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Del naufragio de la guerrilla al ascenso del tirano millennial

La izquierda salvadoreña, aglutinada en el FMLN, debe emprender de manera urgente un balance autocrítico de sus gobiernos para volver a representar una alternativa a los ojos del pueblo y, con ello, hacer frente a los impulsos autoritarios de Bukele y las élites.

En su texto «Filosofía para gobernar El Salvador por periodos no mayores (ni menores) de trece años», el célebre poeta y guerrillero Roque Dalton reproduce un compendio de frases atribuidas al dictador Maximiliano Hernández Martínez, gobernante de aquel país entre 1931 y 1944. De acuerdo con Dalton, cuando el Arzobispo de San Salvador le pidió en nombre de Dios el cese de las ejecuciones de los responsables de un intento de insurrección en abril de 1944, el General Hernández Martínez afirmó «Yo soy Dios en El Salvador». 

En 2020, el gobernante salvadoreño Nayib Bukele tomó la Asamblea Legislativa custodiado por militares. Tras amenazar con realizar un golpe en contra del Poder Legislativo por su resistencia a aprobar un crédito millonario, Bukele afirmó ante sus seguidores: «Si quisiéramos apretar el botón, solo apretamos el botón. Pero yo le pregunté a Dios, y Dios me dijo: ‘paciencia’».

Ambas anécdotas, aunque acontecidas en momentos históricos muy distintos, nos brindan algunas pistas para interpretar la cultura política salvadoreña y comprender que el ascenso al poder de Nayib Bukele dista de ser un fenómeno excepcional. Se trata, por el contrario, de un retorno a la vieja tradición autoritaria y conservadora del «Pulgarcito de América», tras un breve impase entre 2009 y 2019 en que la izquierda gobernó el país. 

Breve historia del autoritarismo salvadoreño

La mayor parte del siglo XX El Salvador estuvo muy lejos de la democracia. De 1931 a 1979 fue gobernado de manera ininterrumpida por militares. En ese período, las violaciones a derechos humanos y los actos de violencia política se cometieron de forma sistemática (incluyendo el etnocidio de 1932 que, como respuesta a una insurrección campesina, concluyó con el exterminio casi total de la población indígena del país).

El ciclo de gobiernos militares comenzó con el Gral. Maximiliano Hernández Martínez, cuyo mandato de trece años (de 1931 a 1944) es el más largo del que se tiene registro en la historia del país. Posteriormente, se sucedieron por más de tres décadas una serie de gobernantes castrenses que compartieron ciertos elementos en común: discursos anticomunistas, defensa de los intereses de la oligarquía nacional, alineación con las directrices dictadas desde Washington, corrupción, fraudes electorales y represión en contra de la oposición civil.

A partir de la década del 70, el país experimentó un auge en el surgimiento de organizaciones políticas y sociales que pugnaban por el fin de la dictadura militar y el establecimiento de una república democrática y soberana. También en esa década surgieron diversos grupos guerrilleros de corte socialista que, ante la falta de libertades políticas, optaron por la vía armada para impulsar un cambio en el estado de las cosas. 

Destacan cinco estructuras políticas: el Partido Comunista de El Salvador (PCS), las Fuerzas Populares de Liberación (FPL), el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), la Resistencia Nacional (RN) y el Partido Revolucionario de los Trabajadores Centroamericanos (PRTC). En 1980, esas cinco estructuras se unificaron para dar vida al instrumento histórico de la izquierda salvadoreña y uno de los protagonistas de la historia contemporánea del país: el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN).

Las tensiones sociales maduraron a lo largo de los años 70 —a la ausencia de democracia hay que sumar la pobreza en la que vivía la gran mayoría de la población y la gran desigualdad en la distribución de la riqueza— y, acompañadas por factores internacionales (el impulso por el triunfo de la Revolución Sandinista en 1979, el contexto global de confrontación ideológica entre el bloque capitalista y el bloque comunista), desembocaron en una guerra civil. 

Así, entre 1980 y 1992, El Salvador fue escenario de uno de los últimos conflictos relacionados con la Guerra Fría en América Latina: una brutal guerra civil que dejó un saldo de alrededor de 75 mil muertos y 10 mil desparecidos. Las facciones beligerantes fueron, por un lado, el Gobierno de El Salvador y sus Fuerzas Armadas (con el apoyo logístico y económico de los Estados Unidos) y, por el otro, el FMLN. 

Cabe señalar que aunque en la década del 80 el país fue gobernado por tres presidentes civiles (Álvaro Magaña, José Napoleón Duarte y Alfredo Cristiani), los factores reales de poder —el Ejército, la oligarquía, el clero, el gobierno norteamericano— se mantuvieron intactos y siguieron ejerciendo el control sobre las decisiones del Estado. Además, en un contexto de guerra civil, la añeja cultura de violaciones a los derechos humanos se recrudeció.

Inicio del bipartidismo y naufragio de la guerrilla

Carl von Clausewitz decía que la guerra es la continuación de la política por otros medios. En el caso de El Salvador, sin embargo, los factores se invierten: la política partidista ha sido la continuación de la guerra por otros medios.

La guerra civil concluyó con la firma de los Acuerdos de Paz realizada en Chapultepec en 1992. A partir de entonces, la joven democracia electoral salvadoreña se convirtió en un reflejo institucionalizado de las facciones beligerantes durante el conflicto: un bipartidismo sólido en el cual la oligarquía y los sectores conservadores tradicionales encontraron representación en el partido Alianza Republicana Nacionalista (ARENA), mientras que la izquierda se institucionalizó a través de un FMLN reconvertido en partido político.

ARENA (partido fundado en 1981 por el militar de extrema derecha y promotor de escuadrones de la muerte, Roberto d’Aubuisson) llegó al poder en 1989. Sin embargo, fue recién a partir de 1994 que todas y cada una de las elecciones legislativas y presidenciales de El Salvador comienzan a ser monopolizadas por ARENA y el FMLN. Entre 1994 y 2018, los diputados de ambos partidos nunca sumaron menos del 65% de la representación legislativa total. Además, ARENA ganó las elecciones presidenciales de 1994, 1999 y 2004. Por su parte, el FMLN accedió a la presidencia en 2009 y 2014. 

Siguiendo la tendencia latinoamericana de los años 90s y principios de los 2000, los gobiernos de ARENA instrumentaron un programa neoliberal y privatizador. Nada nuevo para El Salvador, que durante todo el siglo XX había estado alineado a las políticas económicas dictadas desde Estados Unidos. Los gobiernos de ARENA se caracterizaron por promover reformas orientadas hacia la disminución del sector público como parte de las condiciones impuestas por los préstamos de ajuste estructural recibidos por el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional. Todo ello sucedió en un contexto de gran opacidad, al grado que los últimos dos presidentes de ARENA (Antonio Saca y Francisco Flores) fueron condenados judicialmente por hechos de corrupción. 

Además, el inicio de la «guerra contra las pandillas» generó un ambiente de violencia descomunal: a partir de 2003, los gobiernos de ARENA implementaron los Planes Mano Dura y Súper Mano Dura. Sus nombres no dejan mucho lugar a dudas respecto a los objetivos que perseguían. Las estrategias fueron sumamente represivas y violatorias de las libertades individuales. Sin embargo, sus resultados en materia de contención de la violencia muestran el fracaso de ambos, pues el país duplicó sus tasas de homicidios entre 2001 y 2009. Paulatinamente, en la percepción del pueblo salvadoreño, la delincuencia se convirtió en el mayor problema público. 

Tras el desencanto popular con los gobiernos de ARENA, en 2009 El Salvador tuvo por primera vez un gobierno de izquierda. Desde ese año y hasta 2019 fue gobernado por el FMLN, primero a través del experiodista Mauricio Funes y posteriormente por el excomandante guerrillero Salvador Sánchez Cerén. 

Los gobiernos del Frente se caracterizaron por su énfasis en las políticas de combate a la pobreza, de tal manera que el propio Banco Mundial ha reconocido que el país experimentó una disminución en la tasa de pobreza del 39% en 2007 al 29% en 2017 (del 15% al ​​8,5% en el caso de la pobreza extrema). El FMLN también redujo la histórica brecha de desigualdad, pues el coeficiente de Gini pasó del 45,8 en 2009 al 38,0 en 2017, su mínimo histórico.

Sin embargo, los gobiernos del FMLN fueron incapaces de instrumentar una estrategia eficaz para revertir los altos índices de violencia en el país. En 2012, el gobierno de Funes negoció una tregua entre el Estado y los líderes pandilleros que generó una reducción drástica de los homicidios pero fue ampliamente criticada por la opinión pública, además de que ser declarada ilegal por la Corte Suprema. Por ello la política fue abandonada en 2013, para retomar el combate frontal contra las pandillas legado por ARENA. El gobierno de Sánchez Cerén continuó con esa estrategia pero con resultados aún más deficientes: 2015 se constituyó en el año más violento de la historia reciente salvadoreña, con 6670 homicidios, mientras que 2016 ocupó la segunda plaza, con 5280 asesinatos.

Todo ello, aunado a los diversos escándalos de corrupción que involucraron a miembros de la cúpula del FMLN (incluyendo al propio Mauricio Funes, actualmente asilado en Nicaragua), a la baja popularidad de Sánchez Cerén y a la guerra mediática de la derecha y sus medios de comunicación —con narrativas que acusaban a los guerrilleros de crímenes supuestamente cometidos durante la guerra y de pretender instalar una dictadura comunista— llevaron al pueblo salvadoreño a darle la espalda electoralmente al FMLN en 2019. Para dimensionar el naufragio del FMLN: hoy el partido solo cuenta con 4 representantes en la Asamblea Legislativa.

Fin del bipartidismo: el tirano millennial

La carrera de Nayib Bukele, como la de casi toda la clase política salvadoreña en activo, está irremediablemente ligada con el conflicto armado de los años 80. Su padre, Armando Bukele, fue un empresario y académico de origen palestino, amigo personal de Schafik Handal (líder histórico del Partido Comunista Salvadoreño y candidato presidencial del FMLN en 2004).  

Su ascenso fue meteórico: primero, alcalde del municipio Nueva Cuscatlán (2012–2015); luego, alcalde de la capital San Salvador (2015–2018) y, finalmente, Presidente de El Salvador desde 2019. A los 37 años y con tan solo siete años de carrera política, accedió al máximo cargo político nacional. En menos de tres años construyó una nueva fuerza política, «Nuevas Ideas», que puso fin al bipartidismo de posguerra y que hoy detenta la mayoría absoluta de las curules en la Asamblea Legislativa (56 de 84 posibles).

Por sus orígenes familiares, no sorprende que Nayib Bukele haya comenzado su carrera política en las filas del FMLN. Sin embargo, tras ser expulsado del partido en 2017 por violaciones al estatuto, Bukele ha convertido al Frente en su enemigo público número uno. Desde la presidencia ha utilizado el gran aparato de comunicación a su disposición para impulsar una campaña de odio en contra de la otrora guerrilla y de sus militantes.

El punto más álgido de esa confrontación se dio el 31 de enero de 2021, cuando dos militantes del FMLN fueron asesinados en la capital del país mientras realizaban actividades de campaña. La respuesta de Bukele fue insinuar que los homicidios habían sido un montaje organizado por el propio FMLN. Algunos días después, la Fiscalía negó esa versión y determinó que los autores de los asesinatos fueron tres empleados de seguridad del Ministerio de Salud. Es decir, trabajadores de la administración de Bukele.

Pero, además, Nayib Bukele desarrolla de manera permanente el ejercicio de la desmemoria histórica: ha declarado que la guerra civil de los años 80 y los Acuerdos de Paz de 1992 fueron «una farsa» y que «no trajeron ningún beneficio para el pueblo». Con ello, además de minimizar la gesta heroica de miles de salvadoreños que lucharon por una mejora en sus condiciones materiales de vida, olvida que ambos eventos dieron origen a la democracia electoral en El Salvador, de la cual se ha beneficiado.

En general, el gobierno de Bukele se ha caracterizado por capítulos de autoritarismo que rememoran el pasado dictatorial de El Salvador. Entre los más significativos se encuentra la destitución de los magistrados de la Corte Suprema y el Fiscal General, realizada por la mayoría legislativa afín a Bukele, acción que llevó incluso a la OEA y al gobierno de Estados Unidos a externar su preocupación por la situación política del país. 

Otro capítulo muy recordado fue aquel día en que Bukele ordenó a las Fuerzas Armadas irrumpir en la Asamblea Legislativa para forzar la aprobación de financiamiento para su plan de seguridad. Un auténtico golpe contra la frágil democracia salvadoreña.

En cuanto a su estrategia en contra de la delincuencia, existe ambigüedad: por un lado, Bukele ha autorizado públicamente a las Policías y Fuerzas Armadas a utilizar la fuerza letal en contra de los pandilleros. Por el otro, el periódico salvadoreño El Faro ha documentado, a partir de archivos oficiales, la realización de decenas de reuniones secretas entre funcionarios de la administración de Bukele y líderes de las maras desde junio de 2019, en las que se ha negociado la reducción de los homicidios en el país a cambio de beneficios carcelarios.

La llegada de Bukele al poder es una restauración de las viejas prácticas autoritarias en El Salvador. En un país cansado de la violencia, Bukele goza de gran popularidad por su uso de la mano dura y el despliegue del Ejército. Considerando que en la historia salvadoreña las dictaduras, el conservadurismo, la violencia política y las violaciones de derechos humanos fueron siempre de la mano, la preeminencia de Bukele en el primer plano de la política nacional entraña enormes riesgos.

La oligarquía salvadoreña, que acusaba permanentemente al FMLN de pretender convertir al país en una dictadura comunista, se siente muy cómoda con el autoritarismo actual: Bukele no representa ninguna amenaza a sus intereses económicos. La izquierda salvadoreña, aglutinada en el FMLN, debe emprender de manera urgente un balance autocrítico de sus gobiernos para volver a representar una alternativa a los ojos del pueblo y, con ello, hacer frente a los impulsos autoritarios de Bukele y las élites.

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