Pável Miliukov, dirigente de los cadetes, las Centurias Negras terminaron con la vida de Vladimir Nabókov. Cadete liberal de peso, Nabokóv, padre del reconocido novelista, había colaborado con el derrocamiento de la monarquía y de la pena de muerte, y defendido la emancipación plena de los judíos. Sus asesinos, veteranos de las Centurias Negras, enfrentaron un juicio pero nunca fueron condenados y terminaron colaborando con los nazis. Estos asesinos, enrolados junto a varios exgenerales blancos que juraron lealtad al Tercer Reich, llegaron a crear una versión rusa de las juventudes hitlerianas bajo la égida de las SS. Después de la guerra muchos terminaron exiliados en Sudamérica.
Durante los años que siguieron a 1905, el terror blanco del gobierno se convirtió en una campaña masiva de asesinatos: Stolypin ahorcó a 3000 «revolucionarios». Pero ni estas medidas drásticas lograron evitar la descomposición prácticamente definitiva del Estado ruso que, después de las revoluciones de febrero y octubre de 1917, cedió paso a la guerra civil. Los generales contrarrevolucionarios blancos terminaron adoptando abiertamente —cuando no eran simplemente veteranos— la política de la extrema derecha rusa. Su programa reaccionario se convirtió en una forma radical de antisemitismo, con una cosmovisión biologicista, que sometía a «pruebas raciales» a todos los miembros del ejército y de los gobiernos provisionales que los blancos fundaban fugazmente en las áreas que ocupaban. La matanza sistemática más grande de Europa antes del Holocausto ocurrió bajo el amparo de los blancos y fue perpetrada en Ucrania por el denominado «Ejército de Voluntarios». En 1921, las operaciones militares de este comando terminaron con la vida de decenas, o tal vez cientos de miles de judíos ucranianos. En general, los jefes militares blancos perdonaron a todos los implicados.
Internacional negra
Apenas después del triunfo del Ejército Rojo, la clase dominante rusa y los dirigentes de los ejércitos blancos iniciaron una diáspora que muchos denominaron la «internacional negra». Aunque numéricamente eran pocos, los exiliados rusos del imperio jugaron un papel fundamental en el surgimiento del nazismo. En Berlín, Vinberg, con su prensa la «Cruzada», continuó la Guerra Civil por medio de la propaganda. Definido como un eslabón perdido entre las Centurias Negras y el nazismo, Vinberg solía hablar de la necesidad de liberarse de la internacional roja y también de la dorada. Fundada en 1918-1919 en Múnich, Die Brücke o Aufbauvereinigung, fue la organización que plantó más firmemente ciertos elementos rusos en el nazismo, entre los que cabe mencionar a los exjefes de prensa de los generales blancos y a los posteriores responsables de relaciones exteriores del nazismo. Los historiadores remontan la conversión de Hitler a la ideología conspirativa antisemita a la lectura de los textos rusos.
La cooperación y hasta la unidad entre terroristas alemanes y la derecha rusa tuvo consecuencias inmediatas y desastrosas: el golpe de Estado Kapp de 1920 en Berlín, el golpe de Múnich de 1923 y los asesinatos de Nabókov y de Walter Rathenau, ministro de Relaciones Exteriores, ambos cometidos en 1922. La dimensión rusa del golpe de Múnich suele pasar desapercibida porque su autor intelectual, Erwin von Scheubner-Richter, alemán del Báltico y editor de Aufbau, murió en el ataque.
Si el término «guillerminismo» sirve como indicador del clima político imperialista antisocialista y archiconservador del Imperio alemán, tal vez convenga acuñar el término «pobedonostevismo» o «romanovismo tardío» como estenografía de la radicalización derechista que tocó en Rusia su pico más elevado antes de la Primera Guerra Mundial. Cuando los cuarteles rusos antirrevolucionarios sucumbieron hacia el final de la guerra civil, el resentimiento se expandió por toda Europa y tuvo consecuencias funestas. Baste esta breve historia para recordar que los conceptos políticos no siempre se desplazan de izquierda a derecha y que los rusos fueron los primeros en enfrentar el colapso de las promesas del mundo moderno. Por eso, el análisis de la retórica nazi o incluso del libreto autoritario moderno no tarda en toparse con el pasado contrarrevolucionario de Rusia.