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La segunda presidencia de Donald Trump se centra en derribar las normas liberales. Ya no hay ningún intento de disfrazar al imperio estadounidense con el ropaje liberal del multilateralismo y los derechos humanos universales. (Andrew Harnik / Getty Images)

El liberalismo se rinde ante la extrema derecha

Traducción: Natalia López

Mientras Donald Trump pisotea las normas del orden liberal de posguerra, los líderes políticos centristas están más que dispuestos a complacerlo. El liberalismo global se derrumba, pero la batalla por lo que vendrá a sustituirlo apenas está comenzando.

El artículo que sigue es una reseña de The Collapse of Global Liberalism: And the Emergence of the Post Liberal World Order, de Philip Pilkington (Polity Books, 2025).

Muchos de los pilares del orden liberal de la posguerra se están desmoronando. La segunda presidencia de Donald Trump se centra en gran medida en derribar las normas liberales, ya sea pisoteando a la Organización Mundial del Comercio con su ofensiva arancelaria global o desestimando públicamente a las Naciones Unidas por considerarlas irrelevantes y sancionando a la Corte Penal Internacional. Quizás lo más flagrante de todo sea que sus planes para Gaza han pasado de la limpieza étnica a intentar gobernar el territorio como un virrey moderno sobre las ruinas de un genocidio respaldado por el propio Estados Unidos.

Lejos de oponerse a esta ofensiva, los coartífices europeos del orden mundial posterior a la Segunda Guerra Mundial se han quedado pasmados. Los Estados europeos no expresaron ni una sola palabra de descontento ante el plan de Trump de instalarse a sí mismo y a Tony Blair como gobernantes de Gaza. El Gobierno laborista británico estuvo tan ansioso por ganarse el favor de Trump que hasta le concedió una visita de Estado real en septiembre, tan pomposa que parecía una reunión entre monarcas del siglo XVI.

El protocolo diplomático liberal, según el cual todos los jefes de Estado son tratados como iguales, ha sido descartado. Esto quedó perfectamente simbolizado en la foto de Trump sentado detrás de su escritorio en la Casa Blanca mientras los demás países de la OTAN y el presidente de la Comisión Europea se agolpaban a su alrededor como escolares traviesos.

Cuando Trump se reunió con Vladimir Putin en Alaska en agosto para intentar llegar a un acuerdo sobre la guerra de Ucrania, no se disimuló que se trataba de nada más que un caso de dos potencias imperiales tratando de repartirse Ucrania entre ellas. Ya no hay ningún intento de disfrazar al imperio estadounidense con el ropaje liberal del multilateralismo y los derechos humanos universales.

Síntomas de declive

El declive del liberalismo va mucho más allá de las relaciones internacionales. El modelo neoliberal del capitalismo se estrelló en 2008 y desde entonces se ha estancado. Los oligarcas tecnológicos multimillonarios dominan la sociedad occidental. Mientras tanto, China, una economía dirigida por el Estado, ha seguido creciendo y se ha transformado en el principal fabricante mundial de productos e infraestructuras de alta tecnología, disipando la idea de que el modelo liberal occidental de desarrollo es el único que puede tener éxito.

Y luego está el declive de la política liberal. Los partidos de extrema derecha están pasando rápidamente de ser insurgentes a convertirse en líderes en muchos países occidentales. Incluso en los casos en que los centristas se aferran al poder, cada vez se alejan más de los valores políticos liberales. Desde Gran Bretaña hasta Alemania y Rumania, gobiernos aparentemente de centroizquierda y Estados liberal-democráticos han puesto en tela de juicio principios liberales fundamentales, como la igualdad ante la ley, la libertad de expresión y de reunión, y el respeto por el resultado de elecciones libres y justas.

El hecho de que las respuestas autoritarias a la disidencia sean cada vez más la opinión consensuada entre las élites sugiere que no se trata simplemente de otro ciclo político más, que se agotará antes de dar rápidamente un giro en sentido contrario. Hay razones de peso para creer que nos encontramos al inicio de un cambio mucho más profundo, en el que los cimientos de la democracia liberal y el capitalismo liberal se están desmoronando, y pueden incluso haber colapsado, como sostiene Philip Pilkington en The Collapse of Global Liberalism.

Pilkington identifica la guerra de Ucrania como el principal acelerador del colapso definitivo del liberalismo global. El fracaso de Occidente a la hora de someter a Rusia puso fin a una época en la que se podía «dar por sentado que los países liberales occidentales podían imponer su voluntad a los demás mediante sanciones económicas, presión diplomática o incluso intervención militar».

De hecho, todas las tácticas con las que Occidente ha intentado detener a Rusia solo han servido para debilitar su propia posición. Al congelar las reservas de divisas rusas, Occidente socavó la hegemonía del dólar estadounidense. Al sancionar la economía rusa, aceleró su propia desindustrialización y fortaleció los vínculos de Rusia con China.

Occidente incluso ha sido superado por Rusia, ya que la tecnología militar moderna ha devuelto la guerra a las trincheras, donde las municiones baratas y producidas en masa y los drones son fundamentales. Rusia puede producir estas armas en masa, mientras que Occidente no, porque ha perdido su capacidad industrial.

Además de perder la supremacía militar, las sociedades occidentales están perdiendo la capacidad de reproducir sus poblaciones. Según Pilkington, el individualismo liberal ha relegado el matrimonio, la vida familiar y la crianza de los hijos a los márgenes de la vida social de los adultos jóvenes. El rápido envejecimiento de la población occidental y las tasas de natalidad históricamente bajas están conduciendo a una situación en la que el crecimiento anémico, el conflicto intergeneracional y la inmigración masiva sirven para desgarrar los tendones de la sociedad occidental.

Los fracasos de la globalización neoliberal sustentan el declive occidental. La capacidad manufacturera occidental se transfirió al Sur global, especialmente a China, para que las empresas pudieran beneficiarse de los menores costes laborales. El vaciamiento de la industria y el auge de la financiarización destruyeron los buenos puestos de trabajo de la clase obrera en Occidente al tiempo que crearon profundos desequilibrios comerciales a nivel mundial. La imposición de aranceles y otras medidas punitivas para frenar a China equivale a cerrar la puerta del granero después de que el caballo se haya escapado.

Una definición necesaria

Para Pilkington, el declive occidental tiene una sola causa: el liberalismo. Pero definir esta ideología puede ser tan difícil como clavar gelatina en una pared. ¿Qué parámetros establece Pilkington? Los primeros capítulos del libro tratan de situar el liberalismo como una doctrina que busca destruir «las estructuras jerárquicas en la política y la sociedad en general».

Aunque sitúa el auge del liberalismo en el periodo comprendido entre los siglos XVII y XIX —el mismo periodo en el que el capitalismo se convirtió en el modo de producción dominante—, Pilkington se niega a identificar el liberalismo con el capitalismo como tal. Esto explica su definición algo amplia del liberalismo como la superación de las jerarquías en general, en lugar de las jerarquías feudales en particular, que es lo que las revoluciones burguesas claramente pretendían hacer.

De hecho, los conceptos más estrechamente vinculados al liberalismo clásico —los derechos de propiedad privada, la competencia en el libre mercado y la igualdad de los individuos ante la ley— se desarrollaron para proteger el orden capitalista emergente del poder arbitrario de las élites feudales. La idea de que podemos considerar el liberalismo como algo que no está fundamentalmente arraigado en el capitalismo es claramente errónea.

La definición más ambigua de Pilkington tiene dos claros objetivos políticos. En primer lugar, se empeña en destacar lo que él considera puntos en común entre el liberalismo y el marxismo, al que considera la consecuencia lógica del liberalismo, ya que lleva la idea de eliminar las jerarquías a su máxima expresión. Curiosamente, esto le lleva incluso a la idea de que el marxismo y el neoliberalismo «persiguen en última instancia el mismo objetivo final», ya que ambos son formas de «liberalismo radical» que exigen que «todos los aspectos de la vida moral y social se ajusten a los preceptos [liberales]».

En segundo lugar, al separar el capitalismo del liberalismo, Pilkington busca posicionar el posliberalismo como un renacimiento de una forma capitalista tradicional que en realidad nunca ha existido. Aboga por un retorno a una «forma jerárquica más “natural”» basada en la «historia única» de cada país. Este tema de las ideas naturales y antinaturales es una constante en el libro, en el que sus propias ideas —algunas de las cuales se inspiran claramente en el pensamiento liberal, como el sistema monetario internacional «Bancor» propuesto por John Maynard Keynes— son naturales, mientras que las de sus oponentes ideológicos son antinaturales.

La noción de que la sociedad ha perdido su «estado natural», al que ahora debe volver, es muy obviamente ahistórica. ¿Cuándo terminó ese «estado natural»? ¿Cuáles son las raíces de las ideas «antinaturales», si no se encuentran en las sociedades de las que surgieron? ¿Cómo pudo el liberalismo alcanzar tal hegemonía, si es un conjunto de ideas «impuestas a una sociedad desde fuera»?

Pilkington no ofrece ninguna explicación, pero sí cree que la relación entre señores y siervos en la época feudal era «natural», lo que nos da una indicación del tipo de jerarquías que él considera apropiadas en un mundo posliberal. Después de todo, si Pilkington tiene razón y todos los seres humanos no nacen iguales y no deben ser tratados como tales, entonces tiene que haber alguna forma de distinguir a los superiores de los inferiores: ¿por qué no a través de las categorías de señores y siervos?

Contradicciones chinas

Uno de los aspectos interesantes del tradicionalismo conservador de Pilkington es que gran parte de él tiene sus raíces en el análisis marxista. Uno de los capítulos, «Desindustrialización y el auge del dinero falso», se inspira claramente en las críticas marxistas al neoliberalismo para identificar las causas de la desindustrialización y la financiarización. Otro, «Demografía y destino», identifica «una tendencia a la disminución de la población» dentro del «liberalismo». En el artículo original en el que Pilkington desarrolló este útil concepto, se inspiró en Marx y no basó la tendencia en el liberalismo como tal, sino que la presentó como algo «inherente al propio capitalismo».

Esto es importante, porque sustituir el concepto de liberalismo por el de capitalismo nos lleva a identificar las causas fundamentales en la superestructura ideológica, en lugar de en la base material, del mundo moderno. Tomemos como ejemplo China, el país que Pilkington identifica como el ejemplo brillante de una vía de desarrollo no liberal. China ha seguido el patrón internacional, con un colapso de las tasas de natalidad a medida que el país se desarrolla: en esto, no se diferencia de los países liberales. Es evidente que hay algo más profundamente arraigado que la ideología liberal en juego si queremos explicar por qué las mujeres tienen menos hijos a medida que las sociedades capitalistas se enriquecen.

La explicación obvia del hecho de que la tasa de fertilidad de China haya seguido la de Occidente es que el país está profundamente integrado en el capitalismo global y comparte muchas de las características comunes de las sociedades capitalistas tardías, entre las que destaca la mercantilización, que empuja a los adultos jóvenes a dar prioridad al trabajo y al consumo por encima de la maternidad. Pero aceptar este punto supondría un problema para Pilkington, ya que tendría que aceptar que hay un lugar para los enfoques socialistas ante las presiones demográficas. Esto es algo que él descarta de plano, apuntando a las políticas de «cuidado infantil estatal» como una forma de intentar gestionar el problema de los niños (tal y como él caracteriza la actitud de la izquierda).

Sin servicios sociales de cuidado infantil, ¿cómo espera Pilkington que los padres puedan soportar la doble carga del trabajo remunerado y el cuidado de los hijos? O, dado su tradicionalismo, ¿le gustaría que la madre se quedara permanentemente en casa con el niño, reduciendo así enormemente el tamaño de la población activa en un momento en que las tendencias demográficas ya están reduciendo la población en edad de trabajar? Pilkington guarda silencio sobre estas cuestiones, presumiblemente porque sabe que no hay respuestas serias que encajen cómodamente en una visión tradicional y conservadora del mundo.

De hecho, toda la actitud de Pilkington hacia China está plagada de contradicciones. Por un lado, comienza el libro afirmando que «al igual que los regímenes comunistas, los regímenes liberales son antinaturales y conducirán a un país a una grave disfunción». Por otro lado, gran parte del libro consiste en elogios a la China comunista como ejemplo de posliberalismo que funciona bien.

Pilkington resuelve esta contradicción argumentando que los regímenes comunistas siempre recurren a jerarquías prerrevolucionarias —en el caso de China, el sistema imperial confuciano— porque el marxismo es demasiado extremo para actuar como una ideología que pueda gobernar sociedades de forma sostenible. Pero si ese es el caso, ¿por qué los regímenes comunistas son «antinaturales», en palabras de Pilkington? Es de suponer que el comunismo ofrecería, de hecho, el remedio exacto que Pilkington busca, teniendo en cuenta su historial de acabar con el liberalismo y volver a formas de gobierno preliberales cuando está en el poder.

Además, los elogios de Pilkington hacia China contrastan con su retórica rabiosamente antiecológica. China es cada vez más próspera y lidera el mundo en el desarrollo de infraestructuras y tecnologías ecológicas, algo que no debería ser posible desde el punto de vista de Pilkington, ya que él sostiene que las políticas ecológicas provocan «una caída del nivel de vida y miseria generalizada». Las pruebas no respaldan esta afirmación: incluso en Europa, en los pocos lugares donde la energía verde ha desplazado al gas como determinante de los precios mayoristas de la energía, el coste de la electricidad para los hogares y las empresas ha disminuido.

Si los países occidentales hubieran construido su propia base industrial ecológica, incluso a una escala mucho más limitada que la que China ha logrado construir en los últimos veinte años, sin duda habrían creado puestos de trabajo de alta calidad y reducido los costes energéticos para las empresas y los hogares. En cambio, Trump está bloqueando activamente el desarrollo de infraestructuras ecológicas porque no le gusta el aspecto de los parques eólicos. Sin embargo, ¿Pilkington quiere hacernos creer que son los activistas ecológicos los que tienen actitudes «irracionales» hacia la energía?

Lo que revelan estas inconsistencias en la visión del mundo de Pilkington es que se trata de alguien que intenta montar dos caballos que cabalgan en direcciones opuestas. Quiere atraer los gustos de las fuerzas insurgentes de derecha en las sociedades occidentales, que constituyen el público objetivo de este libro, al tiempo que se identifica con la gran historia de éxito de nuestro tiempo: la China no occidental y no liberal. Pero la verdad es que la derecha detesta a China tanto como los liberales centristas. Ninguna de las dos tendencias quiere admitir la razón de ello: tienen más en común entre sí que lo que las divide.

Derechos para las personas, no para el capital

Si estamos avanzando hacia un orden posliberal, este mostrará importantes continuidades con el liberal. Por ejemplo, la derecha y los centristas liberales coinciden en la inviolabilidad de los derechos de propiedad privada, lo que incluye el control de los sectores estratégicos de la economía. En unos Estados Unidos posliberales, las grandes empresas tecnológicas seguirían estando firmemente bajo el dominio corporativo. Estas cuestiones no se debaten en ningún ámbito entre los pensadores del establishment.

También existe un consenso emergente en torno a la construcción de estados policiales que despojan a los ciudadanos de sus derechos fundamentales. En este caso hay más controversia, ya que tanto la derecha como los centristas se acusan mutuamente de atacar la libertad de expresión y de reunión. La realidad es que ambos están aplicando políticas cada vez más draconianas en el poder, trabajando codo a codo con las grandes empresas tecnológicas para hacerlo. Es probable que el autoritarismo impulsado por la tecnología sea la característica definitoria de un orden posliberal.

Aquí es donde la izquierda debería defender ciertos valores que históricamente se han asociado con la tradición liberal de la Ilustración. En otras palabras, existen los derechos universales. Los derechos que se relativizan, de modo que son aplicables a los nativos pero no a los inmigrantes, a los cristianos pero no a los musulmanes, a los israelíes pero no a los palestinos, no son derechos en absoluto, sino privilegios.

Los liberales han hablado con frecuencia del lenguaje de los derechos universales, mientras que en la práctica los relativizan. Esto resulta más evidente cuando observamos la historia liberal del colonialismo y el imperialismo. Pero el autoritarismo posliberal busca enorgullecerse de la supremacía, argumentando que está justificada por las jerarquías «naturales» entre las personas y los pueblos. Si se aborda de manera coherente, este supremacismo es la base del ejercicio arbitrario del poder ejecutivo por parte de los fuertes sobre los débiles: el despotismo.

La izquierda debería ser más coherente que los liberales en nuestra defensa de los derechos universales. En este sentido, debemos evitar caer en concepciones posmodernas que establecen excepciones a los derechos universales cuando se considera políticamente ventajoso. Debemos ser ardientes defensores del derecho universal a la libertad de expresión y de reunión, incluso cuando nuestros oponentes lo ejercen, porque entendemos que el menoscabo de estos derechos, a la larga, solo favorecerá a los poderosos.

Pero también debemos tener claro en qué nos diferenciamos de los liberales en cuanto a principios. Los derechos universales, que son de naturaleza fundamentalmente política, no se aplican a la propiedad. La propiedad privada (a diferencia de la propiedad personal) es contractual: designa que alguien tiene derechos de propiedad sobre un activo de algún tipo.

Cuando los derechos de propiedad se extienden a los principales recursos del mundo, como ocurre en el capitalismo global, se establece una clase de propietarios y una clase de personas que tienen que trabajar para los propietarios para sobrevivir. Los «derechos» de propiedad privada, por definición, nunca pueden ser universales. De hecho, debido a la destructividad inherente al perpetuo impulso de acumulación del capital, los derechos de propiedad chocan inevitablemente con nuestros derechos políticos y, en última instancia, los socavan.

Completar la Ilustración

Podemos ver la tensión sobre cómo abordar la cuestión de los derechos liberales universales en el texto de Marx de 1843 Sobre la cuestión judía. «La emancipación política es, por supuesto, un gran paso adelante», escribió Marx. «Es cierto que no es la forma definitiva de la emancipación humana en general, pero es la forma definitiva de la emancipación humana dentro del orden mundial existente hasta ahora».

Sin embargo, continuó criticando la «Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano» proclamada en Francia tras la revolución de 1789, por no ir más allá del «hombre egoísta, más allá del hombre como miembro de la sociedad civil, es decir, un individuo encerrado en sí mismo, en los confines de sus intereses privados y sus caprichos privados, y separado de la comunidad». En el marco de la Declaración, el hombre estaba

lejos de ser concebido como un ser de la especie; por el contrario, la vida de la especie en sí misma, la sociedad, aparece como un marco externo a los individuos, como una restricción de su independencia original. El único vínculo que los une es la necesidad natural, la necesidad y el interés privado, la preservación de su propiedad y su yo egoísta.

Podemos concluir entonces que los derechos liberales están intrínsecamente en tensión con una perspectiva anticapitalista, ya que buscan ofrecer protección a los individuos dentro de los límites de las relaciones sociales capitalistas. Impiden la superación del capitalismo, que solo puede producirse mediante la acción colectiva, incluida específicamente la acción contra los «derechos» de propiedad del capital. No obstante, los derechos liberales pueden seguir siendo, como insistía Marx, un «gran paso adelante» dentro de las limitaciones del «orden mundial existente hasta ahora».

El intelectual marxista Neil Davidson lo expresó de otra manera, argumentando que la tarea del socialismo implicaba «completar» el pensamiento de la Ilustración. Para Davidson, los socialistas tenían que distinguir entre los aspectos del proyecto de la Ilustración arraigados en «las condiciones económicas y sociales capitalistas de las que surgió inicialmente» y los aspectos que son «genuinamente universales y, por lo tanto, susceptibles de ser utilizados para diferentes fines».

Ahora que el liberalismo atraviesa una crisis potencialmente fatal, lo último que debería hacer la izquierda es intentar resucitar su cadáver por miedo a lo que pueda suponer la alternativa posliberal. En cambio, debemos identificar con claridad aquellas ideas de la Ilustración que protegen del ejercicio arbitrario del poder de la clase dominante y que deben defenderse, y aquellas que suponen un obstáculo para superar el capitalismo y deben rechazarse.

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Publicado en Crisis, homeCentroPrincipal, Política, Relaciones internacionales and Reseña

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