Al convertir a la inmigración en el tema definitorio de las elecciones de 2024, Donald Trump creó simultáneamente dos responsabilidades políticas para su próxima administración. En primer lugar, no estaba claro si podría cumplir con su promesa de lanzar la «mayor operación de deportación de la historia de Estados Unidos», con la que se comprometía a expulsar al menos a un millón de personas cada año, al tiempo que «sellaba la frontera» mediante leyes más estrictas y medidas represivas contra los cruces ilegales. ¿Eran estos ambiciosos objetivos una receta para el fracaso, que su base antiinmigrante interpretaría inevitablemente como una traición? En segundo lugar, incluso si Trump lograra cumplir esas promesas, las consecuencias económicas —privar al país de trabajadores esenciales, habilidades, ingresos fiscales y gasto de los consumidores— podrían ser dramáticas. ¿Esto afectaría a los mismos grupos que lo habían impulsado a la Casa Blanca?
Más de seis meses después del inicio del segundo mandato de Trump, las respuestas comienzan a cristalizarse. Los comentaristas han advertido acertadamente contra el «sanewashing» [intento de posar como razonable] del presidente, es decir, contra el análisis de las acciones de Trump que buscan de indicios de un gran plan o de una visión a largo plazo. En cierto sentido, sería fácil considerar su programa de fronteras duras como poco más que un espectáculo de crueldad, impulsado por una fantasía de invasión extranjera más que por un proyecto político coherente. Sin embargo, hay miembros del equipo de Trump que creen sinceramente que pueden utilizar la política migratoria para sostener una coalición electoral que mantenga a los republicanos en el poder durante los próximos años. Al unir a diferentes clases y grupos de interés, esperan trascender el panorama polarizado actual y lograr una realineación más profunda en la que la derecha tenga una mayoría firme.
Para comprender este enfoque y evaluar sus posibilidades de éxito, primero es necesario recapitular el historial de la administración hasta la fecha. Inmediatamente después de su toma de posesión, Trump declaró la situación en la frontera como emergencia nacional y emitió como respuesta una serie de órdenes ejecutivas. Se establecieron nuevos obstáculos fronterizos, desde barreras físicas hasta tecnologías de vigilancia y enjambres de drones. Se cerraron las vías para solicitar asilo, se suspendió por completo el programa de refugiados y se cancelaron las citas de forma masiva. También se restableció el protocolo «Permanecer en México», que obliga a las personas a esperar al sur de la frontera en condiciones de hacinamiento e insalubridad mientras se tramitan sus casos.
Para aquellos que intentan entrar «ilegalmente» —una categoría en gran medida ficticia cuando se cierran los canales legales—, la pena es el arresto sumario y la expulsión. Un vasto aparato militar fue movilizado para llevar a cabo esta orden. Alrededor de 8500 soldados están ahora estacionados a lo largo de la frontera. Los secretarios de la Marina y la Fuerza Aérea de los Estados Unidos establecieron «zonas de defensa nacional» en el sur de Texas y Yuma, Arizona. Un centenar de vehículos de combate patrullan ahora el territorio mientras aviones espías sobrevuelan la zona. A medida que las bases militares de la región se expanden rápidamente, siguen surgiendo centros de detención de migrantes en zonas remotas, incluida una instalación en los Everglades de Florida, elegida por su gran población de caimanes, cocodrilos y pitones, apodada «Alligator Alcatraz» por el fiscal general de Florida, James Uthmeier.
Mientras tanto, la finalización de los programas de libertad condicional humanitaria y de estatus de protección temporal dejó a cientos de miles de personas en riesgo de ser enviadas de vuelta a los lugares de los que se vieron obligadas a huir. Los solicitantes de visados se enfrentan a un control más estricto, y se descalifica a las personas por sus vínculos con países «de alto riesgo» o por «indicios de hostilidad» hacia Estados Unidos. La ciudadanía por nacimiento se ha limitado de un plumazo y actualmente se está impugnando en los tribunales. Las nuevas prohibiciones de viaje imponen restricciones generales a los ciudadanos de diecinueve países.
Sin embargo, la característica más llamativa de esta agenda es el intento de detener a las personas indocumentadas en todo el país. El Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE) triplicó su presupuesto y está a punto de iniciar una gran campaña de contratación. Bajo la presión federal para maximizar las cifras, la agencia intensificó sus redadas, con la esperanza de alcanzar un objetivo diario de tres mil detenciones. El plan cuenta con el apoyo de funcionarios que fomentan la expulsión acelerada y designan a los cárteles de la droga como organizaciones terroristas. Se le ordenó a los departamentos de policía locales y a otras agencias federales que colaboren en las redadas, gozando de más libertad que nunca para actuar en lugares de trabajo, escuelas, centros médicos, iglesias, juzgados y funerales, además de simplemente detener a personas en la calle.
Aun así, y por un amplio margen, esta no es todavía la «mayor operación de deportación de la historia de Estados Unidos». Durante los primeros cien días de su administración, Trump no logró aumentar la tasa de expulsiones de Joe Biden y se vio obligado a ocultar o inflar las cifras oficiales para salvar las apariencias. Aunque, según se informa, las deportaciones se intensificaron en los meses siguientes, con el Departamento de Seguridad Nacional anunciando un total de 207.000 hasta junio, esta cifra sigue estando por debajo del récord de Barack Obama de 438.421 en un solo año, por no hablar de los objetivos declarados por Trump. Los retos legales, la disfunción del Estado, la resistencia de la comunidad y la dificultad de conseguir que otros países acepten a los deportados se confabularon para frustrar los planes maximalistas de Trump.
Sin embargo, esto no es todo. Una medida más precisa para juzgar el éxito del programa de Trump es el número de nuevas llegadas. Aunque ya habían comenzado a disminuir antes de que él asumiera el cargo, gracias al paquete de restricciones de Biden y al despliegue de la guardia nacional mexicana, esta tendencia se aceleró rápidamente desde entonces. Los cruces fronterizos en junio alcanzaron el nivel más bajo desde la década de 1960, mientras que las detenciones mensuales se redujeron a seis mil, frente al máximo de alrededor de 250.000 bajo el mandato de Biden. Las previsiones sugieren que Estados Unidos podría estar en camino de registrar sus primeras cifras migratorias negativas en décadas, con hasta 525.000 personas más que salen del país que las que entran. Las cifras relativamente bajas de deportaciones de Trump se explican en parte por este descenso. Mientras que Obama y Biden se centraron en aquellos que habían entrado recientemente en Estados Unidos, Trump los disuadió eficazmente y, en su lugar, persigue a los que ya se establecieron, un proceso mucho más complejo y difícil.
Aunque el progreso de Trump en la expulsión de los no nativos es más lento de lo que le gustaría, pocos podrían acusarlo de traicionar el espíritu de sus promesas electorales. La frontera se fortificó y se le dió poder al ICE para sembrar el terror racial de formas que marcan una auténtica ruptura con los precedentes del pasado. ¿Cuál es el impacto más amplio de estos cambios? ¿A quiénes favorecen o perjudican en cuanto a sus intereses económicos?
Los principales patrocinadores corporativos de Trump durante las últimas elecciones fueron la industria de los combustibles fósiles, la industria manufacturera intensiva en carbono, el comercio minorista, la agroindustria, las grandes empresas «familiares» y los gigantes tecnológicos, algunos de los cuales estaban ideológicamente comprometidos con su liderazgo, mientras que otros simplemente abandonaron el barco de los demócratas. Es cierto que estos sectores tienen poco que ganar con la actual orientación política, pero las empresas reclutadas por el Estado para llevar a cabo las redadas y las expulsiones se están beneficiando generosamente, desde las tecnológicas que ayudan a construir la infraestructura de vigilancia hasta los contratistas logísticos que facilitan las salidas. Las que gestionan centros de detención privados, como GEO Group y CoreCivic, están repletas de dinero. Erik Prince, antiguo director de Blackwater, está tratando de convencer al Gobierno para que contrate a su nueva empresa para crear un ejército privado de hasta cien mil agentes como complemento al ICE.
Pero estos intereses representan una pequeña parte del capital estadounidense. Para la mayor parte de la coalición de élite de Trump, todo apunta a que las reformas causarán graves daños. La industria del petróleo y el gas, que comenzó a florecer durante el periodo pospandémico y seguirá creciendo a medida que Trump revierta las regulaciones medioambientales, depende de los trabajadores indocumentados para realizar los trabajos más difíciles, especialmente los relacionados con el fracking. Su expulsión dificultaría que el sector pudiera satisfacer la demanda, lo que complicaría los continuos intentos de Trump de vincular la suerte del Partido Republicano a la de la economía del carbono. Tampoco se ha librado de estas reformas la gran tecnología, que se unió a Trump antes de las elecciones de 2024, pero que lleva mucho tiempo abogando por la flexibilización de las restricciones de visados para atraer a estudiantes de ciencias, tecnología, ingeniería y matemáticas (STEM) y trabajadores cualificados.
La industria manufacturera, que la administración esperaba expandir mediante su régimen arancelario, se está contrayendo como resultado de los efectos no deseados de esa política y de la escasez de mano de obra, ya que los inmigrantes están siendo expulsados de las fábricas. La Oficina de Estadísticas Laborales estima que actualmente hay 415.000 puestos de trabajo sin cubrir, y es seguro que esa cifra aumentará a medida que disminuya la inmigración. El comercio minorista también está en el punto de mira, y Walmart, el mayor empleador del sector privado del país y financista del Partido Republicano, ya expresó su preocupación por el «sentimiento negativo de los consumidores» que se deriva de esas políticas, así como por verse obligado a despedir a los trabajadores extranjeros cuyos permisos fueron invalidados. En la agricultura, los inmigrantes representan actualmente el 27 % de la mano de obra, concentrada en gran parte en los bastiones sureños de Trump. Según se informa, muchos de los que aún no fueron deportados se quedan en casa por miedo a las redadas del ICE, lo que tiene implicaciones para la productividad y las cadenas de suministro.
Para estas industrias, los peligros de la baja inmigración son ahora evidentes. Ante la reacción negativa de algunos de estos sectores, Trump dio respuestas ambiguas sobre ciertas partes de su agenda. La primera prueba de resistencia se produjo antes del día de la toma de posesión, cuando la presión de las grandes tecnológicas lo obligó a cambiar su postura sobre los visados H-1B para trabajadores cualificados. En marzo, un grupo de lobistas de la industria se organizó para superar la aversión de la administración a expedir nuevos visados para trabajadores temporarios, y celebró una recaudación de fondos en Mar-a-Lago que logró forzar concesiones. En junio, el efecto punitivo de las medidas de inmigración en los sectores de la alimentación y la hostelería pareció hacer que Trump diera marcha atrás, emitiendo directrices para eximir a las granjas y los hoteles de las redadas del ICE. «Se avecinan cambios», anunció.
Pero esos momentos de duda fueron fugaces y los cambios prometidos resultaron ser mínimos. Es sorprendente lo poco que el Gobierno estuvo dispuesto a ceder, incluso cuando a pedido de su propio bloque de poder corporativo. Tras asegurarle a los monopolistas tecnológicos que «siempre le gustó» el programa H-1B y que no tiene intención de socavarlo, Trump ahora sigue adelante con sus planes de establecer criterios más estrictos y pruebas de ciudadanía más rigurosas. Y, tras prometerle a ciertos lugares de trabajo que no sufrirían redadas de inmigración, volvió a cambiar de rumbo, eliminando todas las restricciones y continuando con sus ataques a los sectores que prometió proteger.
Esta estrategia aparentemente autodestructiva, que desafía cualquier explicación basada en una concepción estrecha de los intereses corporativos, solo puede entenderse en su contexto económico más amplio. El primer elemento a tener en cuenta aquí es el impacto relativo de los cambios en la política de inmigración. Aunque pueden ser perjudiciales para el capital alineado con los republicanos, podría decirse que son aún peores para su homólogo demócrata. Un estudio realizado por el bufete de abogados Brooks, especializado en casos de inmigración, examina los sectores que probablemente se verán más afectados por las políticas de Trump. A la cabeza de la lista se encuentra el sector de la información, seguido de los servicios educativos y sanitarios, los servicios profesionales y empresariales y la administración pública. Estos son los bastiones de la América liberal que Trump quiere diezmar. Por el contrario, el comercio minorista ocupa el noveno lugar de la lista, la industria manufacturera el décimo y la agricultura el undécimo. Aunque es posible que todos se enfrenten a problemas, lo más seguro es que estos no se distribuyan de manera uniforme.
El siguiente factor que arroja luz sobre el enfoque del Gobierno es la actitud de los trabajadores. Entre la base electoral de Trump, el ataque a la inmigración es muy popular, ya que el 84 % de los que votaron por él en 2024 manifestó su aprobación. El apoyo es ligeramente más fuerte en el extremo inferior de la escala de ingresos: el 47 % de las personas que ganan menos de 50.000 dólares al año están a favor de los cambios, mientras que el 45 % se opone a ellos.
Esto refleja en parte el éxito del esfuerzo bipartidista por convertir a los migrantes en chivos expiatorios del estancamiento de los salarios y del aumento de los costos. Sin embargo, también hay un cierto grado de cálculo económico racional en juego, al menos a corto plazo, ya que muchos esperan que una drástica disminución del número de trabajadores tense aún más el mercado laboral y haga subir los salarios en el extremo inferior del espectro. Esto es especialmente relevante para el sector de los servicios poco cualificados, en el que trabajan muchos de los seguidores de Trump que no son blancos y son inmigrantes naturalizados. Un estudio de la Wharton School afirma que algunos trabajadores de esta categoría podrían ver aumentar su salario hasta un 5 % en diez años en caso de que se produjeran expulsiones a gran escala. La Administración sabe que esa inflación salarial puede aumentar el costo de los servicios para los consumidores, pero es de suponer que espera que esto perjudique más a los votantes demócratas que a los republicanos de clase trabajadora.
En este contexto, podemos empezar a ver cómo la política antiinmigrante de Trump encaja en sus intentos más amplios de construir una coalición imparable. La administración pretende mantener el apoyo de industrias clave ofreciendo una desregulación radical, recortes fiscales regresivos y oportunidades para que las empresas privadas despojen al Estado de sus activos, mientras que los aranceles protegen a los productores nacionales. Aunque estas industrias pueden salir perdiendo con las políticas migratorias de línea dura, es probable que se vean menos afectadas que las que se encuentran en la órbita demócrata. La esperanza es que estos sectores den su consentimiento pasivo a las deportaciones masivas, lo que a su vez afianzará la lealtad de la base obrera de Trump mediante una mezcla de demagogia populista y beneficios materiales. De este modo, el Gobierno pretende ampliar y consolidar el proceso de realineamiento electoral en el que los votantes de la clase trabajadora de diversas categorías demográficas siguen alejándose de los demócratas y acercándose a los republicanos. El resultado sería un movimiento trumpista que podría permanecer en el poder mucho tiempo después de que Trump se haya ido.
Aun así, aunque esta perspectiva sea más coherente de lo que muchos detractores de Trump esperarían, eso no garantiza su éxito. Para el capital, las dificultades podrían superar con creces a las ganancias que la administración ofrece en otros ámbitos. Las empresas tendrán que hacer frente a una mano de obra reducida, a una brecha de habilidades cada vez mayor, a menores ganancias de productividad y a una innovación más débil. Estos factores podrían coincidir con una crisis fiscal cada vez más profunda del propio Estado, ya que los inmigrantes contribuyen a la recaudación de impuestos y dependen menos de la asistencia social que los ciudadanos nativos.
Para los trabajadores, el dolor podría ser aún más agudo. Si bien es posible que algunos vean aumentos salariales, estos podrían verse diluidos por la inflación, ya que las perturbaciones en la agricultura y la logística elevan el precio de los alimentos. Estos trabajadores ampoco estarán aislados del aumento del costo de los servicios. Mientras tanto, los análisis más serios muestran que el efecto a largo plazo de la inmigración, documentada o indocumentada, es aumentar los salarios y crear más puestos de trabajo para la clase trabajadora nativa debido a la tendencia general de expansión económica que desencadenan los recién llegados. Frenar esta expansión podría dificultarle a los republicanos la reafirmación de su actual mandato. El estudio de la Wharton School mencionado anteriormente predice que las expulsiones sostenidas de inmigrantes reducirán tanto el PIB como los salarios medios.
Esto abre la posibilidad de que las políticas migratorias de Trump, en lugar de unir a los grupos que se coaligaron en 2024, puedan dividirlos. Las empresas pueden mostrarse reacias a aceptar menores márgenes de beneficio, mientras que los trabajadores se frustran por el aumento del costo de los bienes y servicios. Las últimas encuestas de opinión sugieren que las cosas ya van en esta dirección. Sin embargo, dado que los demócratas se niegan obstinadamente a aprender las lecciones necesarias de la derrota electoral del año pasado, no hay indicios de que vayan a aprovechar esta oportunidad. Dado el clima que se respira en Washington, hay pocas perspectivas de que se forme una contracoalición proinmigración que pueda unir a las empresas ávidas de mano de obra con los trabajadores afectados negativamente por las reformas.
La ausencia de una fuerza coordinada de este tipo significa que la oposición a la agenda de Trump —masiva o elitista, real o potencial— seguirá siendo algo difusa e ineficaz. Por lo tanto, el presidente podría ser capaz de seguir adelante con ella, aún cuando sus consecuencias destructivas se hagan más evidentes. Incluso podría conservar el apoyo de los trabajadores que se ven activamente perjudicados por su programa, simplemente porque sienten que no tienen otra alternativa política. El historiador intelectual Enzo Traverso sostiene que este tipo de política identitaria de derecha se entiende mejor como «política de identificación». En su nivel más básico, su objetivo es utilizar al Estado como herramienta para establecer distinciones entre grupos favorecidos y desfavorecidos: familiares y extranjeros, trabajadores productivos y excedentes, migrantes asimilables y extranjeros.
Los trabajadores nativos que sufrieron décadas de abandono por parte del Estado se sienten atraídos por esta forma de política en la que el Gobierno, por fin, se interesa activamente por quiénes son, situándolos en el lado correcto de estas líneas divisorias. Ser identificado como parte de este grupo demográfico elegido tiene un gran atractivo, incluso en situaciones en las que esto aporta pocos beneficios materiales. Queda por ver si los republicanos podrán ganar las elecciones sobre esta base o si fracasarán debido a las contradicciones concretas de sus políticas fronterizas.