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¿Ha renunciado a algo Podemos por gobernar?

Juan Carlos Monedero, profesor de Ciencia Política de la Universidad Complutense de Madrid y fundador de Podemos, suma sus reflexiones a esta serie de textos que presentamos desde Jacobin América Latina y que, desde diferentes ángulos y posiciones, buscan construir un balance de la experiencia política reciente en el Estado español.

Serie: Dossier España

En la construcción ideológica del siglo XX, la discusión por excelencia se hizo sobre el eje «derecha-izquierda». En él se articuló el grueso de la política en todo el planeta. En los años sesenta surgieron otros ejes, siendo los más relevantes el de género y el colonial, aunque también alcanzaron una creciente relevancia las discusiones sobre la sostenibilidad medioambiental, el pacifismo, las opciones sexuales, la igualdad religiosa, el pacto intergeneracional (con reclamaciones estudiantiles y juveniles o de pensionistas), las reivindicaciones nacionalistas y tantas otras que configuran el escenario político fragmentado de nuestras sociedades.

La lucha política simbólica del siglo XX fue, en el imaginario partidista, una suerte de «o todo o nada». Se luchaba porque cambiara algo o se permitía que cambiara lo mínimo, pero las referencias intelectuales bebían de la idea de que había, por un lado, que conservarlo todo, y por el otro, reinventar todas y cada una de las esquinas de lo social. El imaginario socialista, con la Unión Soviética como referente mundial junto con los éxitos europeos occidentales como escaparate de bienestar, exhibían la alternativa, mientras que en el bloque «conservador» se pretendía presentar el capitalismo y la democracia representativa como la única posibilidad real.

La derrota en 1945 de una derecha que se había hecho nazi y fascista construyó un espíritu de época donde incluso las fuerzas conservadoras no cuestionaban el Estado social y democrático de derecho. Hasta que la crisis de 1973 dio al traste con la hegemonía del keynesianismo, y el neoliberalismo –una exacerbación del capitalismo desregulado en su fase financiera y de servicios– se hizo hegemónico al punto de constituir un nuevo sentido común.

La caída del Muro de Berlín en 1989 y el hundimiento de la URSS hicieron el resto. El fin de la historia de Fukuyama fue la primera fake news global de la nueva etapa: la historia no se había acabado pero, y eso era verdad, la izquierda había sido derrotada. Comenzaba la travesía del desierto de las fuerzas de la izquierda, especialmente europeas.

El golpe contra Salvador Allende en 1973, la elección de un Papa polaco anticomunista en 1978, la victoria de Margaret Thatcher en 1979, de Reagan en 1980, de Helmuth Kohl en Alemania en 1981 o de Felipe González (España) y Miguel de la Madrid (México) en 1982 dejaban claro que tanto la derecha como la izquierda socialdemócrata y el desarrollismo se habían pasado al neoliberalismo. No es extraño que la primera respuesta al neoliberalismo triunfante viniera de América Latina, en concreto de Venezuela, con la victoria de Hugo Chávez en 1998. No es extraño que la respuesta en África, Oriente Medio, España, Grecia o Estados Unidos tuviera forma de explosión popular, con primaveras árabes, indignados y Occupy Wall Street. En ese contexto nace Podemos.

Podemos nace de la experiencia fracasada de la izquierda en el siglo XX; nace de la derrota de las luchas emancipadoras, y también de algunas victorias. Sus fundadores han militado en partidos políticos de izquierda, en movimientos sociales y han conocido de primera mano la experiencia latinoamericana. Podemos no tiene una mirada nostálgica de la política –tan propia de la izquierda tradicional– y tampoco llora por la leche derramada del descalabro que expresa la caída del Muro de Berlín, sino que asume estar viviendo en otro contexto, al igual que reconoce que algunas cosas se hicieron mal en el campo progresista. Eso no impide que piense, sin duda alguna, que lo mejor de las sociedades occidentales son logros de la izquierda. De toda la izquierda: pues sin la izquierda radical, el sistema nunca hubiera permitido la existencia de la izquierda socialdemócrata.

En el primer momento de Podemos (el que más se parece a la propuesta de Ernesto Laclau) hay en la formación morada una posición destituyente, que pide sacar del poder a los responsables de la crisis de 2008 y de su gestión. El escenario favorecía trazar una línea entre un «ellos» y un «nosotros», debido al aumento de las desigualdades en un contexto de enorme corrupción por parte de –principalmente– el derechista Partido Popular (aunque también alcanzaba al PSOE o a las derechas nacionalistas catalana y, en menor medida, vasca). Salida del poder de «la casta»; renegociación de una deuda que se entendía ilegítima; lucha contra los privilegios de la política y de la corrupción; mayor participación y reforma del sistema electoral y, como marco global, la apuesta por otra Europa. Todo desde un lenguaje desafiante al statu quo.

Pero la hipótesis populista siempre fue, como proyecto a largo plazo, una hipótesis falsa que solo servía para no ahondar ni en la construcción del partido-movimiento ni en avanzar programáticamente. Era útil para el momento de «máquina de guerra electoral», pero iba a dejar una mala cultura política en el partido. Porque el populismo solo puede ser, en democracia, un momento, una etapa articulada –sobre todo– en torno a la confrontación. Pero que tiene que dejar paso a un momento (proceso) constituyente.

La respuesta de Podemos era ideológicamente vaga y más confrontativa que programática aunque planteaba, con acierto, un elemento central: había que luchar contra las desigualdades, era necesario regresar a la redistribución de la renta. Y eso pasaba porque los ladrones fueran castigados, que los ricos pagasen y que, además, lo hicieran más que los pobres y las clases medias.

La alternativa que presentaba Podemos no era integral porque asumía que, en el corto plazo, no hay alternativa al sistema capitalista. Esto implica cierta paradoja: hace imperativo asumir que vivimos en un mundo signado por la complejidad, por «tensiones creativas» (como definió Álvaro García Linera). En el diagnóstico de Podemos es evidente que el problema es precisamente el capitalismo, la ahora llamada «economía de mercado» y la mercantilización del mundo y de sus imaginarios, que producen «sociedades de mercado» y devastación medioambiental. Podemos dirige su ira no hacia «el capitalismo» sino hacia las élites políticas que trabajan como «mayordomos» del sistema y que han vaciado la democracia. En su radar están, igualmente, los políticos, empresarios y banqueros concretos responsables de la corrupción, del deterioro medioambiental, de las guerras, del fascismo financiero (en expresión de Boaventura de Souza Santos), de las privatizaciones, de la subida de las tasas de los servicios públicos, etc.

Fuerza de Gobierno

Podemos nació con voluntad de gobierno. Y en sus análisis era claro que, a través de unas elecciones, lo que se gana es el gobierno, no el poder. Por tanto, se iba a gobernar desde un Estado surcado por «selectividades estratégicas» (Bob Jessop), por inclinaciones institucionales de clase, raza y género, y en un contexto donde los Estados nacionales han entregado una parte importante de su soberanía a instancias internacionales –principalmente, de corte financiero– capaces de poner de rodillas a cualquier país sin pegar un solo disparo.

Tras muchas vicisitudes y tras llegar a tener seis millones de votos –cinco Podemos y uno Izquierda Unida–, Unidas Podemos llega al Palacio de la Moncola en 2020, en una coalición con el PSOE. Hay que recordar que Pedro Sánchez, del PSOE, había gobernado con apenas 5,3 millones de votos. Ante ese resultado electoral con el que se presentaba Podemos (una fuerza política nueva que, además, no había pedido dinero a los bancos y tenía un discurso claramente antineoliberal), se activaron lo que en España se llaman las «cloacas». La utilización de los aparatos del Estado –policía, guardia civil, agencia tributaria– en connivencia con una prensa corrupta y sectores de la judicatura (aquí en menor medida, de momento, que en América Latina y el lawfare) para atacar y debilitar a Podemos. Pero la lógica es la misma: utilizar abusivamente la judicatura para sacar a Podemos del Gobierno de España.

Paradójicamente, esos ataques lograron una salida virtuosa. Porque, en solitario, es bastante probable que Podemos se hubiera visto expulsado del Palacio de la Moncloa por algún tipo de fuerza. El gobierno de coalición con la socialdemocracia tuvo dos efectos muy positivos: el PSOE se inclinó hacia la izquierda, rompiéndose la inercia neoliberal propia de esa formación desde los años ochenta. Por otro lado, el gobierno conjunto ha impedido –aunque seguirán intentándolo– la caída del gobierno, algo que hubiera resultado mucho más sencillo en el caso de un gobierno en solitario de Unidas Podemos.

La pandemia del COVID-19 trastocó los planes de todas las fuerzas políticas y sin embargo ha hecho –de nuevo, de manera paradójica– que el gasto social del gobierno de coalición sea superior al pactado en el acuerdo de Gobierno entre el PSOE y Unidas Podemos. En España no se ha acabado con la brecha de clase, de género o de raza, ni tampoco se ha transformado radicalmente la democracia española; pero, contra todo pronóstico, se han logrado avances contundentes en esas tres direcciones y en otras que ahondan el gobierno «del pueblo, por el pueblo y para el pueblo».

La apuesta social de Unidas Podemos se ha traducido en incrementos sustanciales del salario mínimo, que afectan igualmente a las pensiones, que se revalorizan; la aprobación de un ingreso mínimo vital, que alcanza a casi un millón de familias; ayudas y Expedientes de Regulación Temporal del Empleo, que afectan a casi cinco millones de trabajadores y autónomos (a los que el Estado está pagando la nómina mientras dura el confinamiento y los rebrotes); medidas contra la brecha salarial de género; propuestas de regularización de inmigrantes –frenada, en este caso, por el PSOE–; aprobación de medidas contra la violencia de género y una ley de defensa del menor; aprobación de una ley de eutanasia (en un país de tradición católica); eliminación del despido por baja médica (uno de los aspectos incluidos en la reforma laboral del Partido Popular en 2012); moratoria de cuatro años para los desahucios hipotecarios; o una ley de cambio climático, sin olvidar el compromiso radical con la agenda 2030 de Naciones Unidas.

Todos estos asuntos, como decíamos, no abolen ni el capitalismo, ni el patriarcado, ni el colonialismo. Pero son, evidentemente, avances que mejoran la vida de millones de personas. Eso no significa que no haya problemas más allá de los propios de un gobierno de coalición (hizo mucho ruido mediático una ley de igualdad, aún en discusión, donde sectores feministas del PSOE se opusieron con mucha radicalidad a que se aprobase la adscripción de sexo de personas trans, algo que ya existe en nueve Comunidades Autónomas ¡y que fue en ellas impulsado por el PSOE!).

Retos estratégicos

Pensando en el medio y largo plazo, son mucho más relevantes los problemas derivados de los fallos a la hora de crear un partido-movimiento con mayor implantación territorial y capacidad deliberativa. Los cambios sustanciales en el neoliberalismo –en primer lugar, los medioambientales– son imposibles de realizar sin consciencia y organización popular, y esta no se logra solamente a través de la televisión y las redes sociales (aun siendo condición necesaria). Porque la televisión es un medio para elecciones generales o presidenciales, pero no logra implantación territorial. ¿Cómo se compagina la certeza de que la democracia en el siglo XXI va a tener mucho de municipal, cuando no se le presta atención a la implantación territorial? La III Asamblea de Podemos lo ha señalado como un problema a enfrentar, pero la pandemia ha frenado los avances. Podemos adolece de parte de los mismos fallos que afectan a la forma partido en todo el mundo occidental. Tampoco ha sido capaz de liberarse de la «ley de hierro de la oligarquía» que señaló Robert Michels pensando en el SPD en 1911.

El neoliberalismo, como se demostró en la primera década del siglo en América Latina, y como han demostrado España, México o Argentina, es derrotable electoralmente. Pero es mucho más difícil derrotarle en el sentido común social y mediático y en el ámbito institucional internacional y, especialmente, como venimos señalando, financiero. La solución a los problemas de calentamiento global, del patriarcado, del colonialismo no son nacionales sino, al menos, regionales.

Aún menos con un capitalismo que está recurriendo de manera creciente otra vez a las guerras y los golpes de Estado (duros o en forma de lawfare) para apropiarse de las riquezas de otros países. En esas salidas violentas se está registrando un protagonismo igualmente creciente de empresarios que abrazan el fascismo (es reciente el caso de Elon Musk, director ejecutivo de Tesla, que se jactó de impulsar el golpe de 2019 en Bolivia para apropiarse del litio).

Podemos debe continuar la tarea de ayudar a articular una Europa del Sur que dé la pelea frente a la presión neoliberal del centro y del norte. La Cumbre Europea del coronavirus, en julio de 2020, ha sido un salto de gigante. La creación de un fondo de 750 mil millones (la mitad a fondo perdido y sin contrapartidas) como respuesta a la crisis y financiado por un endeudamiento común de la Unión Europea, rompe la inercia neoliberal. Claro que no va a solventar el desafío ya más que urgente del cambio climático, de las desigualdades, de la pobreza, de las brechas salariales ni del hambre en el mundo. Pero es un cambio de tendencia.

No vamos a tener cambios más profundos en tanto y en cuanto no cambie el sentido común que ha extendido por el planeta el neoliberalismo. En el caso de España, ¿cómo lograr la épica que movilice políticamente a la ciudadanía para enfrentar los enormes retos del siglo XXI (cambio climático, robotización, desigualdades de género, migraciones, envejecimiento de la población)? ¿Cómo lograr consenso para regular los sectores económicos que hoy se escapan a cualquier control? ¿Cómo conseguir apoyos para producir públicamente los bienes comunes que deben garantizarse colectivamente?

La derecha construye una idea mítica de nación, anclada en el pasado, que ofrece a todos los fragmentos ciudadanos frustrados o enfadados una solución emocional: el odio. Y el odio une tanto o más que el amor. ¿Qué identidad tiene Podemos después de casi siete años? Podemos necesita compensar su desgaste como fuerza que nació de la confrontación al sistema, y hoy está en el Gobierno como Unidas Podemos sin capacidad para transformar en el corto plazo el sistema. Siempre, en los gobiernos de coalición, las fuerzas más pequeñas de la izquierda terminan siendo devoradas por el socio mayor, especialmente cuando se gobierna con la socialdemocracia. Podemos tiene la obligación de darle dentelladas al capitalismo –en forma de regulación medioambiental, laboral, de género, de redistribución de la renta y de creación de empresas públicas–. Y, al tiempo, tiene que dejar clara cuál es su aportación al gobierno de coalición. Y ahí tiene un problema, porque en los avances en donde no se identifica confrontación con el PSOE, la ciudadanía no atribuye a Unidas Podemos el mérito.

Al mismo tiempo, la presencia de Podemos en territorios con identidad nacional –principalmente Galiza, Euskadi y Catalunya, pero no solo– exige, al existir allí fuerzas de izquierda independentistas, presentar un modelo de España diferente (que no puede ser ni centralista ni monárquica, que son casi sinónimos). Todos estos asuntos llevan a reconstruir una imagen de República con un alto contenido social y participativo, que mire hacia el futuro, no hacia el pasado (como ha hecho tradicionalmente la izquierda, más inclinada hacia la II República que por la III). El Podemos que nace del 15M, siete años después necesita reinventarse para mantener su promesa emancipadora.

De la pandemia del COVID-19 salimos golpeados, pero con los argumentos en defensa de lo colectivo reforzados. En el corto plazo, las inercias neoliberales seguirán muy fuertes. Solo si se abre una gran conversación esos valores nacidos del confinamiento y del dolor podrán convertirse en políticas emancipatorias. La principal lucha de la pospandemia será una lucha por el relato. Podemos no debe perder de vista sus orígenes en esta batalla.

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