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Tunecinos protestan frente a la sede del partido Agrupación Democrática Constitucional (RCD) en Túnez, en enero de 2011. (Christopher Furlong / Getty Images)

El antiimperialismo y la izquierda en Medio Oriente

La interpretación meramente geopolítica de los conflictos en la región resalta el choque entre un bloque agresivo unipolar y otro defensivo multipolar. Hay que batallar contra el imperialismo norteamericano pero sin idealizar a sus rivales.

La compleja secuencia de acontecimientos que sacudió al mundo árabe en la última década suscitó intensas controversias en la izquierda. No resultó fácil distinguir las tendencias progresivas y regresivas en el disputado y cruento escenario de Medio Oriente.

Sólo la enorme esperanza que acompañó al debut de la primavera árabe generó posturas mayoritariamente favorables. Prevaleció el apoyo a la incuestionable legitimidad de protestas masivas, que impusieron la caída de los repudiados presidentes de Túnez y Egipto. También resultaron nítidas las victorias democráticas conseguidas en el primer país y las derrotas que impuso el golpe militar en la segunda nación.

Pero lo ocurrido en Libia precipitó un fuerte debate a la hora de evaluar la caída de Gadafi. Una polémica igualmente acalorada generó la guerra en Siria y el rumbo seguido por el movimiento kurdo.

En los tres casos, los posicionamientos de la izquierda contrapusieron a una corriente que privilegia las batallas geopolíticas globales contra el imperialismo norteamericano, con otra vertiente que resalta la primacía de las demandas democrático-populares en cada país.

Con esos dos parámetros se definieron actitudes muy distintas frente a los dramáticos enfrentamientos que afrontó la zona. Ambos planteos afrontan problemas que inducen a la reflexión crítica. Este análisis es vital para afinar las estrategias de emancipación a la luz de las experiencias de Medio Oriente. Lo sucedido en esa región  aporta enseñanzas para la lucha antiimperialista en todo el mundo.

Simplificaciones y omisiones

Los pensadores que remarcan la inscripción de los conflictos de Medio Oriente en la confrontación global, contraponen el bloque occidental liderado por el imperialismo norteamericano con el alineamiento que comanda Rusia y China. Sitúan el papel jugado por los principales aliados de ambos bandos (Israel y Arabia Saudita versus Irán y Siria), en el gran choque entre las principales potencias del planeta.

Esta mirada contrasta el proyecto de dominación unipolar de Washington con la perspectiva multipolar de Moscú y Beijing. Destaca la progresividad de este último bloque y subraya la conveniencia de sus éxitos. Hemos detallado los diversos exponentes de esta postura en nuestro primer texto sobre la guerra en Siria (Katz, 2017).

El enfoque primordialmente geopolítico convoca acertadamente a focalizar todo el fuego sobre el blanco principal, recordando que los enemigos más poderosos no pueden ser doblegados sin erigir un contrapeso equivalente. En Medio Oriente ese adversario es el imperialismo norteamericano y su red de socios, vasallos o apéndices.

Pero esta correcta constatación constituye tan sólo el punto de partida de un posicionamiento de la izquierda. La prioridad de combatir al imperialismo norteamericano es indudable, pero esa definición no alcanza para clarificar posturas en el laberinto del “mundo islámico”.

En esa región no sólo chocan fuerzas afines y hostiles a Estados Unidos, como lo prueba el serio encontronazo del Pentágono con los mercenarios yihadistas que inicialmente financió y entrenó. Hay una multiplicidad de batallas que deben ordenarse siguiendo la lógica del imperialismo y del subimperialismo, con decisiones que no se reducen a optar entre el blanco y el negro.

El simple registro de dos campos en disputa global no resuelve los enigmas de la intervención política en la región. Resulta indispensable comprender la complejidad de esos dilemas, para superar la ingenua creencia que el enemigo de mi enemigo se ha convertido en un buen amigo de las causas progresistas.

La mirada binaria de dos bandos en confrontación no se adapta, además, al escenario generado luego de la implosión del “bloque socialista”. Las convulsiones de Medio Oriente ya no se zanjan observando las tensiones de esa región, como una simple derivación de la pugna entre los Estados Unidos y la Unión Soviética. Los viejos aliados de ambos campos en la zona (monarquías petroleras versus gobiernos nacionalistas) han mutado. El contexto de 1950-1980 ha quedado atrás y las fuerzas en confrontación se han diversificado. El conflicto entre sectores progresistas y reaccionarios persiste pero con modalidades más sinuosas.

Las paradójicas convergencias entre Putin y Erdogan no presentan, por ejemplo, el mismo contenido de los acuerdos entre Nasser y Krushev y se ubican a años luz de los enlaces antiimperialistas entre Lenin y Atatürk. Hay que registrar esas diferencias.

El análisis meramente geopolítico suele evaluar tan sólo las tensiones inter-estatales, observando las transformaciones progresistas como un mero resultado de pulseadas entre potencias o gobiernos. Por esa razón suele realzar la ubicación de cada actor zonal en el mapa de los bandos globales. Ese exclusivo cómputo de los acontecimientos por arriba obstruye la percepción de los sucesos que se desenvuelven por abajo. El sujeto popular de cualquier trasformación progresista es desconsiderado.

El registro unilateral de los conflictos en la cúspide del poder induce a evaluar con desconfianza a la propia primavera árabe. Como ese levantamiento no quedó restringido a batallas contra los gobiernos apadrinados por Estados Unidos, su desenvolvimiento es descalificado. Pero con un abordaje que ignora la gravitación de las demandas populares resulta muy difícil desenvolver una política de izquierda.

 

¿El complot de la primavera?

Las miradas más extremas del enfoque geopolítico directamente impugnan la primavera árabe. Identifican a ese proceso con un complot digitado por Estados Unidos, para desplazar gobiernos hostiles y frenar la influencia de Rusia y China. Asemejan la gran sublevación de Medio Oriente con las denominadas “revoluciones de colores”, que la CIA suele propiciar para instalar servidores de la Casa Blanca en distintos puntos del planeta (Korybko, 2017).

Esa interpretación observa las acciones populares como simples piezas de un ajedrez global. La existencia de movimientos sociales que demandan en forma activa sus propias reivindicaciones es desconocida o identificada con la acción de infiltrados y conspiradores.

Con ese abordaje se desconoce que en la mayoría de los casos las protestas masivas son respuestas al sufrimiento popular. Esos levantamientos estallan periódicamente en distintas localidades del planeta, con modalidades adaptadas a la tradición, el liderazgo y la experiencia de cada comunidad. La primavera árabe se amoldó a esos patrones de sublevación que imperan en todo el mundo.

Como ocurre también en otras zonas, el desarrollo de ese levantamiento quedó signado por las fuerzas políticas actuantes y tuvo resultados muy dispares. La primavera fue neutralizada en Túnez, aplastada en Egipto, anulada en Libia y quebrantada en Siria, en un dramático contexto de represión, guerras y terrorismo. El complot fue tan sólo un componente de esa compleja variedad de desenlaces.

Ciertamente el imperialismo norteamericano activó su vasta red de organismos especializados en capturar, deformar y aniquilar las revueltas populares. Utilizó a pleno la enorme madeja de fundaciones y organismos que monitorean las embajadas estadounidenses. Pero esa habitual intervención yanqui no transformó la multifacética primavera árabe en un complot de la CIA.

Es totalmente válido denunciar la injerencia imperialista en el vendaval de acontecimientos que conmovió a Medio Oriente en la década pasada. Washington recurrió a incontables acciones para encauzar las protestas populares hacia carriles afines a su estrategia. Pero no tiene ninguna credibilidad identificar todo el proceso de la primavera -que sacudió a varios países e involucró a millones de personas- con una asonada estadounidense.

Basta observar las comparaciones que se han establecido con otras convulsiones para descartar esa interpretación. Por su vertiginosa concatenación regional en un plazo tan breve, algunos historiadores semejan la primavera árabe con las guerras de emancipación hispanoamericanas (1810-1825), las revoluciones europeas (1848-1849) y la implosión del “bloque socialista” (1989-1991) (Anderson, 2013). Ninguna de esas conmociones es comprensible en términos conspirativos. Los complots que incluyeron conformaron tan sólo un componente secundario de procesos gigantescos.

 

Involución del viejo nacionalismo

La mirada que reduce los conflictos de Medio Oriente a una simple contraposición entre dos campos, no permite analizar dilemas tan complejos como los afrontados por el movimiento kurdo. Esa minoría desenvolvió una extraordinaria resistencia en su confrontación con los yihadistas, contando con el guiño de Washington y el sostén de Tel Aviv. Si la mera clasificación de fuerzas en el tablero global -a favor o en contra del enemigo imperial- bastara para caracterizar todas las coyunturas bélicas, no habría forma de clasificar el rol jugado por las heroicas guerrilleras de Rojava.

Este peculiar caso no descalifica el análisis con parámetros de confrontación con la dominación imperialista. Sólo recuerda que esos criterios tan sólo aportan el puntapié inicial para caracterizar los sucesos de Medio Oriente.

El exclusivo prisma de dos bandos mundiales en disputa, tampoco permite registrar otro dato clave: la involución de los regímenes de origen nacionalista. En el esquema binario se continúa observando a esos gobiernos en su formato inicial de procesos radicales, enfrentados con los monarcas y las empresas extranjeras. Se omite su generalizado abandono de esas banderas.

La era de Nasser en Egipto, Abd al-Karim Qasim en Irak, Salah Jadid en Siria y Kamal Jumblat en el Líbano ha quedado atrás. La subsistencia de ciertos discursos o símbolos de esa época, no altera el giro que introdujeron los herederos de esos procesos. En su gran mayoría se adaptaron al orden neoliberal de las últimas décadas.

Esa involución se consumó mediante la sistemática reversión de los avances antiimperialistas y por esa razón estalló el descontento popular en Túnez, Egipto, Siria e Irak. Ese levantamiento tuvo significados muy diferentes en cada país, pero puso de relieve el malestar con gobiernos alejados de su avanzada conformación inicial.

Es cierto que en muchos lugares se preservaron modalidades parciales de laicismo que obstruyeron la restauración teocrática. Pero ese dique ha coexistido con otras formas de opresión, como la persecución de las minorías, el ahogo de las disidencias y la persecución de los opositores.

Esa represión ha sido un generalizado signo de involución de los regímenes de origen nacionalista y es importante alzar la voz contra la violencia estatal que impera en esos países. Basta recordar cuánto daño generó a la causa del socialismo el silencio ante las masacres de Stalin, para mensurar las consecuencias del aval político a los gobiernos autoritarios.

Conviene recordar también que los sucesores del nacionalismo árabe compartieron una involución anticomunista, que incluyó la proscripción y el apresamiento de militantes de izquierda.

En Siria, el período de transformaciones progresistas y conflictos del Baath con el poder religioso quedó cancelado con la victoria de las vertientes derechistas. Ese desenlace incluyó en los años 80 una escalada represiva, que inauguró el patrón de matanzas posteriormente desplegado por Assad (Rowell, 2017). La misma conducta se corroboró en el rol policial ejercido por las tropas sirias contra los palestinos en el Líbano.

Ese viraje del Baath explica la participación del país en la coalición internacional que forjó Estados Unidos en los años 90 para atacar a Irak. Aunque en la década posterior reapareció el choque con Washington, la convergencia contra Sadam ilustró cuán sepultado estaba el antiimperialismo entre los mandatarios de Damasco.

Gadafi no afrontó un levantamiento democrático en Libia. Pero su involución previa presentó muchas semejanzas con la trayectoria de Assad. Su gobierno atravesó por tres etapas. Entre 1969 y 1990 desmanteló las bases militares extranjeras, nacionalizó el petróleo y apuntaló un intenso desarrollo económico. En 1991 inició un giro hacia la privatización de empresas estatales y liberalización de los precios. En los últimos años buscó una reconciliación con Occidente que no impidió su derrocamiento (Armanian, 2018).

En Irak la involución del Baath comenzó en 1963, para domesticar un movimiento obrero muy combativo e influido por el Partido Comunista. Esa impronta represiva de Sadam se verificó también en las masacres contra los kurdos y en la terrorífica guerra que desplegó contra Irán para congraciarse con Estados Unidos. Antes de sucumbir frente a los marines, Hussein exhibió abrumadoras pruebas del carácter regresivo de su gobierno.

Esa misma conducta se verifica en el régimen de los Ayatolás iraníes. Comandan una teocracia que reprime opositores, degrada a la mujer, criminaliza las protestas y persigue a la izquierda. La batalla contra el imperialismo exige transparentar esa realidad y exponer lo que sucede en los países hostigados por el Washington. La seria confrontación del gobierno iraní con el imperialismo norteamericano no sitúa a ese régimen en la órbita del progresismo.

 

Las indefiniciones neutralistas

La visión del “Gran Oriente Medio” como un terreno de mera confrontación global entre un bando progresivo y otro regresivo ha suscitado reacciones simétricas. Ese conflicto es observado en el enfoque opuesto como un choque entre fuerzas igualmente nocivas. En este caso se remarca la centralidad de la lucha popular ante potencias externas, que comparten la misma hostilidad hacia las aspiraciones de las grandes mayorías. Por eso se subraya que la coalición forjada por Siria, Rusia e Irán es tan objetable como el alineamiento de Estados Unidos con Israel y Arabia Saudita. También se destaca que es necesario batallar con la misma firmeza contra esas dos alianzas (Alba Rico, 2017).

Esta postura recuerda en forma implícita que Rusia ya no es la URSS y que China abandonó su viejo antiimperialismo. Pero omite que ese drástico cambio no alteró el continuado protagonismo del poder norteamericano. La primera potencia del planeta persiste como la principal garante de la dominación capitalista mundial y se mantiene como la gran fuerza a derrotar en las batallas en curso. Cualquier fracaso significativo del Pentágono en un área del mundo debilita su capacidad de intervención en otros puntos del planeta. Esa adversidad para Washington favorece la resistencia de los oprimidos.

Por esa razón el resultado de los conflictos geopolíticos entre las potencias no es indistinto para las luchas populares. Es un error omitir este hecho y postular la indiferencia frente a las disputas globales. Con ese neutralismo se desconoce el carácter mutable de la capacidad de daño del imperialismo y su variable incidencia sobre las relaciones de fuerza. Ese balance es clave para apuntalar u obstruir la resistencia de los pueblos.

Estados Unidos perdió poder de agresión cuando fue derrotado en Vietnam y retomó impulso ofensivo cuando se desplomó la URSS. En el primer escenario quedó impactado por el gran ascenso de la izquierda y el nacionalismo radical en toda la periferia. En el segundo contexto aprovechó el escenario creado por el neoliberalismo para ocupar Afganistán, devastar Irak y demoler Libia.

Esta misma evaluación se aplica al marco actual. Las derrotas acumuladas en los últimos años por el Pentágono limitan, por ejemplo, la intervención de los marines en América Latina. Es importante registrar este efecto para desenvolver una estrategia victoriosa de la izquierda.

Desde la mitad del siglo XX Estados Unidos es el gran sostén del orden capitalista mundial y el gran opositor a cualquier transformación progresista. Este presupuesto se corrobora en Medio Oriente, donde Washington intentó un rediseño basado en la alianza militar con Israel y el sostén petrolero de Arabia Saudita. El Pentágono es el principal causante de las tragedias padecidas por la región. Rusia y China no son ajenas a esos padecimientos, pero están muy lejos de compartir una responsabilidad equivalente al poder norteamericano.

 

«¿Son todos iguales?»

El enfoque de neutralismo global razona con ingenuos presupuestos de distanciamiento de la geopolítica, como si los desenlaces en ese campo fueran irrelevantes para las batallas libradas en cada país. Ese posicionamiento frecuentemente conduce a resaltar la centralidad de los problemas económicos o las demandas sociales, con cierta desconexión del escenario en que irrumpen.

Una versión contemporánea de ese abordaje reivindica la micropolítica, la horizontalidad y las iniciativas locales cooperativas. Omite que especialmente en Medio Oriente, esas experiencias se desenvuelven en un tormentoso contexto de invasiones y guerras.

En la tragedia del mundo árabe resulta decisivo recordar quién es el enemigo principal. Ese señalamiento de la responsabilidad imperial estadounidense no implica avalar el autoritarismo de los ex regímenes nacionalistas, ni embellecer la política externa de Rusia. Tampoco supone negar el derecho a la rebelión de los pueblos. Simplemente apunta a remarcar cuál es el adversario central en el conjunto de la región.

La simplificada creencia que a escala global “son todos iguales” obstruye la evaluación de las fuerzas en disputa y el consiguiente logro de los triunfos requeridos para avanzar en un proyecto de emancipación.

El escenario actual es ciertamente distinto al período de posguerra, cuando las viejas potencias coloniales y su reemplazante norteamericano lidiaban con los movimientos de liberación en Asia, África y América Latina. El lugar de la izquierda en esa etapa no suscitaba grandes discusiones. La única divergencia significativa giraba en torno a las posturas de mayor justificación o crítica a la URSS por su ambivalente actitud frente a esas gestas.

En el complejo contexto actual es vital recordar que el Pentágono, la CIA y los marines persisten como los enemigos principales de los pueblos. Esa constatación permite definir posturas, en los conflictos entre el denostado poder norteamericano y aborrecibles gobiernos de la periferia.

El choque entre el invasor Bush y el tirano Hussein fue un clásico ejemplo de esa disyuntiva. En esa confrontación correspondía situarse en el campo de los iraquíes, no sólo por el carácter manifiestamente agresor del atacante yanqui. Esa incursión implicó una acción imperialista contra un país del universo dependiente. Esa ubicación de los contrincantes en el orden geopolítico mundial constituye un elemento más definitorio de la postura de la izquierda, que el ocasional perfil de los mandatarios de Washington y Bagdad.

Este abordaje es frontalmente contrapuesto al enfoque liberal, que enaltece la “democracia” occidental frente a los “populismos” de la periferia, para justificar los atropellos imperialistas con disfraces civilizatorios. La izquierda debe levantar su voz contra esa inversión de la realidad, recordando por ejemplo que imperialismo inglés era el enemigo principal en Malvinas, a pesar de la existencia de un gobierno dictatorial en la Argentina.

En algunas miradas la equiparación neutralista de los bandos geopolíticos como un bloque indistinto se remonta a la existencia de la URSS. Se estima que Moscú ya intervino en esa época como potencia agresora al invadir Afganistán (1979-89). Esa incursión es tan objetada como la implementada posteriormente por sus rivales de Occidente (Achcar, 2021).

Pero esa evaluación presupone en forma equivocada que la URSS desenvolvía políticas imperiales, cuando en ese país regía un sistema no capitalista. Valora además en forma negativa una acción externa positiva de ese régimen. Moscú socorrió en ese momento a un gobierno progresista atacado por los talibanes que entrenaba la CIA (Ramos, 2021).

Reconsiderar ese episodio es clave para definir posturas antiimperialistas. Si en un conflicto entre la URSS y los talibanes la izquierda no debía tomar partido, se pierden todos los criterios para evaluar cuáles son los aliados y los enemigos de un proyecto de emancipación. Afganistán fue un caso testigo de la acción regresiva posterior de los yihadistas en todo el mundo árabe. Junto a su padrino estadounidense se ubicaba en el bando reaccionario en la batalla frente a la URSS.

Como los conflictos globales y las confrontaciones de cada país se entremezclan en forma muy compleja en todo el “Gran Oriente Medio”, puede resultar útil retomar otros antecedentes históricos para clarificar la intervención de la izquierda. Los sucesos en la región tienen actualmente más puntos de contacto con el escenario de la Segunda Guerra Mundial (1939-45), que con el contexto de la primera conflagración global (1914-19).

En este último caso prevalecía una disputa entre potencias por los mercados y las colonias y correspondía postular una oposición frontal a todos los contendientes. En el segundo conflicto se combinaron, por el contrario, los choques interimperialistas (Estados Unidos-Japón, Alemania-Inglaterra) con las resistencias democráticas al fascismo y la defensa de la URSS ante la restauración capitalista. Esta conjunción determinó el alineamiento de la izquierda en el campo de los aliados (Mandel, 1991).

Lo ocurrido en este último choque clarifica la reacción popular que suele irrumpir frente a peligros mayores. Muchos analistas han registrado, por ejemplo, que una parte de la población siria contraria a Assad optó por sostener pasivamente a ese gobierno, frente a la amenaza del salvajismo yihadista o la ocupación extranjera (Munif, 2017). Lo mismo sucedió en la URSS, cuando Stalin logró un sorpresivo sostén interno frente a las inexorables masacres que auguraba el triunfo de Hitler.

En el escenario actual las grandes potencias no disputan en el mismo plano. El curso dominante es el intento norteamericano de recuperar dominación global, mediante un rediseño a su favor de todo el Medio Oriente. Pero esa agresión se ha entremezclado con otra variedad de conflictos, que plantean la defensa del laicismo frente a las bandas yihadistas y el sostén de los acotados logros democráticos frente a los gobiernos represivos. El registro de esas mixturas es decisivo. 

El test de Libia

Algunos autores que equiparan con criterios neutralistas a los bandos geopolíticos en pugna en Medio Oriente, proponen controvertidos postulados como principios del antiimperialismo. Afirman que cuando la intervención extranjera es la única opción disponible para salvar a los movimientos populares, corresponde aceptar ese auxilio exigiendo que su alcance sea acotado (Achcar, 2021).

Pero el gran problema radica en que el aludido socorrista es el imperialismo norteamericano. Con ese fundamento se avaló, por ejemplo, la “zona de exclusión aérea” que dispuso la OTAN en Libia para apuntalar la revuelta contra Gadafi.

Lo ocurrido en ese país fue un importante test para la izquierda, puesto que allí se verificaron en forma muy nítida las posturas contrapuestas. A diferencia de lo sucedido en Túnez y Egipto -donde el apoyo a la primavera fue ampliamente mayoritario- el carácter genuino de las protestas fue muy discutible desde su inicio en Libia. Transcurrida una década de esos episodios ya son numerosos los datos que corroboran la existencia de una acción imperialista para tumbar a Gadafi.

La catarata de mentiras que publicitó el Departamento de Estado para justificar esa incursión ha salido a flote en un reciente informe del Parlamento británico (Norton, 2021). Tal como ocurre con los archivos que desclasifica la CIA, esas informaciones toman estado público cuando ya no pueden alterar el resultado de lo ocurrido.

Las fuerzas especiales de la OTAN se afincaron en ese país con gran antelación (Armanian, 2018) y Hillary Clinton se embarcó en una gran campaña de demonización de Gadafi. De esa forma se generó el clima internacional requerido para convalidar su asesinato.

La denuncia de ese operativo que promovieron muchos exponentes de la izquierda antiimperialista, contrastó con la benevolente actitud hacia la maniobra de Washington que prevaleció entre sus pares neutralistas.

Esta segunda postura ha sido ratificada con la reivindicación del movimiento insurgente que tumbó a Gadafi, utilizando armas y recursos financieros provistos por Estados Unidos. Los grupos que encabezaron ese golpe son nuevamente presentados como exponentes de un movimiento popular democrático, desconociendo su estrecha conexión con las fuerzas de la OTAN, que cercaron al país para precipitar un cambio de régimen.

Ignorar la subordinación de la oposición libia al imperialismo podía ser entendible hace una década, pero no en la actualidad a la luz del colapso padecido por ese país. Fue un error asignar cualidades democráticas a un bando dominado por grupos embarcados en la demolición de un gobierno enemistado con Washington.

El enaltecimiento de ese campo no se limita a su presentación como valerosos “insurgentes que tomaron Bengasi”. Se aprueba también su solicitud de protección estadounidense. Ese socorro -que se instrumentó a través de la imposición de una “zona de exclusión” en el espacio aéreo libio- es evaluado como una involuntaria concesión norteamericana a las demandas de los combatientes contra la tiranía de Gadafi (Achcar, 2021).

Pero en los hechos esos grupos actuaron como auxiliares del Pentágono y no como meritorios luchadores por la libertad. Ese deschave ha quedado en evidencia en la actual disputa por el botín petrolero que libran los sepultureros de Gadafi. Como Libia ha perdido relevancia mediática la prensa internacional ya no los menciona. Sólo tuvieron cobertura mientras cumplían una función golpista. Pero el aval concedido a esa operación por un sector de la izquierda tiene consecuencias más perdurables.

Resulta indispensable dejar atrás el diagnóstico de una rebelión popular, que impuso la colaboración de Occidente con acciones favorables a la introducción de la democracia. En los hechos ocurrió lo opuesto. El imperialismo utilizó grupos afines para deshacerse de un mandatario que mantenía conductas autónomas de Estados Unidos.

Es incorrecto suponer que esas bandas forzaron a la OTAN a ir más allá de sus objetivos de simple presión sobre Gadafi. Las milicias que reclutó Washington no definieron las conductas del Departamento de Estado, que diagramó la aniquilación de un opositor. El asesinato que indujeron de Gadafi no fue un triunfo popular, sino un oprobioso crimen festejado por los generales del Pentágono. El presidente de Libia había perdido popularidad y legitimidad, pero no fue sustituido por la decisión soberana de los ciudadanos de ese país. Fue simplemente asesinado por los sicarios de Washington.

 

Las controvertidas «Zonas de exclusión»

La aprobación de la zona de “exclusión aérea” que dispuso la OTAN en Libia se apoya en los antecedentes de ese dispositivo. Los justificadores de esa acción consideran que fue instrumentado en 1991 para contrarrestar las masacres de Hussein contra los refugiados kurdos en el norte de Irak. Estiman que operó como un auxilio a las fuerzas kurdas frente el Ejército Islámico y sirvió en 2019 como dique a la incursión de Turquía contra esa minoría (Achcar, 2021).

Pero con este criterio, la aceptación de una acción de la OTAN por parte de la izquierda deja de constituir un hecho excepcional y se transforma en una norma de varias batallas. El imperialismo norteamericano es visto como un socorrista frecuente, que debe ser inducido a adoptar medidas más activas de intervención.

Esta mirada no toma en cuenta las evidentes consecuencias de propiciar el dominio aéreo de una fuerza, que se ha especializado en la masacre de civiles. Con ese aval a la potestad estadounidense para introducir “zonas de exclusión”, el compromiso con fuerzas imperialistas no es postulado como un hecho esporádico o resultante de circunstancias excepcionales. Si corresponde reivindicar el auxilio de Pentágono ya no sólo a los kurdos sino también a los libios, la presencia militar de Estados Unidos queda establecida como un dato positivo.

De esa forma se olvida que el cimiento básico del antiimperialismo es la oposición al intervencionismo norteamericano. Estados Unidos es el centro de la dominación capitalista mundial y el principal agresor de los pueblos. Si ese enemigo es visto como un aliado -con comportamientos apenas inconsecuentes (frágil provisión de armamento a los kurdos e insuficiente protección de los libios)- el cambio de óptica es sustancial. Se olvida que la lucha contra el imperialismo supone ante todo confrontar con el dominador estadounidense. Esa obviedad queda diluida.

La aceptación de una mayor presencia militar norteamericana en Medio Oriente es en los hechos afín a los mensajes auspiciados por varias corrientes del Partido Demócrata (Rana, 2021), que frecuentemente contaron con el beneplácito de sectores radicales de esa formación.

En lugar de sumarse a ese clima, la izquierda debe insistir en el retiro de los marines del extranjero. Esta actitud sintoniza con las renovadas demandas de repatriación de todas las tropas estadounidense en el exterior, que ha suscitado la reciente derrota de Afganistán (Moore, 2021).

El antiimperialismo exige afianzar ese curso para desenmascarar todas las inconsistencias del “imperialismo de los derechos humanos”, que rige la política exterior de la primera potencia. Hay que subrayar una y otra vez que cualquier “intervención humanitaria” de Washington desemboca en mayores tragedias de muertes y refugiados.

Los dilemas de Siria

Otra controversia relevante fue desencadenada por el continuado sostén de varias corrientes de la izquierda a los “rebeldes” durante la guerra en Siria. Esas vertientes estimaron que los exponentes de la marea democrática se ubicaban en la oposición y los defensores de la tiranía en el bando de Assad. Enaltecieron al primer sector como representante de una avanzada “revolución”, hasta que la guerra concluyó con el triunfo de un gobierno apuntalado por Rusia e Irán (Sorans, 2016).

En el transcurso de esa larga batalla el presidente Assad fue invariablemente señalado como el principal enemigo a vencer. Esa caracterización fue expuesta cuando reprimió las primeras protestas y también cuando se convirtió en el blanco de los yihadistas sostenidos por Arabia Saudita, con el visto bueno de Estados Unidos y Turquía. La existencia de una fuerte confrontación entre ese gobierno y el espectro más reaccionario de Medio Oriente fue omitida o relativizada, como un dato secundario del conflicto (VVAA 2019).

Con esa evaluación se propició el triunfo militar del bando opositor, mediante campañas internacionales de apoyo a esa lucha. Se desechó la propuesta alternativa que auspiciaba una salida pacífica y negociada entre las fuerzas que ensangrentaban al país.

Esa errónea postura fue mantenida a lo largo del conflicto, sin registrar el cambio que introdujo la usurpación derechista de la protesta democrática. Esa captura fagocitó la revuelta y vació al movimiento de sus metas progresistas.

En el curso de la guerra los yihadistas fueron doblegados por la resistencia de los kurdos, en un marco de vacilaciones de Estados Unidos y Turquía, que el gobierno aprovechó para consumar una exitosa contraofensiva. Los defensores de los “rebeldes” continuaron idealizando a ese bando, desconociendo la mutación radical que se registró en el conflicto. Siguieron presentando como una confrontación entre fuerzas democráticas y dictatoriales una batalla que no contraponía a esos campos.

Es cierto que las protestas en Siria tuvieron al principio una impronta democrática. Pero ese perfil no se mantuvo inmutable a lo largo de la guerra. La sangría modificó el sentido de la confrontación, sepultando los anhelos de reformas políticas y sociales. Ese viraje fue totalmente omitido por quienes sólo despotricaron contra Assad y juzgaron con benevolencia al bando opuesto.

Los sectores de izquierda que continuaron ponderando una “revolución siria” confiscada por los grupos fundamentalistas, desconocieron que ese control diluía cualquier parentesco con los maquis franceses (obligados a pactar con el diablo para continuar su resistencia).

Los defensores de esa postura también ignoraron que la oposición siria quedó sujeta primero al radar de la OTAN y fue posteriormente encadenada a los yihadistas. Cómo podría convertirse ese bando en una fuerza revolucionaria con potencialidades transformadoras es un misterio. No hay forma de imaginar un desemboque socialista de una guerra consumada por milicias reaccionarias, financiada por monarquías del Golfo y convalidadas por el Pentágono.

Los teóricos de la “revolución siria” contrapusieron, además, ese proceso de guerra civil, con el curso inverso de guerra imperialista prevaleciente en Irak, a partir de la invasión norteamericana (Sorans, 2016). Pero esa diferencia real en el debut de ambos conflictos no se extendió a su desarrollo.

Estados Unidos no invadió Siria, pero bombardeó con frecuencia las zonas bajo control de Irán. El Pentágono no construyó una fortalecida zona verde como en Bagdad, pero diseminó instalaciones en la región kurda. Tampoco actuó con miles de marines, pero supervisó los movimientos bélicos de sus aliados sauditas e israelíes.

La analogía se extiende también al resultado de la conflagración. Irak terminó bajo el control político del adversario iraní y Siria bajo la protección del enemigo ruso. Frente a los fracasos afrontados en ambos casos, Washington auspició la fractura de los dos países en mini-estados a fin de preservar su influencia. Si Irak fue una explícita guerra imperialista, Siria devino en otra modalidad de la misma agresión y el forzado contrapunto entre ambas situaciones es equivocado.

El mismo desacierto se comete al comparar lo ocurrido en Siria con la revolución española (1936-39). Se emparenta a la oposición del primer país con los republicanos del segundo y a los fascistas ibéricos con el gobierno de Assad. Pero en ese contrapunto se omite definir dónde quedan situados los yihadistas. Esta aclaración no es secundaria, dado el parecido de esas milicias con el oscurantismo clerical-reaccionario de la Falange española. Basta notar el lugar dominante que ocuparon esas fuerzas en la oposición siria para registrar la inconsistencia de la analogía.

 

«¿Revoluciones democráticas?» 

La expectativa en la fuerza auto-emancipadora de la democracia condujo a varias corrientes de izquierda a presentar a Assad como el único enemigo de la población, omitiendo la nocividad equivalente del grueso de sus opositores. Un detallado relevamiento de las posturas en debate durante ese conflicto retrata ese posicionamiento (Syriainbrief, 2016).

En ese estudio se describe cómo una parte de la izquierda apoyó a los “rebeldes” suponiendo que eran partícipes activos de una “revolución democrática”, que arrasaría al gobierno autoritario de ese país. Otras evaluaciones (Cinatti, 2016) ilustraron cómo esa misma concepción asignó a la primavera árabe un potencial democratizador, que auguraba posibilidades ulteriores de radicalización socialista.

Esta visión repitió las erróneas caracterizaciones expuestas hace tres décadas frente al desplome del “campo socialista”. Ese derrumbe fue observado por algunas corrientes trotskistas como la antesala del resurgimiento del comunismo, cuando en los hechos devino en un curso opuesto de restauración del capitalismo.

El origen de ese desatino ha sido la magnificación de la democracia, como una fuerza auto-impulsora de transformaciones progresistas. Con esa mirada se desconecta el ideal democrático de la impronta efectiva que asume en cada escenario. Se olvida que el propio término de democracia es un comodín utilizado por Washington para perpetrar incontables tropelías. Con ese estandarte Estados Unidos invadió Irak, destruyó Afganistán, pulverizó a Libia y desangró a Siria.

La izquierda puede perder la brújula si supone que las conquistas populares serán logradas por la mera expansión de un anhelo democrático, olvidando cómo las clases dominantes manipulan esa aspiración. En Medio Oriente esa esperanza sólo puede corporizarse en forma efectiva, si queda enlazada a las batallas contra el imperialismo. La democracia no es un ideal con mágicos poderes de emancipación de los pueblos. Es una meta que avanzará revirtiendo la dominación que ejerce el imperialismo y la explotación que practican los capitalistas.

Lo ocurrido en la primavera árabe confirma esta caracterización. Los avances democráticos esperados de esa irrupción quedaron frenados por la violenta reacción del imperialismo y sus socios. Ese proceso no está cerrado y tiende a renacer. Pero hasta ahora acumula una importante secuencia de derrotas que no deben ser desconsideradas, suponiendo que constituyen meros desvíos de una ascendente mega-revolución. Esa expectativa vagamente centrada en el largo plazo imagina un porvenir venturoso, eludiendo reconocer el resultado contrarrevolucionario que prevalece al cabo de una década.

Estrategias antiimperialistas

La gran influencia del liberalismo en una franja de la izquierda quedó corroborada frente a las disyuntivas que planteó la primavera árabe. Ese predicamento ha sido tan relevante como la tendencia opuesta a razonar con meros criterios geopolíticos. En el primer caso se aborda en forma unilateral la batalla contra el autoritarismo de los gobiernos enemistados con Estados Unidos. En el segundo planteo se desconsidera el protagonismo popular, al priorizar la contraposición entre un nocivo campo occidental y un ponderable bloque multipolar.

El antiimperialismo del siglo XXI exige superar ambas posturas, reconociendo la primacía de las batallas contra el dominador estadounidense sin embellecer a sus rivales. Es igualmente decisivo resaltar la legitimidad de las demandas democráticas y la insoslayable centralidad de la lucha popular.

Una acertada estrategia antiimperialista será vital en la próxima oleada de la primavera árabe. Los amargos resultados de la marea anterior podrían ser revertidos en esa secuencia, si la nueva irrupción empalma con la revitalización de la izquierda. Ese resurgimiento exige retomar y renovar estrategias antiimperialistas que puedan reconocer a los grandes enemigos, superando la ingenua confianza en sus competidores. Esa síntesis emergerá con la experiencia de las próximas batallas.

 

REFERENCIAS

 

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