En agosto de 1893, cuando el presidente de la organización la llamó para hablar durante la sesión del Congreso de Zúrich de la Segunda Internacional, Rosa Luxemburgo se abrió paso sin dudar entre una multitud de delegados y activistas que se amontonaban en el hall. Era una de las pocas mujeres presentes y estaba en la flor de su juventud. De complexión delgada, una malformación en la cadera la había obligado a cojear desde los cinco años. En efecto, la primera impresión que produjo en muchas de las personas que la veían por primera vez era la de ser una criatura frágil. Aunque luego, parada sobre una silla para hacerse escuchar mejor, cautivó rápidamente a toda la audiencia con la sutileza de su razonamiento y la originalidad de sus posiciones.
Desde su punto de vista, la demanda central del movimiento obrero polaco no debía ser la de un Estado polaco independiente, tal como habían sostenido todos antes de ella. Polonia todavía estaba bajo un gobierno tripartito, dividido entre los imperios alemanes, austrohúngaro y ruso; su reunificación estaba generando muchas dificultades y los trabajadores debían posar su mirada sobre objetivos que sirvieran para impulsar luchas prácticas en nombre de necesidades específicas.
En una línea de argumentación que desarrollaría durante los años siguientes, atacó a quienes se concentraban exclusivamente en los temas nacionales y dejaban de lado la lucha proletaria en un sentido más amplio. Advirtió que se corría el peligro de que la retórica del patriotismo fuese utilizada para restarle importancia a la lucha de clases y para mantener la cuestión social en un lugar relegado. Sostenía que no había necesidad de añadirle el «sometimiento a la nacionalidad polaca» a todas las formas de opresión sufridas por el proletariado.
Contra la corriente
La intervención en el Congreso de Zúrich simboliza toda la biografía intelectual de una mujer que debe ser considerada como una de las figuras más importantes del socialismo del S. XX. Nacida el 5 de marzo de 1871, hace 150 años, en la ciudad de Zamość, emplazada en el Zarato de Polonia, Rosa Luxemburgo vivió toda su vida en los márgenes, enfrentó múltiples adversidades y nadó siempre contra la corriente. De origen judío y con una discapacidad física que la acompañó toda la vida, se mudó a Alemania a la edad de veintisiete años y se las arregló para obtener la ciudadanía a través de un matrimonio de conveniencia. Resueltamente pacifista cuando estalló la Primera Guerra Mundial, fue encarcelada por sus ideas en numerosas ocasiones. Fue una enemiga enardecida del imperialismo durante un período nuevo y violento de expansión colonial. Luchó contra la pena de muerte en medio de la barbarie. Y –cuestión fundamental– fue una mujer que vivió en mundos habitados casi exclusivamente por hombres. Tanto en la Universidad de Zúrich, en donde obtuvo un doctorado con una tesis sobre El desarrollo industrial de Polonia en 1897, como en la dirección de la socialdemocracia alemana, era con frecuencia la única presencia femenina. El partido la designó como la primera mujer encargada de dar clases en la escuela central de cuadros, actividad que desarrolló entre 1907 y 1914. Durante el mismo período publicó La acumulación del capital (1913) y trabajó en el proyecto inconcluso de una Introducción a la economía política (1925).
Supo compensar las dificultades que enfrentaba con su espíritu independiente y su autonomía, una virtud que con frecuencia ocasiona problemas incluso en los partidos de izquierda. Daba cuenta de una inteligencia vivaz y era capaz de desarrollar ideas nuevas y defenderlas sin sobresaltos, con una franqueza encantadora, frente a figuras de la talla de August Bebel y Karl Kautsky (en cuya formación tuvieron el privilegio de tratar directamente con Engels). Su meta no era repetir una y otra vez las palabras de Marx, sino interpretarlas históricamente y, si era necesario, profundizar algunas sus ideas. La libertad de alzar la voz para enunciar su propia opinión y de expresar posiciones críticas al interior del partido era para ella un derecho inalienable. El partido tenía que ser un espacio en el cual convivieran distintas perspectivas, con el único requisito de que quienes se unieran a la organización compartieran sus principios fundamentales.
Partido, huelga, revolución
Rosa Luxemburgo se sobrepuso exitosamente a los numerosos obstáculos que se le presentaron y, durante el virulento debate que siguió al giro reformista de Eduard Bernstein, se convirtió en una figura reconocida en la organización más importante del movimiento obrero europeo. Mientras que, en su famoso texto titulado Las premisas del socialismo y las tareas de la socialdemocracia (1897-99), Bernstein había convocado al partido a quemar los puentes que lo comunicaban con el pasado y a convertirse en una fuerza apenas gradualista, Luxemburgo insistía en ¿Reforma o revolución? (1898-99) en que, durante cada período histórico, «la obra reformista se realiza únicamente en la dirección que le imprime el ímpetu de la última revolución». Quienes decidían perseguir a través del «gallinero del parlamentarismo burgués» las transformaciones que solo la conquista revolucionaria del poder político podía precipitar, no estaban optando por una «vía más tranquila, calma y lenta hacia el mismo objetivo, sino por un objetivo diferente». Habían aceptado el mundo burgués y su ideología.
La cuestión no era mejorar el orden social existente, sino construir un orden completamente diferente. El rol de los sindicatos –que solo eran capaces de arrebatarles a los patrones condiciones más favorables en el marco del modo de producción capitalista– y la revolución rusa de 1905 suscitaron algunas ideas sobre los posibles agentes y acciones que podrían generar una transformación radical de la sociedad. En el libro Huelga de masas, partido y sindicatos (1906), que analizaba los principales acontecimientos que se desarrollaban en amplias regiones del Imperio ruso, Luxemburgo destacaba el rol fundamental de las capas más numerosas y más desorganizadas del proletariado. A sus ojos, las masas eran las verdaderas protagonistas de la historia. En Rusia, el «elemento espontaneidad» –un concepto que llevó a que algunas personas la acusaran de sobrestimar la conciencia de clase de las masas– había sido un factor importante y, consecuentemente, el rol del partido no debía ser el de preparar la huelga de masas sino el de posicionarse como dirección «de todo el movimiento».
Para Rosa Luxemburgo, la huelga de masas era «el pulso vivo de la revolución y al mismo tiempo su motor más poderoso». Era el verdadero «método de movimiento de la masa proletaria, la forma fenoménica de la lucha proletaria en la revolución». No se trataba de una acción aislada, sino de la suma total de un largo período de lucha de clases. Señaló además que debía prestársele atención al hecho de que, «en la tormenta del período revolucionario», el proletariado se transformaba a tal punto que «hasta el bien supremo, la misma vida, por no decir nada del bienestar material, significa muy poco en comparación con los ideales de la lucha». En este proceso, los trabajadores ganan en conciencia y en madurez. Las huelgas de masas en Rusia habían mostrado cómo, durante tales períodos, «la incesante acción recíproca entre las luchas políticas y las económicas» era de tal naturaleza que una podía transformarse inmediatamente en la otra.
Comunismo significa libertad y democracia
Luxemburgo participó de otra disputa acalorada durante aquellos años, que tenía como objeto la cuestión de las formas organizativas y, más específicamente, la cuestión del rol del partido. En este caso se enfrentó a Lenin. En Un paso adelante, dos pasos atrás (1904), el líder bolchevique defendía las posiciones adoptadas en el Segundo Congreso del Partido Obrero Socialdemócrata Ruso y desarrollaba la concepción del partido como un núcleo compacto de revolucionarios profesionales, una vanguardia cuya tarea era dirigir a las masas. Por el contrario, en «Problemas organizativos de la socialdemocracia» (1904), Luxemburgo argumentaba que un partido extremadamente centralizado planteaba una dinámica peligrosa de «obediencia ciega de los militantes a la dirección». Desde su punto de vista, el partido no debía sofocar la participación de la sociedad, sino que debía desarrollarla para alcanzar una «evaluación histórica correcta de las formas de lucha». Marx escribió alguna vez que «cada paso del movimiento real vale más que una docena de programas». Y Luxemburgo continuó esta idea al afirmar que los «errores cometidos por un movimiento verdaderamente revolucionario son infinitamente más fructíferos que la infalibilidad del Comité Central más astuto».
Este choque cobró todavía más relevancia luego de la Revolución rusa de 1917, a la cual ella brindó su apoyo incondicional. Preocupada por los acontecimientos que se desarrollaban en Rusia –por ejemplo, los problemas que planteaba la reforma agraria–, fue la primera en el campo comunista en observar que un estado de emergencia prolongado tendría una influencia degradante sobre la sociedad. En el texto póstumo titulado La revolución rusa (1922 [1918]), destacaba que la misión histórica del proletariado, en el momento de la conquista del poder político, era «crear una democracia socialista en reemplazo de la democracia burguesa, no para eliminar la democracia». El comunismo implicaba «la participación más activa e ilimitada posible de la masa popular, la democracia sin límites». Un horizonte político y social completamente diferente solo podría ser alcanzado a través de un proceso complejo de este tipo, y no si se reservaba el ejercicio de la libertad «solo para los que apoyan al gobierno, solo para los miembros de un partido».
Luxemburgo estaba firmemente convencida de que, a causa de su misma naturaleza, «no se puede decretar el socialismo», que debe expandir la democracia y no reducirla. Escribió que «lo negativo, la destrucción, puede decretarse; lo constructivo, lo positivo no». Este era un «territorio nuevo» y solo la «experiencia» sería capaz de «corregir y abrir nuevos caminos». La Liga Espartaquista, fundada en 1914 con posterioridad a una ruptura con el SPD, y que luego se convirtió en el Partido Comunista de Alemania (KPD), declaró explícitamente que nunca ejercería el gobierno a menos que hubiese una voluntad clara e inequívoca de la gran mayoría de la masa proletaria de toda Alemania.
A pesar de adoptar decisiones políticas opuestas, tanto los socialdemócratas como los bolcheviques concebían la democracia y la revolución como dos procesos alternativos. Por el contrario, en el caso de Rosa Luxemburgo, debe decirse que el núcleo de su teoría política era la unidad indisoluble de las dos. Su legado ha sido explotado en los dos sentidos: los socialdemócratas, cómplices de su brutal asesinato en manos de fuerzas paramilitares de derecha cuando tenía solo 47 años, lucharon contra ella durante mucho tiempo destacando sin ningún reparo los acentos revolucionarios de su pensamiento, mientras que los estalinistas evitaron dar a conocer mejor sus ideas dado su carácter crítico y su espíritu libre.
Contra el militarismo, la guerra y el imperialismo
El otro punto crucial de las ideas y del activismo político de Luxemburgo fue su oposición a la guerra y su agitación contra el militarismo. Aquí se mostró capaz de actualizar el enfoque teórico de la izquierda y ganarse el apoyo para aprobar resoluciones astutas en los congresos de la Segunda Internacional que, a pesar de haber sido ignoradas, representaron una molestia para el campo de los partidarios de la Primera Guerra Mundial. Según su análisis, la función de los ejércitos, el rearme sin fin y la repetida irrupción de las guerras no debían explicarse en los términos clásicos del pensamiento político del S. XIX. En cambio, ella los vinculaba con fuerzas que buscaban reprimir las luchas obreras y que servían como herramientas útiles a los reaccionarios en sus intentos de dividir a la clase trabajadora. También se adecuaban a un objetivo económico preciso de aquella época. El capitalismo necesitaba el imperialismo y la guerra, aun en tiempos de paz, para incrementar la producción, a la vez que para capturar nuevos mercados a medida que surgían en la periferia colonial de Europa. Como escribió en La acumulación del capital, «el poder político no es aquí, tampoco, más que el vehículo del proceso económico», un juicio al que le sigue una de las tesis más controversiales que defiende en el libro, a saber, que el rearme era indispensable para la expansión productiva del capitalismo.
Este cuadro estaba lejos del optimismo que pintaban los escenarios reformistas y, para resumirlo, Luxemburgo utilizó una fórmula que adquirió una amplia resonancia durante el S. XX: «socialismo o barbarie». Explicó que el segundo término podría ser evitado solo gracias a la lucha consciente de las masas y, dado que el antimilitarismo implicaba un elevado nivel de conciencia política, fue una de las grandes defensoras de la huelga general contra la guerra, un arma que muchos otros –hasta el propio Marx– habían subestimado. Argumentó que el tema de la defensa nacional debía ser usado en contra de los nuevos escenarios de guerra y que la consigna «¡Guerra a la guerra!» debía convertirse en la piedra de toque de la política de la clase trabajadora. Tal como escribió en La crisis de la socialdemocracia alemana (1915), texto también conocido como El folleto Junius, la Segunda Internacional explotó porque fracasó a la hora de «dirigir al proletariado de todos los países en una sola táctica y un solo accionar común». Por lo tanto, de ahí en adelante el objetivo principal del proletariado, tanto en tiempos de guerra como de paz, debía ser la lucha contra el imperialismo y el bloqueo de nuevas conflagraciones.