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El Estado y la revolución en Occidente

El proceso de «desimbricación» de las relaciones sociales que da lugar al Estado moderno confiere una autonomía real al poder estatal, lo que implica que el Estado actúa sobre las relaciones de fuerza, las moldea y constituye en el mismo grado en que es constituido por ellas.

Serie: Estado y Revolución» / Seminario «Marxismo / Seminario VientoSur y JacobinLat

El artículo a continuación es el epílogo del libro Estado, clase dominante y autonomía de lo político. Un debate marxista sobre el Estado capitalista (Sylone / VientoSur), de Ernesto Laclau, Ralph Miliband y Nicos Poulantzas.

 

Ya es un lugar común señalar la dificultad de la tradición marxista para determinar la naturaleza y el estatuto de la autonomía del Estado y de lo político en la sociedad burguesa. Como es sabido, Marx nunca escribió el libro sobre el Estado que figuraba en los planes originales de El capital, tal como lo anunció en el Prólogo a la Contribución a la crítica de la economía política, y solo dejó un conjunto de referencias dispersas sobre el tema a lo largo de su obra. Más específicamente, no se encuentra en los escritos de Marx una teoría sistemática del Estado que sea el correlato del análisis de las relaciones de producción capitalistas efectuado en El capital. Esto deja abiertas cuestiones centrales, como el rol del derecho en una sociedad emancipada del capital, el papel del Estado en la transición al socialismo o el problema de la burocracia, cuestión que se ha tornado central luego de la experiencia del siglo XX.

Ante la ausencia de un tratamiento sistemático de la cuestión, el texto que se convirtió en el clásico del marxismo sobre el tema y que fundó una tradición duradera es El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado de Engels. Allí se aborda el Estado desde un punto de vista histórico-genético, y se lo define como una institución de carácter instrumental que, nacida con la aparición del excedente y de las clases, atraviesa los diferentes modos de producción. Engels formula una definición precisa, el Estado es el producto de que la sociedad

está dividida por antagonismos irreconciliables, que es impotente para conjurar. Pero a fin de que estos antagonismos, estas clases con intereses económicos en pugna no se devoren a sí mismas y no consuman a la sociedad en una lucha estéril, se hace necesario un poder situado aparentemente por encima de la sociedad y llamado a amortiguar el choque, a mantenerlo en los límites del «orden» (2017, 227).

Y luego agrega:

Como el Estado nació de la necesidad de refrenar los antagonismos de clase, y como, al mismo tiempo, nació en medio del conflicto de esas clases, es, por regla general, el Estado de la clase más poderosa, de la clase económicamente dominante, que, con ayuda de él, se convierte también en la clase políticamente dominante, adquiriendo con ello nuevos medios para la represión y la explotación de la clase oprimida (229).

Este texto funda la concepción instrumentalista del Estado, que tiene antecedentes en algunos pasajes de Marx, por ejemplo en la célebre fórmula del Manifiesto Comunista: el «Estado moderno no es más que una junta que administra los negocios comunes de toda la clase burguesa».

En la década de 1970 surge una renovación de la teoría del Estado, en un marco de reanimación más general de los debates políticos y estratégicos en el campo marxista. Tuvieron centralidad en aquellos años el descubrimiento del pensamiento de Gramsci más allá de las fronteras de su país natal, las polémicas en torno al giro eurocomunista y el balance de las experiencias de la Unidad Popular chilena y la Revolución de los Claveles en Portugal. Todas estas temáticas giraban alrededor de la pregunta por las peculiaridades del Estado y la estrategia socialista en Occidente. Nicos Poulantzas, Ernest Mandel, Perry Anderson, Ralph Miliband y Christine Buci-Glucksmann fueron algunos de los nombres más eminentes en las discusiones de esos años.

Los debates teóricos estuvieron fuertemente condicionados por los respectivos alineamientos políticos. En el caso de Poulantzas y Buci-Glucksmann, por la expectativa en el giro eurocomunista, sobre todo en sus alas de izquierda (la corriente de Ingrao en el PCI, por ejemplo), antes que en su corriente predominante («eurocomunismo de derecha») encarnado por las figuras dirigentes del comunismo latino: Berlinguer, Marchais, Carrillo. En Italia, Francia y España, estaba planteada la posibilidad, por primera vez en décadas, de un acceso electoral de los partidos comunistas al gobierno.

Tal vez el sello político de la polémica haya subordinado por momentos la rigurosidad teórica. Sobre este aspecto, Mandel y Arderson acertaron en la denuncia de la apropiación superficial de Gramsci por parte de los PPCC en función de una política de adaptación socialdemócrata a las instituciones del capitalismo occidental. El trayecto dolorosamente patético del Partido Comunista Italiano desde el llamado Compromiso Histórico con la Democracia Cristiana, implementado por Berlinguer, hasta la actual mutación en una suerte de Partido Demócrata «a la americana» constituye una muestra brutal de la orientación política de aquel giro, que destruyó la mayor cultura comunista de Europa. El riesgo de deslizarse hacia la adaptación capitalista sigue siendo una advertencia fundamental para cualquier estrategia que coloque un peso importante en la lucha al interior de las instituciones de la democracia liberal. A menudo las sofisticaciones teóricas no son otra cosa que la racionalización de decisiones políticas más prosaicas. En el caso del eurocomunismo, muchas de sus innovaciones teóricas se vinculaban a la necesidad de justificar el acceso al gobierno en el marco de alianzas con fuerzas socialdemócratas o burguesas. El acierto político de Mandel y Anderson fue compensado sin embargo por cierto conservadorismo teórico[1]. Por su parte, Poulantzas, Miliband o Buci-Glucksmann aportaron novedades a la teoría y la estrategia socialista sobre las cuales vale la pena volver de forma más detenida, más allá de los compromisos políticos o la coyuntura en la que surgieron.

La «concepción marxista del Estado»

Engels en El origen de la familia no delimita históricamente al Estado capitalista, sino que formula una definición del Estado en general. Es decir, no se propone distinguir las diferencias fundamentales entre el Estado moderno y las formaciones sociopolíticas precapitalistas. La definición de Engels no deja lugar a ambigüedad. Citemos el fragmento completo:

el Estado no es de ningún modo un poder impuesto desde fuera a la sociedad; tampoco es «la realidad de la idea moral», «ni la imagen y la realidad de la razón», como afirma Hegel. Es más bien un producto de la sociedad cuando llega a un grado de desarrollo determinado; es la confesión de que esa sociedad se ha enredado en una irremediable contradicción consigo misma y está dividida por antagonismos irreconciliables, que es impotente para conjurar. Pero a fin de que estos antagonismos, estas clases con intereses económicos en pugna no se devoren a sí mismas y no consuman a la sociedad en una lucha estéril, se hace necesario un poder situado aparentemente por encima de la sociedad y llamado a amortiguar el choque, a mantenerlo en los límites del «orden». Y ese poder, nacido de la sociedad, pero que se pone por encima de ella y se divorcia de ella más y más, es el Estado (2017, 226-227).

Anticipando una explicación que tendrá muchos continuadores célebres, incluso fuera del marxismo (Durkheim, Parson), Engels hace del Estado el resultado de un proceso de diferenciación social producto del desarrollo de la división del trabajo. Aunque esto no significa, como aclara Antoine Artous, y a diferencia de la sociología burguesa de los siglos XIX y XX, que Engels reduzca al Estado a

una mera necesidad funcional planteada por el proceso de diferenciación de la sociedad, puesto que la dimensión del conflicto social está siempre presente… Pero la referencia a las clases sociales no interviene como medio para abordar formas específicas de dominación de una clase que, de hecho, obligarían a abandonar el discurso general sobre la división del trabajo, en provecho del análisis de relaciones de producción particulares (2016, 277-278)

Entender la aparición del poder estatal como resultado de un proceso de diferenciación social favorece una comprensión instrumental de la relación entre el Estado y la clase dominante. El desarrollo de división del trabajo produce, por un lado, la diferenciación de una institución política específica, el Estado, y, por otro, de una clase económica dominante, que por su predominio social puede hacer uso de éste para consolidar su dominación (Artous, 2016, 278). La clase dominante aparece constituida plenamente en un plano económico preestatal para luego servirse del Estado con el objeto de consolidar su dominación.

Este abordaje, a su vez, también ofrece una primera explicación de la autonomía estatal, por medio de una argumentación que tendrá una larga vigencia en el marxismo. El Estado «es, por regla general, el Estado de la clase más poderosa», a excepción de coyunturas particulares donde las relaciones de fuerza sociales se equilibran al extremo: «hay periodos en que las clases en lucha están tan equilibradas, que el Poder del Estado, como mediador aparente, adquiere cierta independencia momentánea respecto a una y otra» (Engels, 2017, 229).

Un segundo texto de Engels complementa a este, específicamente en relación a la temática un tanto ambigua de la extinción del Estado: el Anti-Dühring. Según Engels, el Estado comenzará a extinguirse en el mismo momento en que estatice los medios de producción.

El primer acto en el cual el Estado aparece realmente como representante de la sociedad entera —la toma de posesión de los medios de producción en nombre de la sociedad— es al mismo tiempo su último acto independiente como Estado. La intervención de un poder estatal en relaciones sociales va haciéndose progresivamente superflua en un terreno tras otro, y acaba por inhibirse por sí misma. En lugar del gobierno sobre personas aparece la administración de cosas y la dirección de procesos de producción. El Estado no «se suprime», sino que se extingue. (Engels, 1968:278)

Si el Estado puede extinguirse de esta forma es porque, como afirma Artous, «para Engels, el capitalismo se caracteriza únicamente por la contradicción entre la socialización de las fuerzas productivas y la propiedad privada de los medios de producción (…). La supresión de la propiedad privada permite que se desarrolle la socialización inmanente de los individuos, impulsada por la “producción social”» (2016, 41-42).

En El Estado y la Revolución, Lenin continua de principio a fin esta línea argumental. En efecto, no solo toma como punto de partida la definición de Engels que antes citamos («El Estado no es de ningún modo un poder impuesto desde fuera…»), sino que también desarrolla un enfoque similar al del Anti-Dühring cuando postula al desarrollo industrial que el capitalismo estaba desplegando como la base sobre la cual iba a organizarse la desaparición del Estado.

Es en estos textos fundacionales entonces (El origen de la familia, el Anti-Dühring, El Estado y la revolución) donde la concepción canónica del marxismo en relación al Estado toma forma. Resumiendo, ella se caracteriza por: a) formular una concepción transhistórica del Estado, que no percibe la especificidad del Estado moderno en contraste con las sociedades precapitalistas; b) hacer del Estado el producto del proceso de diferenciación social producido por la división del trabajo; c) concebir de forma instrumental la relación entre el Estado y la clase dominante.

La perspectiva programática de esta concepción es la desaparición del Estado como tal (no solo del Estado capitalista) en una futura sociedad liberada de la dominación de clase, donde solo quedaría lugar para la mera «administración de las cosas y la dirección de los procesos productivos» (Engels, 1968, 278). Es decir, luego de la emancipación social, solo se conservan problemas técnicos en torno a las «cosas», y ya no conflictos políticos entre las personas que requieren de la mediación política.

¿Es el marxismo incapaz de formular una teoría de lo político?

A partir de la década de 1970 surgieron un conjunto de autores (Bobbio, Lefort, Laclau-Mouffe en su etapa posmarxista) para los cuales la ausencia de una teoría del Estado es de algún modo consustancial a la teoría marxista. Es paradigmática al respecto la crítica de Bobbio, que se inicia con su texto polémico «¿Existe una doctrina marxista del Estado?» (1986). Para Bobbio la formulación de una teoría específica sobre el Estado es contradictoria, en varios sentidos, con premisas fundamentales del marxismo, lo que conduce a una subestimación del papel del derecho y de las instituciones representativas en la organización de un régimen político democrático (Bobbio, 1986, 39-51). Marx y Engels sostienen, según Bobbio, una concepción meramente «negativa» del Estado y de la política. «Si todo Gobierno (…) tiene siempre por finalidad el interés de la clase dominante (…) se pierde la posibilidad de distinguir un Gobierno bueno de otro que no lo es» (1986, 74).

Esta ausencia de un tratamiento específico de lo político se enmarca en una posición más global que Marx habría adoptado frente a la tradición filosófica que lo precede: «El trastrocamiento de la relación entre sociedad civil y Estada operado por Marx respecto a la filosofía política de Hegel marca una verdadera ruptura con toda la tradición de la filosofía política moderna» (Bobbio, 1999: 137). La lógica de la «inversión» —por la cual donde Hegel veía al Estado ocupando el rol determinante, Marx considera al Estado como determinado y a la sociedad civil como determinante— se vincula a las dificultades de Marx para afrontar una teoría «positiva» del Estado. Esto puede apreciarse en la temática de la extinción del Estado. En efecto, la cuestión del «buen gobierno» no se plantea en Marx y Engels, y es reemplazada por la lucha por la desaparición del Estado.

Marx considera al Estado (…) pura y simplemente como una superestructura respecto a la sociedad preestatal, que es el lugar donde se forman y se desarrollan las relaciones materiales de existencia y, en cuanto superestructura, destinado a desparecer a su vez en la futura sociedad sin clases (2001: 137-138).

Coronando su inversión de la tradición filosófica, Marx no pretende resolver en la racionalidad estatal los intereses contrapuestos y egoístas de la sociedad civil, sino que postula la absorción del Estado en la sociedad. Esta «ilusión de la extinción del Estado» conduce, siempre según Bobbio, a que el marxismo pueda desentenderse del «cómo» se gobierna, preocupado exclusivamente por el «quién» (qué clase social).

Si el Estado está destinado a deteriorarse y extinguirse, el nuevo Estado que surge de las cenizas del Estado burgués destruido, la dictadura del proletariado, es sólo un Estado de transición. Si el nuevo Estado es un Estado transitorio, y por tanto un fenómeno efímero, el problema de su mejor funcionamiento se hace cada vez menos importante (1986, 36).

Puede concluirse entonces, si siguiéramos a Bobbio, que la inexistencia de una teoría política marxista no se debe solamente a un déficit en las prioridades que ocuparon a los marxistas, sino a que en la concepción global formulada por el marxismo no hay posibilidad, espacio o necesidad de una teoría de este tipo[2].

Marx y el Estado

Bobbio incurre en simplificaciones en su reconstrucción del pensamiento marxista pero es difícil ignorar que detecta dificultades reales, e incluso pone la atención en una parte importante del problema: la «inversión» de la relación sociedad civil–Estado característica de la filosofía política moderna parece obligarnos a considerar al Estado como un momento subordinado y determinado, privado de poder propio. Dice Marx: «Hegel, exponiendo el mayorazgo como el poder del Estado político sobre la propiedad privada, convierte la causa en efecto y el efecto en causa, lo determinante en lo determinado y lo determinado en lo determinante» (Marx, 2002, 233, cursivas en el original). Donde la tradición filosófica, y Hegel especialmente, ve al Estado como la institución representante de lo universal, el punto de llegada del progreso humano, Marx devela los intereses particulares de una clase dominante. En esta inversión, Marx elabora el rechazo a la concepción del Estado como institución que realiza objetivamente la libertad y la racionalidad en la historia. De este momento de su argumentación depende su ruptura con el pensamiento burgués que deposita en el Estado la expectativa de la regulación de los desequilibrios sociales y económicos que genera el avance del capitalismo, y que Hegel mismo percibe con precisión en Principios de la filosofía del derecho. Para ello, Marx desplaza el centro del poder social desde el ámbito político al ámbito de las relaciones de producción, donde aparece la clase económicamente dominante.

Esta primacía de la sociedad parece conducirnos a hacer del Estado un resultado pasivo y un epifenómeno, una entidad determinada por un elemento exterior: la estructura económica, las fuerzas productivas, la producción de la vida material. O, al menos, deja irresuelto su margen de poder y autonomía. Si hay un silencio elocuente del Marx maduro al respecto no es por falta de tiempo: se enfrentaba a una dificultad real.

Como decíamos más arriba, la reconstrucción de Bobbio fuerza una simplificación. Hay muchos elementos de la obra de Marx que nos ayudan a la construcción de una teoría del Estado. No podemos más que enumerarlos en este espacio: el análisis en estado práctico de la autonomía relativa del Estado de los escritos históricos sobre el bonapartismo; la indicación de la correlación entre, por un lado, la «abstracción» de la política moderna y la emergencia del «Estado representativo» y, por otro, la ruptura con las antiguas formas de organización sociopolíticas, de la Crítica a la filosofía del Estado de Hegel (Artous, 2016); la descripción del derecho como el correlato de la «disolución de la sociedad civil en individuos independientes», es decir, de la individualización que corresponde a la generalización de las relaciones mercantiles, presente en la Cuestión Judía; la co-constitución del Estado y la burguesía que se puede apreciar en los análisis sobre la acumulación originaria de capital; y la indicación, del libro III de El capital, de que «el fundamento oculto de toda la estructura social, y por consiguiente también de la forma política que presenta la relación de soberanía y dependencia, en suma, de la forma específica del estado existente en cada caso» se encuentra en «la relación directa entre los propietarios de las condiciones de producción y los productores directos» (Marx, 1980, 1007), es decir, en el análisis de relaciones de clase específicas, y no en un teoría general transhistórica.

No es el momento de desarrollar estas cuestiones. Tampoco nos deben llevar a la conclusión, inversa a la de Bobbio, de considerar que se trata simplemente de sistematizar y revelar los elementos ya presentes en el corpus marxiano. Marx nos legó una dificultad, algunas concepciones equívocas y otros elementos fructíferos. No una teoría sistemática en estado embrionario, que apenas necesitaría explicitación y desarrollo.

En este marco teórico se inserta y adquiere su importancia precisa la renovación del debate marxista sobre el Estado que se desarrolló durante la década de 1970, y de la cual la polémica entre Miliband y Poulantzas en las páginas de la New Left Review —a la que incorporamos la contribución de Ernesto Laclau— constituye un episodio central.

Una nueva coyuntura

La renovación del debate marxista de la década de 1970 se explica en buena medida por una coyuntura histórica particular: la explosiva irrupción de masas a nivel internacional que interrumpió en aquellos años la tranquilidad relativa de la posguerra. Durante la década de 1930, el fracaso de la revolución alemana, la derrota en la guerra civil española y el ascenso conjunto del fascismo y el estalinismo habían cristalizado una derrota histórica para el movimiento obrero. La lucha de clases atenuó su explosividad, la burocracia estalinista impuso el silencio y hubo un larga pausa en el debate estratégico marxista. En el plano teórico fue el momento de hegemonía del «marxismo occidental» (Lukács, Sartre, Althusser, Adorno) alejado de las preocupaciones políticas directas y centrado en cuestiones filosóficas y estéticas.

La explosión, por primera vez tras la posguerra, de una insurrección masiva en un país capitalista avanzado, es decir la huelga de 10 millones de trabajadores en los eventos de mayo-junio de 1968 en Francia, simbolizó la apertura de un nueva coyuntura. La etapa abierta dio lugar por primera vez a un ciclo de luchas verdaderamente internacional: el 68 europeo (las huelgas obreras de Francia, Italia, Inglaterra), las revueltas antiburocráticas en el Este, el Cordobazo o Tlatelolco en América Latina, el movimiento por los derechos civiles y antiguerra en EEUU, la ofensiva del Tet en Vietnam. Este ascenso de la lucha de clases suscitó un renacimiento del debate político-estratégico, probablemente la última gran discusión marxista sobre el Estado y la revolución en Occidente.

Las crecientes manifestaciones de la lucha de clase en el centro capitalista planteó, a su vez, la posibilidad de un acceso electoral al gobierno de los partidos obreros tradicionales (PS-PC), principalmente en el caso de Francia y el Programa Común. Al mismo tiempo, en estos años se desarrollaron experiencias clave, como las de la Unidad Popular en Chile y la Revolución de los Claveles en Portugal, que parecían indicar la necesidad de una redefinición estratégica. Este contexto presionaba hacia una renovación de la teoría del Estado que permitiera formular una estrategia socialista adecuada a contextos de democracias parlamentarias consolidadas, tan diferentes al Estado semiabsolutista que enfrentó la revolución rusa.

Autonomía relativa del Estado y estrategia socialista

En Consideraciones sobre el marxismo occidental, Perry Anderson concluye su trabajo identificando las principales deudas de la teoría política del marxismo:

¿Cómo son la naturaleza y las estructuras reales de la democracia burguesa como tipo de sistema estatal que se ha convertido en la forma normal del poder capitalista en los países avanzados? ¿Qué tipo de estrategia revolucionaria puede derrocar esa forma histórica del Estado, tan distinta a la de la Rusia zarista? ¿Cuáles serían las formas institucionales de la democracia socialista en occidente? La teoría marxista apenas ha abordado estos tres temas en sus interconexiones (Anderson, 1979, 128, cursivas en el original).

Estos tres temas van a ser precisamente las preocupaciones de las obras paralelas de Miliband y Poulantzas. La etiqueta por la que fue conocido el debate, «estructuralismo vs. instrumentalismo», probablemente no sea del todo justa; aunque tampoco del todo equivocada. Del mismo modo en que Bob Jessop se lamenta de que el calificativo «estructuralista» haya desfavorecido injustamente la recepción de Poulantzas en el mundo anglosajón —cuando, en lo fundamental, el trayecto de Poulantzas es una progresiva ruptura con su estructuralismo original, ya bastante heterodoxo incluso en Poder Político y Clases Sociales— algo equivalente puede decirse de Miliband respecto a su recepción en Europa continental y América Latina, cuando en ningún caso puede reducirse su obra a una reproducción del instrumentalismo tradicional.

Luego de las acusaciones metodológicas cruzadas (empirismo/teoricismo), lo que queda en el centro de la polémica entre estos autores es el vínculo entre el Estado y las clases y, más específicamente, el estatuto de la «autonomía relativa» del Estado. Si bien en algunos puntos la belicosidad verbal de la polémica va aumentando, las posiciones van acercándose discretamente por medio de la desradicalización de las posturas originales, es decir, del empirismo-instrumentalismo de Miliband y el teoricismo-estructuralismo de Poulantzas. Sin embargo, en la cuestión de la distinción o no entre el poder de Estado y el poder de clase se manifiesta una diferencia persistente. ¿La autonomía relativa del Estado procede del carácter contradictorio de las relaciones de fuerza entre las clases, y entonces el Estado no tiene un poder propio, sino un poder que proviene de la sociedad y de las clases sociales? ¿O la división entre lo político y lo económico característica de la modernidad capitalista confiere al Estado un poder propio y una autonomía irreductible al poder de clase? En buena medida, esta discusión que recorre la teoría marxista sobre el Estado es un problema que está en las cosas mismas. La dificultad para distinguir entre Estado y sociedad civil, y asignar las cualidades y jurisdicciones de uno y otra, es propia de una estructura social donde los límites entre el Estado y la sociedad son efectivamente porosos, ambiguos y móviles. Podemos apreciar la complejidad del tema en la variedad de posiciones al respecto de teóricos del Estado posteriores, como Fred Block, Bob Jessop, Michael Mann, Joachim Hirsch o John Holloway.

Poulantzas le confiere una importancia estratégica crucial a este punto. Asignarle un poder propio al Estado sería atravesar la frontera hacia una concepción reformista según la cual éste sería un sujeto que puede sobreponerse a las clases y dominar y regular el proceso económico. Ni instrumento ni sujeto, el Estado es el resultado de una relación de fuerza contradictoria entre las clases. Es importante aclarar aquí que lo que Poulantzas denomina «condensación material en el Estado» no constituye un mero reflejo pasivo de la sociedad. Las relaciones de fuerza entre las clases se refractan en el Estado, es decir, cambian al mismo tiempo que se expresan estatalmente. El Estado siempre tiene «una opacidad y resistencia propias» (2005, 157), una materialidad institucional que reproduce la división social del trabajo y una selectividad estructural, concepto que toma de Claus Offe, por la cual bloquea ciertas presiones y prioriza otras. De allí se deduce el carácter relativo de su autonomía.

Este límite a la autonomía, opuesto a las concepciones del Estado-sujeto, fue percibido tradicionalmente por el marxismo como una forma de protección última de la ortodoxia. Cualquier autonomía tout cour disolvería el carácter de clase del Estado y nos desplazaría a una problemática reformista —pluralista, en términos de la ciencia política anglosajona— donde las diferentes clases podrían ejercer una influencia igualitaria en el gobierno, y el Estado sería capaz de regular los desequilibrios económicos o sociales generados por el capital. El mismo Poulantzas describió este problema en su última entrevista con Stuart Hall y Alan Hunt:

Hall-Hunt: Gran parte de su obra ha estado dirigida a la cuestión del Estado y de la política, basado en el concepto de «autonomía relativa». ¿Cuál es su valoración de la capacidad de una teoría basada en el concepto de «autonomía relativa» para lidiar con los problemas de la especificidad del Estado y la política?
Poulantzas: Responderé a esta pregunta de manera muy sencilla porque podríamos discutirlo durante años. Es muy simple. Se debe saber si uno permanece dentro del marco marxista o no, y si lo hace, aceptar el rol determinante de lo económico en un sentido muy complejo, no de la determinación de las fuerzas de producción, sino de las relaciones de producción y la división social del trabajo. En este sentido, si permanecemos en el interior de este marco conceptual, creo que lo máximo que se puede hacer por la especificidad de la política es lo que he hecho. Lamento tener que hablar así.
No estoy absolutamente seguro de que tengo razón para ser marxista, uno nunca está seguro. Pero si se es marxista, el papel determinante de las relaciones de producción, en un sentido muy complejo, debe significar algo. Y si se hace, solo se puede hablar de «autonomía relativa», esta es la única solución. Hay, por supuesto, otra solución, que es no hablar del papel en todo determinante de la economía. El marco conceptual del marxismo tiene que ver con esta cosa muy confusa llamada «relaciones de producción» y su rol determinante. Si lo abandonamos podemos hablar, por supuesto, de la autonomía de la política o de otro tipo de relaciones entre lo político y lo económico (Poulantzas, 1979).

El concepto de «autonomía relativa» ha sido considerado, entonces, como una resistencia ante el deslizamiento hacia la tradicional concepción reformista y pluralista del Estado. ¿Pero no es posible una interpretación inversa? Si el Estado en último término expresa fundamentalmente las correlaciones de fuerza entre las clases, ¿no se subestima su carácter de agente? Como afirma Fred Block en su crítica al concepto de autonomía relativa de Poulantzas: «una condensación no puede ejercer poder» (2020, 84). En consecuencia, ¿esto no conduce a disminuir la importancia de los proyectos estratégicos en disputa entre diferentes direcciones políticas, lo que en términos del marxismo revolucionario es fundamentalmente el problema del reformismo?

Poulantzas tiene el mérito de enfrentar con honestidad los dilemas irresueltos de la estrategia socialista en contextos de democracias capitalistas consolidadas, diferentes a las formaciones sociales donde transcurrieron los triunfos revolucionarios del siglo XX. Ninguna de las experiencias clásicas (Rusia, China, Vietnam, Cuba) parece suministrar simetrías muy directas con las características que podría adquirir un proceso de radicalización anticapitalista en una democracia parlamentaria, donde las masas inevitablemente comienzan por intentar utilizar las instituciones liberales para canalizar sus demandas. Como señaló Perry Anderson, a pesar de sus reservas ante el enfoque de Poulantzas y del eurocomunismo de izquierda, la debilidad de la tradición insurreccionalista que remite a Lenin y Trotski radica en su

dificultad para demostrar la plausibilidad de unas contra-instituciones de doble poder que surjan en democracias parlamentarias consolidadas: todos los ejemplos de soviets o consejos hasta ahora han surgido en autocracias decadentes (Rusia, Hungría, Austria), regímenes militares fracasados (Alemania) y Estados fascistas en ascenso o derrocados (España, Portugal) (1985, 216).

Poulantzas se propone formular un enfoque estratégico adaptado a las condiciones sociales e institucionales del capitalismo avanzado. Su «vía democrática al socialismo» consiste en una estrategia dual que actúa simultáneamente en el seno del aparato del Estado, entendido como «campo estratégico de disputa», y a la vez en la lucha de masas y en la autoorganización de base. En su célebre entrevista con Henri Weber lo resume en los siguientes términos:

Una lucha interna dentro del Estado, no simplemente en el sentido de una lucha encerrada en el espacio físico del Estado, sino de una lucha situada en el terreno del campo estratégico que es el Estado, lucha que no trata de sustituir el Estado burgués por el Estado obrero a base de acumular reformas, de tomar uno a uno los aparatos del Estado burgués y conquistar así el poder, sino una lucha que es, si quieres, una lucha de resistencia, una lucha de acentuación de las contradicciones internas del Estado, de transformación profunda del Estado; Y al mismo tiempo, una lucha paralela, una lucha fuera de los aparatos y las instituciones, engendrando toda una serie de dispositivos, de redes, de poderes populares de base, de estructuras de democracia directa de base, lucha que, aquí también, no puede estar dirigida a la centralización de un contra-Estado del tipo de doble poder, sino que debe articularse con la primera (1977).

Es curioso que, aunque no aparezca en ningún momento de la polémica en la NLR, la vía estratégica que formula Poulantzas es ampliamente convergente con las posiciones políticas de Miliband, quien sin embargo no llegará a un desarrollo tan sistemático sobre la cuestión. En términos programáticos, esta estrategia no conduce a la democracia de los consejos sino a una radicalización democrática del Estado, que debe combinar democracia representativa y directa. Dice Miliband respecto a este punto:

La asociación entre el poder estatal y el poder de clase en un contexto socialista (…) exige la consecución del poder real por los órganos de representación popular en todas las esferas de la vida, desde el centro de trabajo hasta el gobierno local; y también implica la profunda democratización del sistema estatal y reforzamiento del control democrático sobre todos los aspectos de éste. Pero, sin embargo, significa también que el poder estatal sigue en pie y que el Estado no se «extingue» en un sentido estricto. De hecho, durante mucho tiempo debe continuar existiendo y desempeñando muchas funciones que sólo él puede cumplir. Y para desempeñarlas necesita algún grado de autonomía. Porque la clase obrera no es un bloque homogéneo, con un único y claro interés y con una única voz, y sólo el Estado es capaz de actuar como mediador entre las «fracciones» que constituyen la nueva mayoría hegemónica. Además, también sobre el Estado recae una buena parte de la responsabilidad de salvaguardar las libertades personales, civiles y políticas que son intrínsecas a la noción de ciudadanía socialista. En este sentido, y con los debidos controles, el poder estatal en la sociedad poscapitalista no está en conflicto con el poder de clase, sino que es su complemento esencial (V. p. 138).

Poulantzas tiene muy claro, como advierte al final de Estado, poder y socialismo, que un problema de su enfoque estratégico es el alto riesgo de «socialdemocratización». Sin embargo, la respuesta que encuentra a este riesgo omnipresente es la simple necesidad de un «amplio movimiento popular» que presione por la base. La experiencia histórica —incluyendo algunas muy recientes, como la dramática secuencia de Syriza en el gobierno griego— muestra que la movilización popular, por muy intensa que sea, siempre se topa con el margen de libertad que toda dirección política dispone y utiliza, efecto último del poder propio del Estado. Para tomar un ejemplo clásico, la revolución de noviembre de 1918 en Alemania, que concluye con los socialdemócratas mayoritarios en el poder, y Rosa Luxemburg y Karl Liebknecht asesinados por los freikorps al mando del socialdemócrata Noske, ¿fracasó por falta de presión desde abajo sobre el gobierno de Ebert o porque los socialdemócratas se hicieron con el poder con el objeto de contener la revolución y utilizaron el Estado con ese objetivo?

Si la izquierda marxista, sobre todo trotskista, ha enfatizado hasta el paroxismo la cuestión de la dirección («la crisis de la humanidad es la crisis de su dirección revolucionaria» sentencia El programa de transición) el enfoque de Poulantzas parece radicalizarse en el error inverso. En último término, su definición del Estado como condensación de relaciones de fuerza es una nueva y sofisticada forma de societalismo, de «primacía de la sociedad» en el sentido unilateral de la expresión. Poulantzas intenta resolver el problema de la dirección de un proceso de cambio en sociedades donde las instituciones democráticas y los partidos obreros reformistas cuentan con una poderosa hegemonía. Al restarle agencia, el problema de la disputa estratégica por el control del Estado tiende a desplazarse hacia la mayor o menor fuerza del movimiento popular que presiona sobre él. Más que una resolución del problema parece un desvío que en realidad anula el terreno en el que la cuestión de la dirección cobra su sentido preciso como problema.

Esto no significa que una hipótesis poulantziana «pura» pueda descartarse. Es decir, que en una eventual crisis revolucionaria en un país capitalista desarrollado lo central de la polarización política se desarrolle al interior del Estado y que un sector de él, probablemente un «gobierno de izquierda» encumbrado electoralmente, decida encarar un curso de radicalización y ruptura con la burguesía, empujado y presionado por una gran movilización popular. Pero la acumulación de experiencias fallidas de este tipo no permite descansar exclusivamente en la presunción de que la presión por la base va a ser suficiente para hacer girar al gobierno hacia el lado correcto. El movimiento de masas y sus sectores radicales no pueden desentenderse de la cuestión del gobierno, simplemente esperando que las direcciones tradicionales y mayoritarias se encaminen en la dirección esperada. La hipótesis de la presión debe combinarse entonces con la del desborde y la ruptura. Aunque llevaría otro espacio desarrollarlo, esta conclusión conduce a retomar la necesidad de alguna forma de doble poder, en el que pueda expresarse con mayor fuerza la radicalidad de las masas, siempre y cuando no se lo considere completamente exterior a las instituciones vigentes.

El rechazo de Poulantzas a la distinción del poder de clase y poder de Estado como una reserva ante el reformismo es entonces una pista falsa que nos impide enfrentar el problema central. Hoy sabemos que el Estado no se reduce a una banda de hombres armados ni a un «vigilante nocturno», no es un instrumento que puede utilizarse a discreción, sino que hasta cierto punto condensa correlaciones de fuerza contradictorias entre las clases. Debemos a Poulantzas la formulación más lograda de esta concepción relacional y antinstrumental del Estado. Pero el proceso históricamente inédito de «desimbricación» de las relaciones sociales que da lugar al Estado moderno confiere una autonomía real al poder estatal —y por lo tanto a las direcciones políticas que lo dirigen—, lo que implica que el Estado nunca es presa de relaciones de fuerza exteriores, sino que actúa sobre ellas, las modela, las constituye como tales, en el mismo grado en que es constituido por ellas. Obras posteriores a las de Poulantzas parecen orientarse en esta dirección: Fred Block, Michael Mann, Bob Jessop. El primero que observó este problema fue el mismo Miliband en este debate. Este punto está cargado de profundas consecuencias estratégicas. Reconocer la legalidad y la dinámica propias del nivel de lo político nos devuelve al terreno de la lucha entre proyectos estratégicos antagónicos.

 

Notas

[1] La reacción de Mandel y Anderson frente a algunas de las novedades teóricas del eurocomunismo de izquierda, que a sus ojos aparecían como la racionalización sofisticada de un giro político a la derecha, no contradice que ambos autores formularon aportes sustantivos en el campo del Estado y la estrategia que no se redujeron a la reproducción de la ortodoxia. Mandel desde los años sesenta insistió en que era probable un nuevo tipo de crisis revolucionaria, diferente a las crisis de colapso de la salida de la Primera Guerra Mundial, y postulaba, por ende, la necesidad de un proceso revolucionario prolongado dentro del cual no podía descartarse un «gobierno obrero» que se inscribiera, al menos parcialmente, en el seno de las viejas instituciones. A su vez, su análisis del capitalismo de bienestar keynesiano («capitalismo tardío», según su fórmula), que incluyó el estudio de los cambios en el Estado, es un aporte sin paralelo en la literatura marxista de posguerra.

Por su lado, Anderson escribe un texto clásico, a la vez brillante e injusto sobre Gramsci. Por un lado, critica inmerecidamente a los Cuadernos de la Cárcel por conducir a antinomias que servirían de pretexto para una política reformista. Por otro, formula aportes significativos a la cuestión del Estado, como la indicación de que la fuerza de la dominación en Occidente no se reduce a la fortaleza de la sociedad civil sino que radica fundamentalmente en la naturaleza de la sociedad política, es decir, en el Estado democrático representativo. «La forma general del estado representativo – democracia burguesa – es en si misma el principal cerrojo ideológico del capitalismo occidental (…) la novedad de este consenso es que adopta la forma fundamental de una creencia por las masas de que ellas ejercen una autodeterminación definitiva en el interior del orden social existente. No es, pues, la aceptación de la superioridad de una clase dirigente reconocida (ideología feudal), sino la creencia en la igualdad democrática de todos los ciudadanos en el gobierno de la nación –en otras palabras, incredulidad en la existencia de cualquier clase dominante» (2018, 74-78). Por otro lado, su estudio sobre el Estado absolutista sigue siendo una referencia central, donde muestra una habilidad historiográfica excepcional para analizar formas mixtas y complejas en procesos de transición entre modos de producción, incluyendo análisis sutiles sobre la relación entre el Estado y las clases sociales.

[2] Además de Bobbio y de los intelectuales italianos que intervinieron en la polémica por él abierta (Cerroni, Vacca, Negri, Ingrao), otros autores provenientes del marxismo formularon críticas sustantivas a la tradición marxista en este terreno. Colletti había afirmado, poco tiempo antes que Bobbio y en una dirección muy similar, que el escaso desarrollo de una teoría política en el marxismo era la consecuencia de la errónea confianza de Marx y de Lenin en una transición extremadamente rápida al socialismo. En otro contexto intelectual, Claude Lefort (1990) formuló su famosa crítica a la supuesta incomprensión de Marx de la «revolución política moderna», que implica la incomprensión del papel de los derechos humanos, la democracia y el Estado modernos. Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, por su lado, a partir de Hegemonía y estrategia socialista (1987) cuestionan lo que entienden como un determinismo económico consustancial al marxismo, que conduciría a una fallida lógica de la necesidad histórica, incapaz de pensar la contingencia y la política.

 


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