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El presidente de los Estados Unidos, Joe Biden, habla en el aniversario del inicio de la pandemia de COVID-19 en Washington, DC, el 11 de marzo de 2021 (Mandel Ngan / AFP a través de Getty Images).

Joe Biden no es la socialdemocracia

Traducción: Valentín Huarte

El paquete de estímulos tiene muchas cosas buenas. Pero es exagerado afirmar que el Partido Demócrata de Biden está implementando cambios estructurales: inyectar la liquidez que tanto se necesita no es lo mismo que empoderar a los trabajadores o crear un electorado para el cambio.

El plan de rescate de 1.9 billones de dólares que aprobó el Senado es una medida de asistencia fundamental. 

Los puntos más importantes de la ley –pagos en efectivo de 1400 dólares, expansión de la asistencia al desempleo y 350 mil millones de dólares para los gobiernos estatales y locales– fueron los más destacados por la prensa, pero el paquete contiene otras muchas disposiciones que implicarán una diferencia material para millones de personas trabajadoras, desde los jubilados hasta las niñeras. El plan de rescate incluye gastos de asistencia en salud, alquileres, alimentación, educación y ayuda a las familias con niños. En palabras del New York Times, es «la iniciativa antipobreza más grande en una generación».

¿Qué nos dice el tratamiento de esta ley, aprobada con el voto de los 50 demócratas y rechazada por los 49 republicanos que estuvieron presentes, acerca de la situación de la política estadounidense? Al interior de la amplia coalición democráta, el clima es festivo, incluso triunfante. «Joe Biden es un presidente transformador», anuncia David Brooks. «Militantes progresistas y socialistas», escribe Eric Levitz de la revista New York, «junto a sindicatos, iglesias negras y otras organizaciones de la clase trabajadora nos ayudaron a llegar a este punto en el cual Joe Biden garantizará el aumento del poder adquisitivo de los trabajadores más grande de la historia estadounidense».

Para muchos analistas liberales de este tipo, el plan de rescate implica una enorme transformación ideológica del Partido Demócrata. La gran magnitud del paquete –casi dos veces más grande, en términos de PIB, que el estímulo de Obama de 2009– muestra que los demócratas dejaron atrás la época de la austeridad. Y, al mismo tiempo, el rechazo del partido a negociar la ley con los republicanos, marca el fin de un viejo patrón demócrata de triangulación bipartidista.

Puede ser verdad que en las urnas se acelera cierto desajuste de clase, dado que los votantes de la clase trabajadora (de todas las razas) votan más a los republicanos, mientras que los profesionales con títulos universitarios se convirtieron en la base demócrata más importante. Pero la política de la ley de estímulo, dice Chris Hayes de MSNBC, muestra que la diferencia económica entre ambos partidos está más viva que nunca. «El logro legislativo más importante –y el único– del Partido Republicano en 2017 fue una inmensa e histórica rebaja de impuestos para las empresas y las personas muy ricas. La ley aprobada por la nueva administración demócrata en 2021 es el paquete de rescate para los pobres, la clase trabajadora y la clase media más grande que haya visto durante mi carrera de periodista político».

En la versión más enérgica del argumento, sostenida por Zack Beauchamp de Vox, el plan de rescate es la prueba de que los votantes educados que habitan en los barrios residenciales de las afueras llevaron al Partido Demócrata hacia la izquierda económica. Si la nueva coalición del partido es capaz de crear «la ley más significativa para la clase trabajadora de la historia moderna de este país», tal como dijo Bernie Sanders, entonces, ¿por qué deberíamos preocuparnos por la situación política actual de la clase trabajadora?

Los analistas como Beauchamp argumentan que los progresistas deberían celebrar la emergencia de un nuevo «materialismo posmaterial», en el cual los votantes profesionales, guiados por afinidades culturales, se convierten en la vanguardia de la redistribución económica. El mensaje de Vox a sus lectores en 2021 es prácticamente el mismo que el que transmitía Obama a sus simpatizantes en 2008: «Somos los que nosotros mismos hemos estado esperando».

La historia sigue caminos extraños y siempre debemos estar preparados para una sacudida y una sorpresa. ¿Quién sabe? En algún momento, tal vez la perspectiva Vox del universo sea verificada por los acontecimientos. Pero lo cierto es que aquí, en 2021, es probable que algunos liberales estén adelantándose a los hechos.

¿Se terminó la época de la austeridad?

Sin duda, el plan de rescate de Biden les traerá un respiro a cientos de millones de estadounidenses que viven en la marginalidad económica. Y su aprobación –sumada a los 2.2 billones de dólares de la ley CARES del verano pasado y al paquete de 900 mil millones del pasado diciembre– efectivamente sugiere un cambio radical en la forma en la que la clase política estadounidense se relaciona con el presupuesto federal. Si se lo compara con el incesante regateo del déficit de las épocas de Clinton, Bush y Obama, definitivamente se trata de algo diferente. Tal como dijo sabiamente el izquierdista James Medlock: «Se terminó la época de “se terminó la época de los grandes gobiernos”».

Pero un elemento clave en todo esto, que generalmente se evita en los festejos del Partido Demócrata, es la manera en la que los acontecimientos de la última larga década –la crisis financiera, la recuperación lenta y desigual y ahora la pandemia global– desplazaron toda la política estadounidense hacia la izquierda presupuestaria. Sí, los demócratas que votaron por una asistencia de 1.9 billones de dólares financiada con déficit están siendo mucho más generosos que en 2008. Pero también lo son los republicanos que votaron la asistencia financiada con déficit de 3.1 billones de dólares el año pasado.

Con las reducciones fiscales de 2017, se comprobó que el Partido Republicano sigue siendo un partido que redistribuye ingresos hacia arriba. Pero no es más, en ningún sentido, un partido de «gobierno limitado» o que sostenga una línea dura de austeridad. Este cambio es al menos tan espectacular como cualquiera de los cambios de la posición demócrata. Recordemos que en febrero de 2009, cuando el Congreso debatía el paquete de estímulo mucho más pequeño de Obama, la votación mostró que el 25% de los republicanos apoyó la medida.

Pero la época de Trump no es la época del Tea Party. Este año, aun si los republicanos en el Senado mantuvieron diligentemente su posición contra Biden, sus propios electores abandonaron la batalla: el 70% de los votantes republicanos apoya los pagos directos de 1400 dólares o más, mientras que el 60% apoya el plan de rescate general de 1.9 billones de dólares. Incluso uno de los puntos más «revolucionarios» de la ley de Biden, a saber, la asistencia federal directa por hijo, cuenta con el apoyo del 60% de los republicanos.

En 2009, los republicanos respondieron a la aprobación del paquete de estímulos de Obama mediante un movimiento de activistas organizados que denunció las premisas básicas de cualquier forma de gasto estatal. Este año, aun antes de que Biden firmara su ley, los senadores republicanos intentaron robarle el crédito por su generosidad.

La falta de una oposición de las bases al plan de rescate generó un panorama político completamente diferente en el Senado. Tal como dijo el especialista en ciencias políticas Dave Hopkins en el Washington Post, «en este momento, los demócratas moderados más vulnerables sienten una mayor libertad a la hora de votar una ley que implica un gasto enorme porque las encuestas sugieren que es popular y porque se está hablando de Dr. Seuss y del Señor Cara de Papa, y no de la deuda».

Hoy las bases republicanas, al igual que la clase profesional demócrata, perciben la política a través del lente de la guerra cultural en vez de centrarse en los crudos intereses económicos. Aun si había republicanos de «clase ejecutiva» que querían armar una respuesta del estilo Tea Party al estímulo, se dieron cuenta de que la nueva coalición del partido no los apoyaba. Las encuestas muestran que los votantes blancos sin títulos universitarios, la piedra de toque del electorado del partido durante la época de Trump, priorizan los bonos de 1400 dólares por sobre el «bipartdisimo» aun más que los blancos con educación universitaria.

Esto es una ironía que vale la pena pensar. Una clase trabajadora dividida puede ser un desastre para la política de izquierda, pero no necesariamente un obstáculo para la generosidad presupuestaria. Del mismo modo en que desmovilizó la resistencia republicana al gasto estatal, es probable que este desajuste de clase –y el influjo que tienen estos votantes de clase trabajadora en el partido de Trump– haya aceitado el mecanismo para que el Congreso defina una medida de redistribución económica.

Pero esto está muy lejos de la idea según la cual los demócratas, por su propia cuenta, se habrían transformado de alguna manera en un partido dispuesto a implementar enérgicas reformas socialdemócratas.

Parchar un neumático pinchado con liquidez

Levitz, Brooks y otros tienen razón al afirmar que el sentido común macroeconómico del Partido Demócrata evolucionó durante la última década. El énfasis en el crecimiento del empleo desplazó al miedo a la inflación, y esto tiene consecuencias reales. La magnitud y el alcance del plan de rescate, junto a los billones que se gastaron durante la época de Trump, deberían bastar para que la izquierda se tome un tiempo antes de volver a denunciar la «austeridad neoliberal».

Los socialistas deberían ser lo suficientemente valientes como para reconocer una nueva variedad de liberalismo presupuestario por lo que es y asumir que se trata de un gran avance sobre las políticas anteriores de combate al déficit.

Sin embargo, para comprender los verdaderos contornos de este cambio de la política demócrata, hace falta algo de perspectiva. Un buen presupuesto no es lo mismo que un «cambio fundamental», ni mucho menos un «enorme cambio estructural». A pesar de todos los hurras que celebran el progreso hacia una socialdemocracia estadounidense, es difícil decir en qué sentido podrían alterarse las relaciones sociales entre los trabajadores y los patrones, los ciudadanos y el Estado y el trabajo y el capital. Hay un motivo por el cual 170 dirigentes empresariales, entre los cuales se cuentan los ejecutivos de Goldman Sachs, Google, Lyft, Siemens, Visa y Zillow (¡y también Vox Media!) publicaron una carta en apoyo al paquete. El único artículo que efectivamente desafiaba la voluntad de algunos dirigentes empresariales, el salario mínimo de 15 dólares por hora, fue eliminado en el Senado sin encontrar resistencia en ninguno de los principales representantes del Partido Demócrata.

Además, no se trata solo de una ley de presupuesto. Se trata explícitamente de una ley de emergencia de un año. Todas las bondades del plan de rescate –los bonos, la asistencia al desempleo, la asistencia estatal, la asistencia por hijo– desaparecerán a fines de 2021, si es que no antes. En unos pocos meses, los demócratas podrán elegir expandir el gasto o no hacerlo. Nada en esta ley los fuerza a optar por una u otra opción ni genera un cuerpo electoral capaz de ejercer presión.

Comparar a cualquier presidente que aprueba una ley con Franklin Delano Roosevelt se convirtió en una costumbre del periodismo liberal. (Recordemos que en 2009, Michael Grunwald escribió un libro entero para definir el estímulo de Obama como un Nuevo New Deal). Se trata de una exageración. Después de todo, la ley Wagner de 1935 le abrió el camino a una enorme expansión de los sindicatos, que efectivamente reconfiguró el equilibrio de poder entre el capital y el trabajo durante décadas. A su vez, la ley de Seguridad Social estableció los fundamentos de un Estado de bienestar duradero y los programas de empleos pusieron a millones a trabajar y revolucionaron las funciones del Estado al servicio del bien público. Nada en la agenda de Biden aspira a este tipo de transformación estructural.

Una comparación más relevante admite como término el apogeo previo del liberalismo presupuestario estadounidense, la Gran Sociedad de los años 1960. Los fracasos de esta época dejaron insatisfechas las demandas de los dirigentes sindicales. Sin embargo, durante el período se implementaron programas de bienestar importantes y duraderos como Medicare, Medicaid y los cupones de alimentos.

Bien puede ser cierto que, tal como declararon Sanders y el New York Times, el plan de rescate es la ley que mejor satisface los intereses de las familias de la clase trabajadora en «una generación». ¡Pero lo cierto es que esto habla más de la última generación que de la ley en sí misma! Nada en este paquete de emergencia de un año se compara con las medidas antipobreza de la Gran Sociedad.

La verdadera pregunta es qué vendrá después. La asistencia por hijo de un año, ¿se convertirá en un programa permanente de asistencia a las familias? ¿Cuál será el destino de la ley que protege el derecho a la organización de los trabajadores (PRO), o la ley H.R. 1, que protege el derecho al voto, cuya aprobación en el Senado implica una dura batalla y algún tipo de reforma procesal? ¿Los demócratas aceptarán mansamente la derrota sobre el salario mínimo, o volverán al campo de batalla? ¿Y cuáles son las perspectivas para la salud, si hasta las reformas estructurales más moderadas, como la posibilidad de una cobertura pública, parecen haber quedado en suspenso?

Aun si se implementara todo este paquete de reformas, que hoy se considera el contorno de lo posible, estaríamos muy lejos de la socialdemocracia, o incluso de la legislación de derechos económicos de Roosevelt: un salario digno, una vivienda decente, acceso a la salud y a una buena educación para todos los estadounidenses. Sin embargo, podemos afirmar con justeza que representaría algo cercano a un «cambio fundamental», el auge de un nuevo liberalismo presupuestario que podría preparar el terreno para las luchas futuras.

Pero nada de esto sucedió todavía y hay motivos para sostener el escepticismo.

La defensa de la clase trabajadora

Al menos desde 2019, la crítica al estilo Jacobin contra el desajuste de clase no implica simplemente denunciar que los votantes con estudios universitarios están «llevando al Partido Demócrata hacia la derecha». Esto no es una caricatura, es una lectura incorrecta. El argumento de la izquierda, en cambio, es que la desaparición de la política de clases del sistema electoral hará que sea mucho más difícil producir un cambio estructural.

Es cierto: un afluente económicamente más acomodado del Partido Demócrata está dispuesto a apoyar algunos programas que implican financiar medidas de bienestar con déficit, desde la expansión de Medicaid hasta la asistencia por hijo. Pero, ¿es capaz de aumentarle los impuestos –de manera considerable– a su base para financiar las reformas mucho más importantes que requeriría una sociedad socialdemócrata, como el acceso universal a la salud? ¿Es capaz de, no simplemente «apoyar», sino realmente sacrificarse y luchar por los intereses de la clase trabajadora, como el salario mínimo, la expansión de los sindicatos o el empleo garantizado? La evidencia hasta el momento, en el Congreso y en los estados más azules, no es muy alentadora.

Nada de esto implica que debamos rechazar el plan de rescate de Biden. Este representa un alivio real para cientos de millones de estadounidenses y les brinda un sustento a algunos gobiernos estatales y locales que tienen agendas más progresistas. Pero disfrazar un presupuesto de emergencia de «cambio fundamental» no hace avanzar la causa. Si los demócratas quieren cambiar de rumbo y ganar una mayoría duradera –en las legislaturas estatales y en el Senado– deben estar dispuestos a asumir el riesgo e implementar reformas que mejorarían a largo plazo la vida de los votantes de la clase trabajadora. Necesitan nuevos programas permanentes que sirvan para ganarse la lealtad de la gente trabajadora y para engendrar un sentimiento de solidaridad social más amplio.

Dada la disposición del Senado, y las inciertas prioridades de los dirigentes demócratas, la dura verdad podría ser que lo mejor del bidenismo haya pasado. No se confundan, la ley de estímulo es un paso importante en la dirección correcta, y si resulta ser tan solo el comienzo de una guerra legislativa histórica para fortalecer a la clase trabajadora, me uniré al coro de voces que elogian esta nueva alianza socialdemócrata con los sectores acomodados.

Pero hasta el momento, la alternativa opuesta es tan probable como esta. Si el plan de rescate pasa a la historia como «la ley demócrata distintiva de 2021», tal como Chris Hayes la bautizó, entonces esta nueva época de liberalismo presupuestario se quedará corta en comparación con sus predecesoras.

 

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