El siguiente artículo es una reseña de The Socialist Challenge Today de Leo Panitch, Sam Gindin y Stephen Maher (Haymarket Books, 2020).
Nunca es fácil ser socialista. Pero recientemente la izquierda ha perdido algunas batallas desgarradoras. A pesar de que Jeremy Corbyn y Bernie Sanders tuvieron éxito al elevar las expectativas políticas y revivir a la izquierda socialista, en sus respectivos países y más allá, sus derrotas dejaron al activismo traumatizado y a la espera de algunas respuestas.
Para quienes están intentando comprender cómo llegamos hasta aquí y hacia dónde debemos ir, The Socialist Challenge Today (Haymarket, 2020) representa un punto de partida esencial. Rechazando todo falso optimismo, el libro es útil precisamente porque explica por qué es tan difícil ser socialista. Identificando con sensatez los obstáculos que enfrenta cualquier transformación anticapitalista, brinda una hoja de ruta estratégica que puede llevar a la victoria a quienes militan por el socialismo.
Ascenso, decadencia y renacimiento de la izquierda
El libro comienza con la arremolinada historia del movimiento socialista. La crisis actual –argumentan sus autores– refleja los límites de las dos estrategias principales que guiaron a la izquierda durante el siglo veinte: la socialdemocracia y el leninismo.
El leninismo tuvo muchas cualidades loables, incluyendo (en los mejores casos) un enfoque que puso el acento sobre la lucha organizada contra la clase capitalista, el compromiso con la construcción de la unidad de la clase obrera a través de las fronteras nacionales y «el reconocimiento de que la planificación económica implica quitarle el capital al capital». Sin embargo, muchas de estas cualidades perdieron peso frente a los horrores del estalinismo y a una tendencia a generalizar demasiado la especificidad de la experiencia rusa. Por lo tanto, el socialismo democrático hoy debería «abarcar todo lo que tenía de positivo la perspectiva comunista» mientras rechaza, al mismo tiempo, sus prácticas antidemocráticas y la creencia injustificada en que es factible, en el marco las democracias capitalistas avanzadas, organizar una insurrección para «aplastar el Estado».
Pero mientras el legado de 1917 está a punto de perecer, el «desafío central» para el socialismo hoy radica en buscar la forma de evitar uno de los obstáculos con los que ha tropezado una y otra vez durante el último siglo: la «socialdemocratización».
Desde el siglo veinte en adelante, la lucha exitosa del movimiento obrero por el derecho al voto y otros derechos democráticos generaron una tendencia paradójica a que las organizaciones de masas de la clase trabajadora –y particularmente sus direcciones– se incorporaran al statu quo capitalista. Esto quedó claro en 1914, cuando las direcciones socialistas de toda Europa se alinearon detrás de los gobiernos de sus países luego de que se declarara la guerra mundial.
A lo largo de las décadas siguientes, la colaboración con los poderes de turno desplazó cada vez más la lucha de clases. Al interior de los sindicatos y de los partidos socialistas de todo el mundo, los esfuerzos para fortalecer a las bases obreras y el proyecto de organizar a la clase trabajadora en un sentido amplio fueron abandonados.
Enfrentadas a los impases de la socialdemocracia y del comunismo, en los años setenta emergieron corrientes políticas que buscaron un nuevo camino para evitar las debilidades de estos enfoques. Para estas corrientes izquierdistas que se organizaban dentro de los partidos socialdemócratas, y para intelectuales como André Gorz, Tony Benn, Ralph Miliband y Nicos Poulantzas, era necesario y posible luchar contra el capitalismo, no solo en las calles y en los lugares de trabajo, sino también al interior del Estado.
Desafortunadamente, estas corrientes socialistas democráticas rivales no lograron vencer a las direcciones imperantes ni a sus tradiciones con el tiempo suficiente como para confrontar la ofensiva neoliberal internacional que comenzó en los años ochenta. Los resultados son conocidos: los sindicatos fueron quebrados, el estado de bienestar fue reducido, el trabajo se volvió más precario y las comunidades de la clase trabajadora se volvieron más atomizadas y desmoralizadas.
A lo largo de las últimas cuatro décadas de retroceso, distintos movimientos sociales entraron en erupción periódicamente en contra de la guerra, la opresión racial y de género, la globalización y el deterioro del medioambiente. Sin embargo, sin el poder de sindicatos fuertes y sin la capacidad de cohesión de los partidos socialistas, la mayoría de estas protestas fueron y vinieron sin conquistar sus reivindicaciones ni cambiar significativamente el balance de fuerzas entre las personas que amasan miles de millones de dólares y la gente común.
Adaptándose a este ciclo de movilizaciones, buena parte de la izquierda, marginada socialmente y con ciertos tintes anarquistas, abandonó por completo la política electoral. El nuevo mantra –con la excepción de los gobiernos progresistas de la «marea rosa» en América Latina– fue «cambiar el mundo sin tomar el poder». Pero, lamentablemente, ignorar al Estado capitalista demostró ser una manera poco efectiva de superarlo. Una vez que este tipo de «movimientismo» entró en un impase, se generó la situación propicia para un nuevo enfoque.
La tragedia griega
Luego de la Gran Depresión y de las subsiguientes protestas sociales en contra de las políticas de austeridad, de las ocupaciones y de los levantamientos que se produjeron en todo el mundo, finalmente en 2011 la izquierda empezó a girar «de la protesta hacia la política». The Socialist Challenge Today sostiene que la política de izquierda desde 2014 se ha definido por el corrimiento «desde las calles hacia el Estado» que puede observarse en las distintas corrientes de «oposición a la globalización capitalista». A lo largo de este corto período de tiempo, la izquierda ha roto con décadas de marginalidad social y de política exclusivamente callejera para convertirse en un contendiente serio en la lucha por el gobierno.
La política de clase ha retornado a la escena principal, lo cual representa un progreso histórico enorme, que seguramente dará sus frutos en los años y las décadas por venir. Pero tal como nota el dirigente sindical Andrew Murray, «esta nueva política está más dirigida a la clase trabajadora de lo que está anclada en ella», dado que no surgió «a partir de las instituciones orgánicas de la clase-en-sí». En otras palabras, a pesar de que la izquierda de hoy busca polarizar al movimiento obrero contra el capital, todavía carece de vínculos profundos con las organizaciones de la clase trabajadora y con sus redes comunitarias.
Construir este anclaje ha sido particularmente difícil dado el retroceso del movimiento obrero organizado durante las últimas décadas. En el marco de tasas de sindicalización y de huelgas que se acercan a sus mínimos históricos en el mundo angloparlante, la sublevación socialista democrática se ha visto forzada a luchar contra el capital con una mano atada a su espalda.
Enfrentado a este contexto contradictorio, The Socialist Challenge Today analiza las contradicciones y fortalezas en tres casos históricos: Syriza en Grecia, Corbyn en el Reino Unido y Sanders en los Estados Unidos. La tesis principal de los autores es sencilla: revertir la marcha del neoliberalismo y avanzar hacia el socialismo requiere expandir y transformar las organizaciones de la clase obrera, como así también democratizar el Estado impulsando la participación popular. Sin estos cambios, no podemos ganar.
La experiencia de Grecia es un buen ejemplo. La ola de huelgas explosivas, ocupaciones y protestas que se desarrolló desde 2010 en adelante, sirvió para allanar el camino del triunfo electoral de Syriza. Elegido en enero de 2015 con el mandato popular de poner un freno a la devastadora austeridad impuesta por la Troika (el Banco Central Europeo, la Comisión Europea y el Fondo Monetario Internacional), el partido elevó drásticamente las expectativas del movimiento obrero griego y de la izquierda internacional. Sin embargo, en julio de ese mismo año, la dirección de Syriza firmó un «tercer memorándum», consolidando las mismas políticas de siempre en contra de su mandato electoral.
Panitch, Gindin y Maher argumentan que caracterizar esto meramente como una capitulación y una traición impuesta por el liderazgo de Tsipras no permite comprender las raíces políticas más profundas de la derrota. Tampoco basta con decir que las autoridades de Syriza fracasaron al considerar seriamente un «Plan B» que habría tenido por objetivo rechazar todas las medidas de austeridad, abandonar la eurozona y adoptar una moneda alternativa. Mucho antes de llegar al poder, la dirección había abandonado en la práctica su compromiso formal con el fortalecimiento de la clase obrera:
Se prestó poca atención a los mecanismos mediante los cuales el partido era capaz de generar organización a nivel social. El incremento en las afiliaciones al partido no fue proporcional a la magnitud de la victoria electoral. Aun si el partido logró reclutar a nuevas capas de militantes, en general la dirección hizo muy poco para apoyar a quienes querían desarrollar las potencialidades de este activismo desde el aparato buscando convertir algunas de sus ramas en centros que organizaran a la clase trabajadora y que se comprometieran con ella en términos estratégicos, a través de redes de solidaridad y mediante la planificación de formas alternativas de producción y de consumo. Todo esto habla de lo lejos que estaba Syriza de haber descubierto cómo escapar a los límites de la socialdemocracia.
El fracaso a la hora estimular a la clase obrera y de apoyarse sobre su organización se volvió particularmente agudo una vez que Syriza ocupó el gobierno. Los autores citan al militante de Syriza Andreas Karitzis, quien argumentó que ni la dirección del partido ni sus críticos más radicales desarrollaron planes concretos para poner en marcha una fuerza popular que implementara políticas progresistas.
Superar los obstáculos institucionales antidemocráticos implicaba transformar al Estado vinculándolo con las iniciativas populares y fortaleciéndolas al mismo tiempo: «las decenas de comités que se formaron reflejaron confrontaciones políticas imprecisas en lugar de delinear planes específicos para cada sector, con el fin de superar los obstáculos y reestructurar las funciones estatales y las instituciones en una dirección democrática». Entre todas las políticas posibles, el Ministerio de Educación, por ejemplo, podría haber convertido a las escuelas en «centros comunitarios» para fortalecer al activismo local y proveer educación o formación técnica para los padres y las madres de los vecindarios.
Con los movimientos de masas y las organizaciones obreras relativamente desmovilizadas –y con el gobierno aislado a nivel internacional, dada la correlación de fuerzas mundial– no es sorprendente que Tsipras haya terminado por ceder frente a la Troika. Tener en cuenta este contexto no sirve para eximir de responsabilidades a la dirección de Syriza. Pero nos permite aprender una valiosa lección estratégica. No basta con ganar las elecciones: para implementar su agenda, un gobierno de izquierda debe apoyarse sobre los movimientos obreros de masas y debe fortalecerlos. Al mismo tiempo, debe luchar por la democratización del Estado.
Los movimientos de Corbyn y de Sanders
Sin organizaciones obreras capaces de inspirar a millones de trabajadores y trabajadoras para construir un nuevo horizonte político, el socialismo no puede llegar muy lejos. Tal como ilustra The Socialist Challenge Today, el activismo socialista en el Reino Unido estaba discutiendo estos temas mucho antes de que la derrota electoral de Corbyn los hiciera plenamente visibles en 2019.
A pesar de que la tendencia radical logró conquistar la dirección del Partido Laborista en 2015, buena parte del ala parlamentaria del laborismo, sus autoridades locales y sus bases sindicales apenas se transformaron. De hecho, un informe de 850 páginas filtrado recientemente muestra cómo el ala derecha del Partido Laborista se pasó buena parte de los últimos cinco años buscando la forma de minar el liderazgo de Corbyn desde adentro.
La afluencia de integrantes más jóvenes, organizada principalmente alrededor de Momentum, presionó admirablemente buscando nuevas direcciones. Pero la tarea era demasiado grande para un grupo de activistas con poca experiencia y sin ningún anclaje social. Tal como el miembro del partido Tom Blackburn dijo en 2017, el desafío era «cultivar activamente el apoyo popular para construir una alternativa política, en lugar de asumir que este era una realidad latente y que bastaba con saber aprovecharlo». Dado que el compromiso con el corbinismo era tan desigual entre las distintas generaciones y regiones, ganar realmente a la mayoría de la clase trabajadora implicaba realizar un largo y paciente trabajo de organización.
Las iniciativas por abajo y por arriba deberían haber afrontado las tareas que imponía este proyecto de proporciones enormes, lo cual hubiese resultado probablemente en una confrontación con las autoridades más afianzadas del partido y con los grupos parlamentarios más moderados. Resaltando la necesidad de «claridad y honestidad frente a la dimensión de las tareas que la nueva izquierda del laborismo tenía por delante, como así también la misma naturaleza de estas tareas», Blackburn llamaba a renovar «al Partido Laborista como una fuerza competitiva en las comunidades de clase trabajadora, a democratizar sus estructuras políticas y a abrir paso a la siguiente generación de dirigentes y activistas laboristas de izquierda».
De todas las razones por las cuales Corbyn perdió a finales de 2019, la ausencia de un movimiento obrero robusto tal vez haya sido la más importante. Especialmente en las regiones posindustriales, las décadas acumuladas de derrotas y la desaparición de las estructuras del Partido Laborista y de los sindicatos de izquierda dejaron a la gente trabajadora demasiado resignada y atomizada como para que resonara en ellas con la fuerza suficiente el ambicioso mensaje de Corbyn. Al golpear las puertas de los hogares, quienes militaban la campaña se encontraban con un comprensible escepticismo acerca de las posibilidades reales de que el laborismo pudiera cumplir con sus promesas. Unos pocos años de campañas políticas dentro y fuera del partido habían probado no ser suficientes para hacer que una alternativa real fuese palpable:
La derrota del laborismo en 2019 remarcó los límites de lo que podía alcanzarse sin realizar cambios fundamentales en el partido –que fueron mínimos durante los años de Corbyn, especialmente si se tienen en cuenta el compromiso directo con las luchas y las actividades a nivel de las comunidades y los lugares de trabajo–, con el fin de forjar las redes sociales y políticas necesarias para crear vínculos través de diversas comunidades de clase. Gran parte del incremento en la membresía del partido durante los años de Corbyn se dio gracias a afiliaciones a nivel nacional, siendo mucho más escasas las afiliaciones en las que mediaban las organizaciones de base locales. Y muy poca gente –lo cual incluye al activismo nucleado alrededor de Momentum– asistía a las reuniones regulares del partido en los distritos.
Incluso si Corbyn hubiese ganado las elecciones, la debilidad del movimiento laborista y la oposición interna del ala parlamentaria moderada del partido hubieran continuado representando enormes obstáculos que deberían haber sido abordados mientras se confrontaba a una clase capitalista cuyo poder es inmenso. Tal como demostró la experiencia griega, aun peor que perder las elecciones es ganarlas y verse en la obligación de implementar las políticas de la oposición capitalista.
El movimiento socialista democrático en Estados Unidos ha reflejado las mismas fortalezas y debilidades básicas que sus homólogos en el extranjero. Las campañas de Bernie Sanders en 2016 y 2020 cambiaron las reglas en la cultura política del país, alejándose drásticamente de figuras centristas y liberales proempresariales como Hillary Clinton y Joe Biden. Panitch, Gindin y Maher notan que al hacer de «la desigualdad de clase el eje central de una campaña política, diseñada de forma tal que logró englobar y penetrar las divisiones raciales y de género para construir una fuerza de clase más coherente», Bernie le ha brindado un servicio inestimable a una izquierda norteamericana que había sido devastada.
Un viejo senador de Vermont relegitimó el socialismo y reintrodujo la política de clases a escala masiva: «Sanders abrió el camino al generar la apertura necesaria para un nuevo discurso socialista, trabajando a lo largo de su campaña presidencial con el objetivo de construir un movimiento perdurable en la clase trabajadora y no simplemente de ganar las elecciones». Una conquista notable ha sido el crecimiento explosivo de Democratic Socialists of America (DSA). Las nuevas camadas de DSA han tomado en sus manos la tarea de luchar para transformar al movimiento obrero organizado, notablemente a partir de 2018 en el marco de las huelgas docentes, donde cumplieron roles de apoyo y de liderazgo fundamentales.
Evidentemente, las campañas de Bernie tuvieron límites importantes. Los autores señalan, por ejemplo, el esfuerzo quijotesco para «recuperar» el Partido Demócrata, lo cual absorbió mucha energía y recursos que podrían haber sido utilizados para construir un aparato político independiente. Mantener la independencia en relación con los sectores dominantes del Partido Demócrata, y sostener al activismo organizado más allá del ciclo electoral, implica construir organizaciones fuertes y democráticas de afiliados y afiliadas, y eventualmente un partido propio.
The Socialist Challenge Today se imprimió en enero de 2020, motivo por el cual no analiza directamente las causas de la reciente derrota de Bernie. Pero apunta claramente a la gran lección que debe sacarse de todo esto: en la ausencia de un movimiento obrero revitalizado, era sumamente difícil para Bernie ganar unas elecciones nacionales (ni hablar de implementar su programa una vez en el gobierno). Como en el Reino Unido, muchas regiones y capas de la clase obrera siguen resignadas a la política tradicional.
Las distintas posiciones que sostienen que Bernie podría haber ganado si hubiese evitado tal o cual error táctico, subestiman enormemente la fuerza de nuestro oponente y la necesidad de nuestro lado de una organización mucho más fuerte para derrotarlo. Los autores concluyen que no hay una salida fácil para superar el desnivel sociológico de la radicalización en curso ni para reconstruir un movimiento obrero poderoso:
Para escapar a esta crisis que atraviesa la clase trabajadora no basta simplemente con afinar las políticas ni las tácticas. Se trata fundamentalmente de un desafío a nivel organizativo, cuyo fin es habilitar nuevos procesos de formación de clase anclados en las múltiples dimensiones de las vidas de la gente trabajadora que engloban a un gran número de identidades y comunidades distintas.
¿Cómo se vería todo esto en el caso de que lográramos dar un paso adelante? Debemos imaginar lo que sucedería si conseguimos transformar a los sindicatos de forma tal que puedan dirigir huelgas a lo largo y ancho del país, organizar exitosamente a millones de trabajadores y trabajadoras de Amazon, Walmart y Whole Foods, y apoyar las luchas que se despliegan alrededor de la justicia racial, del cambio climático y del derecho a la vivienda. Un movimiento obrero revitalizado sería capaz de impulsar activamente miles de candidaturas socialistas democráticas nuevas y de apoyarse sobre ellas a nivel local, estatal y nacional, con el compromiso de mejorar tangiblemente las vidas de la gente de clase trabajadora. No solo elevaríamos nuestras expectativas colectivas, sino que finalmente podríamos disponer de la capacidad organizativa para comenzar hacer realidad nuestros sueños.
Conclusión
La izquierda está en una encrucijada. A pesar de que estamos de vuelta en la escena, no somos lo suficientemente fuertes todavía como para ganar unas elecciones nacionales en Estados Unidos ni en el Reino Unido. Y tal como lo prueba la experiencia griega, incluso cuando tuvimos suficiente fuerza como para ganar las elecciones, no tuvimos la capacidad de revertir el neoliberalismo.
Las derrotas electorales y las esperanzas hechas añicos, a su vez, nos desmoralizan, cortan nuestro impulso y dificultan el proyecto de construir una izquierda fuerte anclada en un movimiento obrero revitalizado. Existe el peligro real de que los límites del giro «de la protesta a la política» lleven al activismo a darse por vencido o a buscar atajos estratégicos.
Afortunadamente, hay un camino para salir de este ciclo despiadado. Adoptar la estrategia de largo plazo articulada en The Socialist Challenge Today podría permitir que nuestro movimiento sobrelleve estos inevitables altibajos. En lugar de sucumbir a la desesperanza o de tirar el grano con la paja después de cada retroceso, el socialismo democrático puede seguir construyendo poder mediante la combinación de las tareas de lucha de clases a nivel electoral –y luchas para democratizar el Estado– con esfuerzos para expandir y transformar al movimiento obrero. Esta es nuestra única vía posible al socialismo.
Este enfoque, que los autores denominan «larga guerra de posición en el siglo veintiuno», es una condición necesaria para la victoria. Pero no es suficiente. Invertir la tendencia neoliberal y eventualmente eliminar el capitalismo requiere mucho más que buenas ideas y vocación de poder. Hay muchos factores que están fuera de nuestro control, que incluyen crisis económicas, olas de huelgas espontáneas, levantamientos de masas y ejemplos de otras partes del mundo que sirven de inspiración. Sin embargo, saber explotar estos momentos de apertura cuando suceden, implica disponer de un horizonte estratégico claro y de una izquierda lo suficientemente fuerte como para moldear el curso de los acontecimientos.
Ser socialistas seguirá siendo difícil por mucho tiempo. Nuestros oponentes son demasiado poderosos como para que exista una receta infalible que garantice el éxito en el corto plazo. Pero la victoria es posible si utilizamos como armas las lecciones del pasado junto a una buena dosis de paciencia y determinación.
Mientras tanto, debemos aprender a amar la lucha por sí misma. Frente a tanto sufrimiento e injusticia innecesaria, no hay ninguna forma más significativa de gastar nuestro tiempo que organizándonos para conseguir una transformación social radical. Tal como escribió el joven Marx en 1835,
Si en la vida hemos escogido la posición desde la cual podemos trabajar mejor en favor de toda la humanidad, ninguna carga nos puede doblegar, porque se trata de sacrificios en beneficio de todos; entonces seremos capaces de experimentar, no una alegría pequeña, limitada y egoísta, sino que nuestra felicidad será la felicidad de millones, nuestras acciones vivirán discretamente pero se mantendrán perpetuamente en marcha, y sobre nuestras cenizas se verterán las ardientes lágrimas de la gente noble.