Siempre recuerdo una imagen de la serie Volver al futuro: en la segunda película, Doc Brown explica la «secuencia temporal de acontecimientos». Él y Marty acaban de regresar de un viaje en el tiempo y descubren que la versión de 1985 a la que retornaron está plagada de alteraciones inquietantes. ¿Cómo —pregunta Marty— pudo pasar esto? Doc dibuja una línea en la pizarra y dice: «Déjame mostrarte. Imagina que esta línea representa el tiempo». Después, mientras dibuja una segunda línea que se separa de la primera, explica que el presente es diferente porque algo cambió en el pasado. Marty y Doc Brown entran en crisis. Todo indica que estaban bastante conformes con la versión original de 1985.
Nosotros, por el contrario, socialistas del siglo XXI, no dejamos de imaginar las líneas de tiempo tangentes que habríamos preferido y lamentamos el destino que nos impone la despiadada flecha del tiempo real.
Tomemos por caso el golpe militar contra Salvador Allende. Muchos socialistas piensan que, si ese año la línea se hubiera bifurcado en otra dirección, además de evitar una tragedia, la historia habría dado lugar a una versión de la planificación económica mucho mejor que los sistemas entonces vigentes en países como la Unión Soviética. Chile estaba trabajando en el «Proyecto Cybersyn», que apuntaba a utilizar la nueva tecnología informática para coordinar las empresas nacionales. Cybersyn no terminó de levantar vuelo, pero si pudiéramos ver una línea de tiempo donde sí lo hubiera hecho, esa nueva versión descentralizada de la planificación, ¿habría representado una alternativa económicamente viable a la planificación centralizada del estilo Gosplán?
La línea también podría haber virado en otras direcciones: ¿qué habría sucedido si Stalin no hubiese ganado la lucha de tendencias que sepultó el Partido Comunista de la Unión Soviética en los años 1920? La Oposición de izquierda de León Trotski defendía la colectivización de la agricultura y el desarrollo acelerado de la industria pesada, pero a diferencia de Stalin, los trotskistas pretendían combinar el proceso con la restauración de la democracia obrera. El grupo organizado en torno a Nikolái Bujarin defendía una tercera opción, semejante a lo que hoy denominaríamos «socialismo de mercado»: el Estado seguiría controlando las instituciones económicas más importantes, pero al mismo tiempo proveería incentivos para que los campesinos unieran sus tierras y formaran cooperativas rurales.
En parte, estas tangentes son tan seductoras porque nunca encontraron la oportunidad de ser puestas a prueba y, consecuentemente, nunca nos decepcionaron. En cambio, lo que efectivamente sucedió en nuestra «secuencia temporal de acontecimientos» fue una desilusión: el socialismo de Estado autoritario del bloque soviético empezó a temblar en los años 1980 y terminó colapsando casi en todas partes.
Entonces, ¿cómo hacemos para volver al futuro? Cualquier intento sensato de imaginar una verdadera línea de tiempo alternativa debería empezar considerando los elementos que efectivamente fueron sometidos a una «prueba beta» en el mundo real y desplegar las consecuencias. Sabemos, por ejemplo, que es posible que los trabajadores dirijan democráticamente comercios y fábricas sin patrones. La federación de cooperativas obreras de Mondragón, España, y las fábricas recuperadas de Argentina sirven de ejemplo. También tenemos casos de gobiernos socialdemócratas que tomaron sectores enteros de la economía, como la salud y la educación, y los sometieron con éxito a una planificación no mercantil. El Servicio Nacional de Salud de Gran Bretaña, por ejemplo, sigue siendo, encuesta tras encuesta, la institución más popular del país. Incluso en un país ultracapitalista como los Estados Unidos, el correo, que funciona como un monopolio público, es una de las instituciones más populares, y Bernie Sanders llegó a proponer que ofrezca servicios financieros a bajo costo y se convierta en una especie de «banco obrero».
Como solía destacar el economista archiliberal Friedrich Hayek, la «“planificación económica” es el principal instrumento de la reforma socialista». Sin embargo, entre la premisa de que ciertos sectores son susceptibles de una planificación centralizada, y la conclusión de que conocemos el modo de deshacernos completamente de los mercados, no deja de haber un salto. Hay ciertos sectores, como la salud, que evidentemente mejoran cuando se los gestiona mediante alguna forma planificada de distribución de recursos. Después de todo, las preferencias de los consumidores tienen poca relevancia en un «mercado» donde los médicos suelen ordenar a los pacientes lo que necesitan y no a la inversa. Si necesitamos con urgencia un trasplante de corazón, es probable que no estemos dispuestos a pedirles a los cirujanos que esperen mientras buscamos una oferta mejor.
Pero en otros sectores las señales de precio juegan un rol muy importante y, al menos en esta etapa de la historia, sería prematuro asumir que sabemos cómo reemplazar con supercomputadoras la función que cumplen los mercados en la distribución.
Además, si volvemos a nuestra línea de tiempo real, sabemos demasiado bien que hubo casos de planificación infructuosos. En palabras de Seth Ackerman, editor de Jacobin, los ciudadanos de países como la Unión Soviética y Alemania del Este «vivieron la escasez y la mala calidad y uniformidad de sus productos, no como meros inconvenientes, sino como una violación de sus derechos fundamentales». Ackerman cita los reclamos que presentaban los residentes de Alemania del Este contra su gobierno:
¡No podemos hablar del ser humano como centro de la sociedad socialista si tengo que ahorrar durante años para comprar un Trabant y después no puedo usarlo por más de un año debido a la escasez de repuestos!
Otro escribió: «Me da náuseas leer en la prensa socialista frases como “máxima satisfacción de las necesidades” o […] “todo sea en beneficio del pueblo”». Es fácil hacer caso omiso de estas quejas cuando nunca se vivió en las mismas condiciones que esa gente. Dados los horrores del capitalismo, ¿a quién le importa si la planificación no produce suficientes bienes de consumo?
Pero razonando así estaríamos cometiendo un error, al menos por dos motivos. En primer lugar, estaríamos ignorando el profundo enojo que manifestaban los trabajadores de esos países, que entendían que las condiciones de pobreza eran una evidencia del desinterés que tenían sus gobiernos en el bienestar popular. En segundo lugar, más allá de lo que pensemos que pudo haber pasado, el hecho es que esta frustración fue una de las principales causas por las que los trabajadores de esos países no lucharon en defensa de sus «Estados obreros» cuando estos colapsaron. Si no queremos repetir la historia, tenemos que prestar más atención.
Como marxistas antiestalinistas solemos decirnos que todos los problemas que plagaron el bloque soviético tuvieron su origen en la falta de democracia. Ahora bien, aunque no cabe duda de que ese fue un problema importante, no fue el único.
Imaginemos que la Oposición de izquierda hubiera tomado el control de la Unión Soviética a fines de los años 1920. Ahora asumamos hipotéticamente el siguiente escenario: estamos en una tangente que combina el modelo económico soviético que conocimos en nuestra «secuencia temporal de acontecimientos» con un sistema electoral multipartidista y con libertad de prensa. Supongamos que un partido determinado ganara las elecciones del Sóviet Supremo ese año, formara un gobierno y designara al nuevo director del departamento de planificación centralizada (Gosplán).
Definitivamente, esta versión de la Unión Soviética sería mejor en muchos sentidos: la preocupación por el voto campesino no habría llevado a los dirigentes soviéticos a vender trigo ucraniano en el mercado externo con el fin de comprar maquinaria industrial pesada en medio de una hambruna que estaba matando a millones de ucranianos.
Pero las frustraciones cotidianas que manifestaban los consumidores soviéticos en los años 1980 habrían permanecido sin respuesta. Incluso en el mejor de los mundos posibles, con una especie de Cybersyn soviético, no se habría podido resolver el problema de fondo. Imagínense: los consumidores pasarían mucho tiempo llenando encuestas que buscarían predecir sus preferencias futuras; los directores de fábricas pasarían la misma cantidad de tiempo llenando informes sobre inputs y outputs de producción, y todos esos datos serían traducidos a tarjetas perforadas emitidas por el Gosplán.
El problema es que, por más sofisticado que hubiera sido el tratamiento de la información, los outputs solo serían tan buenos como los inputs, y la adecuación entre las predicciones de una persona sobre sus preferencias de consumo y las preferencias reales que definiría en el curso de duración de un período del plan es al menos dudosa. Además, los directores de las empresas habrían tenido incentivos poderosos para falsear los números —como sucedía tan a menudo en «nuestra» Unión Soviética— y eso habría destruido información valiosa y necesaria para la planificación.
El punto en este ejercicio mental no es decir que al fin y al cabo no había alternativa. En cambio, el objetivo es mostrar que no tenemos que empezar con la noble expectativa de que estos experimentos habrían resultado en un éxito completo para proponer una perspectiva socialista tentadora y realista. La historia de nuestra propia línea de tiempo nos enseña que es posible planificar amplios sectores de una economía próspera sin recurrir al mercado. También sabemos que la democracia obrera en los lugares de trabajo no conduce necesariamente a la ruina económica.
Si la federación de Mondragón o las cooperativas de la región de Emilia-Romaña en Italia sobreviven a la competencia de largo plazo con empresas capitalistas normales, está claro que empresas estructuradas de forma similar en una economía socialista, donde solo deberían competir unas con otras, podrían funcionar de manera adecuada. Los préstamos de bancos nacionalizados podrían reemplazar el rol de la inversión privada. También en ese caso, nuestra «secuencia temporal de acontecimientos» nos brinda precedentes alentadores: la historia abunda en ejemplos de bancos de desarrollo estatales que operan en economías capitalistas de países más o menos desarrollados.
De hecho, la carga de la prueba debe caer sobre nuestros detractores: son ellos los que deben mostrar por qué radicalizar el funcionamiento coordinado de los elementos de la economía efectivamente socializados y planificados con éxito en la actualidad conduciría al desastre. Sabiendo lo que sabemos del capitalismo, solo una pérdida de eficiencia improbable y catastrófica habilitaría la conclusión de que la transición al socialismo es una apuesta que no conviene hacer.
Como mostró Sam Gindin, la mayoría de las ventajas potenciales del socialismo sobre el capitalismo están completamente separadas de la cuestión de la eficiencia:
bajo el capitalismo, el desempleo es un arma que sirve para disciplinar a los trabajadores, mientras que para los socialistas representa un desperdicio sin matices. Acelerar el ritmo del trabajo es un plus para la eficiencia de las empresas, pero es algo negativo desde el punto de vista de los trabajadores. El tiempo que consumimos en deliberaciones democráticas representa un costo sin valor añadido para los empleadores capitalistas, pero es una prioridad para los socialistas. Los empleadores capitalistas piensan que la reducción de las horas de trabajo de los trabajadores de tiempo completo es una caja de Pandora que conviene no abrir. Pero para los trabajadores es una razón fundamental para mejorar la productividad.
Eso no significa que un socialismo viable no esté obligado a coordinar la producción y las necesidades de los consumidores mejor que el Gosplán. Pero es tan innecesario insistir en la eficiencia relativa del socialismo frente al capitalismo como fue para los abolicionistas demostrar que el trabajo libre produciría exactamente la misma cantidad de algodón que el trabajo esclavo. Todo lo que tenemos que hacer es mostrar que una parte de la eficiencia perdida será compensada por las conquistas democráticas, la satisfacción de necesidades humanas y la realización de un potencial hoy desaprovechado. Y en ese debate estamos condenados al éxito.