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Los delegados votan una moción durante el tercer día de la conferencia del Partido Laborista el 23 de septiembre de 2019 en Brighton, Inglaterra. (Dan Kitwood / Getty Images)

Organizando el vacío

Traducción: Pedro Perucca

La nueva izquierda en Europa y Estados Unidos no logró trascender su condición de síntoma de la crisis democrática para convertirse en una respuesta efectiva a ella.

Muchos comentaristas políticos están preocupados por una amenaza a la democracia proveniente de bárbaros descontrolados al otro lado de las murallas, como los partidarios de Donald Trump que se amotinaron en el Capitolio. Pero si las instituciones de la democracia liberal hoy parecen vulnerables a un desafío externo, es en gran parte porque la ciudadela fue vaciada desde adentro. Cuando la política de extrema derecha Giorgia Meloni logró una victoria en las elecciones italianas, la participación electoral fue la más baja de la historia. La indiferencia hacia lo que se considera política democrática está mucho más extendida que el deseo de experimentar con la dictadura.

No cabe duda de que la democracia está en problemas.

Fuera del ciclo electoral, la afiliación a los partidos políticos disminuyó drásticamente. Además de carecer de una base masiva, los partidos ya no tienen vínculos fuertes con organizaciones como los sindicatos, que anteriormente los mantenían en contacto con la sociedad. Sin miembros y grupos afiliados que apoyen sus esfuerzos, los equipos de liderazgo de los partidos se vuelven cada vez más dependientes de los aportes de las corporaciones y de personas adineradas para financiar sus campañas. Los políticos también apuntan al mundo de los negocios para encontrar empleos lucrativos al terminar sus carreras, lo que refuerza la desilusión generalizada con una clase política cuyos miembros parecen estar atados a intereses económicos privados y preocupados en primer lugar por engordar sus propios bolsillos. 

Esta forma raquítica de política democrática demostró ser altamente vulnerable a shocks repentinos, especialmente desde la Gran Recesión de 2008-9. Así, candidatos outsiders como Donald Trump pueden apoderarse de los partidos existentes y moldearlos a su antojo. Nuevas fuerzas políticas, o viejas que subsistieron en los márgenes durante décadas, pueden moverse hacia el centro del escenario, como en el caso del Movimiento Cinco Estrellas en Italia o del Partido Nacional Escocés. Los partidos tradicionales de gobierno pueden colapsar repentinamente, como ocurrió con el Fianna Fáil de Irlanda, los socialistas franceses o el PASOK en Grecia.

Escritores como Colin Crouch y Peter Mair, que analizaron este fenómeno, compararon el panorama de los últimos tiempos con las décadas de posguerra, cuando los niveles de participación popular en la política convencional eran mucho más altos. Pero ese fue un momento histórico muy específico, posibilitado por condiciones que hoy ya no existen. Solo podemos entender lo que viene sucediendo con la democracia política si lo vinculamos con el desarrollo del capitalismo desde los años 70. Como observó el sociólogo Göran Therborn: «La democracia no se desarrolló ni por las tendencias positivas del capitalismo ni como un accidente histórico, sino como resultado de las contradicciones del capitalismo».

Durante muchos años, se creyó que el capitalismo y la democracia eran incompatibles. Los defensores del capitalismo se resistían al sufragio universal porque pensaban que los trabajadores usarían su poder de voto para expropiar a las clases propietarias, mientras que los opositores al capitalismo lo apoyaban y esperaban el mismo resultado. La experiencia de Estados Unidos a finales del siglo XIX y principios del XX sugirió que ambos lados podían estar equivocados: los hombres blancos de todas las clases obtuvieron el voto en una etapa temprana, pero el orden social permaneció intacto. Sin embargo, aún hicieron falta treinta años de guerra y revolución entre 1914 y 1945 para establecer la democracia capitalista como la forma política dominante en Europa Occidental.

La presión de los movimientos laborales fue la que obligó a las clases gobernantes de Europa a conceder el sufragio universal, tras una larga y amarga lucha. Después de la derrota del fascismo, esas clases gobernantes aceptaron que una forma de democracia podría reconciliarse con el sistema capitalista, pero sabían que los trabajadores no se conformarían solo con el derecho al voto. El compromiso social de posguerra entre el trabajo y el capital hacía supuestamente imposible un retorno a las condiciones de la década de 1930. El pleno empleo, la extensión de la propiedad pública y niveles mucho más altos de gasto social eran características esenciales de este nuevo modelo político. Al mismo tiempo, en Estados Unidos los sindicatos presionaron al Partido Demócrata para establecer una versión más reducida del estado de bienestar europeo.

En palabras de Therborn, la democracia capitalista solo resultó viable «por la elasticidad y capacidad expansiva del capitalismo, que fue subestimada groseramente tanto por los liberales clásicos como por los marxistas». Pero el fin del auge posterior a la Segunda Guerra Mundial en los años 70 redujo en gran medida esa elasticidad. Un régimen de pleno empleo había fomentado que los trabajadores se volvieran más asertivos y plantearan demandas que los capitalistas y sus representantes políticos consideraban totalmente inaceptables, incluidos planes para la democracia en el lugar de trabajo y el control social sobre la inversión. La reacción neoliberal que siguió tuvo como objetivo volver a poner la democracia en su «caja».

Ya no era factible imponer restricciones directas al derecho al voto. La democracia se había convertido en un grito de batalla tan importante para Estados Unidos y sus aliados, en el marco de su rivalidad con la Unión Soviética durante la Guerra Fría, que no podía haber una renuncia formal a sus principios básicos. En su lugar, la contrarrevolución neoliberal buscó preservar las formas de gobierno democrático mientras vaciaba su contenido.

La gente aún podía votar por quien quisiera, pero el control sobre la política económica se transfirió a organismos no electos, ya fuera dentro del Estado (como la Reserva Federal y el Banco de Inglaterra) o fuera de él (como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Central Europeo). La desregulación de los mercados financieros favoreció a estos organismos por sobre los gobiernos nacionales, mientras que la creciente movilidad de las grandes corporaciones hizo más difícil limitar sus actividades.

Al mismo tiempo, hubo un esfuerzo concertado para desorganizar a la clase trabajadora. La afiliación sindical disminuyó de forma constante, en parte debido a las leyes antisindicales y a los ataques de los empleadores y en parte porque las industrias donde los sindicatos tradicionalmente habían sido fuertes estaban perdiendo trabajadores a un ritmo dramático. La tasa de huelgas también cayó a mínimos históricos. Hubo excepciones dispersas a la regla, pero la imagen general estaba clara.

En este contexto, los partidos tradicionales de la izquierda todavía podían ganar elecciones, pero estando en el poder les resultaba muy difícil llevar a cabo incluso las reformas más básicas. Y muy frecuentemente ni siquiera intentaban hacerlo. Para la década de 1990, lo máximo que las personas podían esperar de los gobiernos socialdemócratas eran algunos retoques muy cautelosos al modelo económico neoliberal. En Estados Unidos, donde la versión del New Deal de capitalismo regulado siempre había sido más débil, también era más fácil revertirla, y los demócratas cambiaron con gusto su alianza con el trabajo organizado por vínculos cercanos con Wall Street y Silicon Valley.

Después del colapso financiero de 2008, los partidos de centroizquierda eliminaron lo que quedaba de la socialdemocracia en Europa, y los demócratas bajo Barack Obama pusieron todo su esfuerzo en restaurar el sistema financiero exactamente como estaba antes. Esto no fue el inicio del desalineamiento; el proceso comenzó mucho antes, pero expuso dolorosamente las raíces superficiales que tenían estas fuerzas políticas, incluso las de más larga existencia. Los partidos de centro-derecha también sufrieron en las urnas cuando implementaron políticas de austeridad en el gobierno, pero su base social siempre fue más acomodada y no tuvo que sufrir el peso del desempleo masivo y los recortes del gasto público, por lo que la Gran Recesión no los afectó de la misma manera en las elecciones.

Como en la naturaleza, la política no puede soportar un vacío, y no faltó quien intentó llenarlo. Desde la izquierda, varias fuerzas trataron de representar a los electores que los partidos socialdemócratas tradicionales habían abandonado. Y hubo avances espectaculares que parecían difíciles de imaginar antes de 2008. El apoyo electoral de Syriza aumentó del menos del 5% en 2009 a más del 36% seis años después, lo que le permitió suplantar al partido de centroizquierda de Grecia, y Podemos estuvo a punto de superar a los socialistas españoles en las dos elecciones de 2015-16. La France Insoumise se convirtió en la fuerza dominante de la izquierda francesa tras dos campañas presidenciales de alto impacto de Jean-Luc Mélenchon.

Pero, hasta ahora, la nueva izquierda en Europa y América del Norte no logró pasar de ser un síntoma de la crisis democrática a ofrecer una cura efectiva. En el gobierno, partidos como Syriza y Podemos consiguieron, en el mejor de los casos, mejoras marginales, pero ciertamente no un cambio de paradigma que rompa con el neoliberalismo. En un entorno político volátil, los avances electorales repentinos pueden perderse con la misma rapidez. Movimientos sociales recientes como los indignados en España o los chalecos amarillos en Francia carecen del peso organizativo a largo plazo que tenían los sindicatos que apoyaban a los partidos de trabajadores del siglo XX.

Organizar el vacío dejado que dejó tras sí la crisis la política democrática ya sería suficientemente difícil sin el desafío simultáneo del populismo nacionalista de derecha. Al reducir artificialmente la polarización política en un momento en que la polarización social aumenta drásticamente, los partidos tradicionales crearon un entorno ideal para quienes explican el deterioro de las condiciones de vida apelando a la raza o la identidad nacional en lugar de a la clase.

Desde Donald Trump y Nigel Farage hasta Marine Le Pen y Giorgia Meloni, los demagogos de derecha seguirán explotando esta oportunidad mientras permanezca abierta para ellos. Dado que su agenda política se basa en convertir en chivos expiatorios a minorías vulnerables, les resulta mucho más fácil traducir esa agenda en políticas de gobierno sin enfrentar una fuerte oposición, que lo que podría implicar la puesta en marcha de un programa de izquierda que choque con poderosos intereses económicos.

La crisis de la democracia es, en última instancia, una crisis del capitalismo, y no hay manera de abordarla sin enfrentar el exorbitante poder de la clase capitalista.

 

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