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El movimiento que se desarrolla en Francia desde el 19 de enero es entusiasmante en muchos sentidos. En apenas dos meses, ha cambiado profundamente la atmósfera política del país, ha hecho retroceder el derrotismo imperante, ha desestabilizado (incluso asustado) a los defensores celosos del orden social establecido y de las políticas neoliberales y ha ampliado el horizonte de expectativas de los millones de personas que han entrado en la lucha y, al hacerlo, han empezado a tomar la medida de sus fuerzas. Sobre todo, esta movilización acentuó la crisis de hegemonía que se profundiza en Francia desde hace años, al mostrar hasta qué punto el gobierno macronista está aislado socialmente. Cristalizó el descontento social que no necesariamente encontraba vías para expresarse políticamente, y transformó en rabia legítima la desconfianza generalizada de gran parte de la población -en particular de la clase trabajadora y la juventud- hacia Macron y su gobierno.
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A partir de entonces, lo que está en juego ya no es sólo la contrarreforma de las pensiones. Ya no es simplemente «social», en el sentido restrictivo de sindical. Es eminente y plenamente político: en cuanto se nacionaliza, adquiere una gran amplitud social y se arraiga de forma sostenida, el movimiento se afirma como una confrontación no con tal o cual capitalista (como en el caso de una lucha contra los despidos o la supresión de puestos de trabajo en una empresa), no con tal o cual medida sectorial (por importante que sea), sino con el conjunto de la clase burguesa tal y como está representada (y defendida) por el poder político. Así pues, un movimiento de este tipo es capaz de abrir una brecha en el orden político modificando de forma duradera las relaciones de poder entre las clases.
Está en la naturaleza de un gran movimiento popular desdibujar las categorías en las que se quiere encorsetar artificialmente la lucha de clases separando un nivel «político» de un lado y «socioeconómico» del otro. Toda lucha de masas, y la que estamos viviendo no es una excepción a la regla, es pues inextricablemente social y política; tiende inevitablemente a tener como objetivo lógico el poder político y los grandes intereses que encarna: los propietarios, los explotadores, la clase dominante. También es ideológico y cultural, en la medida en que desafía las narrativas (pequeñas o grandes) que la clase dominante construye para justificar tal o cual contrarreforma (o más ampliamente su orden social, con su rastro de injusticias, alienación y violencia), pero también en el sentido de que permite librar una batalla entre concepciones antagónicas del mundo y visiones alternativas de cómo deberían ser la sociedad, las relaciones humanas y nuestras vidas.
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El movimiento actual se levanta sobre los hombros de todas las movilizaciones que la precedieron, al menos las que marcaron la secuencia de luchas que comenzó en 2016: en particular la batalla de Notre-Dame-des-Landes, la lucha contra la Ley del Trabajo, los «chalecos amarillos», las movilizaciones feministas contra la violencia y las desigualdades de género, el movimiento 2019-2020 contra la reforma de las pensiones o el conjunto de las luchas (especialmente antirracistas) contra los crímenes policiales y todas las violencias estatales. El movimiento actual integra, articula y desarrolla sus logros precedentes, tanto en términos de métodos y tácticas de lucha como ideológicamente.
Una diferencia significativa, sin embargo, es la mayor fuerza y combatividad de la izquierda parlamentaria, en particular de los 74 diputados de la La France Insoumise (LFI), que contribuyeron en gran medida a politizar y radicalizar una movilización que la mayoría de los sindicatos -en particular la CFDT- querían mantener en un terreno estrictamente «social». Así pues, podemos alegrarnos de que la mayoría de los nuevos diputados de la LFI no intentaran en ningún momento oponer a la batalla parlamentaria (con sus propios medios) a los métodos clásicos de la lucha de clases: manifestaciones callejeras, piquetes (en los que vimos a estos diputados, incluida la presidenta del grupo parlamentario de la LFI, Mathilde Panot, en varias ocasiones) y bloqueos (sobre todo de institutos y universidades).
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Todos nuestros esfuerzos deben dirigirse al objetivo de seguir ampliando e intensificando el movimiento, para lograr una victoria. No sabemos hasta dónde podemos llegar, pero conseguir que el gobierno dé marcha atrás en su contrarreforma es lo mínimo. En los meses y años venideros, tal victoria contará el doble o el triple, precisamente porque Macron quería hacer de esta contrarreforma la madre de todas las batallas, una prueba de fuerza que le permitiera consolidar su poder hasta el final de su mandato, y comenzar la destrucción total de los logros de la clase obrera en el siglo XX. Como thatcheriano que ha aprendido bien sus lecciones (las de la contrarrevolución neoliberal), Macron sabe que necesita quebrar a los sectores más combativos del movimiento social para hundir en la desesperación a la mayoría de los que hoy se movilizan, construyen huelgas y manifestaciones, con la esperanza -vaga o afirmada- de un mundo de igualdad y justicia social.
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En esta confrontación, el poder macronista ya ha indicado -con su palabra y su práctica- que está dispuesto a llegar tan lejos como sea necesario, contribuyendo además a la politización del movimiento mediante una represión policial a gran escala. Rompiendo las ilusiones sobre el nuevo «esquema de mantenimiento del orden» y el nombramiento en París de un prefecto de policía con fama de ser menos brutal que el infame Lallement, la policía se ha caracterizado en los últimos días por la extrema brutalidad de sus intervenciones, una brutalidad que se ha normalizado y convertido en rutina en los últimos diez años, de modo que no se trata de «derrapes» o «meteduras de pata», sino de la actuación ordinaria de unas fuerzas policiales en gran medida fascistizadas. Pero la actuación policial también se caracterizó por un cierto desconcierto ante el número y la determinación de los manifestantes en la secuencia que siguió a la imposición del artículo 49.3.
Ampliamente minoritaria en el país, forzando su proyecto a través de una serie de maniobras institucionales típicas de la V República (cuya Constitución está, como sabemos, lejos de todos los estándares, incluso mínimos, de una democracia), desestabilizada por la acumulación de vídeos y testimonios que muestran la violencia de Estado, es evidente que la Macronia y sus ideólogos ya no son capaces de convencer a la opinión pública de que la violencia está del lado de los manifestantes, y que la violencia policial es un mito inventado por bárbaros sedientos de sangre policial. Una prueba de que el monopolio de la violencia legítima sólo lo «reclama» el Estado, por utilizar la famosa definición de Max Weber, y de que a veces, cuando no llega el «éxito» evocado en esta definición, las cosas se atascan.
Tanto por el uso de estas maniobras como por la represión extremadamente brutal del movimiento en los últimos días, el gobierno ha abierto una brecha para una campaña democrática contra el autoritarismo y por las libertades políticas. En estricta continuidad con el primer quinquenio Macron y de los gobiernos Hollande-Valls, estos golpes de fuerza permiten de hecho plantear a escala de masas el problema de las instituciones bonapartistas de la V República, la necesidad de una ruptura con el marco constitucional actual, vía una necesaria Constituyente, y la posibilidad de una verdadera democracia, aunque sólo sea a nivel institucional.
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Se abrieron debates legítimos sobre la caracterización de la situación social y política. Se ha podido hablar, aquí y aquí, de un «momento prerrevolucionario», con vistas a una transición hacia una situación o un proceso revolucionario en toda regla, como si bastara «dar un pequeño empujón al sistema para que todo se derrumbe» (Jacques Rancière). El corolario de esta afirmación, al menos en el primer artículo citado, es que el principal (o incluso el único) obstáculo para el desencadenamiento de una batalla revolucionaria por parte del proletariado se reduciría en lo sucesivo a las «direcciones sindicales», o dicho de forma aún más unificadora: a «la dirección del movimiento obrero», es decir, la intersindical.
En efecto, en la medida en que el proletariado «en su conjunto» -se nos dice- habría sido radicalizado por el movimiento, el poder sólo conservaría la facultad de canalizar la cólera social de las direcciones sindicales: «la Intersindical actúa como ultima válvula de escape del régimen de la V República en crisis». Y más adelante: «Sin riesgo a equivocarnos podemos afirmar que el principal obstáculo para que el “momento” prerrevolucionario se transforme en una situación abiertamente prerrevolucionaria, o más aun revolucionaria, es la dirección conservadora e institucional del movimiento obrero».
Esta hipótesis es importante porque, aunque las organizaciones que defienden esta línea sean muy débiles, los problemas que plantea reflejan preocupaciones más ampliamente compartidas entre los sectores combativos del movimiento social. Y tiene consecuencias evidentes: si se toman en serio tales afirmaciones, se deduce necesariamente que la denuncia inmediata de esta «dirección del movimiento obrero» adquiere un papel absolutamente central para todos aquellos que trabajan por un cambio radical de la sociedad, así como la construcción de una dirección del movimiento alternativa a la intersindical.
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El primer error de este razonamiento consiste en subestimar ciertos límites de la movilización, que deben tomarse en serio para superarlos de otro modo que no sea mediante trucos retóricos, que sólo pretenden convencer a los convencidos, o mediante un llamamiento al voluntarismo que sólo conseguirá el apoyo de los que ya están dispuestos a actuar.
Estos límites actuales lo convierten en un movimiento capaz de hacer retroceder a Macron en su proyecto de contrarreformas y potencialmente, si sale victorioso, en todas las contrarreformas previstas para su quinquenio, pero no -al menos en esta fase- de abrir a una situación revolucionaria. Porque el voluntarismo militante de una minoría, aunque absolutamente necesario, no basta por sí solo para superar estas debilidades y pasar de la protesta social -por amplia y radical que sea- a la revolución; incluso en una situación que, como la nuestra, requiere objetivamente una ruptura política y una transformación revolucionaria, en un sentido ecosocialista, feminista y antirracista.
Una revolución nunca es «químicamente pura», ni fiel a un manual escrito de una vez por todas, pero presupone algunos elementos sin los cuales hablar de «momento prerrevolucionario» es más una ilusión (o táctica de autoconstrucción para pequeños grupos militantes) que una hipótesis estratégica. En la medida en que el rasgo fundamental y distintivo de una revolución es la aparición más o menos afianzada de una dualidad de poderes (entre el Estado burgués y formas de poder popular fuera del Estado, pero también en el seno del Estado mismo), los momentos prerrevolucionarios presuponen ciertos ingredientes: un bloqueo consecuente de la economía, un nivel significativo de autoorganización, un inicio de centralización y coordinación nacional de los movimientos en lucha, así como fisuras en el aparato del Estado y, más ampliamente, en la clase dominante.
Pero todos estos elementos faltan en el movimiento actual:
- Sólo unos pocos sectores de la economía están experimentando una verdadera actividad huelguística (y menos aún una huelga reconducible), sectores esencialmente públicos o parapúblicos (basureros, SNCF, EDF, Educación Nacional, etc.), y casi todas las grandes empresas privadas no están en absoluto paralizadas, ni siquiera en los días de mayor movilización sindical (excepto en algunos sectores como las refinerías).
- Incluso en los sectores en los que la huelga ha adquirido cierta envergadura, la autoorganización en el marco de asambleas generales (AG) y comités de huelga es muy débil incluso en comparación con movimientos anteriores.
- Han surgido agrupaciones de activistas de diferentes sectores (como en 2019-2020, por cierto), pero son extremadamente minoritarias en relación con la escala del movimiento (por no hablar de la clase obrera en su conjunto), especialmente en comparación con los «interpros» [asambleas interprofesionales que reúnen asambleas de varios sectores. NdT] de diciembre de 1995, y ellas parecen más un medio para que los pequeños grupos militantes aumenten su audiencia y se construyan a sí mismos que un instrumento para pesar en la dirección de la extensión e intensificación de la huelga.
- Por último, el aparato del Estado se mantiene firme (policía-ejército-justicia) y la patronal sigue apoyando a Macron (aunque parece que esta contrarreforma no les parecía especialmente urgente).
Todos estos límites no devalúan el movimiento actual y podría ser que las próximas semanas nos permitan ir más allá de la situación actual, pero la correcta definición de las tareas y la estrategia depende de la exactitud del diagnóstico. En esta materia, no hay lugar para la complacencia.
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Un segundo error, que en realidad se deriva del primero, es pretender resolver lo que debería constituir un problema estratégico de primer orden para el movimiento, pero también para las organizaciones sindicales y políticas, en el periodo inmediato. Al afirmar que hemos sido testigos durante los últimos dos meses de una «radicalización del proletariado en su conjunto», ignoramos el hecho de que la hostilidad generalizada y virulenta hacia Macron no es en absoluto equivalente a una conciencia anticapitalista de masas (tanto es así, por otra parte, que es necesario luchar contra una excesiva personalización y psicologización de Macron, convirtiéndolo en un «loco», un «lunático», etc., mientras que él es sobre todo el apoderado del capital, y en particular del capital financiero). Y sobre todo, subestimamos el hecho de que una gran mayoría del proletariado no ha entrado de hecho en el movimiento.
Los trabajadores son ciertamente, en su casi totalidad, contrarios a la contrarreforma y hostiles a Macron, pero la mayoría de ellos todavía se mantienen pasivos. Sólo una pequeña fracción de la clase se ha manifestado y la gran mayoría no ha cruzado -por razones materiales inevitables (inseguridad salarial, presión jerárquica, etc.), a las que se añade el amargo recuerdo de las derrotas anteriores- el Rubicón de la huelga. Además, el nivel de autoorganización es globalmente inferior al de movimientos anteriores (incluidos los recientes como el de 2019-2020, en particular en la SNCF, y a fortiori en comparación con el de diciembre de 1995), y la coordinación interprofesional es inexistente, o muy débil y puntual.
En efecto, el movimiento popular se ha vuelto más autónomo desde la imposición del 49.3, organizando acciones cotidianas en toda Francia sin el aval de la intersindical y utilizando métodos de lucha más ofensivos, las asambleas generales parecen más llenas en los últimos días, pero sigue siendo la intersindical la que marca el tono y el ritmo del movimiento, y nadie está actualmente -ni de cerca ni de lejos- en condiciones de disputarle este papel.
Se podría objetar que, incluso en un proceso revolucionario, los explotados y oprimidos nunca se movilizan en su totalidad. Pero, por tomar sólo el caso de Francia, se calcula que en mayo-junio del 68 había 7,5 millones de huelguistas (y 10 millones de personas movilizadas), en un país que, sin embargo, tenía muchos menos asalariados que hoy (unos 15 millones frente a más de 26 millones en la actualidad). Debido al bloqueo masivo de la economía durante varias semanas, al gran número de ocupaciones de lugares de trabajo y a la desorganización inicial de las autoridades políticas, la situación presentaba entonces aspectos prerrevolucionarios (a pesar de los límites de la autoorganización, que no permitían la aparición de consejos obreros), lo que dio lugar a tareas de naturaleza bastante particular para los militantes convencidos de la necesidad de una ruptura revolucionaria (en el seno del PCF y de las organizaciones de extrema izquierda).
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Las dificultades del movimiento no se explican todas, ni mucho menos, por el papel nefasto desempeñado por la intersindical. Sobre este punto, no podemos contentarnos con un razonamiento perfectamente circular consistente en decir en pocas palabras: si no hay instancias de autoorganización, es porque es la intersindical la que dirige el movimiento; y si es la intersindical la que da el tono y el ritmo, es porque no hay instancias de autoorganización.
La hipótesis de direcciones traidoras en el movimiento obrero que impiden la transformación del movimiento en un auténtico proceso revolucionario tenía en 1968 al menos una base objetiva, digna de discusión. En Francia existían entonces poderosos sindicatos obreros, el principal de los cuales -la CGT- estaba dirigido por un partido comunista con una amplia base entre la clase obrera y una gran audiencia electoral (más del 20%). De hecho, el PCF obstaculizó las formas de autoorganización que podrían haber surgido en las empresas, en favor de una práctica generalmente pasiva de la huelga (en la que se invitaba a los trabajadores a no intervenir directamente y a dejar que los responsables sindicales la dirigieran). El partido también se negó a tomar iniciativas audaces que hubieran permitido plantear la cuestión del poder y de un gobierno de ruptura, sobre todo durante los pocos días o semanas en que el gobierno gaullista parecía no saber qué hacer, aturdido por la amplitud de la huelga obrera y por la determinación del movimiento estudiantil.
Hoy la situación es radicalmente distinta: los sindicatos están muy debilitados, al menos en comparación con lo que estaban en el 68, y ya no existe un partido obrero de masas. Si seguimos la hipótesis de Juan Chingo, esto debería constituir un bulevar para la construcción de una huelga general. Ocurre lo contrario, ya que es en los sectores y empresas donde hay más sindicalizados y donde siguen estando presentes los sindicatos combativos (generalmente CGT, Solidaires y/o FSU) – porque no podemos meter a todos los sindicatos, ni siquiera a todas las «direcciones sindicales», en el mismo saco – donde se expresa globalmente la conflictividad más fuerte. Por otro lado, los sectores y empresas no sindicalizados, lejos de ser aquellos en los que se expresaría una supuesta disponibilidad de las masas para la acción radical no obstaculizada por la famosa «dirección del movimiento obrero», son aquellos en los que prospera la atomización, la pasividad, el consenso pseudogestionario, e incluso el voto ultraderechista.
Podemos ver en las universidades lo que vale este argumento: mientras que los sindicatos son muy débiles allí, los activistas presentes tienen las mayores dificultades, al menos hasta ahora, para hacer surgir amplios marcos de autoorganización (la mayoría de las AG no habían movilizado hasta hace poco más que a algunos centenares de estudiantes); e incluso en las universidades que han conocido recientemente algunas AG bastante masivas (Tolbiac, Mirail) la débil implantación de las organizaciones estudiantiles debilita la ampliación y la autoorganización del movimiento. En otras palabras, si el proletariado estuviera ya radicalizado en su conjunto, y si las direcciones sindicales constituyeran el único cerrojo a romper para poder lanzar una ofensiva revolucionaria, veríamos el desarrollo de luchas radicales y de formas avanzadas de autoorganización en los sectores donde la implantación sindical es más débil, es decir, donde el dominio de las direcciones sindicales es más frágil. Nada más lejos de la realidad actual.
La hipótesis de la sustitución de la dirección sindical (reformista) por una dirección verdaderamente revolucionaria tiene todas las ventajas de la simplicidad y todos los inconvenientes del simplismo (si no del irrealismo cuando se piensa en la famosa «dirección revolucionaria alternativa» como el producto del trabajo de construcción autocentrada de microorganizaciones). Por supuesto, podemos pensar que una política más combativa de la intersindical -rechazo de las jornadas de movilización espaciadas hasta por más de una semana, llamamiento claro a una huelga reconductible y a participar en las asambleas generales, etc.- habría permitido desbloquear ciertas cosas en algunos sectores donde los sindicatos están implantados (aunque no haya ninguna garantía de ello), pero estamos tocando los límites del marco de la movilización actual, que constituye también uno de sus puntos fuertes: la unidad mantenida del frente sindical, sin la cual es dudoso que el movimiento hubiera tomado esta magnitud y hubiera obtenido esta aprobación entre la población.
En el periodo actual y futuro, los retos y las tareas parecen ser de una naturaleza completamente diferente para los activistas que no quieren renunciar ni a la perspectiva revolucionaria ni al trabajo dentro del movimiento real: extender la implantación sindical más allá de los sectores actualmente movilizados, fortalecer las «alas izquierdas» dentro de las organizaciones sindicales (los sindicatos o sensibilidades de «lucha de clases»), contribuir al surgimiento de nuevas corrientes o movimientos radicales (al margen de las organizaciones tradicionales pero en articulación y no en oposición a ellas), profundizar en el trabajo político-cultural que permita pasar del odio a Macron a la crítica al sistema en su conjunto y, finalmente, a la necesidad de una ruptura anticapitalista para construir una sociedad completamente diferente.
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Uno de los puntos centrales que expresa la situación actual es la extrema dispersión de los niveles de conciencia política entre los trabajadores y la juventud. La perspectiva de una ruptura anticapitalista y otra sociedad ciertamente ha progresado entre la población en la secuencia 2016-2023, pero no crece en absoluto a la misma velocidad que el odio visceral hacia el poder político y, en particular, hacia Macron. Tanto es así que el sentimiento anti-Macron en general, y la hostilidad hacia su contrarreforma de las pensiones en particular, pueden beneficiar con bastante facilidad a la extrema derecha.
Un sondeo bastante reciente (de finales de febrero) situaba a Marine Le Pen como principal opositora al proyecto macronista de contrarreforma (ligeramente por delante de Jean-Luc Mélenchon), sobre todo entre las clases populares, a pesar de que RN no propone la vuelta a la edad de jubilación de 60 años y se opone a las huelgas reconducibles. Un sondeo que acaba de publicarse lo confirma al sugerir que RN podría ser la fuerza política que más se beneficiaría del rechazo de la contrarreforma de las pensiones. Por supuesto, esto remite a causas profundas y a una ya larga historia de implantación electoral y de impregnación ideológica, pero no se comprendería nada sin tomarse en serio la forma en que las élites políticas y mediáticas no han cesado estos últimos años de respetabilizar a la extrema derecha y de banalizar sus «ideas» y, al contrario, de demonizar a la izquierda (en particular a LFI).
Se han producido decantaciones parciales en algunos movimientos, pero sólo afectan muy parcialmente a las clases y fracciones de clase que constituyen su centro de gravedad. Los «chalecos amarillos» han sido, pues, el escenario de un proceso de clarificación y radicalización política; sin embargo, éste sólo ha calado en una franja limitada de las clases trabajadoras, incluso dentro de las fracciones más favorables al movimiento, en zonas rurales o semirurales, así como en pequeñas ciudades en particular. Esto es sin duda tanto más cierto cuanto que existe una gran distancia entre la adhesión al movimiento (que puede ser extremadamente amplia, como en el movimiento actual, y en menor medida al principio de los «chalecos amarillos») y la participación real en las movilizaciones (sobre todo, cuando esta participación se reduce a una o varias manifestaciones, cuyos efectos politizadores son mucho menores que una huelga, a fortiori cuando esta última es de larga duración y se basa en una gran participación en las asambleas generales).
Uno de los graves problemas para la izquierda social y política reside, pues, en conseguir mantener y profundizar el movimiento allí donde se ha desarrollado, extendiéndolo al mismo tiempo a sectores o franjas de la juventud donde el nivel de conciencia de clase -marcado por el hecho de organizarse colectivamente, en particular en sindicatos, y de movilizarse por los propios intereses, sobre la base de una representación más o menos clara y coherente de estos intereses- se sitúa a un nivel mucho más bajo. En estos últimos sectores y en estas grandes capas de la población, lo que está en juego está a mil kilómetros de las grandes proclamas sobre el «momento prerrevolucionario»: conseguir atraer a un gran número de trabajadores hacia una primera jornada de huelga y manifestación, lograr que participen en una asamblea general para decidir colectivamente las modalidades de acción, etc. En esta perspectiva, la consigna mecánica y abstracta de denunciar a las «direcciones traidoras» no sólo es una pista falsa, sino que la mayoría de las veces es un obstáculo.
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Evidentemente, se plantea la cuestión de la salida política para el movimiento. Las movilizaciones sociales -por muy masivas y radicales que sean- no generan espontáneamente perspectivas políticas, sobre todo cuando evitan deliberadamente la cuestión del poder y la necesaria confrontación política (lo que Daniel Bensaïd denominó «ilusión social»). Esto es tanto más cierto en el caso que nos ocupa cuanto que el movimiento se ha caracterizado hasta ahora por un bajo nivel de autoorganización y coordinación. Sin embargo, esto no quiere decir que los movimientos sociales deban contentarse con un papel subordinado frente a las fuerzas políticas, que son las únicas capaces de proponer perspectivas. Es más bien en el marco de una dialéctica de colaboración-confrontación entre el movimiento social y la izquierda, de una unidad que no impida el debate más abierto sobre las orientaciones y perspectivas, que debemos imaginar una propuesta política de ruptura.
Empecemos por decir a este respecto hasta qué punto la perspectiva de un Referéndum de Iniciativa Compartida (RIP), defendida en particular por el PCF, está muy por debajo del potencial abierto por el movimiento y no responde en absoluto al imperativo, para la izquierda, de avanzar una solución a la crisis política. Supondría recoger 4,8 millones de firmas, lo que exigiría mucho trabajo militante durante nueve meses. Esto desviaría las energías hacia un terreno puramente peticionario cuando se trata actualmente de extender la movilización, y mientras la Macronia anuncia ya nuevos proyectos mortíferos (no sólo la ley Darmanin, sino también una ley sobre el trabajo y el empleo). Además, incluso si se recogen los 4,8 millones de firmas, la propuesta de referéndum todavía tiene que ser examinada por las dos cámaras en un plazo de seis meses… También podríamos decir que la situación habrá cambiado en gran medida en el ínterin, tal vez en detrimento del movimiento, y que tal propuesta no permite de ninguna manera impulsar la triple ventaja que la movilización tiene aquí y ahora: una huelga arraigada en varios sectores clave, una movilización multiforme y que se ha vuelto inaprensible en el curso de la última semana, y una opinión pública en gran medida conquistada.
A veces se plantea la idea de un «Mayo del 68 que llegue hasta el final». El eslogan es atractivo, sobre todo porque Mayo del 68 sigue siendo una referencia positiva (aunque sin duda vaga) para amplios sectores de la población, en particular los que están movilizados actualmente. Sin embargo, como decíamos más arriba, no es seguro que la analogía con Mayo del 68 sea eficaz en este caso, más allá de los efectos de agitación que puede producir un eslogan. Pero es sobre todo la idea de «llegar hasta el final» la que no parece muy clara. Si se trata de decir que hay que ir hasta el final de las esperanzas de emancipación y de ruptura con el capitalismo suscitadas por el movimiento de mayo-junio del 68, nos parece evidente. Pero esto no responde a las cuestiones estratégicas inmediatas que se plantean para el movimiento y para la izquierda.
Con la politización de la lucha y el enorme nivel de desconfianza hacia el poder político, sólo una propuesta que articule la retirada inmediata de la contrarreforma, la disolución de la Asamblea Nacional y la celebración de nuevas elecciones parece estar a la altura de lo que está en juego, sin caer en el doble escollo del maximalismo verbal y del fetichismo de las formulas pasadas. Evidentemente, la ruptura política no se reduce a la escena electoral, pero como nos recordaba aquí de nuevo Daniel Bensaïd: «Es bastante evidente, con más razón en los países con una tradición parlamentaria de más de cien años, donde el principio del sufragio universal está sólidamente establecido, que no se puede imaginar un proceso revolucionario más que como una transferencia de legitimidad dando preponderancia al “socialismo desde abajo”, pero en interferencia con las formas representativas» (el subrayado es nuestro).
Por supuesto, es necesario añadir a estas consignas la lucha por un gobierno de izquierdas de ruptura, lo que implica precisar elementos del programa, en particular en torno a cuestiones centrales e inmediatas para todos los sectores de las clases trabajadoras y, más ampliamente, del asalariado: jubilación a los 60 años con salario íntegro para todos (a los 55 para los trabajos físicamente extenuantes), aumento inmediato de los salarios e indexación a la inflación (escala móvil de salarios), congelación de precios y alquileres, permanencia de los trabajadores precarios en el sector público y paso a contratos de trabajo estables en el sector privado, medidas proactivas contra la discriminación sistémica de género y racial en el empleo, los salarios y las pensiones, contratación masiva en la función pública, renacionalización inmediata de servicios y bienes públicos clave (transportes, energía, sanidad, autopistas, etc.), así como una planificación ecológica.
La cuestión que se plantearía necesariamente sería la de la relación de los movimientos sociales y, en particular, de los sindicatos -sobre todo de aquellos en los que sigue existiendo un sindicalismo de lucha de clases: la CGT, Solidaires y la FSU- con un gobierno de este tipo, globalmente portador de sus exigencias. Cualquier gobierno de izquierdas con un programa rupturista se encontraría bajo una enorme presión de la clase dominante (chantaje sobre las inversiones, presión de las instituciones europeas, etc.). Sólo una vasta movilización popular permitiría contrarrestar e imponer las propuestas antes mencionadas, en el marco de una confrontación social cuya dinámica es fundamentalmente anticapitalista, en la medida en que conduce inevitablemente a plantear la cuestión del poder del capital sobre el conjunto de la sociedad, sobre nuestras vidas y sobre el medioambiente, y por tanto sobre la propiedad privada de los medios de producción, de intercambio y de comunicación.
En caso de nuevas elecciones, se abriría una nueva batalla política, pero una victoria del movimiento social sobre la contrarreforma de las pensiones pondría a la NUPES -en particular a la fuerza dominante en su seno, que sin duda se ha mostrado la más combativa contra Macron y su proyecto, a saber, LFI- en una posición de fuerza. Esto no significa una vía regia, ya que las movilizaciones sociales nunca tienen efectos mecánicos sobre las relaciones de fuerza electorales (pensemos en Mayo-Junio del 68 y en la elección de la cámara más derechista de la V República sólo unas semanas después del movimiento…). Se ha señalado anteriormente que el FN/RN parece ser actualmente la fuerza que más se beneficia del amplio rechazo popular a la contrarreforma, por razones de fondo que las prácticas parlamentarias reales de la extrema derecha no contrabalancean verdaderamente. Sin embargo, hay que tener en cuenta que los sondeos que se realizan actualmente se basan en la hipótesis derrotista (ampliamente aceptada por los encuestados en esta fase) de que Macron no dará marcha atrás. Si el movimiento resultara finalmente victorioso, la hipótesis de un auge político-electoral de la izquierda no sería irreal, aunque nada indique que anularía pura y simplemente el de la extrema derecha, dada la banalización de esta última en el paisaje mediático y en el ámbito político.
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Es innegable que la movilización ha creado una nueva situación y la posibilidad de una bifurcación, en el sentido de una dinámica de ruptura con el orden establecido. Sin duda, no todo está al alcance de la mano, pero las perspectivas que hace unos meses podían parecer irrelevantes son ahora accesibles. No habrá tregua en los próximos días y semanas de lucha; de nosotros depende hacer retroceder no sólo el poder político, sino los límites de lo posible.