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El título del libro de Scott procede de un soneto de William Wordsworth donde "el viento común" se refiere a la información comunicada entre las comunidades afroamericanas que trabajaban en barcos, muelles y puertos en la época de la Revolución haitiana.

230 años de la Revolución haitiana

La Revolución haitiana, que comenzó un día como hoy hace 230 años, fue mucho más que una revuelta en la pequeña isla francesa de Santo Domingo. Se trató de una verdadera revolución social dirigida por esclavos que amenazó con extinguir el orden colonial en todo el continente.

 

El texto que sigue es el epílogo de El viento común. Corrientes afroamericanas en la era de la revolución haitiana, de Julius S. Scott, publicado por Traficantes de Sueños.


Poco después de que las primeras informaciones sobre la revuelta en Santo Domingo llegaran a Jamaica a finales de 1791, un astuto esclavo de una de las parroquias del norte profirió una advertencia cuando sus compañeros contemplaban la posibilidad de llevar a cabo un levantamiento similar en la isla británica. Los alertó acerca de que por bien concebidos que estuvieran esos planes insurreccionales, «mientras los blancos tengan en su poder la comunicación por mar, los negros no podrán hacer nada». 

A finales del siglo XVIII, Santo Domingo puso sobre la mesa la posibilidad de una presencia negra autónoma en los mares, lo que parecía imposible solo una década antes. Toussaint Louverture, naturalmente, buscaba la «comunicación con el mar» como una vía para consolidar la revolución en la colonia francesa. Pero las potencias esclavistas actuaron decisivamente para limitar los contactos de Santo Domingo con el resto de las Américas, al negar a los rebeldes negros acceso al mar en un intento por contener la propagación de la rebeldía entre los negros en el hemisferio. 

Cuando Gabriel Prosser comenzó a organizar la conspiración de Richmond en 1800, Santo Domingo se encontraba en los umbrales de la independencia. Bajo la guía de Toussaint Louverture, ejércitos de antiguos esclavos derrotaron la ocupación española en 1796, y dos años más tarde obtuvieron una victoria aún mayor cuando las fuerzas británicas abandonaron su costoso intento, sostenido durante cinco años, de anexionarse la colonia francesa. 

Al producirse la evacuación, el comandante británico Thomas Maitland negoció y firmó una «convención secreta» con Toussaint, no autorizada, en la que se comprometía a cesar la injerencia en los asuntos de Santo Domingo a cambio de la promesa del caudillo negro de que no exportaría la revolución a Jamaica. En los dos años posteriores a la firma de ese tratado, tanto los británicos como los estadounidenses batallaron contra la espinosa cuestión diplomática de cómo lidiar con el régimen de Toussaint. Este, por su parte, tuvo gestos conciliadores hacia las dos naciones a fin de atraer el comercio que necesitaba para reconstruir la colonia tras años de guerra. Animados debates en Londres y Filadelfia dieron finalmente por resultado una política que aprobaron los gobiernos de Gran Bretaña y Estados Unidos. Ambos gobiernos consintieron en autorizar el comercio con las zonas de Santo Domingo controladas por Toussaint y apoyar el avance de la colonia hacia la independencia política, a fin de debilitar el Imperio francés en las Américas. 

En mayo de 1799, en otra serie de negociaciones secretas, Toussaint aceptó las condiciones elaboradas semanas antes por los representantes británicos y norteamericanos en Filadelfia. Pero lejos de ayudar a Santo Domingo a alcanzar una independencia significativa, los poderosos y preocupados vecinos de Toussaint utilizarían ese acuerdo para negarle su capacidad de actuar con autonomía en los asuntos regionales. 

Entre 1798 y 1799, mientras estadounidenses y británicos debatían incansablemente sobre el futuro de Santo Domingo, gente sin amo de esa isla hizo su aparición en distintos puertos desde Filadelfia hasta Venezuela, llevando consigo ideas revolucionarias. Las deliberaciones ya acaloradas en el Congreso de Estados Unidos acerca de las leyes sobre extranjeros y sedición, destinadas a impedir que extranjeros rebeldes penetraran en el territorio de la nueva nación y encaminadas a sofocar la disensión interna, adquirieron nueva urgencia en junio de 1798. A la Cámara llegaron informaciones de «un peligroso motín» que preparaban entre 250 y 300 negros a bordo de barcos franceses procedentes de Santo Domingo, que se encontraban atracados en el río Delaware, a corta distancia de Filadelfia. 

Algunos oficiales vieron a la tripulación de una «balandra de guerra tripulada exclusivamente por marinos negros […] navegando alrededor de todas las demás embarcaciones con negros a bordo» en un aparente intento por desembarcar y poder desafiar las regulaciones que los confinaban a sus navíos. En mayo de 1799, tripulaciones interraciales de Santo Domingo llevaron bajo falsos pretextos tres barcos franceses al puerto de Maracaibo, en la costa de Venezuela, e intentaron prender la chispa de una rebelión contra la autoridad española. Más adelante, ese mismo año, los viejos miedos de los jamaicanos blancos que los rebeldes de Santo Domingo exportaran su revolución «con ayuda de la palabra mágica libertad» casi se hicieron realidad. 

En diciembre de 1799, funcionarios británicos ejecutaron a Isaac Sasportas —un comerciante judío de Santo Domingo y partidario de las revoluciones de Francia y el Caribe— tras hallarlo culpable de infiltrarse en la isla a fin de encontrar apoyo entre los negros para una invasión procedente de Santo Domingo. Las instrucciones de Sasportas proporcionaron notables evidencias de la naturaleza potencialmente subversiva del comercio no regulado. Sasportas llegó a Jamaica en compañía de contrabandistas españoles de Santiago de Cuba; «frecuentó establecimientos de venta de bebidas» con el fin de sondear «la opinión pública en lo concerniente a los criterios políticos [franceses]»; y se reunió con líderes cimarrones. 

Los críticos del aparente acercamiento a Toussaint alegaban que dar licencia a barcos para comerciar con Santo Domingo haría más frecuentes esos episodios y haría más complicado el problema de controlar a los esclavos. «Por tanto, podemos esperar tripulaciones, sobrecargos y misioneros de la isla en los estados sureños», escribió Thomas Jefferson después de que el presidente Adams levantara el embargo sobre el comercio con Santo Domingo en 1799. «Si esta combustión logra prender entre nosotros con cualquier disfraz, deberemos temerla». Haciéndose eco de Jefferson, el almirante británico Hyde Parker, comandante de la estación naval de Jamaica, dejó plasmadas «fuertes objeciones […] a esta comunicación entre gentes de color». 

La Asamblea de Jamaica solicitó que los legisladores coloniales reconsideraran el pacto con Toussaint, porque sería «casi imposible» impedir que «individuos inaceptables y peligrosos» viajaran entre Jamaica y Santo Domingo en barcos mercantes o «excluir a nuestros esclavos del conocimiento sobre un intercambio autorizado entre nuestro gobierno y los esclavos rebeldes de la peor calaña».

Incapaces de disuadir a sus gobiernos de cultivar relaciones comerciales y diplomáticas con la colonia francesa rebelde, los funcionarios locales intentaron prepararse echando mano a las prácticas habituales. En Jamaica, por ejemplo, la Asamblea aprobó requisitos estrictos para conceder licencias a comerciantes y capitanes que optaran por comerciar con Toussaint. Dichas regulaciones exigían a los capitanes de barcos firmar un acuerdo por el que no emplearían marinos franceses «o negros y mulatos», y presentar sus declaraciones a la Aduana inmediatamente después de su regreso de Santo Domingo, «para que no se introduzcan en esos barcos extranjeros disimulados como marineros». Como salvaguarda adicional contra la comunicación no autorizada, las leyes de Jamaica que regían el comercio entre las islas británica y francesa obligaban a la Junta de Policía a inspeccionar y aprobar todas las cartas a bordo de los barcos británicos que viajaran en ambas direcciones. 

Pero los artículos secretos del tratado de mayo de 1799 con Toussaint contenían medidas de más alcance y efectividad orientadas a los mismos fines. En respuesta a los críticos del acuerdo, el subsecretario de Estado británico alegó que el tratado proporcionaba «la mayor seguridad que puede obtenerse contra la comunicación entre los negros de esa isla» y los de otros territorios. La correspondencia oficial privada revela que la política anglo-estadounidense hacia Santo Domingo tenía el objetivo específico de controlar las redes de comunicación entre los negros. 

En agudo contraste con su desacuerdo sobre una serie de asuntos diplomáticos del momento, Gran Bretaña y sus antiguas colonias tenían «un interés común por evitar la propagación de principios peligrosos entre los esclavos de sus respectivos países» y concordaban en que «un peligro fundamental derivado de la libertad de los negros en Santo Domingo» consistía en «el posible incremento de la navegación». El embajador británico en Estados Unidos, Robert Liston, quien asistió a las reuniones celebradas en Filadelfia entre funcionarios de su gobierno y sus contrapartes de Estados Unidos, además de contribuir a redactar el tratado, resumió las deliberaciones al declarar que los británicos y los norteamericanos colaborarían «para poner fin por completo, o al máximo posible, a todas las maniobras o esfuerzos marítimos de cualquier tipo en la isla de Santo Domingo».

Si bien Toussaint ganó la guerra contra los británicos en 1798, es obvio que perdió la paz. Para deleite de sus antiguos enemigos, concedió a los barcos británicos y estadounidenses el monopolio compartido del comercio exterior de Santo Domingo, con lo que hizo a la colonia «totalmente dependiente de nosotros para su alimentación diaria, así como para otras necesidades para la vida». Aunque las naves locales mantuvieron cierto control sobre el comercio costero entre los puertos de la isla, las regulaciones del tratado imponían «severas restricciones» a la navegación de esas pequeñas embarcaciones y a la naciente flota (de Toussaint) con «barcos estatales» artillados. Esas restricciones limitaban el tonelaje de los barcos y el número de las tripulaciones y, por último, prohibían a toda embarcación local navegar fuera de un radio de cinco leguas, o 25 kilómetros, de la costa. Los barcos que violaran esas disposiciones estaban sujetos a ser confiscados. 

Para consternación de Toussaint, los cruceros británicos que patrullaban las aguas jurisdiccionales de Santo Domingo hacían cumplir estrictamente esos límites a la actividad marítima. Naturalmente, los comandantes británicos prestaban la mayor atención a las embarcaciones artilladas bajo el mando de Toussaint. Según un informe británico, de diciembre de 1799, la «fuerza naval» del general negro consistía en trece navíos tripulados «fundamentalmente por negros» y cerca de 700 marineros. Aunque esa flota parecía modesta según los estándares británicos, la Marina Real calificó a los barcos y a sus tripulaciones de potencialmente problemáticos, y pronto los acusó de violar las estipulaciones de la convención. 

En algún momento a finales de 1799, oficiales británicos informaron sobre la captura de «una pequeña flota de guerra» a las órdenes de Toussaint que navegaba desde Port Republicain (antes Port-au-Prince) hasta Jacmel, en la costa sur. Alegando que los barcos habían violado el límite de los 25 kilómetros y que habían navegado acercándose peligrosamente al este de Jamaica, los buques de guerra británicos obligaron a esas cuatro embarcaciones con una tripulación de más de 400 hombres a acompañarlos hasta Port Royal, como presas capturadas en el mar. En febrero de 1800, los barcos británicos habían logrado sacar del tráfico marítimo «entre 500 y 600 hombres de mar», que penaban en las superpobladas cárceles jamaicanas en calidad de prisioneros de guerra. El almirante Parker rechazó las peticiones de Toussaint y del gobernador Balcarres para devolver a esos marinos a la colonia francesa bajo el argumento de que, tan pronto fueran puestos en libertad, firmarían para embarcarse con corsarios franceses y atacarían el tráfico marítimo de Jamaica. 

Parker se oponía con todas sus fuerzas al tratado con Toussaint. Sabía que bajo su mando, muchos buques británicos excedieron los límites de su autoridad. Y con pretextos endebles, no solo interceptarían barcos artillados, sino que también hostigarían y capturarían embarcaciones más pequeñas dedicadas al comercio costero. A pesar de los repetidos ruegos de Toussaint de que «se respeten mis barcos», los cruceros de la Real Armada se ensañaban a menudo con los droggers, los obligaban a dirigirse a tierra y, en algunos casos, los confiscaban como botín.

Por último, Gran Bretaña y demás potencias complementaron los esfuerzos por contener a los rebeldes negros de Santo Domingo, reaccionando con rapidez con el propósito de eliminar cualquier señal marítima de iniciativas independientes de la colonia francesa. En Cuba, en 1799, al igual que en Jamaica al año siguiente, los funcionarios bloquearon la venta de goletas de gran tamaño a enviados llegados desde Santo Domingo a fin de adquirir embarcaciones. Incluso el descubrimiento de un pequeño volumen de lona para velas oculto en un cargamento de mercancías a bordo de un barco norteamericano fue suficiente para sugerir a los comerciantes que intercambiaban sus mercancías con Santo Domingo, que Toussaint planeaba subrepticiamente una aventura marítima.

La política de contención —iniciada y mantenida en vigor entre 1798 y 1800— logró aislar a Santo Domingo de sus vecinos, frustrando así el sueño de Toussaint de reconstruir la colonia tras una década de guerra y unirse a la familia de naciones sobre una base de igualdad. En el interior de Santo Domingo, esas derrotas debilitaron seriamente la base de apoyo a Toussaint y terminaron por minar su autoridad. En 1802, un enviado de Napoleón Bonaparte se apoderó del caudillo negro y lo desterró a una prisión en Francia como parte del nuevo intento del gobierno metropolitano por restablecer la esclavitud en las colonias. 

No obstante, los acontecimientos posteriores reivindicaron la fe del poeta británico William Wordsworth y del albañil masón afroamericano Prince Hall. Como predijera Wordsworth en 1803 al enterarse de la inminente muerte de Toussaint, «ni un soplo del viento común» ha olvidado a Toussaint, su fallecimiento no revirtió el ímpetu de la revolución en Santo Domingo. Los soldados franceses, diezmados por la fiebre amarilla y con el constante recuerdo de su propio legado revolucionario derivado de la resistencia de las tropas negras, no lograron derrotar a los antiguos esclavos que luchaban para preservar la libertad que tanto les había costado. 

El 1 de enero de 1804, Jean-Jacques Dessalines proclamó Haití como la segunda república independiente del Nuevo Mundo. Tras la independencia, los haitianos siguieron apoyando la causa de la liberación de los negros. El primer número de la Gazette officielle de l’état de Hayti, que comenzó a publicarse en 1807, conmemoró la reciente abolición de la trata británica con una serie de artículos que contaban toda la historia y subrayaban el papel desempeñado por William Wilberforce y otros destacados abolicionistas. Los habitantes de la república negra mantuvieron la comunicación con negros de otros puntos del hemisferio. A pesar de los numerosos problemas económicos y políticos que asolaban a la nueva nación nacida de una revolución de esclavos, los haitianos realizaron grandes contribuciones al movimiento en pro de la libertad política de América Latina. 

En fecha tan temprana como 1805, un año después de declarada la independencia haitiana, funcionarios de Brasil prohibieron a los negros de la milicia en Río de Janeiro portar retratos de Dessalines. A partir de 1804, Haití reemplazó a Cuba como foco de las quejas de los británicos sobre las deserciones de esclavos de Jamaica. Un esclavo fugitivo que regresó a la isla británica en 1818 declaró que durante su estancia, había visto «entre 30 y 40» esclavos fugados de Jamaica y explicó que a menudo los marinos de Haití alentaban y auxiliaban a los esclavos que escapaban. Algunos de esos marineros pueden haber sido refugiados de Jamaica u otros sitios. 

En junio de 1818, cuatro marineros negros de Jamaica se encontraron en Londres después de ser licenciados de la Marina y se dirigieron al Committee for the Relief of Destitute Seamen [Comité para la ayuda a los marinos carentes de medios] a fin de encontrar una manera de regresar a la isla. Pero dos de ellos querían llegar a su hogar solo porque «eso les facilitaría el paso a Santo Domingo», donde confiaban «encontrar trabajo en un drogger o en una embarcación de cabotaje». En ocasiones, los funcionarios descubrían incluso a haitianos dedicados a activar acciones de movilización en las calles de Jamaica. En 1817, la Asamblea acusó a un tal Thomas Strafford, residente en Haití, por haber hecho «circular aquí papeles impresos de una tendencia sumamente transgresora», y citaba como evidencia un folleto titulado «Reflections on Blacks and Whites» [Reflexiones sobre los blancos y los negros]. 

Durante el desarrollo de los movimientos independentistas en Hispanoamérica, los haitianos ofrecieron asilo a Simón Bolívar y a otros revolucionarios. En 1817, Bolívar alistó embarcaciones en Les Cayes con tripulaciones de negros y mulatos «de distintas naciones» para combatir «contra los enemigos de Venezuela»; muchos otros barcos que navegaban con bandera venezolana eran en realidad «propiedad de naturales de Haiti y tripulados por ellos». Durante esa misma década, funcionarios españoles informaron de que ciudadanos negros de Haití hablaban abiertamente a favor de la independencia en lugares tan distantes como México. Barcos españoles confiscaron copias del periódico haitiano Le Télégraphe en embarcaciones con rumbo a puertos hispanoamericanos; hasta el título del periódico se inspiraba en imágenes de comunicación a larga distancia. 

A lo largo de los siglos XIX y XX, los afroamericanos encontraron inspiración en el ejemplo de la libertad haitiana, y mantuvieron contactos directos e indirectos con Haití. Denmark Vesey, un nativo de Charleston que viajó muchas veces al Caribe como grumete durante su juventud y residió en Santo Domingo durante algunos años, organizó una conspiración de esclavos y negros libres en 1822, con Haití (al menos en parte) como punto de referencia. Vesey y sus compañeros seguían lo que ocurría en la nueva nación, pasando de mano en mano los artículos de los periódicos. En el juicio a Vesey, uno de los correligionarios declaró que «tenía el hábito de leer en los periódicos todos los fragmentos relacionados con Santo Domingo». Alegando que había sostenido correspondencia a través de los cocineros negros de los barcos mercantes que navegaban entre Charleston y Haití, Vesey prometió a sus seguidores que los haitianos irían en su ayuda si daban un primer golpe para conquistar la libertad. 

La década de 1820 fue también testigo de la primera oleada de emigración de negros libres desde Estados Unidos hacia Haití, y los negros siguieron emigrando a la República negra hasta mucho después del fin de la esclavitud. Los historiadores afroamericanos del siglo XIX, como el antiguo esclavo William Wells Brown, calificaron la revolución en Santo Domingo como el evento medular en la historia de los afroamericanos. En la década de 1850, Brown pronunció conferencias sobre el tema, y sus investigaciones sobre Toussaint Louverture y la historia de Haití lo llevaron a los archivos de Londres y París. 

Toussaint y la Revolución haitiana siguen ocupando hasta nuestros días un lugar central en la memoria cultural de los negros estadounidenses. Un siglo después de que Brown publicara su popular conferencia sobre la revolución, Ntozake Shange, durante su niñez en el Medio Oeste en la década de 1950, descubrió a Toussaint, y eso la inspiró para entregarnos uno de los textos más memorables de su obra reciente.

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