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La imagen color de rosa de la industria legal de la marihuana que pintan los inversores alcistas y los consumidores satisfechos no refleja toda la realidad del negocio en un país donde la mayor parte de la hierba que se consume se sigue vendiendo ilegalmente. (Foto: My 420 Tours / Wikimedia Commons)

Los capitalistas son malos legalizando la marihuana

La sociedad capitalista solo concibe la legalización del cannabis si se hace en beneficio de los ricos. Pero el cannabis crece de forma natural y es fácil de cultivar, procesar y envasar. ¿Por qué no poner su producción en manos del público y alejarla del lucro?

Hace poco, viajé en coche por Michigan y me ocurrió algo curioso: no pude escapar de los dispensarios de cannabis que hay por todas partes: nada menos que cinco en un radio de diez minutos en Paw Paw, un pueblo de menos de cuatro mil habitantes. Existe toda una industria dedicada a la comercialización y publicidad de la hierba, que se ha convertido en una industria de mil millones de dólares en el Estado de Wolverine. Los dispensarios se agrupan especialmente a lo largo de la frontera occidental con Indiana, donde la posesión de cannabis sigue estando prohibida, aunque la hoja y los comestibles fluyen a través de las fronteras de Michigan e Illinois, donde es legal su uso recreativo. Todo el que quiera participar puede hacerlo prácticamente sin restricciones, incluso cuando un cuarto de millón de personas en el estado todavía soportan la carga de las condenas por drogas dictadas antes de la legalización en 2018.

Se pueden encontrar situaciones similares en otros estados, ya que las economías locales, que se tambalean por la pérdida de la industria, la falta de inversiones e infraestructuras y la pérdida de puestos de trabajo relacionada con el COVID, buscan alguna forma —cualquier forma— de obtener ingresos. El dispensario de cannabis de hoy es la tienda de vapeo de 2016 y la cervecería artesanal de 2012.

Nevada tuvo en su día una de las políticas antidroga más estrictas de Estados Unidos; una valla publicitaria a las afueras de la ciudad, inmortalizada en la tristemente célebre obra de Hunter S. Thompson Miedo y asco en Las Vegas, instaba a los automovilistas a no «jugar» con la droga y advertía de penas de prisión de veinte años a cadena perpetua. Ahora, con Nevada como sede de una de las mayores y más rentables industrias de cannabis legal del país, se pueden comprar llaveros que reproducen ese cartel publicitario en los mismos lugares donde se compra hierba. La cultura y la política a menudo van en contra de la necesidad económica: en Oklahoma, un estado generalmente conservador que acaba de aprobar la prohibición del aborto más restrictiva del país, la hierba recreativa aún no es legal, pero hay miles de dispensarios médicos: uno por cada dos mil residentes.

Para los que tenemos edad suficiente para recordar cuando no existía la marihuana legal, el mundo de 2022 puede parecer el paraíso para los consumidores de hierba. No hay ningún lugar en la Tierra, ni siquiera los legendarios cafés de Ámsterdam, donde la hierba esté tan disponible, se pueda comprar y consumir fácilmente, y sea de tan alta calidad como en un estado en donde existe el uso recreativo. Pero la implementación de la legalización, tanto médica como recreativa, ha estado plagada de problemas: una regulación mal pensada, leyes federales que causan innumerables dolores de cabeza, el racismo que mantiene a los propietarios de color fuera de la industria, los antecedentes penales aún impunes de aquellos que fueron arrestados antes de la legalización y la agrupación de la propiedad en la industria en torno al tipo de inversores que podrían permitirse el lujo de entrar, muchos de ellos ya ricos y con acceso al capital de riesgo y con la aversión a los impuestos, la regulación y los derechos laborales tan comunes a esa clase.

Robin Goldstein y Daniel Sumner, dos economistas de la Universidad de California, Davis, abordan estas cuestiones en Can Legal Weed Win? The Blunt Realities of Cannabis Economics. El libro está escrito de forma atractiva, aunque a veces sea cursi, y aporta una perspectiva profundamente investigada sobre los aspectos prácticos de la industria del cannabis. Los autores no se andan con chiquitas a la hora de hablar de la situación del sector: el panorama halagüeño que pintan los inversores alcistas y los consumidores satisfechos, según ellos, no refleja toda la realidad del negocio en un país en el que la mayor parte de la hierba que se consume se sigue vendiendo ilegalmente.

Entre los muchos problemas están las confusas y costosas regulaciones que varían de un estado a otro (incluso en California, la vanguardia del país en materia de legalización del cannabis, hay una gran cantidad de productores de hierba en el mercado negro, porque es más caro cultivar legalmente); la pesadilla de la financiación en un sistema en el que la prohibición federal hace imposible hacer negocios con los bancos interestatales; las espinosas diferencias entre la despenalización, la legalización médica y el pleno uso recreativo; y la inconsistencia de los precios debido a la regulación, los impuestos y los costes laborales, lo que lleva a situaciones como las de mi estado natal, Illinois, donde los precios del cannabis son los más altos del país.

El tercer capítulo del libro, «Prices Get High» (¿entiendes?), es el más esclarecedor, ya que analiza no solo los distintos matices de la legalidad, sino también el modo en que un producto con un coste de fabricación relativamente bajo llegó a ser tan caro.

«La legalización cambió la hierba al por menor de varias maneras fundamentales», afirman Goldstein y Sumner, citando la diversificación del producto (el florecimiento de la simple flor fumable en otros vectores de entrega, como los comestibles, los cartuchos, los vapes, la cera, el shatter, etc.) y la premiumización (el crecimiento de los productos de diferente calidad para satisfacer los diferentes precios de los consumidores) como dos de los principales factores.

Pero si bien es cierto que éstos han tenido un impacto increíble en el precio del cannabis, no es una función del producto o de su legalidad. Es una función del mercado.

Los mercados no se descubren, se crean

A pesar de toda la sabiduría recibida en economía sobre que los mercados se rigen por la oferta y la demanda, los mercados se crean, no se descubren. Nadie pidió veinte formas diferentes de consumir cannabis, ni cincuenta tipos diferentes de comestibles, ni una escala de calidad graduada; estas innovaciones nos las trajo el impulso del capitalismo para ampliar constantemente sus mercados con el fin de maximizar los beneficios.

Aunque es estupendo tener opciones, el error es suponer que esto solo puede ocurrir con el empuje de los comercializadores; el pueblo puede innovar cualquier industria sin sacrificar todos sus esfuerzos a los jefes. Si los autores están en lo cierto al predecir una gran corrección en la industria del cannabis a medida que los inversores, frustrados por la lentitud del retorno de la inversión, se alejan, esto hará que muchos de estos productos desaparezcan, no porque la demanda haya desaparecido, sino porque los consumidores nunca tendrán suficiente dinero o suficientes ganas de comprar todo lo que los fabricantes les endilgan.

Can Legal Weed Win? plantea la regulación y los impuestos más como problemas a superar que como necesidades a aceptar (una aceptación de la codicia capitalista como un bien). El libro también se detiene mucho en la hierba del mercado negro, que puede «subcotizar» el cannabis legal y venderse más barato. Pero, de nuevo, este es un problema de una economía de mercado impulsada por el beneficio: en un sistema que eliminara el motivo del beneficio, ni los productores legales ni los ilegales saldrían ganando al saltarse las normas, lo que reduciría la posibilidad de que tanto los fabricantes legítimos hicieran recortes como el elemento criminal llenara el vacío.

Más adelante en el libro, los autores hacen un pronóstico sobre el mundo de la hierba legal en 2050, estimando un descenso de hasta la mitad de los ingresos previstos actualmente (aunque admiten con sensatez que sus predicciones no son más férreas que las de los optimistas del mercado). Las razones para ello, ya generalizadas en la joven industria del cannabis legal, son casi universales: predicciones de ingresos demasiado optimistas por parte de empresas ansiosas por atraer a los inversores; rendimientos de la inversión inferiores a los esperados; la ya mencionada sobresaturación de un mercado limitado; y un mosaico de leyes y reglamentos en gran medida incoherente que dificulta la vida de los capitalistas interesados únicamente en el resultado final. Como suele ocurrir con las burbujas de inversión, una industria con mucho dinero para todos se convirtió rápidamente en una industria con poco dinero para unos pocos afortunados.

Citan cuatro posibilidades principales que afectarán a la industria: la legalización federal de la marihuana, la capacidad conexa de llevar a cabo el comercio de cannabis a través de las fronteras estatales e incluso internacionales, una producción más eficiente y el aumento de escala a través de la alta financiación, la especialización, la eficiencia de la producción y la gestión racional. Aunque probablemente tengan razón en que esto dará lugar a ajustes en el mercado que favorezcan a los consumidores, no abogan por resolver los problemas creados por esos cambios en cualquier otra industria por medios ajenos al mercado.

Controlar los medios de producción de cannabis

Can Legal Weed Win? es un excelente manual sobre el estado de la industria del cannabis en Estados Unidos hoy en día. Algunas de las prescripciones políticas de Goldstein y Sumner son perfectamente sensatas y no estarían fuera de lugar para que cualquier socialista las respaldara como reformas necesarias. Pero el propósito declarado del libro es crear «un mercado más inteligente y justo» en el que la hierba sea «más barata, mejor y más disponible» legalmente que su equivalente en el mercado negro. Para ellos, todo forma parte de un sistema de intercambio económico en gran medida neutro, y el cannabis es solo una mercancía más (la conclusión del libro, que predice que los financieros y las grandes tecnológicas acabarán abandonando el mercado de la hierba en favor de la agroindustria, no es reconfortante).

Es cierto que la legalización ha tenido consecuencias imprevistas, y que «las leyes ideadas por activistas y élites tecnológicas» a veces acaban «ilegalizando más negocios de hierba de los que legalizan». El coste de entrada al comercio legal de cannabis es tan alto —desde los costes de licencia y cultivo hasta la regulación y los impuestos— que muchos optan por el negocio ilegal, encontrando muchos clientes que están contentos de pagar menos por una calidad inferior. Pero esto está en función de la aceptación de las condiciones actuales, en las que el gobierno actúa como facilitador del beneficio privado en lugar de que el pueblo desempeñe un papel limitado de vigilancia.

Para los socialistas, la cuestión debe ser más profunda. ¿Cómo sería el mundo del cannabis si estuviera totalmente desvinculado del ánimo de lucro?

Podemos imaginar un futuro en el que la adicción grave a las drogas se considere un problema médico y se trate como tal en el marco de un sistema sanitario universal, y en el que por fin podamos disponer de una investigación sólida y basada en pruebas que demuestre el valor medicinal no solo del cannabis, sino también de los psicodélicos y otras sustancias, libre del dominio de las empresas farmacéuticas con ánimo de lucro.

También podemos admitir que, a pesar de más de un siglo de propaganda reaccionaria en contra, el cannabis es inofensivo, no adictivo, y puede ayudar a la salud mental y aliviar el estrés. No hay ninguna razón por la que no podamos resolver la cuestión del cannabis en un contexto socialista tan definitivamente como Karl Kautsky resolvió la cuestión de la abstinencia entre las clases trabajadoras alemanas, en oposición a prohibicionistas como Victor Adler: está bien que los camaradas se droguen.

Goldstein y Sumner hacen un trabajo digno de imaginar un futuro en el que la industria del cannabis legal funcione de forma más eficiente, asequible y equitativa. Pero los socialistas pueden ir más allá. Podemos ver un mundo en el que los cultivadores estén regulados en cuanto a la seguridad y la calidad, sin dejar de estar apoyados y protegidos por la ley; en el que cada eslabón de la cadena de producción de cannabis, desde el crecimiento y el procesamiento hasta la distribución y la venta, esté representado por un sindicato que controle un lugar de trabajo democrático; en el que las comunidades marginadas de personas negras y morenas no sean objeto de encarcelamiento, brutalidad policial y exclusión de la producción legal; y en el que los usuarios médicos y recreativos estén en armonía, no en competencia.

El cannabis crece de forma natural y es fácil de cultivar, procesar y envasar. Se puede hacer prácticamente en cualquier lugar y por cualquier persona. Sería sencillo y fácil para los trabajadores controlar los medios de producción de la hierba. Y el cannabis está relacionado con todo tipo de cuestiones cercanas y queridas por los socialistas, desde la reforma agraria y la justicia racial hasta la creación de una sociedad menos represiva y la eliminación del control privado de los recursos que pertenecen por derecho al pueblo.

Una sociedad capitalista solo puede legalizar el cannabis de forma que beneficie a los que ya están bien situados en su jerarquía de poder. Una sociedad socialista tiene el poder no solo de abandonar los perjudiciales prejuicios del pasado, sino de crear un futuro en el que los buenos empleos, la buena salud y el buen uso de los recursos estén al alcance de todos los que los deseen, tratando los dones de la naturaleza como un recurso comunitario, no como un delito o una broma.

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