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Judith Butler. (Foto: Centre de Cultura Contemporània de Barcelona / Wikimedia Commons)

Butler y el sujeto feminista

Una identidad sociopolítica liberadora y una ética fuerte, anclada en los derechos humanos y la democracia, favorecen el compromiso cívico por la igualdad y la libertad. El feminismo es positivo no solo para las mujeres, sino para toda la humanidad.

La filósofa estadounidense Judith Butler es una de las mayores referencias mundiales para el feminismo de la tercera ola, especialmente para los colectivos LGTBIQ+. Esto tiene un motivo doble: por un lado, su oposición a la discriminación de las mujeres, a todo tipo de desigualdad y dominación derivada del género, que persiste; por otro lado, su cuestionamiento del sistema de género como factor condicionante de la libertad y el desarrollo humano.

La interacción entre los dos aspectos no es sencilla, aunque siempre ha defendido la alianza entre ambos movimientos sociopolíticos y culturales —el movimiento feminista y los movimientos LGTBIQ+— con un enfoque inclusivo y de complementariedad y con una perspectiva emancipadora e igualitaria, a la que también ha incorporado una mirada antirracista y anticapitalista.

Sus escritos hacen un énfasis mayor o menor en cada uno de ambos elementos, e incluyen estudios sugerentes sobre la violencia de género y la vulnerabilidad de las mujeres. No obstante, podríamos decir que el objeto principal de su elaboración teórica y su activismo ha sido el segundo tema: la superación del género como división social que constriñe la libertad desde la perspectiva de la teoría queer. Butler ha mantenido ese doble eje a lo largo de más de tres décadas. Desde su pionero El género en disputa (1990), pasando por Cuerpos que importan (1993), Lenguaje, poder e identidad (1997), Vida precaria (2004) y Deshacer el género (2004), hasta el último ¿Quién teme al género? (2024). 

No se trata de hacer aquí una valoración completa de su obra. Pero con ocasión de la publicación de su último libro nos parece atinado hacer algunos comentarios. El foco principal de su posición, hasta ahora, había sido superar, debilitar, romper el género y el normativismo sexual dominante, fuente de la discriminación de las mujeres y las disidencias sexuales y de género, así como deslegitimar su justificación teórica. Su aportación más específica, la teoría de la performatividad, es una visión constructivista del ser humano: el mundo de las ideas, los discursos y las normas es decisivo en la construcción de la realidad social de las personas, cuya capacidad de agencia va configurando su carácter, su experiencia y su identificación de género.

En ¿Quién teme al género?, sin embargo, se produce un giro discursivo y de objetivo prioritario, aunque la autora lo considera algo menor y en continuidad con sus aportaciones fundamentales sobre «deshacer» el género. En esta nueva obra, la finalidad es combatir a las corrientes antigénero, es decir, fortalecer el análisis y las estrategias de género, las identificaciones femeninas y las experiencias LGTBIQ+ frente a los intentos, en múltiples países, de destruir el género y la diversidad sexual por parte de las ultraderechas reaccionarias y las confesiones religiosas tradicionalistas (en especial el Vaticano y las iglesias evangélicas, tal como analiza profusamente en el libro).

El giro obedece a la necesidad de afrontar desde una óptica progresista y democrática la nueva ofensiva ultraderechista, autoritaria y patriarcal desatada frente a los avances feministas y de los movimientos LGTBIQ+ de estas últimas décadas, así como combatir el racismo, la explotación de clase y el neocolonialismo. Estos sectores más conservadores y neofascistas extralimitan mediáticamente los supuestos horrores que habría generado lo que llaman «ideología del género» que habría que destruir por ser su enemigo civilizatorio. Sus efectos serían corrosivos para las familias, la propia nación —blanca, cristiana y occidental— e incluso para el propio Estado, el orden establecido y la cohesión social. Por tanto, desde las derechas extremas, no hay tregua ni contemporización con esa supuesta degradación: solo polarización discursiva y, cada vez más, involución político-estructural y machismo agresivo.

Se trata, tal como detalla el libro, de una guerra cultural reaccionaria en toda regla por parte de los grupos más conservadores —que tienen a su alcance múltiples recursos institucionales, económicos y mediáticos— con efectos problemáticos de involución desigualitaria en las relaciones de género y la libertad sexual. Sus objetivos serían la vuelta a una mayor subordinación femenina, al no reconocimiento de la diversidad sexual y de género, a la profundización de la subalternidad de las mujeres imponiendo su dedicación prioritaria a la reproducción social y los cuidados y unas condiciones sociolaborales y de poder desventajosas. Es decir, una pugna sociopolítica y distributiva de fondo y duradera que el feminismo debe enfrentar enlazándose con otras trayectorias emancipadoras.

Tapa de ¿Quién teme al género? (Paidós, 2024).

Según la autora, este cambio de orientación no supone una ruptura con sus planteos anteriores del género como estructura limitadora de la libertad individual, sino una adaptación de lo ya dicho en respuesta a una nueva, dolorosa y contundente realidad, dominada por poderosas tendencias de ultraderecha que embisten contra el género y su actual evolución. Además, existe el riesgo de que sectores relevantes del poder establecido se mantengan en la indefinición o la inacción y favorezcan la penetración en amplios sectores sociales —particularmente varones— del miedo a la pérdida de seguridades o incluso de pequeñas ventajas relativas, aunque algunas sean fantasiosas.

El peligro de retroceso convivencial y democrático o, cuando menos, de bloqueo en los procesos emancipadores e igualitaristas de las capas subalternas (y, en particular, de freno a unas dinámicas tan masivas y potentes como los movimientos feministas y LGTBIQ+, con gran impacto en las transformaciones vitales, relacionales, sociopolíticas y culturales) es evidente. En estas décadas hemos avanzado hacia unas relaciones de género más equilibradas. Sin embargo, continúan siendo numerosas las desventajas y la subordinación. Ello ha supuesto, por un lado, la reafirmación de género —femenino—, ahora más autónomo, con más derechos y libertad (al menos como ideal) respecto de las estructuras de desigualdad, dominación y reproducción social en que se basa la discriminación por sexo/género; por otro lado, la reacción machista y patriarcal que pretende frenar o revertir esos avances.

El nuevo libro de Butler incorpora una consideración más ambivalente del género y es coherente con la estrategia precedente: combatir un modelo subordinado y rígido —esencialista o naturalista— de mujer tradicional: ama de casa, obligatoriamente heterosexual y dentro del matrimonio, funcional con la familia patriarcal. Lo hace mediante la relativización del género y, al mismo tiempo, la oposición a esa ofensiva derechista antigénero que pretende (ilusamente) reforzar ese modelo convencional de mujer y revertir los avances feministas y LGTBIQ+.

El texto demuestra una capacidad realista y adaptativa a las condiciones sociopolíticas y culturales, así como a su orientación discursiva y estratégica para el avance emancipador de las mujeres, con la revalorización de este concepto en plural. Algunas críticas, sin embargo, han realizado interpretaciones un tanto simplistas y malintencionadas, sin comprender la complejidad de su pensamiento y desaprovechando su impulso reformador.

Nos parece interesante, en cambio, aportar algunas reflexiones sobre ciertas ausencias en su pensamiento que no contemplan el desarrollo de un feminismo crítico y transformador. Nos referimos a la formación relacional del sujeto de cambio, el papel de su experiencia y su identificación como agente clave para una estrategia colectiva igualitaria-emancipadora. También realizaremos algún apunte sobre su teoría de la performatividad, como sobrevaloración del discurso en la transformación de la realidad.

Nuestro criterio teórico combina el realismo analítico, multidimensional y crítico con la conformación experiencial, colectiva e identificadora del sujeto feminista: el movimiento feminista, en sentido amplio, considerando la amplia corriente sociocultural que comparte sus objetivos básicos igualitarios. O sea, partimos de la constatación de una realidad desventajosa persistente, con una profunda desigualdad por sexo/género y opción sexual, así como de una masiva voluntad transformadora feminista sobre valores éticos de igualdad, libertad y solidaridad.

La desigualdad de género persiste

Judith Butler considera el sexo/género —no entramos en las diferencias y los matices entre esos dos conceptos— como algo que no es natural, como afirma el pensamiento tradicional, sino «construido». Su argumentación acerca del papel decisivo de la performatividad de las normas y los discursos y sus correspondientes y reiterativas prácticas sociales es bien conocido.

Frente a otras teorías posestructuralistas que hacen hincapié en la importancia del poder institucional y sus normas en la formación de las identidades humanas (como Foucault, que es, quizá, su pensador más influyente), esta autora pone el acento en la capacidad de agencia de las personas para construir su identidad mutable de sexo/género a través de la reiteración de comportamientos y la autonomía normativa, subversiva o transformadora, siempre de forma fluida, inacabada y en permanente evolución. Le guía un fuerte y continuado impulso liberador de las personas discriminadas por el sexo/género y otras condiciones.

Así, considera que la identidad de género está condicionada por el poder y las estructuras sociales dominantes, como la familia patriarcal, las jerarquías eclesiásticas, ideológicas y mediáticas o la reproducción educativa, con sus correspondientes estereotipos. Y dado que el pensamiento tradicional la considera fija e inmutable, deduce que es una rémora para el desarrollo de la persona y su voluntad de cambio, y la valora como negativa y algo a prescindir.

Sin embargo, Butler es consciente también de que ese modelo tradicional de mujer y la propia sexualidad han cambiado, especialmente para las generaciones jóvenes. Se ha generado una incorporación femenina masiva al empleo y a la educación, a los derechos políticos y las libertades civiles, a unas relaciones interpersonales más libres e igualitarias, incluido en el campo de la sexualidad. Si añadimos la mayor pluralidad cultural, étnica, de estructuras familiares, de opciones sexuales y de género y de estatus sociolaboral, tenemos una gran diversidad de tipologías femeninas; y todavía es mayor si admitimos un tercer género, las experiencias transgénero, intergénero y transiciones intermedias o las no binarias. Las nuevas experiencias, variadas y prolongadas, se convierten en identificaciones con mayor o menor grado de estabilidad o de debilidad.

Lo que nos interesa destacar aquí es que, frente a la ofensiva reaccionaria contra el género y su carácter destructivo, Butler defiende el sentido del género, de las nuevas identidades femeninas y su avance liberador. Su prioridad ya no es disolver el género, sino defender su estatus actual más avanzado (así como sus distintos niveles identificadores) frente a la tendencia reaccionaria antigénero, que busca reforzar el papel tradicional y subordinado de la(s) mujer(es).

En consecuencia, el punto de partida de su reflexión es claro: existe el género, existen las mujeres, con una realidad diversa pero con rasgos comunes que permiten hablar de sexo/género femenino (o masculino o un tercero). Frente a la idea naturalista, el modelo familiar tradicional y el concepto unitario de mujer, se ha abierto una diversidad de opciones sexuales, convivenciales e identificaciones personales. La autora ha realizado una gran aportación analítica y crítica, tanto respecto de la normatividad heterosexual obligatoria cuanto de las experiencias de género más o menos fluidas y consistentes, en transición o con experiencias mixtas e intermedias. Se echa en falta, no obstante, una profundización más sistemática de las problemáticas femeninas y, en consecuencia, de las políticas de igualdad de género o entre los géneros. En ese sentido, tendría que dar un paso más en la orientación planteada en el libro.

El valor del feminismo y la identidad feminista

Hay que diferenciar identidad de género e identidad feminista. La mujer, las mujeres —a veces con una larga y variada tipología—, no son el sujeto del feminismo. No existe un sujeto previo a la experiencia emancipadora, sino que se constituye con ella, en paralelo a esa práctica sociocultural. Ya Simón de Beauvoir decía que la «mujer se hace, no nace», poniendo el énfasis en la experiencia vital en la formación de la identificación que más tarde se definió de género y que, muchas veces, conllevaba una actitud progresista y liberadora, en el marco de la segunda ola feminista de los años sesenta y setenta.

Aquí, sin la connotación existencialista, desde un cierto constructivismo social, multidimensional y vital, le damos un contenido sociohistórico y político-cultural, y lo aplicamos al feminismo como sujeto social, no a la feminidad (o la masculinidad) en cuanto identidad de género. Se es feminista no por ser mujer, sino por participar en los procesos igualitarios por la liberación femenina, y de todas las personas discriminadas por su opción sexual y de género. La composición empírica mayoritaria del feminismo es de mujeres, las más directamente afectadas y sensibles, pero también de varones solidarios. Su identificación feminista o su «orgullo» de pertenencia deriva de su comportamiento y su práctica relacional, no de la adscripción a un sexo, género u opción sexual.

Sin embargo, no hay que infravalorar la experiencia vivida. Es la conexión con la realidad discriminatoria lo que acerca más a las mujeres y personas con opciones sexuales y de género no normativas a esa sensibilidad, conciencia y actitud transformadora. Pero, para mantener una conducta transformadora, son decisivas su conformación subjetiva, su experiencia relacional y su actitud moral respecto de los tres grandes valores progresistas: libertad, igualdad y solidaridad.

La formación del sujeto no deriva mecánicamente de la existencia de una realidad sociodemográfica discriminatoria, tal como dicen las teorías estructuralistas o deterministas, dominantes en décadas pasadas. O sea, la mujer, por su condición objetiva, biológica o de subordinación, no es el sujeto del feminismo; el sujeto del feminismo son las personas que, práctica y sociohistóricamente, han rechazado y combatido, individual o colectivamente, una realidad de discriminación y dominación, y han adquirido una experiencia emancipadora, igualitaria y solidaria que refuerza su conciencia feminista.

Desde este punto de vista, hay que intensificar, no diluir, la identificación feminista, opuesta al machismo. Esta identificación no constriñe una voluntad transformadora, sino que, con espíritu crítico, la refuerza, favorece el sentido de pertenencia colectiva, con articulación de apoyos y alianzas, y es capaz de renovar sus propias características identificadoras y estratégicas.

Así, la identidad de género femenino (o masculino o indefinido) puede ser ambivalente: negativa, si es que refleja una trayectoria rígida de subordinación resignada o impuesta, o positiva, en la medida que exprese un papel sociocultural, económico-laboral y reproductivo más igualitario y libre, en combinación con otras identificaciones particulares interseccionales con impacto variable en su experiencia vital. 

Pero aquí hablamos, sobre todo, de identidad feminista como refuerzo solidario, igualitario, emancipador, como pertenencia colectiva, con una trayectoria transformadora, opuesta al machismo, a su identificación y a la prepotencia relacional como expresión de dominación y privilegios, o sea, vinculado al poder opresivo y, a veces, violento del orden establecido. En ese sentido, una identidad sociopolítica liberadora y una ética fuerte, anclada en los derechos humanos y la democracia, favorece el compromiso cívico por la igualdad y la libertad; es positiva para las mujeres y para la humanidad, es decir, encierra un contenido universal.

No se trata, por tanto, de la diferenciación o simple interacción entre géneros más o menos marcados y plurales, con distintas feminidades y masculinidades y posibilidades combinatorias, sino de la diferenciación entre feminismo y machismo y, por otra parte, entre un feminismo elitista o solo retórico, centrado en romper los «techos de cristal», y un feminismo popular, que apuesta por superar los «suelos pegajosos».

El pensamiento posestructuralista de Judith Butler tiene sus límites para hacer frente a los desafíos que suponen la consecución de la igualdad y la libertad de las mujeres. Desde distintas corrientes feministas se están realizando muchas contribuciones interesantes. Por citar otra feminista eminente, su colega estadounidense Nancy Fraser ha hecho aportaciones críticas significativas sobre el papel subordinado de las mujeres en la reproducción social y de cuidados y su vinculación con la segmentación capitalista y la división racista.

El sujeto social, imprescindible para la transformación colectiva

La acción feminista, individual y colectiva, junto con el cambio de actitudes y mentalidades más igualitarias, ha forjado una identidad feminista en el contexto histórico y estructural específico de las cuatro olas feministas. El sujeto es esa movilización feminista, esa corriente social y cultural emancipadora de claro sentido progresista.

No está definido por sus rasgos materiales u objetivos, biológicos, sexuales o de posición social dominada, con sus rasgos étnicos y de clase social, sino por su práctica sociocultural contraria a la discriminación y a las desventajas por razón de su sexo/género; es decir, por su comportamiento relacional, en el que interviene su subjetividad, frente a las ventajas comparativas de los varones, y la persistente segmentación, discriminatoria por sexo/género, de la vida pública, la actividad productiva y la reproducción social y de cuidados derivadas de las estructuras patriarcales de un sistema opresivo ancestral. 

Además, esa dinámica feminista está conectada en cada fase histórica con las estructuras económicas, sociales, culturales y políticas dominantes. La cuestión es cómo superar la desigualdad de género a través de la acción colectiva y la identificación feminista de un sujeto sociopolítico, junto con la ciudadanía progresista, capaz de transformar esas dinámicas discriminatorias.

La teoría de Butler sobre la importancia de la performatividad y las normas y discursos en la conformación del sujeto de género tiene elementos valiosos frente al determinismo y el esencialismo dominantes en otras tradiciones y hoy instrumentalizados por el feminismo transexcluyente, como bien critica la autora. El constructivismo social o de género rompe con los fundamentos discursivos naturalistas, positivistas o deterministas tradicionales y pone el énfasis en la capacidad de agencia de los propios seres humanos. El problema de un constructivismo voluntarista o irrealista, como la propia Butler reconoce, es la infravaloración de la realidad social o material (los propios cuerpos), que a veces se niega o se rechaza como incognoscible, y la sobrevaloración de la capacidad arbitraria y voluntarista de las ideas individuales.

Así, existen posiciones postestructuralistas que ponen el acento en la preponderancia de la siempre necesaria subjetividad —sentimientos, discursos, deseos o proyectos— en la conformación de la realidad social, pero desconsiderando los otros dos ejes fundamentales y complementarios que interactúan: el punto de partida de la realidad relacional, y la experiencia práctica de las trayectorias emancipadoras y articuladoras. Con esa interacción de los tres componentes, realismo situacional, experiencia colectiva y subjetividad transformadora, se forjan nuevas dinámicas relacionales desde las que se conforman nuevas identidades feministas y de género (o de clase y étnico-nacionales…) y posiciones sociales liberadoras.

La relevancia de la experiencia vivida e interpretada

Antes de la constitución del sujeto social hay una realidad sociodemográfica concreta, pero no existe el sujeto «objetivo» o en potencia. Su formación y su articulación es más compleja y mediada por otros mecanismos institucionales, asociativos y socioculturales. El factor fundamental para su constitución tampoco son los discursos o las ideas de unas élites que los socializan entre la población. La conexión se establece por la experiencia vital de la gente, que se asocia a su realidad material vivida y a sus aspiraciones.

Se trata de un enfoque realista, relacional, crítico y, en cierta forma, también constructivista, en un sentido sociohistórico, en oposición al mecanicismo estructuralista u objetivista o a los excesos irreales y voluntaristas de cierto posestructuralismo, ambos con distintos componentes idealistas. Este constructivismo social e histórico, con connotaciones thompsonianas y gramscianas, es más complejo, interactivo y multidimensional que la teoría performativa de Butler, más influida por los intelectuales posmodernos franceses, y que, por cierto, parece ser desconocido para ella.

Este enfoque crítico es de gran relevancia teórica y conecta con la experiencia articuladora de los movimientos sociales igualitarios de estas décadas. Nos muestra la importancia de poner el énfasis en la valoración y la vinculación con la experiencia social, en las costumbres en común de las capas populares y en las mediaciones institucionales y socioculturales y su relación con la realidad de sus condiciones materiales de existencia, así como de sus sueños, valores e ideales. Todo ello, mediante un exhaustivo análisis empírico de las prácticas colectivas de las clases y capas subalternas, sus organizaciones y representantes en el marco de las estructuras económicas y de poder en cada ámbito.

Se da una interacción entre posición socioeconómica y de poder, conciencia y conducta, aunque no mecánica o determinista en un sentido u otro. Frente al esencialismo identitario, hay que analizar a los actores en su trayectoria, su interacción, su multidimensionalidad y su contexto. El sujeto colectivo emancipador se va formando a través de la experiencia relacional en el conflicto socioeconómico, la pugna sociopolítica y la diferenciación cultural respecto de las capas dominantes.

Judith Butler ha hecho una extraordinaria aportación, especialmente sobre la liberación sexual y de género y en defensa de los colectivos LGTBIQ+, pero conviene superar esas dos limitaciones y atender a la reelaboración de un enfoque relacional, interactivo, procesual y multidimensional sobre la imprescindible formación del sujeto social como palanca transformadora igualitaria-emancipadora, y la reafirmación de un feminismo social y crítico para afrontar mejor las relaciones desiguales de género.

Urge contribuir a la formulación de una teoría crítica feminista respecto del sujeto transformador y la identificación social, política y cultural que sea superadora de la experiencia dispersa, los liderazgos locales y las dependencias ideológicas y políticas, y promover su vinculación con las estrategias progresistas y transformaciones globales. El feminismo sigue plenamente vigente.

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