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Salar de Uyuni, Bolivia. (Foto: Psyberartist / Flickr)

Hay que escribir más ficción (radical) sobre el clima

Traducción: Valentín Huarte

Aunque en la literatura está repuntando el «cli-fi» —ficción sobre distopías y utopías climáticas—, una buena parte de lo que se escribe carece de toda imaginación política.

Harán falta mucha imaginación y capacidad de abstracción para sobrevivir a la crisis climática. Tenemos que estar dispuestos a creer en cosas que parecían imposibles. El arte que tiene en cuenta esta problemática enfatiza, con razón, el carácter urgente de la crisis, pero es más emocionante cuando los artistas imaginan nuestra supervivencia, o incluso nuestra posibilidad de progresar. Con ese fin, la revista Grist anunció este año un concurso de ficción sobre el clima titulado Imagine 2200 y publicó los relatos ganadores en una antología que circuló por la red. La mayoría de las historias seleccionadas son persuasivas, íntimas y sorprendentemente esperanzadores. Además de profundizar en aspectos específicos de tecnologías aún inexistentes, postulan sociedades que conviven armoniosamente con la naturaleza. Sin embargo, no suelen desarrollar la historia política previa al surgimiento de estos mundos, ni las disposiciones sociales y económicas que los sostienen.

En términos literarios, la sensibilidad de Imagine 2200 hunde sus raíces en toda una serie de movimientos artísticos previos. Por ejemplo, el futurismo, movimiento que marcó las artes visuales a comienzos del siglo veinte y manifestó un enorme interés por la tecnología. Desde entonces, el término se utiliza para definir cualquier esfuerzo creativo que intente imaginar el futuro. Una de sus vertientes más dinámicas fue el afrofuturismo (que imagina, muchas veces en tono paródico, un futuro de ciencia ficción donde la cultura negra es dominante).

Con todo, las figuraciones futuristas no siempre han sido de izquierda: aunque su estética era súper interesante, muchos de los futuristas italianos terminaron siendo fascistas. (Algunos futuristas rusos recibieron alegremente la revolución bolchevique como un signo de progreso frente a las tradiciones campesinas y aristocráticas que tanto despreciaban, pero los dirigentes soviéticos no impulsaron el movimiento y terminó desinflándose en los años 1920).

Las veces que el futurismo se movió a la izquierda lo hizo de la mano de las distopías. (Nací en 1969 y me crie consumiendo la propaganda medioambiental de la revista Ranger Rick, que representaba un entonces distante año 2000 como un apocalipsis sin árboles). Con Imagine 2200, la revista Grist pretendió acentuar una tendencia distinta —consumada con éxito por el movimiento solarpunk, que se alza contra la industria de los combustibles fósiles— y proponer a la imaginación futuros verdes, definidos por distintas formas de autonomía y bricolaje.

Por lo tanto, el objetivo del concurso era superar la distopía para soñar con mundos en que los humanos encontraron —o están encontrando— soluciones a la crisis climática.

Bajo ese parámetro, uno de los relatos más potentes del concurso fracasa tristemente. Aunque cuenta con un final estimulante, cuya sorpresa no pretendo develar aquí, «The Secrets of the Last Greenland Shark» [Los secretos del último tiburón de Groenlandia], de Mike McClelland, está narrada desde el punto de vista del último ser humano de la Tierra. Como sea, la mayoría de las historias son más esperanzadoras, muestran un mundo mejor y hacen alusiones a una época traumática en la que murió mucha gente y se perdieron muchas especies.

Evidentemente, mis favoritos son los que recurren al imaginario futurista. En «When it’s Time to Harvest» [Tiempos de cosecha], de Renan Bernardo, con el fin de salvar del hambre a su comunidad, una pareja de ancianos de Río de Janeiro montan una granja con una tecnología inédita que permite que las abejas desarrollen una buena parte del trabajo. Aunque el esposo quiere jubilarse, convencido como está de que la tecnología que descubrieron permitirá que la granja funcione por sí misma, su mujer sigue muy comprometida y teme que, sin ellos, la granja fracase y la comunidad muera de hambre. Pero en realidad está claro que adora inventar cosas y no puede parar.

Tal vez es cierto que, en este género, la mujer científica dedicada incansablemente a la innovación se está convirtiendo en un cliché, pero la idea no deja de ser interesante. Uno de los futuros más deliciosos en ese sentido es el de «Tidings» [Noticias], de Rich Larson, narración compuesta por una serie de viñetas que nos permiten entrever distintas formas de vida a lo largo y ancho del mundo. En 2038, una niña nigeriana cría un animal que se comerá todo el plástico del océano. Una niña de 9 años de las Naciones Originarias de Canadá descubre la forma de utilizar una tecnología para comunicarse con un alce. Ella y su padre se sorprenden cuando, enojado por una mala temporada de apareamiento, el animal los insulta. En 2132, una joven mujer tailandesa, acompañada virtualmente por 308 amigos, nada felizmente entre los delfines y recuerda la época del carbón y el plástico como si fuera un pasado mítico.

La mayoría de los relatos son muy vívidos y detallados cuando se trata de definir el proyecto de un mundo en el que los humanos logran establecer una relación más armónica con la naturaleza, pero son más bien imprecisos al definir las disposiciones económicas y sociales, y los procesos políticos, que condujeron a los mundos que nos presentan. En «A Séance in the Anthropocene» [Sesión en el Antropoceno], de Abigail Larkin, una estudiante cheroqui intenta entrevistar a personas que vivieron durante la época de los combustibles fósiles y encuentra a un hombre que trabajaba en una mina de carbón. Quiere averiguar cómo fue capaz de hacerlo, en términos morales, sabiendo el daño que su actividad le ocasionaba al planeta, pero ni a la estudiante ni a la autora parece interesarles el proceso que puso fin al poder de los titanes del carbón. No está claro si fue violento, si las élites corrigieron su error por sus propios medios o si los combustibles fósiles y otros intereses destructivos perdieron la lucha contra un proceso democrático pacífico. En «The Case of the Turned Tide» [El caso de la tendencia invertida], está claro que el capitalismo todavía existe, aunque tuvo que adoptar la agenda verde. Sin embargo, la mayoría de los relatos son poco claros en este sentido.

En general, aunque los relatos de Imagine 2200 suprimen todo lo que tiene que ver con la lucha de clases, hay algunas excepciones. En «Afterglow», los ricos están abandonando un planeta arruinado y mudándose a uno nuevo, y una mujer debe decidir si se une ellos (y a su novia) o si se queda y se une a unos hippies que están intentando revivir y reforestar la Tierra. El éxodo de las clases dominantes es una esperanza, al menos para esta banda de raros comprometidos con un noble proyecto de rescate, que se benefician pasivamente de la partida de los primeros. En el relato de Horrigan, una pareja de detectives berlinesas —madre e hija— enfrentan un dilema cuando se topan con un cliente complicado: una empresa que pretende ser políticamente correcta en cuestiones medioambientales, pero que no consideró en sus planes las comunidades isleñas.

Uno de los pocos relatos de Imagine 2200 que balbucea algo sobre una posible organización económica es «El, the Plastotrophs, and Me» [El Plastótrofo El y yo], de Tehnuka Ilanko. Describe un mundo en el que, a causa de la crisis climática, algunos humanos empiezan a implementar un sistema de cooperativas respetando criterios de sustentabilidad. Las cooperativas enfrentan muchos problemas prácticos. Por ejemplo, cada comunidad permite un número determinado de nacimientos, norma que sin duda cuenta con argumentos a favor, pero que inevitablemente crea conflictos personales y tensiones. El trabajo de Ilanko es excelente, pues hace que imaginemos a los humanos llenos de dudas y preguntas, navegando en un mundo que requiere organizarse colectivamente y planificar hasta los aspectos más íntimos de la vida, y nos muestra que los nuevos sistemas también serán conflictivos, que estarán surcados por las pasiones humanas, por el resentimiento y el deseo.

Sin embargo, hay que decir que en general los relatos evitan la economía política. Nos dejan la duda de cómo fue posible construir y sostener una relación más armoniosa con la naturaleza. Tal vez parte del problema es que el concurso fue patrocinado por el Consejo para la Defensa de los Recursos Naturales, institución liberal financiada por la Fundación Ford y por multimillonarios como Tom Steyer. Sería interesante leer las historias que convocaría un concurso socialista con la misma temática.

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