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Monumento a Giuseppe Garibaldi en Roma, Italia. (Claudio Ciabochi / Education Images / Universal Images Group via Getty Images)

La izquierda no puede regalarle el patriotismo a la derecha

Traducción: Pedro Perucca

En lugar de permitir que la derecha domine los debates sobre el patriotismo, los socialistas deberían emular los proyectos de la izquierda que tuvieron éxito en el pasado y que vinculan la pertenencia nacional a una política inclusiva y progresista.

La pertenencia nacional influyó profundamente en la política durante los dos últimos siglos en gran parte del mundo, desde América a Europa y desde África a Asia. Pocos acontecimientos históricos importantes de los siglos XIX y XX pueden contarse sin hacer mención al nacionalismo. El nacionalismo está casi siempre presente detrás de las cuestiones clave de la modernidad: guerras, tensiones geopolíticas, crímenes contra la humanidad y regímenes totalitarios, así como levantamientos anticoloniales, derechos de las minorías y sociedades unificadas hacia objetivos de libertad y emancipación.

En este artículo entablaré un debate sobre cómo debería abordar la izquierda el perdurable sentimiento de pertenencia y orgullo nacionales, una cuestión que atravesó la historia de la política de izquierdas desde sus orígenes y que sigue siendo crucial en la actualidad. Aunque parece importante que la izquierda «constituya ella misma la nación», como escribieron Karl Marx y Friedrich Engels en el Manifiesto Comunista en relación con la lucha del proletariado, esto no implica que dicha política sea sencilla o esté exenta de riesgos. Pero discutamos primero por qué esta cuestión sigue siendo pertinente en un mundo globalizado.

¿Adiós a las naciones?

En diversos momentos de la historia, muchos autores han sostenido que la política nacionalista estaba entrando en su fase final. En el pensamiento liberal de principios del siglo XIX ya existía la creencia de que el nacionalismo era un fenómeno en declive, destinado a desaparecer pronto con la expansión del comercio mundial. La idea de que la identidad nacional de las personas (su nacionalidad) estaba perdiendo importancia debido a la expansión del capitalismo mundial fue compartida por Marx en su juventud (aunque no en sus escritos más maduros). Esta postura gozó de cierta popularidad tanto en el siglo XIX como en el XX, aunque de forma cíclica: desaparecía durante los periodos en que estallaban los nacionalismos o se enfrentaban militarmente, para resurgir en periodos posteriores.

En la década de 1980, Eric Hobsbawm sugirió que el gran aumento de los estudios sobre el nacionalismo era señal de que el fenómeno había entrado por fin en su fase histórica final: «El búho de Minerva que trae la sabiduría, decía Hegel, levanta vuelo al anochecer. Es una buena señal que ahora esté dando vueltas alrededor de las naciones y el nacionalismo». Hobsbawm tenía razón al señalar que los estudios sobre este tema habían aumentado significativamente durante esos años; sin embargo, su esperanza, como la de otros antes que él, resultó errónea. Sólo unos años después, con la caída del «campo socialista» y su fragmentación en numerosos Estados-nación, se produjo un estallido de diversas reivindicaciones y conflictos nacionalistas que se creían superados.

En el relativo optimismo de la década de 2000, Michael Hardt y Antonio Negri reiteraron en Imperio la opinión de que el capitalismo global estaba acabando por fin con la estrechez reaccionaria de la pertenencia nacional. De este modo, la identidad nacional pasó a verse no sólo como algo que había que rechazar políticamente sino también como una cuestión de menor importancia. Y, sin embargo, en la última década asistimos de nuevo al resurgimiento de la nación como identidad política conflictiva, en gran medida levantada como bandera por movimientos de derecha o separatistas. Donald Trump, Jair Bolsonaro, el auge del independentismo escocés en el Reino Unido y catalán en España, el éxito electoral de varios partidos nacionalistas de derechas en toda Europa y la dramática invasión rusa de Ucrania, con nacionalismos ruso y ucraniano cada vez más radicalizados, todos estos fenómenos diversos comparten un denominador común: el poder movilizador de la identidad nacional.

Es innegable que el poder político de los Estados-nación está disminuyendo en muchas partes del mundo, debilitado por una economía cada vez más globalizada y por la creciente fuerza de las empresas y organizaciones transnacionales. Sin embargo, esto no debe confundirse con el declive político de las identidades nacionales, una confusión en la que Hardt y Negri caen en su libro. Al contrario, el debilitamiento del poder de los Estados-nación suele ir de la mano de la propagación de los sentimientos nacionalistas. La globalización, los flujos migratorios, el desmantelamiento neoliberal del Estado del bienestar y el declive de identidades colectivas profundamente arraigadas como la religión y la pertenencia de clase parecen haber reforzado la identidad nacional. Esto recuerda a la caracterización del sociólogo polaco Zygmunt Bauman de la sociedad contemporánea como «líquida», marcada por la inestabilidad, la precariedad y la incertidumbre: una sociedad que se basa en la fluidez y la movilidad, donde las relaciones y las estructuras sociales son inestables y cambiantes, lo que conduce a un aumento de la desigualdad y a una pérdida de comunidad y solidaridad. Frente a esta realidad, la identidad nacional resurgió como un refugio seguro para las personas que buscan un sentimiento de pertenencia y comunidad. Se convirtió en una identidad simbólica a la que aferrarse para reducir los sentimientos de alienación e incertidumbre.

Así, mientras que la globalización neoliberal desarraigó muchas identidades tradicionales y valores comunitarios, la comunidad nacional volvió a convertirse en una fuente de identificación colectiva, revitalizando la política nacionalista. Según la Encuesta Mundial de Valores de 2017-2022, el 88,5% de los entrevistados a nivel mundial afirmó sentirse «muy orgulloso» o «bastante orgulloso» de su nacionalidad. Además, la encuesta solo incluía la nacionalidad correspondiente al Estado-nación del entrevistado, con lo que quedaban excluidas las nacionalidades minoritarias, un factor que probablemente habría aumentado aún más el valor global. En Europa, como muestra el Índice Europeo de Calidad de Gobierno, la nación sigue siendo la identidad territorial a la que los ciudadanos se sienten más apegados, más que a las identidades regionales y mucho más que a la identidad europea. Por último, las clases populares, sobre todo las de menor nivel educativo, tienden a estar más «nacionalizadas» en su proceso de culturización. Esto significa que son más receptivos a los elementos simbólicos y culturales relacionados con la pertenencia nacional, en comparación con los individuos de mayor nivel educativo o de clase, que tienden a ser culturalmente más cosmopolitas.

Nazionale-Popolare

Ante esta situación, la izquierda no puede simplemente ignorar la existencia de las identidades nacionales. Estas identidades son elementos integrales del paisaje político y social en el que opera y no parece que vayan a perder importancia en el futuro que podemos prever. Por lo tanto, los llamamientos a la izquierda para que rechace la identidad nacional son un callejón sin salida y corren el riesgo de distanciarla de sus propias tradiciones populares. Por el contrario, parece necesario que la izquierda abrace —al menos hasta cierto punto y de ciertas maneras— la pertenencia nacional.

No se trata de una idea novedosa: por extraño que pueda parecer hoy, los conceptos de «izquierda» y «nación» no estaban originalmente muy alejados. Hobsbawm llega a sugerir que estos dos conceptos políticos no sólo surgieron de la misma cuna —la Revolución Francesa—, sino que en cierto modo eran sinónimos. En el agitado verano francés de 1789, el Tercer Estado se declaró la nación completa, iniciando la Revolución Francesa e impulsando el propio concepto de nación a nivel político. La representación política del reino basada en los estamentos estaba a punto de ser suplantada por la idea del pueblo-nación: la fusión de la nación con una entidad colectiva, el pueblo, como portador de la soberanía y en oposición a las clases privilegiadas. Cuando el pueblo de París asaltó la Bastilla el 14 de julio y tomó el control de la ciudad, lo hizo en defensa del Tercer Estado, que se había transformado en Asamblea Nacional. Una vez constituida la Asamblea Nacional, los partidarios de la Revolución y del antiguo Tercer Estado se sentaron en el lado izquierdo de la cámara. Como tales, fueron calificados tanto de «Partido Nacional» como de «Izquierda», creando al mismo tiempo el concepto político de izquierda.

El ejemplo de la Revolución Francesa nos recuerda un elemento importante de este debate: la idea de «pueblo», que se cruza tanto con la política de izquierda como con la política nacional y sigue siendo un concepto constitutivo y global de la política contemporánea. Si el objetivo de la izquierda es construir un consenso popular y llevar a cabo una política que aborde los intereses de la gente corriente y trabajadora, entonces debe forjar un vínculo emocional con el pueblo. Pero, ¿quién es exactamente el pueblo? Como explicó Ernesto Laclau, el pueblo como categoría sociológica apenas existe y es más bien una construcción política. Esto significa que no existe independientemente de la política, sino que la política le da forma y sentido. El pueblo es una construcción política que une (o articula, como dice Laclau) una pluralidad de reivindicaciones, necesidades e identidades diversas pero que colectivamente se perciben como ignoradas por la élite que detenta el poder económico y político. A través de este proceso, el pueblo se convierte en una nueva entidad política que no puede reducirse a la mera suma de sus diversos componentes, ya que los trasciende en una única identidad unificadora en la que los diferentes individuos pueden reconocerse a sí mismos. Para nuestro debate, es crucial señalar que es muy difícil concebir políticamente al pueblo de otro modo que no sea como «pueblo-nación». En la gran mayoría de las sociedades contemporáneas, el pueblo constituye en gran medida la comunidad nacional, y la defensa de la soberanía popular tiene lugar dentro de las fronteras del Estado-nación. Además, la nación genera rituales, símbolos y referencias culturales que son cruciales para conformar las identidades populares y el sentimiento de pertenencia del pueblo. Esto fusiona aún más al pueblo con la comunidad nacional.

Antonio Gramsci desarrolló el concepto de nazionale-popolare para indicar lo que es a la vez nacional y popular. Inicialmente, lo relacionó específicamente con las producciones culturales: obras literarias o artísticas que expresan las características distintivas de la cultura nacional y son reconocidas como representativas por las clases populares. Hoy utilizamos los términos «nacional y popular» en un sentido más general para referirnos a todos aquellos rasgos culturales, estéticos, conductuales y habituales extendidos entre el común de la gente de un determinado país. Sin embargo, el concepto en los escritos de Gramsci también va más allá de su dimensión cultural y se refiere a la identificación de las masas populares con un proyecto nacional común. Para Gramsci, la lucha revolucionaria no debe caer en «el cosmopolitismo y el antipatriotismo más superficiales». Por el contrario, debe forjar un vínculo sentimental con el «pueblo-nación». Gramsci creía que todo movimiento revolucionario que luchara por gobernar debía encarnarse e identificarse con el propio país, y este principio debía aplicarse también a la clase obrera en su lucha hegemónica contra la burguesía. Esta reflexión no surgió en el vacío, sino que ya estaba esbozada en el Manifiesto Comunista de 1848, cuando Marx y Engels escribieron que el proletariado, para alcanzar la victoria, «debe constituir él mismo la nación» y es, por tanto, «él mismo nacional, aunque no en el sentido burgués de la palabra». Se puede oír en estas líneas el eco de la Revolución Francesa, con el Tercer Estado convirtiéndose en la nación. Pero hay diferentes sentidos en este ser nacional.

Los ejemplos de esta dimensión nacional-popular son interminables en la historia de la izquierda del siglo XX. Los partidos comunistas y obreros del siglo pasado estaban profundamente enraizados en las tradiciones, la historia y la cultura de sus respectivos países. No se trataba de un nacionalismo duro o conservador, sino de una combinación de amor a la patria con la necesidad imperiosa de amistad entre todos los pueblos; la identidad nacional era parte integrante de la identidad política sin menoscabo del compromiso con el socialismo, el progreso y el internacionalismo.

Este es precisamente el aspecto que Jean-Paul Sartre identificó como la clave del éxito del Partido Comunista Italiano (PCI) de posguerra, que llegó a convertirse en el partido comunista más fuerte de toda Europa Occidental. Como cuenta Luciana Castellina, comunista italiana desde hace muchos años, Sartre dijo durante una de sus visitas a Italia: «Ahora entiendo [por qué el PCI es tan fuerte], ¡el PCI es Italia!». Con esto, Sartre quería decir que el partido no era una vanguardia separada, sino un cuerpo formado por las mismas emociones, comportamientos y recuerdos que el pueblo italiano en general.

La historia del antifascismo del siglo XX también está impregnada de patriotismo. Los ejemplos son numerosos, desde los partisanos comunistas italianos, que llevaban el nombre del héroe nacional Giuseppe Garibaldi y que lucharon contra los fascistas «traidores a la patria», hasta los comunistas portugueses del régimen de António de Oliveira Salazar. Como dijo su líder Álvaro Cunhal en 1946, es

en las luchas contra el fascismo instalado en el poder donde las clases trabajadoras volvieron a encontrar su patria: El Portugal que lucha por la libertad y la democracia, el Portugal que aspira al bienestar, al progreso y a la cultura, el Portugal que quiere un lugar de honor en el mundo de las naciones democráticas. Luchando contra el fascismo, el pueblo portugués aprende a cantar La portuguesa [el himno nacional] y aprende a empuñar la bandera nacional.

Lo mismo puede decirse de muchos partidos de izquierda del Sur Global, tanto antiguos como nuevos. La izquierda bolivariana de América Latina, ejemplificada especialmente por Hugo Chávez, lo ilustra bien: una izquierda socialista impregnada de retórica patriótica y simbolismo nacional. Las frecuentes apariciones de Chávez en chándal con los colores de Venezuela eran un símbolo de ello. Sin embargo, esto no impidió un avance significativo hacia la cooperación supranacional entre los países latinoamericanos. Si Venezuela era la patria, América Latina era la patria grande.

Hegemonía, contrahegemonía y los problemas de la resignificación

Si la historia relatada hasta ahora suena demasiado simple, es porque hay otra cuestión crucial que debe incorporarse: la hegemonía contemporánea de la derecha en la definición de la identidad nacional. En los últimos años, muchos países occidentales fueron testigos de la consolidación del dominio de la derecha en el ámbito de la identidad nacional, politizándose ésta y desplazándose hacia la derecha. Hoy en día, cuando pensamos en la identidad y el orgullo nacionales, a menudo los asociamos con el conservadurismo, la defensa de las tradiciones, la pertenencia étnica, la hostilidad hacia la diversidad y la retórica contra los inmigrantes. Lo que significa pertenecer a un país y estar orgulloso de él está actualmente muy controlado por la derecha, que ha destacado por apropiarse de esta identidad y llenarla de sus propios valores políticos.

Si la izquierda quiere presentar un proyecto nacional-popular, debe hacerlo no simplemente incorporando elementos de la identidad nacional a su discurso, sino arrebatándoselos a la derecha y promoviendo una interpretación integradora y progresista. Tomando prestadas las palabras de Marx y Engels, debe ser nacional, «aunque no en el sentido burgués de la palabra». Para ello, es necesario entablar una contrahegemonía. Sobre el papel, esto es posible porque la nación no está predeterminada ni es fija; la identidad y la pertenencia nacionales no son fenómenos unívocos, sino que pueden asumir diferentes significados y estar vinculados a diferentes conjuntos de valores políticos. Las naciones son, como sostiene Benedict Anderson en su innovadora obra Comunidades imaginadas, «modulares» y, por tanto, «capaces de ser trasplantadas, con distintos grados de autoconciencia, a una gran variedad de terrenos sociales, para fusionarse y ser fusionadas con una variedad correspondientemente amplia de constelaciones políticas e ideológicas».

La nación siempre tiene una frontera que divide quién forma parte de ella y quién no (como explicó Anderson, una característica definitoria de la nación es que es «limitada»), pero esta frontera es siempre cambiante y política. Es una línea de exclusión que puede basarse en criterios diversos, desde la raza a la clase social, desde los valores éticos a la lengua o la cultura. Tener el privilegio de determinar esta frontera está en el centro de la lucha por la hegemonía sobre el terreno nacional y es, de hecho, una cuestión crucial en la política contemporánea.

La experiencia de Podemos en España durante sus primeros años es quizá el ejemplo más sistemático de política contrahegemónica en el terreno nacional. La dirección del partido estaba convencida de que, para impulsar una agenda popular y de izquierdas, era necesario reclamar la identidad nacional a la derecha y redefinirla. Así, los líderes de Podemos empezaron a declarar recurrentemente su orgullo y amor por España. Alababan la patria y su condición de españoles, y calificaban abiertamente de patrióticas las políticas de su partido. Por un lado, lo hacían para atacar a sus oponentes políticos, en concreto a los de la derecha, tachándolos de «enemigos de España» y «antipatriotas» debido a la corrupción, las políticas de privatización, los recortes de bienestar y las exenciones fiscales a los ricos. Por otro lado, pretendían promover una forma progresista de patriotismo con la que pudieran identificarse las personas de izquierda y las minorías étnicas. Para ello, definieron los atributos fundamentales del país como la movilización popular, la solidaridad, un Estado del bienestar y una comunidad moral no basada en particularismos lingüísticos o étnicos.

Construir una contrahegemonía en el terreno de la pertenencia nacional es una opción política que aparece como crucial. No hacerlo significa dejarle el campo libre a la derecha para apoderarse de todos los elementos nacional-populares que forman parte de nuestra vida colectiva, asociándolos a sus propias ideas conservadoras. Esto le permite imponer sin cuestionamientos su idea de lo que representa el país y de lo que significa formar parte de él. El resultado es una identidad nacional conservadora y excluyente por la que los inmigrantes y las minorías pagan el precio cada día, etiquetados como no miembros de la comunidad. Por eso, argumentaban los fundadores de Podemos, nada preocupa más a la derecha que ver surgir una idea de nación abierta e inclusiva, con la que personas de diferentes orígenes y culturas puedan identificarse plenamente y en la que amar al país signifique luchar por escuelas y hospitales públicos de calidad en lugar de querer cerrar las fronteras.

Sin embargo, no debemos caer en la ilusión de que se trata de una estrategia política sencilla, ni de que está exenta de riesgos. Las soluciones mágicas rara vez existen en política. Si la derecha logró hegemonizar el sentimiento de pertenencia a un determinado país, desafiarla con un proyecto contrahegemónico exige resignificar muchos aspectos de la identidad nacional, y resignificar no es nada fácil. Precisamente porque resignificar es importante, es necesario mirar con ojos abiertos los problemas asociados a esta opción política.

La primera cuestión es que requiere una fuerza hegemónica significativa. La memoria desempeña aquí un papel importante, y cuando un determinado significado de la identidad nacional está profundamente arraigado en el imaginario colectivo, cambiarlo puede resultar bastante difícil. Alterar significados muy extendidos en el sentido común de un país suele requerir un tiempo y un poder considerables. A este respecto, el ejemplo de la derecha italiana es esclarecedor. Tanto Silvio Berlusconi como Matteo Salvini han sido muy capaces de hegemonizar y cambiar el significado de la identidad italiana, desvinculándola del mito nacional de la Resistencia y asociándola con el anticomunismo, los recortes del gasto público y la libre empresa (en el caso de Berlusconi), y la xenofobia y el odio al otro (en el caso de Salvini). Pero esto se consiguió con poder político y mediático: Berlusconi controlaba los canales de televisión más importantes del país y los utilizó descaradamente para promover una narrativa ventajosa para su partido, Forza Italia. Salvini se benefició durante años del dominio en las redes sociales, apoyado por un aparato de medios sociales agresivo, sin escrúpulos y extremadamente caro, conocido como La Bestia. Sin poder político ni mediático, es difícil resignificar la identidad nacional, y tales intentos pueden resultar contraproducentes. La identidad nacional, por todas las razones mencionadas, es una fuerza poderosa. Comprometerse con ella es como jugar con fuego. Si se politiza la identidad nacional para utilizarla contra la derecha, pero finalmente no se consigue alterar sus significados en la sociedad, se corre el riesgo concreto de haber contribuido a popularizar palabras, símbolos y formas de pertenencia que la derecha seguirá explotando para sus objetivos políticos.

Otra cuestión es que cuanto más necesites resignificarte, más indica que no estás a gusto con los elementos sedimentados de la identidad nacional. Se corre el riesgo de quedar alienado de las clases populares, para las que las referencias culturales nacionales suelen ser más comunes. En resumen, si los elementos preexistentes en los que te puedes apoyar para construir una idea de nación de izquierda son pocos, tendrás que construir una idea de país con significados radicalmente nuevos, y esto puede crear dificultades a la hora de comunicarte con los sectores populares ya nacionalizados. Es necesario encontrar continuamente un difícil equilibrio entre la necesidad de resignificar la pertenencia y el orgullo nacional con significados progresistas y la necesidad de mantenerse cerca de las palabras, los símbolos y las referencias culturales del pueblo.

Hace años, cuando entrevistaba a miembros de Podemos para mi investigación doctoral sobre el patriotismo del partido, me decían lo afortunados que éramos en Italia, donde, según ellos, sería mucho más fácil reivindicar la identidad nacional para la izquierda. Lo creían porque Italia tenía a Garibaldi, la Resistencia y la victoria sobre el fascismo nazi, de los que había nacido la nueva Italia. Mientras tanto, en España no tenían referencias históricas similares y se vieron obligados a perseguir un patriotismo fuertemente retórico pero carente de símbolos culturales, con una bandera nacional demasiado asociada a la monarquía y demasiado difícil de resignificar. Ejemplo de ello es el levantamiento de Madrid contra la invasión de Napoleón en 1808, a menudo citado por el primer líder de Podemos Pablo Iglesias como ejemplo de orgullo español, que probablemente tiene mucho menos poder simbólico que, por ejemplo, la Resistencia italiana.

Hay un último punto que merece ser debatido: la cuestión de la migración. En una época en la que los países europeos están experimentando importantes flujos migratorios -a pesar de los criminales intentos de los gobiernos por bloquearlos, lo que ha provocado que el mar Mediterráneo se haya convertido en un cementerio para miles de personas-, personas con diversos orígenes etnoculturales se asientan cada vez más en las ciudades occidentales, convirtiéndose con frecuencia en víctimas de la pobreza, la discriminación y la explotación. ¿Cómo puede la izquierda afirmar su conexión con la identidad nacional sin hacer la vista gorda ante estas personas?

El propio planteamiento de esta pregunta sugiere que, en cierta medida, ya hemos interiorizado el discurso de la derecha sobre lo que significa pertenecer a un país concreto. El pluralismo étnico y cultural sólo se considera un problema para la nación desde la perspectiva de la derecha, y cuestionar esta noción es un aspecto central del esfuerzo contrahegemónico. En Francia, Jean-Luc Mélenchon es un ejemplo emblemático. Su idea de Francia y del orgullo francés, promovida por su partido, La France Insoumise, abarca el pluralismo étnico y religioso. Mélenchon incluso adoptó el concepto de «creolización», la mezcla continua de diferentes influencias que juntas constituyen una cultura nacional. En sus palabras

ser francés no significa pertenecer a una religión concreta o tener un color de piel determinado, cocinar ciertos platos o amar obras específicas. Ser francés en la República es suscribir el programa «liberté, égalité, fraternité» y respetar la ley. Es el universalismo de la Revolución Francesa lo que permite a Francia ser un país creolizado.

Por tanto, no es de extrañar que, a pesar del amplio uso que hace France Insoumise de los símbolos nacionales y de las referencias positivas a Francia, el partido obtenga muy buenos resultados electorales en los suburbios parisinos, donde viven muchas personas originarias de fuera de Europa. Esta estrategia puede complicarse por el hecho de que las comunidades de inmigrantes pueden ser menos receptivas al uso de ciertas referencias nacional-populares propias del país de acogida, ya que sus propias referencias culturales son diferentes. El objetivo es encontrar un equilibrio entre la necesidad de resignificar la pertenencia y el orgullo nacionales de una manera que incluya plenamente a las personas de origen inmigrante y la necesidad de permanecer cerca de las palabras, los símbolos y las referencias culturales que son nacional-populares. Sin embargo, este objetivo puede ser relativamente más fácil de alcanzar de lo que parece, dado que las poblaciones migrantes en el país de acogida tienden a socializarse dentro de los estratos más bajos de la sociedad debido a la discriminación, la falta de recursos y las oportunidades limitadas. En consecuencia, entran en contacto frecuente con las referencias culturales y simbólicas nacionales-populares, que, como se ha mencionado anteriormente, son más frecuentes en la clase trabajadora manual que en la clase media urbana y educada.

Otro campo de batalla de la lucha de clases

«Lo que quiero demostrar es que se puede ser negro, venir de los suburbios, vestir modestamente y seguir amando a Francia. Porque Francia nos pertenece a todos». Con estas palabras, Stéphane Blé concluye su primer discurso como candidato en la serie francesa de Netflix En Place. Stéphane es un trabajador social de los suburbios de París, de izquierda pero desilusionado con el oportunismo, el cinismo y la falta de ideales de la centroizquierda, así que decide presentarse él mismo a las elecciones presidenciales. Con el lema «Francia para todos», Stéphane inicia una campaña electoral poco convencional y original que, a medida que avanza la serie, le acerca a la posibilidad de convertirse en el primer presidente negro de Francia.

La declaración de Stéphane ilustra el argumento central de este artículo: la necesidad de una idea de país de izquierda que represente a una comunidad inclusiva y progresista, al tiempo que desafía la visión de derecha de lo que representa la nación. Se trata de una condición necesaria para el consenso político porque, como escribió Michael Harrington en su autobiografía, «si la izquierda quiere cambiar este país porque lo odia, entonces el pueblo nunca escuchará a la izquierda y el pueblo tendrá razón». Amar al propio país no significa amarlo tal como es, sino, en palabras de Harrington, «percibir la semilla bajo la nieve; ver, bajo el barniz de corrupción y mezquindad y la comercialización de las relaciones humanas, hombres y mujeres capaces de controlar sus propios destinos». Significa trabajar activamente para cambiar el país al tiempo que se identifica con él y lo representa. Este es el sentido profundo de la expresión de que el proletariado «debe constituirse en nación» que aparece en el Manifiesto Comunista y que lleva consigo el eco de la Revolución Francesa.

Para ser políticamente eficaz, una idea innovadora del país no puede ser completamente ajena a la sociedad existente y a sus valores fundamentales. Desde una perspectiva socialista, la relación entre la sociedad actual y la futura es, en efecto, siempre dialéctica. Marx no cuestionó los objetivos de la modernidad, como la libertad y el progreso, ni los medios para alcanzarlos, como el desarrollo de las fuerzas productivas, pero argumentó que ninguno de estos ideales modernos podía realizarse plenamente sin superar la división de clases de la sociedad. Del mismo modo, para construir una nueva idea de país, la relación con lo nacional-popular debe ser dialéctica: se toman referencias y palabras de la cultura popular, potenciando algunas, intentando cambiar el significado de otras y añadiendo otras nuevas. Como nos enseñó Gramsci, una nueva sociedad no puede nacer en oposición a los sentimientos populares y al sentido común, sino que éstos deben ser el punto de partida, hacia una nueva «voluntad colectiva nacional-popular» que los trascienda e incorpore a una nueva visión.

Es innegable que el patriotismo también plantea riesgos para la izquierda, porque el sentimiento de pertenencia nacional se inclina hoy hacia la derecha en muchos países europeos y más allá. Y cuando se utilizan las armas políticas y las palabras del adversario, se corre el riesgo de legitimar esas armas y esas palabras sin cambiarlas, perdiendo los propios valores y el horizonte estratégico. Lo que se necesita para evitar este escollo es una idea global y contrahegemónica de la nación, no un uso esporádico e instrumental de las armas retóricas del adversario. Una idea de país de izquierda debería oponerse a la visión de derecha exponiendo sus miserias, hipocresías e inhospitalidad, presentándose como una opción más atractiva. No debe ser la nación excluyente, étnica y culturalmente homogénea de la derecha, donde cada cual se las arregla por su cuenta a merced de las leyes del mercado, sino una comunidad solidaria que ama su tierra y rechaza toda forma de discriminación y marginación, donde el vínculo afectivo con el país no significa un deseo de cerrar las fronteras sino una insistencia en la dignidad de la gente corriente que sostiene la sociedad con su trabajo.

Esto no implica que la izquierda deba trasladar el terreno de la confrontación política únicamente a la cuestión de la pertenencia nacional, ni que deba darle una importancia política primordial. Significa reconocer que la identidad nacional no es externa a la lucha política sino que es más bien uno de los campos de batalla donde tiene lugar la lucha por la hegemonía, un campo de batalla que la Izquierda no debe abandonar, donde puede aportar sus propios valores y su idea de comunidad, impidiendo que la derecha decida en exclusiva lo que representa el país. Otto Bauer fue el primer político e intelectual marxista que escribió un tratado sobre las naciones desde una perspectiva marxista, y lo que se desprende de sus complejas reflexiones teóricas es que la nacionalidad es, en última instancia, un terreno inestable, perpetuamente en flujo y desgarrado por el constante conflicto entre puntos de vista de clase. En otras palabras, la pertenencia nacional no es más que otro campo para la lucha de clases.

Por todas estas razones, no se puede simplemente combinar el reconocimiento del interés nacional con las batallas de la izquierda, porque el interés nacional desligado de la articulación política no existe. Lo que interesa a la nación depende de lo que es la nación y de dónde se trazan sus fronteras políticas. Por tanto, no se trata de una cuestión de adición, sino de hegemonía: de lo que se trata es de afirmar que las batallas de la izquierda son de interés nacional.

Después de todo, ¿cómo no tratar como batallas por el país medidas como la ampliación y mejora de la sanidad pública, las escuelas y el transporte; la reducción de la presión fiscal para la clase trabajadora y el aumento de la misma para los que tienen una inmensa riqueza; el control público de la producción nacional de energía para iniciar una verdadera transición ecológica hacia energías limpias; nuevas leyes que garanticen que nadie sea discriminado por su orientación sexual, identidad de género o color de piel, ni dejado solo ante la pobreza, la incertidumbre sobre el futuro y la soledad; y nuevas protecciones laborales que combatan la explotación capitalista y los bajos salarios? Son programas de izquierda que harían del país un lugar mejor para vivir y le darían futuro después de décadas de políticas neoliberales que lo han desgastado, vendido, empobrecido y amargado, creando enormes desigualdades e injusticias

Un proyecto nacional-popular puede dar sentido, credibilidad y vigor a los objetivos de la izquierda, articulándolos y fundiéndolos en una idea de país.

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