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Vacuna contra el COVID-19 de Pfizer. (Marco Verch / Flickr)

Las farmacéuticas contra el bien común

La gestión de la pandemia es el enésimo reflejo del conflicto de fondo entre capital y vida, entre intereses privados y bienes comunes, entre mercancías y derechos. Si tenemos que sacar algo en positivo de esta crisis, que sea la constatación general de esta incompatibilidad central.

Un año después de los primeros contagios registrados por COVID-19, Europa vive inmersa en plena tercera ola sin prácticamente haber salido de la segunda. A la crisis vírica y sanitaria se suman la económica y social. En este contexto aflora un debate que podría parecer coyuntural –el acceso y reparto de la vacuna– pero que tiene unas implicaciones estratégicas muy importantes, dado que vuelve a poner sobre la mesa la cuestión fundamental de la dicotomía entre bienes comunes y propiedad privada.

Se suele decir que la pandemia lo ha cambiado todo. Que hace tan solo un año nadie nos hubiese creído si dibujábamos el escenario que hoy vamos camino de normalizar. Y, sin embargo, más que cambiarlo todo, la pandemia está agudizando tendencias que ya venían de lejos, volviendo presentes desafíos y peligros que llevaban tiempo anunciándose y creciendo. Algo parecido ocurre con la forma en que se ha gestionado la pandemia: debió llegar un virus para que mucha gente descubra que el rey andaba desnudo. El desorden global neoliberal es incompatible con cualquier forma de gobernanza mundial que asegure una campaña de vacunación planetaria, universal o, al menos, mínimamente coordinada. Mientras tanto, la ley del mercado ha entregado a las empresas farmacéuticas la llave de la supuesta salvación sin pedirles nada a cambio.

Como a Estados Unidos en las películas de Hollywood, a Europa le gusta(ría) ser el centro del mundo (para lo bueno y para lo malo). Por eso, en el Viejo Continente todos los elementos antes citados se entrecruzan en un cóctel sintomático. La punta visible del iceberg es la pelea pública que la Comisión Europea ha mantenido estos días con la farmacéutica AstraZeneca por el supuesto incumplimiento del número de dosis acordado, lo cual pondría en juego la campaña de vacunación continental anunciada con bombos y platillos. Pero bajo la superficie se esconde mucho más.

Aún están a la vista las costuras que quedaron al descubierto cuando, hace menos de un año, la población europea descubrió que en su territorio ya no se producían ni mascarillas, ni respiradores ni prácticamente nada de lo necesario para afrontar la pandemia, por no hablar del riesgo de ruptura de suministros si el confinamiento interrumpiera unas cadenas comerciales cada vez más deslocalizadas y kilométricas. Entre marzo y mayo del año pasado, cualquier atisbo de cooperación o solidaridad fue reemplazado por una auténtica competencia cainita entre Estados Miembro para hacerse con recursos básicos para enfrentar la pandemia.

En un intento por evitar un nuevo «sálvese quien pueda», la Comisión Europea se ha erigido como «central de compras», mediando entre los países y los laboratorios. Pero en cuanto una de estas empresas ha respetado la única ley en vigor –que no es otra que la del mercado– el castillo de naipes euroentusiasta se ha venido abajo: Alemania amaga con firmar contratos bilaterales por su lado, Italia amenaza con denunciar a diestra y siniestra y, por primera vez en años, el Reino Unido e Irlanda se han alineado ante la voladura titubeante de un acuerdo pos-Brexit con apenas un mes de vida.

Pero que el árbol de la polémica de AstraZeneca no nos impida ver el bosque. Vivimos tiempos de mercantilización y privatización generalizada del mundo. La Unión Europea y sus Estados Miembro están recogiendo hoy los frutos de décadas de políticas neoliberales: servicios públicos fundamentales, como los sistemas sanitarios, precarizados proactivamente desde instancias gubernamentales para así abrir y ampliar el nicho de mercado de la iniciativa privada. Pocos mercados más cautivos que el de la salud para hacer de la necesidad humana un negocio y de los derechos básicos una mercancía, intentando corregir la caída tendencial de la tasa de beneficios de un sistema económico que necesita depredar cada vez más esferas de la vida para intentar sobrevivir.

La UE es el mayor experimento neoliberal a gran escala jamás concebido y aplicado. Sistemáticamente, se ha demostrado incapaz de estar a la altura o de encontrar mecanismos de decisión para afrontar crisis centrales como la climática o la llegada de personas migrantes en busca de refugio. En cambio, no escatimó velocidad, recursos y contundencia cuando tocó ahogar al pueblo griego o cuando se aplicaron planes de ajuste estructural draconianos sobre las mayorías sociales europeas. Hoy, ante el desafío de la pandemia y el reto de vacunar a casi 500 millones de personas, la UE hace lo único que sabe: concebir las instituciones públicas como un gran «generador de mercado» que facilite la actividad de la iniciativa privada. Y esto no tiene nada que ver con aquel «dejar hacer» del liberalismo clásico: lejos de apartarse, hoy los poderes públicos atravesados por la lógica neoliberal son un agente proactivo central de la mercantilización de la vida.

Solo desde la fe ciega en el mercado se puede asumir la total dependencia que conlleva dejar en manos de multinacionales la producción y suministro de vacunas. Poco ha importado que, desde abril, se vengan recibiendo señales (muchas procedentes incluso de la propia industria farmacéutica) advirtiendo de la incapacidad privada para producir a tiempo todas las dosis necesarias. Y es que la fe no entiende de razones. Eso sí: hoy, los obispos neoliberales callan ante el estrepitoso fracaso del «libre mercado» para asignar eficientemente los recursos y suministrar armoniosamente los bienes y servicios demandados. Valga un dato tan ilustrativo como vergonzoso: los países con mayores rentas acaparan el 99% de las dosis de vacunas disponibles gracias a acuerdos confidenciales y secretos.

Es por eso no podemos perdernos en debates estériles ni seguirle el juego a quienes pretenden convertir a una farmacéutica concreta en el nuevo «malo de la película» para que no miremos el incendio que unas y otras han provocado. Toca hablar claro y en base a elementos concretos, que permitan una salida a esta crisis que anteponga nuestras vidas a sus beneficios (a la señora Von der Leyen hay que recordarle, por si aún no se ha dado cuenta, que preside la Comisión Europea y no la Cámara de Comercio de las farmacéuticas en Bruselas). A continuación, habrá que empezar por el principio: la salud, y esto incluye la vacunación, que es un derecho humano. Las vacunas deben ser un bien público global. Y ni los derechos ni los bienes públicos pueden estar en manos del mercado ni ser tratados como mercancías con las que hacer negocio.

Asumir esto y dar el salto desde la mera propaganda hacia las políticas públicas tiene varias consecuencias. La primera es modificar urgentemente el papel del sector público desde su función actual de mero agente facilitador de mercado para pasar a ser un actor principal regido por criterios sociales y ecológicos. Con tiempo suficiente, cabría abrir el debate sobre si una producción pública de vacunas podría convivir o no con la iniciativa privada en ese sector. Pero la urgencia sanitaria es total y no hay tiempo para construir laboratorios ni recuperar las capacidades industriales desmanteladas si no es a costa de sumar miles de muertes más. Así que toca pasar a la acción: el sector público debe liberar la patente, centralizando y planificando la producción y distribución de las vacunas, expropiando para ello a los actores privados que se han demostrado incapaces y desprovistos de voluntad de responder a este desafío.

Con dinero público se rescataron bancos, autopistas y aerolíneas privadas. ¿Tan extraño resulta exigir ahora que se «rescate» nuestro servicio público de salud, poniendo a los laboratorios farmacéuticos bajo control social para asegurar el servicio de un bien común (la vacuna) que asegure un derecho humano (la vacunación)? La expropiación de terrenos privados para impulsar una obra pública –como una carretera– es, en cualquier país del mundo, una práctica común en la que prima el interés público sobre la propiedad privada. ¿Por qué debería ser diferente cuando hablamos de la salud? El interés común de la población debe primar sobre los beneficios millonarios de las farmacéuticas.

Algunos argumentarán que esto va en contra de multitud de leyes escritas con tinta ordoliberal de tono casi constitucional en los Tratados Europeos. Otros pondrán el foco en las normas de la Organización Mundial del Comercio (OMC) sobre patentes y propiedad privada que se incumplirían con algo así y en el riesgo de que las propias farmacéuticas activen los famosos tribunales de arbitraje público-privados. En el lado opuesto, habrá quienes repliquen que normas nacionales como la Ley española de patentes o el artículo 122 del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea (TFUE) dan cobertura legal a la liberación de patentes como están planteando países como India o Sudáfrica en la propia OMC. Pero, de nuevo, nos estaríamos perdiendo en laberintos que no nos podemos permitir.

¿Acaso no se han suspendido derechos fundamentales como el de reunión y libertades básicas como la movilidad en nombre de una urgencia sanitaria? ¿Por qué la emergencia y el interés general que justifica la excepcionalidad de derechos para las mayorías no se aplica para recortar los intereses de una minoría peligrosa que pretende hacer negocio con el sufrimiento de muchos? ¿Y qué hay de todo el dinero público invertido en investigaciones de las que solo saca rédito económico un puñado de empresas, quedándose además con el monopolio de las patentes?

Que la excepcionalidad del momento sirva para que, por una vez, la «doctrina del shock» cambie de bando y, de esta forma, podamos dar pasos en la verdadera cuestión de fondo: la propiedad privada debe desaparecer como concepto y práctica en asuntos ligados con la vida. La gestión de la pandemia es el enésimo reflejo del conflicto de fondo entre capital y vida, entre intereses privados y bienes comunes, entre mercancías y derechos. Si tenemos que sacar algo en positivo de esta crisis, que sea la constatación general de esta incompatibilidad central. Que la urgencia no vuelva a ser la coartada para mantener la excepcionalidad permanente en lugar de acometer cambios de fondo.

Y no solo para salir de la situación actual. Porque, más allá de sus tremendas consecuencias ya presentes, esta pandemia también es un campo de pruebas de las crisis que vendrán. Primero, porque con el surgimiento de nuevas cepas, harán falta nuevas vacunas y más dosis; segundo, porque la zoonosis es un proceso en vías de aceleración y nuevas enfermedades y pandemias como la del COVID-19 son de esperar en el próximo periodo si no cambiamos urgentemente nuestro modelo productivo; y tercero, porque esta pandemia es una muestra de la crisis climática y medioambiental que ya sufrimos.

Decía Daniel Bensaïd que hay que elegir entre una lógica competitiva implacable (ese «aliento helado de la sociedad mercantil» del que escribía Benjamin) y el aliento cálido de las solidaridades y del bien público. Defender los bienes comunes implica «atreverse a incursiones enérgicas en el santuario de la propiedad privada» y construir un espacio público en expansión, sin el cual los mismos derechos democráticos estarán condenados a desaparecer. La verdad es que nos estamos quedando sin tiempo para ser pesimistas y sin mundo para resignarnos al «mal menor».

Si «vamos a salir mejor de esta crisis», que sea en lo que respecta a la gobernanza sanitaria a todas las escalas; a cómo organizamos las cadenas de producción y suministro en un mundo tan globalizado como amenazado por sus efectos; a una reorganización radical del papel de lo público y de lo privado; en fin, a la prioridad de la vida y de los derechos sobre el capital y los intereses corporativos.

 


 

Miguel Urban Crespo es Eurodiputado y militante de Anticapitalistas.

Gonzalo Donaire Salido es militante de Anticapitalistas.

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Publicado en Ambiente, Artículos, Ciencia y tecnología, homeIzq, Políticas and Sociedad

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