Los «Chicago Boys», como se los conoce desde los años setenta, fueron un grupo de economistas chilenos, la mayoría formados en el Departamento de Economía de la Universidad de Chicago bajo el amparo de Milton Friedman y Arnold Harberger, de gran influencia durante la dictadura militar liderada por Augusto Pinochet (1973-1990). Fueron los artífices de las reformas económicas y sociales que llevaron a la creación de una política económica neoliberal de mercado con orientación neoclásica y monetarista, además de la descentralización del control de la economía. Pero aunque su participación decisiva para orientar económicamente la dictadura de Pinochet es bastante conocida, su actuación en otros países de América Latina ha pasado en gran medida desapercibida.
Sandra Rodríguez Nieto es una premiada periodista mexicana residente en Ciudad Juárez. Ha recibido el premio Reporteros del Mundo del periódico español El Mundo, el premio Knight de Periodismo Internacional del Centro Internacional de Periodistas y el premio Daniel Pearl al mejor reportaje de investigación internacional. Becaria de la Universidad de Harvard en 2014, es también autora del libro The Story of Vicente, Who Murdered His Mother, His Father, and His Sister: Life and Death in Juárez (Verso, 2015). En este artículo para Revista Jacobin, Rodríguez Nieto explora a fondo la trayectoria de uno de los «Chicago Boys mexicanos», Francisco Gil Díaz. El texto incluye, además, el testimonio del propio Gil Díaz, producto de una entrevista exclusiva —la primera en muchos años— que concedió a la autora.
El 4 de noviembre de 1999, cuando se advertía como probable que el Partido Revolucionario Institucional aceptaría por primera vez en 70 años la derrota en una elección presidencial, el economista norteamericano Arnold Harberger tenía una cita en el auditorio Raúl Bailleres, del Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM), creado en 1946 con el fin de contrarrestar el «socialismo» y, con los años, alma máter de parte de la red que introdujo las reformas de libre mercado.
Profesor emérito de la Universidad de Chicago y mentor de quienes aplicaron en Chile la política de privatizaciones del general golpista Augusto Pinochet —conocidos como los «Chicago Boys»—, Harberger sería entonces orador en un acto de reconocimiento a otro de sus exalumnos, el mexicano Francisco Gil Díaz, «Paco», a quien había elogiado ya como parte de un «puñado de héroes» que había abierto América Latina al mundo y como el «arquitecto de la reforma fiscal» que introdujo en México el Impuesto al Valor Agregado y el marco para el desarrollo del libre comercio en México.
«¿Qué hizo de Paco un héroe?», planteó Harberger en el ITAM, ante un público nutrido por personalidades de la élite financiera como Pedro Aspe, exsecretario de Hacienda del presidente Carlos Salinas. «Su influencia se extendió durante un largo periodo», se respondió a sí mismo.
Gil Díaz, que este septiembre de 2023 cumplió 80 años, cuenta con una trayectoria que ha correspondido con esta parte de la afirmación de su maestro. Académico desde la década de los 70, investigador del Banco de México (Banxico, el Banco Central o simplemente el Banco, como le llama), además de integrante de consejos empresariales, transitó por casi todos los espacios de poder en los que se nutrió la idea de reducir el Estado planificador derivado de la Revolución Mexicana. Su abuelo materno, Alfonso Díaz Garza, fue socio de uno de los ex funcionarios del Banco que desde el ámbito privado impulsó en los años 40 la creación de lo que hoy es el ITAM. Y «Paco» mismo fue egresado, profesor y directivo del Departamento de Economía de esta escuela en la que, por ejemplo, le dio clases a Aspe, quien después, entre 1988 y 1994, encabezó el programa de venta de bienes nacionales —bancos, minas, telecomunicaciones, tierras de cultivo— calificado por Harberger como uno de los «más cuidadosos, más ingeniosos» y más extensos del mundo. Aspe, a su vez, fue jefe de Luis Videgaray, también egresado del ITAM y secretario de Hacienda (SHCP) del presidente Enrique Peña Nieto, que en 2013 privatizó el sector energético.
Así, un cuarto de siglo de reformas constitucionales que transformaron al país fueron encabezadas por dos «itamitas» de su círculo (aunque de Videgaray se deslinda, dice que no pasó por el «filtro» de sus clases y que tiene una inteligencia tan «asombrosa» y «sobrenatural» como su soberbia): «Casi nadie —a pesar de que muchos fuimos formados en una forma académica seria y veíamos el proteccionismo con todos sus inconvenientes— era partidario de la apertura comercial; posiblemente un puñado de economistas lo éramos, pero éramos intrascendentes, porque no teníamos ningún poder para cambiar las cosas», dice en una entrevista para este artículo y en la que se le pregunta por la interacción de los neoliberales en un gobierno mexicano que, hasta 1982, se caracterizó por su proteccionismo.
Gil Díaz insiste en que «la apertura fue un accidente, no fue algo preparado, no fue algo concebido, no fue algo armado» o planeado. «Pero sí, durante ese lapso, sí sucedía lo que estás preguntando. Por ejemplo, yo estaba en Investigación Económica del Banco durante esos tres años (…) como economista de la Dirección, durante esos tres años (de 1973 a 1976), el Banco me pedía participar en grupos en los que estaba gente de la Secretaría de Comercio, gente de Hacienda, en los que se discutía la política arancelaria y en los que había otros economistas pues más o menos con esta mentalidad de una economía abierta», dice.
«Y sí se armaban unas discusiones mucho muy fuertes, se manejaban todo tipo de propuestas; por ejemplo, había no solo aranceles, sino cuotas, había todo tipo de medidas proteccionistas, una de ellas era “se pueden importar tantas toneladas, con tantos objetos de tal cosa”; entonces, una de las cosas que decíamos los que pensábamos en lo absurdo que era hacer las cosas de esa manera era ‘bueno, si van a poner cuotas, por lo menos hagan subastas de las cuotas y eso nos va a permitir saber no solo cuál es el arancel implícito que está atrás de poner una limitación de esa naturaleza, sino además el gobierno va a recaudar algo», recuerda.
Rumbo a Chicago
El Banxico, concede Gil Díaz ante pregunta expresa, es un espacio de interacción entre el sector financiero del gobierno y los bancos, tanto públicos como privados, donde persistió por años la semilla del pensamiento neoclásico o aperturista. Uno de sus representantes fue Leopoldo Solís, autor de culto entre los economistas mexicanos y quien invitó a trabajar a Gil Díaz al Banco después de una clase de teoría monetaria en el ITAM, en la década de los 60. Como uno de los primeros en señalar los «cuellos de botella» del modelo mexicano de sustitución de importaciones, Solís fue además a principios de los 70 el «gran reclutador» de economistas para el gobierno, dice.
«Leopoldo tenía un ojo verdaderamente asombroso; no quiero decirlo en mi caso, posiblemente se equivocó conmigo, pero voy a contar nada más del grupo de personas que nos invitó, quiénes eran y dónde acabaron. Bueno, ya sabes dónde acabaron. Pero, ¿por qué invitó a Guillermo Ortiz (ex secretario de Hacienda y ex gobernador del Banco), que era un estudiante de economía en la UNAM (Universidad Nacional Autónoma de México), además en la UNAM. ¿Por qué invitó a Ernesto Zedillo (presidente de 1994 a 2000), que era estudiante de Economía en el Politécnico? Ni siquiera en dos universidades (ambas públicas) que se distinguían por ser formadoras de buenos economistas. ¿Cómo distinguía el talento Leopoldo? No lo entiendo, pero tenía una especie de intuición, porque no hay uno solo de los que nos invitó que no haya hecho carrera», nos cuenta.
Desde 2010, en un homenaje a una de las obras de Solís, Gil Díaz narró que fue también éste quien decidió enviarlo becado a la Universidad de Chicago, donde estudió una maestría entre 1967 y hasta inicios de 1970. «Me dijo: te vas a ir a estudiar economía a la Universidad de Chicago (…) porque estoy sembrando economistas por todos lados y soy amigo de Arnold Harberger, y si le escribo yo una carta para que te acepte, te va a aceptar», recordó «Paco» en la ceremonia.
Junto con Friedrich Hayek y Milton Friedman, por su parte, Harberger era ya una figura de la corriente neoclásica, caracterizada por su defensa de la libertad de mercado. Egresado él mismo de la Universidad de Chicago y ex empleado del Ejército norteamericano, Harberger fue clave en el reclutamiento por parte de esta escuela de los alumnos de la Universidad Católica de Chile que, al volver con el golpe de Pinochet, aplicaron el programa económico que habían desarrollado y que, por su tamaño en papel, denominaban «el ladrillo». Para ellos y el resto de los estudiantes latinoamericanos, Harberger era «Alito», uno de los profesores más cercanos porque además habla español.
Otro de sus mentores, dice Gil Díaz, era Larry Sjaastad, exdirector de un programa de entrenamiento en la Universidad Nacional de Cuyo —en Mendoza, Argentina— y que, junto con Harberger, promovía en Chicago el debate sobre América Latina en un talleres o «laboratorios» semanales. «(Lo promovían también) otros dos o tres miembros del Departamento con mucho interés en América Latina, en la Alianza Para el Progreso y programas de esa naturaleza que tenía el gobierno de los americanos (…) Entonces el hecho de que hubiera ese interés en América Latina, era un interés académico que tenía que ver, en parte, con la cantidad de latinoamericanos, pero principalmente tenía que ver con lo que los economistas yo diría no solo de Chicago (…) consideraban pues prácticas que no conducían a un desarrollo económico, a un progreso, a la estabilidad, porque eran famosas las experiencias inflacionarias, las experiencias proteccionistas, intervencionistas de todo tipo y por ese motivo teníamos un laboratorio», explica.
Con Friedman, agrega, estudió dinero, micro y macroeconomía en cátedras que partían del análisis de las noticias y en las que, implacable ante los tropiezos de los alumnos, el célebre académico respondía con agudos comentarios. Fue él quien le dio también, dice Gil Díaz, una «lección» sobre el valor de la intuición en el análisis luego de que le puso «F» en un examen de mitad de curso. «Dijo, “tu examen ni siquiera lo vi”. ¿Y por qué? “Pues porque no me demostraste que sabes economía, me contestaste con ecuaciones (…) Yo no sé cómo las razonas como economista”. ¡Qué buena lección me dio! Obviamente me fue bien en el examen final, pero fue un aviso», cuenta.
Paraestado financiero
Gil Díaz volvió a México en 1970 para una primera estancia que terminó siendo breve. Ese año empezó a dar clases en el ITAM y, en 1971, de nuevo a invitación de Leopoldo Solís, entró al gobierno federal a través de la Secretaría de la Presidencia. Esta dependencia, recuerda Gil Díaz, fue creada por el entonces presidente Luis Echeverría (1970-1976) para contrarrestar el poder de los economistas de Hacienda y porque a ésta última, dice, que generalmente es odiada por los presidentes, «Echeverría la odiaba todavía más» porque ahí había estado uno de sus rivales.
Crítico de la expansión del gasto de Echeverría —a quien cuestiona por abusar del crédito—, sale del gobierno en el primer año y vuelve un año más becado a Chicago. En 1973 se integra de nuevo a la administración pública como investigador del Banxico, posición considerada, dice, el «grial» de los economistas, y de ésta entra y sale a partir de 1976 por otras posiciones que ocupa en Hacienda, primero como director de estudios financieros y, entre 1978 y 1982, de Ingresos. «Me paso esos cinco años inmerso, sin preocuparme por temas macro ni de comercio exterior, sino únicamente en la parte tributaria, que era muy compleja porque además la reforma que llevamos a cabo fue amplísima. Metimos el IVA, eliminamos 300 impuestos, bajamos las tasas, hicimos muchísimos cambios, además tenía que ver con las relaciones con el Congreso, con los gobernadores, ya era una chamba intensa», recuerda.
Fue precisamente por esa carga de trabajo, dice, que tuvo que dejar la jefatura en el Departamento de Economía del ITAM y para la misma recomendó entonces a Pedro Aspe, a quien se refiere como uno de sus primeros y mejores alumnos y que en ese final de los 70 regresaba de un doctorado en el Massachusetts Institute of Technology (MIT). Después, agrega Gil Díaz, lo recomendó también como asesor en Hacienda.
En esa década, México elevaba su endeudamiento y, en 1976, en el último año de Echeverría, enfrentó una devaluación que condujo a un préstamo con el Fondo Monetario Internacional (FMI). El crédito, a su vez, derivó en la imposición de restricciones al déficit del nuevo gobierno a cargo del presidente José López Portillo y, éstas, a una fractura al interior del gabinete que enfrentó a dos grupos: por un lado, los nacionalistas o estructuralistas de una Secretaría denominada de Programación y Presupuesto (SPP) que buscaban impulsar la inversión y, por el otro, los neoclásicos de Hacienda y del Banxico, que pugnaban por el seguimiento a los límites del organismo internacional.
Entre los primeros destaca el entonces titular de la SPP, Carlos Tello, quien cuenta en un libro de 2013 que Hacienda «junto con sus aliados en el sector financiero, saboteaba el proyecto» con el que el gobierno buscaba salir de la contingencia y que, si bien el presidente estaba al tanto, «no estaba dispuesto a disciplinar a la SHCP pues temía las probables represalias de los financieros locales y del FMI». Tello cita también una parte de las memorias de López Portillo, en la que narra haberse enterado de que el Banxico solicitó al FMI enviarle a él una carta que le había molestado, confirmándole la impresión, escribió el ex mandatario, de que este Banco «se autoerige en “guardián supremo de la economía” y actúa por su cuenta».
Por esta confrontación, que trascendió a los medios mexicanos, Tello renunció a la SPP en noviembre de 1977 y, en 1979, a la dependencia llegó un abogado de Hacienda, exalumno de López Portillo en la UNAM y administrador por la Universidad de Harvard: Miguel de la Madrid Hurtado, con quien a su vez llegó otro egresado de la misma escuela norteamericana, Carlos Salinas de Gortari.
Préstamos concertados
Si bien la transformación promercado avanzaba también en el contexto internacional —Friedrich Hayek ganó el Nobel en 1974, Friedman en 1976 y una de sus seguidoras, Margaret Thatcher, asumió como primera ministra de Inglaterra en 1979—, México abandonó las sugerencias de austeridad y retomó el endeudamiento luego del hallazgo de nuevas reservas de petróleo. El aumento en la deuda externa, sin embargo, fue seguido de la caída de los precios del hidrocarburo y, de manera predominante, en 1981, de un aumento en las tasas de interés por parte del gobierno del entonces recién electo Ronald Reagan.
El resultado empujó a López Portillo a declarar una suspensión de pagos por falta de recursos que dio paso a la que ha sido considerada como la peor crisis solo después de la de 1929 y, en esas condiciones, en 1982 inició la negociación de un nuevo préstamo en términos tan desventajosos como jugosos para los bancos comerciales. «México pagaría aproximadamente $5 mil millones en intereses a los bancos en 1983, mientras que el resto se transferiría al nuevo principio. Por lo tanto, al aumentar la exposición en $5 mil millones, los bancos recibirían una cantidad similar en reflujos netos que de otro modo no podrían obtener», dice el volumen Silent Revolution. The International Monetary Fund 1979-1989, publicado por el FMI en 2001.
El texto identifica esta negociación como la primera de su «táctica de préstamos concertados» a cambio de ajustes estructurales y, por parte de México, agrega, contó con representación tanto del presidente saliente como del entrante, Miguel de la Madrid. «El principal representante designado por De la Madrid en el otoño de 1982 era el jefe de su equipo de transición, un economista formado en Harvard llamado Carlos Salinas de Gortari (…) Su asistente en las negociaciones de 1982 fue Pedro Aspe», menciona una nota de página en el libro del FMI.
Gil Díaz, por su parte, insiste en la entrevista en que, antes de 1982, no hubo ningún plan para trasformar la economía de México y que la apertura de ese año fue «casualidad», derivada de un modelo agotado de proteccionismo y endeudamiento. «De la Madrid se la pasa cojeando, los primeros cuatro o cinco años, o sea prácticamente todo su gobierno, con una economía endeudada, protegida, con un sistema cambiario dual, él empieza a liberalizar, pero hereda una situación que le deja López Portillo sumamente compleja, sumamente difícil de manejar. Y cuando eso hace crisis, porque la inflación se le está yendo arriba del 100 por ciento, solamente por ese motivo se convence Miguel de la Madrid de aceptar una apertura comercial», afirma.
Un puñado de héroes
En el homenaje en el ITAM de 1999, Harberger citó un artículo que había publicado en 1993 y en el que rendía homenaje tanto a un pequeño grupo de individuos que consideraba «clave» en la apertura de América Latina como a la idea de que ésta era producto de sus decisiones y no «de las fuerzas puras de la historia». Los llamaba «Un puñado de héroes» en el título e incluía a Roberto Campos, Ministro de Planeación del gobierno de Brasil impuesto luego del golpe de Estado en 1964 —de quien destacó que «recortó drásticamente el gasto» y «elevó las tarifas de los servicios públicos»—; al argentino Domingo Cavallo, secretario de Economía con Carlos Menem, y a Sergio de Castro, ministro de Hacienda y de Economía en la dictadura de Augusto Pinochet y, junto con Gil Díaz, el único egresado de la Universidad de Chicago de la selección. «De Castro, a quien conocí hace casi 40 años, es único entre los políticos que he conocido por la cualidad casi mágica de su liderazgo», escribió «Alito» en el artículo, en el que no menciona al militar que dio el golpe de Estado y abrió paso a esta titularidad.
Harberger, en cambio, destaca la existencia de «equipos» que redactaron e instrumentaron las reformas aperturistas y que, si bien en lugares como Brasil y Uruguay fueron pequeños, dice, en México y en Chile fueron «numerosos y más densos, penetrando uno, dos, tres o más niveles de administración desde el nivel del gabinete». La mayor parte de los miembros de este equipo en el caso mexicano estaban en el gobierno desde la década de los años 70 y principios de los 80, continúa explicando Harberger, y eran «sobre todo estudiantes de economía y políticas públicas que fueron al extranjero para estudios de posgrado con financiamiento del gobierno mexicano». El grupo incluía a Salinas, Aspe y otros funcionarios, pero dentro de éstos, insiste el profesor, el caso de «Paco» Gil Díaz era destacado: «Ayudó a instituir la integración del impuesto sobre la renta corporativo y personal, la indexación del ingreso corporativo y el impuesto inflacionario».
«Solo para dar una idea de los cambios en el antiguo sistema, un camión que llegaba a Laredo (Tamaulipas, en la frontera con Estados Unidos) tenía que hacer trámites en 14 mostradores diferentes (…) Bajo el nuevo sistema, cada camión debe presentar una declaración primero y pagar en esa declaración. No se revisa ningún documento mientras el camión se encuentra en el recinto aduanero. La inspección se realiza posteriormente a través de la selección por ordenador», agregó el norteamericano.
Gil Díaz dice en la entrevista no haber conocido a los «Chicago Boys» chilenos mientras vivía en Estados Unidos y que, cuando se convirtieron en funcionarios del gobierno militar, solo por un tiempo llegó a preocuparse por el vínculo. «Éramos culpables por asociación, por supuesto. A mí me daba risa. En algún momento me preocupaba, pero con el tiempo me dio risa. Llegó un momento que yo decía “bueno, si me dicen Chicago Boy, no saben cómo se los agradezco. Que a mi edad me digan Chicago Boy me parece genial», comenta.
¿Cómo no pagar impuestos?
Después de ser director de investigación económica en el Banco con De la Madrid y Subsecretario de Ingresos con Salinas —al mando de su exalumno Aspe—, Gil Díaz cerró en 1997, como integrante de la Junta de Gobierno del Banxico, una primera parte de su extensa carrera en la administración federal. De ahí, de acuerdo con su currículo, pasó a la iniciativa privada como director de Avantel, una filial del Banco Nacional de México (Banamex) a la que llegó, según contó en un artículo, a invitación del entonces director de la empresa, Roberto Hernández. En esa posición se encontraba mientras era homenajeado en el ITAM, donde Harberger también destacó que había ya procedido «a dar a todos sus sucesores un modelo a seguir» y que «la mayoría de las veces no pudo conseguir lo que quería con solo firmar un decreto», sino que «tuvo que emprender toda una campaña por cada victoria importante».
Una de sus posiciones más emblemáticas, sin embargo, estaba justo por iniciar. Ese fin del siglo XX, el simbolismo de la primera derrota del partido con mayor longevidad en el poder era el centro de la campaña de la derecha en México, encabezada por el empresario Vicente Fox, que basó su mensaje en la presunta confrontación del sistema priísta y en una alianza denominada «por el Cambio». Al ganar en 2000, sin embargo, Fox nombró a Gil Díaz como su secretario de Hacienda, dando la razón la crítica de quienes advertían —y lo siguen haciendo— que ese «cambio» era solo de partido y que, mientras en las calles se celebraba un supuesto fin al viejo régimen político, la élite promercado continuaba incontestada en el poder de México.
«Francisco Gil Díaz era empleado de Roberto Hernández en una financiera. Ya Gil Díaz había sido subsecretario de Hacienda con Salinas. Todo esto es muy importante recordarlo porque mucha gente fue engañada que iba a haber un cambio, y fue más de lo mismo», dijo el pasado 26 de mayo el presidente Andrés Manuel López Obrador. En su conferencia matutina, y el contexto del anuncio de la venta de Banamex, el mandatario retrajo el nombre de Gil Díaz al recordar que, al inicio de su presidencia, Fox autorizó la venta de este mismo banco en una operación libre de impuestos en la Bolsa Mexicana de Valores. «Y siempre alegan de que fue legal. Y yo digo: Sí, sí, sí, fue legal, pero inmoral, pues cómo no pagar impuestos», cuestionó López Obrador en otra de sus «mañaneras».
Gil Díaz, cuyo currículo incluye membresías en consejos de empresas como Avanzia, BBVA México, Telefónica y otras, responde en la entrevista a la mención del mandatario: «Efectivamente, se vendió en Bolsa porque la ley así lo contemplaba, no se podía cobrar un impuesto; a mí me hubiera encantado cobrar ese impuesto, pero el momento que cualquiera podría haber hecho una oferta, además de Citi con Banamex, era una operación bursátil que en aquel momento estaba exenta porque así lo decía la ley, y así había estado la ley durante muchísimos años; no fue una ley que yo haya propuesto, sí simpatizaba con ella, pero yo no la propuse, esa venía de muy atrás y no había nada que hacer, simplemente no había nada que hacer».
Anti ecomunista
Como del proteccionismo al libre mercado y entre el PRI y la presunta transición a la democracia del 2000, la trayectoria de Gil Díaz conduce a la élite empresarial mexicana, sobre todo de banqueros, que desde los años 30 y 40 se propusieron recuperar el liberalismo mientras en el mundo entraba en cuestionamiento. Eran los años del New Deal, de la expansión del modelo keynesiano y de la planificación, en los que la inversión pública se concebía como motor de la economía y ésta como un medio para el bienestar de la población. Lázaro Cárdenas, presidente mexicano de 1934 a 1940 y considerado como el único dispuesto a generar la justicia social por la que se había peleado la Revolución, nacionalizaba sectores clave como la industria petrolera y conducía el mayor reparto de tierras en la historia de este país.
Una reacción a este tipo de «colectivismos» apareció condensada en 1937 en el libro The good society, en el que el influyente periodista norteamericano Walter Lippmann equiparó el socialismo con el fascismo y escribió que, en la economía moderna, el principal motivo de producción es la ganancia, así sea a costa de vidas humanas. El colectivismo, agregó su análisis, es una resistencia a esta máxima. «Mientras que es perfectamente cierto que el mercado determina cómo el trabajo y el capital deben invertirse para satisfacer la demanda popular, el mercado es, humanamente hablando, un soberano despiadado. En la práctica, aquellos que juzgan mal al mercado deben pagar por sus errores con sus fortunas y con la derrota en sus vidas», dice Lippmann en el libro por el cual se creó un coloquio con su apellido y del que surgió incluso el término de «neoliberalismo».
El volumen fue traducido en México por Luis Montes de Oca, un entusiasta admirador del periodista y, también, uno de los primeros funcionarios del Banxico que, en pleno cardenismo, fue un férreo crítico de la economía planificada. En su indispensable libro «Los orígenes del neoliberalismo en México», la investigadora María Eugenia Romero Sotelo identifica a Montes de Oca como uno de los principales detractores del cardenismo y, además, enlace con el sector privado mexicano, como el empresario Raúl Bailleres. Fue Montes de Oca, expone la historiadora, quien promovió la visita a México de Ludwig von Mises y de Friedrich Hayek, miembros de la Escuela Austriaca ya establecidos en Estados Unidos y que en México fueron recibidos por el círculo cercano a Bailleres, a su vez fundador del ITAM.
Montes de oca, de acuerdo con lo publicado en el Diario Oficial de la Federación del 12 de marzo de 1940, se hizo también socio del Banco Provincial de Sinaloa junto con Alfonso Díaz Garza, abuelo de Gil Díaz. «Cuando le dije a mi abuelo, con quien vivía desde los ocho años de edad, después de la muerte de mi padre, que me habían invitado a trabajar al Banco (en los 60), él me replicó: no me gusta, ahí no hay economistas, hay puros ecomunistas. Bueno, la verdad yo no tenia noción de la ideología de los profesionistas del Banco de México, pero si mi abuelo estaba preocupado por cómo iba yo a evolucionar, qué equivocada se dio», dijo Gil Díaz en el homenaje a Solís de 2010.
En la entrevista, que se desarrolla vía zoom desde Madrid, donde actualmente vive, el exfuncionario menciona también a su abuelo Díaz Garza cuando se le pregunta si en el Banxico interactúa el gobierno con la iniciativa privada, ante lo que precisa que solo con la del sector bancario: «Esa participación del sector privado nunca fue importante. Yo viví con mi abuelo (…) era banquero y era miembro del Consejo del Banco. Era un banquero pues muy querido, aunque era un banco chiquito, era un banquero muy respetado, muy conocido, un banquero norteño, francote (…) por eso tengo alguna noción de cómo funcionaba, y sí recuerdo perfectamente que mi abuelo podía estar furioso con el Banco, podía estar furioso con el director del Banco, y no tenía ningún poder, ninguna influencia. Como banquero, pues si el Banco le subía un encaje o le bajaba un encaje o le hacía cualquier cosa, pues reaccionaba y reaccionaba en la casa. Y yo no sé en las juntas qué diría, pero nunca tuvo poder; él se enfrentaba a las decisiones y las tenía que aceptar. Ese era el Banco», dice.
«Pero el Banco, lo que ha sido hasta antes de este gobierno, ha sido un secretario técnico de Hacienda. O sea Hacienda siempre usó al banco para pedirle estudios, para pedirle valoraciones, para encargarle cosas, ¿por qué? Porque los economistas del Banco, que son muy buenos, han sido escogidos muy cuidadosamente, que están muy bien preparados y que están allí todo el tiempo y que no se distraen con otras ocupaciones, y tienen computadoras y tienen información, pues son un equipo que es del gobierno y que es muy útil para encargarle cosas y por ese motivo en la práctica es una especie de Secretariado Técnico del gobierno, hasta yo diría por lo menos el gobierno de Peña, aunque el gobierno de Peña se manejó más bien de una manera pues bastante exclusiva, soberbia y caprichosa por Videgaray, que consultaba poco y que lo que consultaba (ríe) lo tomaba pero luego lo manejaba como propio. Pero ese es otra historia», agrega.