Burguesía y capitalismo
Hoy en día, la idea de unas revoluciones burguesas (concebidas como hechas por un actor de clase perfectamente organizado y auto-consciente) está hondamente desacreditada, incluso entre los marxistas. La única vía para defender en algo la idea de una revolución burguesa es por sus resultados, y no por quiénes las hicieron o por las intenciones que perseguían. Pocos burgueses apoyaron, por ejemplo, a la revolución francesa. Muchos de ellos sencillamente se le opusieron, y Robespierre no quería establecer el capitalismo, sino una república igualitaria de pequeños propietarios. Sin embargo, fueran cuales fuesen sus diferencias sectoriales y regionales o sus disímiles convicciones políticas o religiosas, todos los capitalistas actuaban y actúan en su vida práctica y cotidiana sobre la misma base y en virtud del mismo principio: la propiedad privada y la ganancia. Y esto era así desde mucho antes de que se constituyeran lo que podríamos considerar estados capitalistas. Es decir que, con independencia de las creencias y acciones específicas de cada burgués particular y de cada burguesía específica, esta clase tendía a reproducir (y muchas veces expandir) ciertas pautas comunes, se lo propusiera conscientemente o no. No sucede lo mismo con el proletariado, al menos en lo tocante a la propiedad colectiva o el socialismo. (Es obvio que sí reproduce ciertas pautas comunes, aunque rara vez de un carácter tan absoluto como la propiedad privada y la ganancia de los capitalistas: la organización sindical obrera, siendo una fuerte tendencia general, no posee la universalidad de la propiedad y la ganancia de los capitalistas). La base material de la clase obrera no es la propiedad colectiva sino la carencia de propiedad (sobre los medios de producción), y el principio que la mueve y preocupa cotidianamente no es la auto-actividad libre sino el trabajo asalariado: el monto del salario, fundamentalmente (incluso la reducción de la jornada laboral ha ido perdiendo centralidad, y es usual que los trabajadores, al igual que las otras clases, prioricen el aumento de los ingresos que permiten un mayor consumo, antes que el aumento del tiempo libre para dedicarlo a actividades auto-realizativas … incluso entre sectores que objetivamente estarían en condiciones de hacerlo). Esto quiere decir que la burguesía podía, en cierto modo y hasta cierto punto, constituir su mundo (el capitalismo) simplemente expandiendo lo que ya estaba haciendo (obviamente, el proceso histórico fue mucho más complejo, siendo quizá el problema fundamental el hecho de que la burguesía medieval no tendía tanto a transformar el mundo feudal como a adaptarse a él; además del pasaje del capital mercantil al industrial). Pero la situación del proletariado es completamente diferente. Una nueva sociedad “proletaria” no podría surgir nunca simplemente expandiendo las bases materiales de la clase obrera y el principio en que se guía. Por esa vía sólo se reproduce el capitalismo. De aquí la paradoja de que el objetivo de la clase obrera, para el marxismo, debe ser el de abolirse a sí misma. Pero esto implica una contradicción mucho más grande que en el caso de la burguesía. Aun cuando no se propusiera acabar con la servidumbre o derrocar al absolutismo, el capitalista, en tanto que tal, incentivaba irremediablemente en su vida cotidiana (sin necesidad de ninguna organización específica, sin necesidad de ocuparse o manifestar intenciones políticas) la primacía del valor de cambio sobre el valor de uso, el comercio, la prioridad del beneficio, el fetichismo de la mercancía y la afirmación de la propiedad privada absoluta. Todo esto colisionaba (no totalmente, de ahí las complejidades de la transición) con el orden medieval.
Proletariado y socialismo
Nada parecido sucede con el proletariado. En su vida cotidiana los miembros de la clase obrera (entendida ampliamente como el conjunto de asalariados) no incentivan “naturalmente”, sin proponérselo conscientemente, ninguna base material, ningún valor, ningún principio alternativo al del capitalismo. Y allí donde lo hacen, el fenómeno se da entre sectores organizados en coaliciones políticas o sindicales, que en general no aglutinan más que a una parte (muchas veces minoritaria) de los trabajadores. Mientras que la propiedad privada y la ganancia forman por así decirlo parte de la “naturaleza” social de cada capitalista individual (y renunciar a ellas implica dejar de serlo), la propiedad colectiva y el trabajo libremente asociado no forman parte de la realidad cotidiana de los trabajadores. De aquí que no se equivocaran Kautsky y Lenin cuando decían que por sí misma la clase trabajadora no desarrolla más que sindicalismo. Pero siendo las cosas así, es difícil evitar los males del sustituicionismo y del vanguardismo que los críticos de Lenin le reprochaban: uno de los grandes dramas del siglo XX ha residido en que tanto Lenin como sus críticos tenían razón. Lenin en la descripción de la realidad, sus críticos en las consecuencias que derivaban de la propuesta leninista para afrontarla.
El socialismo, pues, no es ni la vida práctica de los trabajadores, ni su objetivo ineludible, ni su “verdadera” ideología, que es lo que piensa la casi totalidad de las corrientes marxistas militantes. El socialismo es un sistema alternativo de valores, un objetivo político, una posibilidad social, una alternativa histórica, que seguramente no podrá triunfar sin el apoyo y la acción de la mayoría de los trabajadores, pero que en modo alguno es la tendencia “natural” hacia la que se encamina objetivamente el proletariado.
Todo lo dicho hace que la relación de la clase obrera con el socialismo sea mucho más ambigua que la de la clase empresarial con el capitalismo (entendido como una sociedad en la que el capital domina la producción y se ha convertido en el núcleo económico fundamental). Un empresario puede vivir en una sociedad que no es fundamentalmente capitalista y/o que se halla gobernada por una nobleza hereditaria de carácter no capitalista, pero su día a día se basa en la propiedad privada y en la ganancia, no pudiendo repudiarlas sin suicidarse como actor social. Así pues, un burgués puede ser liberal, monárquico o republicano, católico, ateo o protestante, fascista, demócrata o (incluso) “socialista”, partidario o adversario del estado benefactor, racista y machista empedernido o partidario de la igualdad entre géneros y etnias. Puede ser cualquiera de estas cosas, porque ninguna de ellas lo define como capitalista. Lo único que no puede hacer es repudiar a la propiedad privada y la ganancia. Es decir, repudiarlas de hecho, y no de palabra. Un burgués puede ser sincera y realmente anti-racista y anti-patriarcal. Puede votar realmente a una lista de izquierda o entregar grandes sumas a un partido revolucionario. Puede sentir honda y verdadera pena por los pobres del mundo. Todo esto puede hacerlo sin dejar de ser capitalista. Lo único que no puede hacer es renunciar a la propiedad privada o no respetar el imperativo de la ganancia: en el primer caso se quedaría sin los medios de producción que lo hacen capitalista; en el segundo no tardaría en fundirse. Ganancia y propiedad son sagradas e inherentes al capitalista: simplemente, no puede renunciar a ellas sin dejar de serlo. Por consiguiente hay un mínimo ideológico inherente a la burguesía: el respeto de la propiedad privada y el objetivo de la ganancia. Esto es consustancial a todos y cada uno de los burgueses. Todo lo demás no es necesario, y puede darse un amplio margen de variación histórica: fascismo, liberalismo, monarquismo, estado benefactor, neo-liberalismo, populismo, individualismo libertarista, responsabilidad social empresaria y muchas cosas más son opciones posibles para un capitalista. Puede optar por una u otra variante. Pero no puede optar en lo que hace a la propiedad privada y la ganancia. Allí donde alguien propusiera abolirlas el burgués se sentiría, con razón, amenazado. No hay, pues, una ideología que sea la ideología capitalista. Hay varias ideologías compatibles con el capitalismo. Pero sí hay, como mínimo, dos principios irrenunciablemente capitalistas, que ninguna ideología o política capitalistas podría negar o ignorar. Y esto es objetivamente así. A la misma conclusión llegamos tanto por medio del análisis lógico como por medio de la indagación empírica: la inmensa mayoría de los capitalistas defiende teóricamente estos principios y todos los respetan en la práctica.
No sucede lo mismo con lo que podríamos considerar principios socialistas rivales: propiedad colectiva y actividad libre auto-realizativa. Ninguno de ellos define al proletario: al contrario, su negación es más bien lo que lo define. Y empíricamente podremos hallar las respuestas más diversas. Lo único que define a los trabajadores como tales, la venta de su fuerza de trabajo, carece de contenido socialista alguno. Por consiguiente, los principios socialistas carecen del arraigo que tienen los principios capitalistas de propiedad y ganancia en todos y cada uno de los sujetos en cuestión. La defensa de la propiedad colectiva y de la auto-realización no es consustancial a los trabajadores, como lo es la defensa de la propiedad privada y de la ganancia para los capitalistas. Lo consustancial del socialismo no sería el trabajador como vendedor de su fuerza de trabajo, sino la praxis que lleva a los trabajadores a abolir su propia sujeción.
El caso de los campesinos es también ilustrativo. Hay un mínimo ideológico de todos los campesinados existentes: el acceso a la tierra. Incluso los campesinos siervos rusos, que aceptaban la servidumbre, siempre reclamaron su derecho a la tierra. Se podría decir que hay un equivalente en la clase trabajadora: el derecho al trabajo. Pero el derecho al trabajo no es el socialismo. A lo sumo es un capitalismo regulado, que ha conocido muchos ejemplos históricos, desde los “Talleres Nacionales” de 1848 al pleno empleo de los “Estados benefactores”.
Si los análisis precedentes son correctos, se impone extraer la conclusión de que no hay ningún vínculo necesario entre clase obrera y socialismo (como lo hay entre burguesía y propiedad privada o entre campesino y derecho a la tierra). Esto explica muy bien por qué los obreros reales han profesado las creencias más diversas en este terreno, y por qué rara vez han sido mayoritariamente revolucionarios. Nada de esto significa, sin embargo, que no haya vínculo alguno entre clase obrera y socialismo. Parece indudable que el socialismo es inviable si no lo asume al menos la mayoría de los trabajadores, y que es incompatible con la burguesía. Pero no se puede presentar al socialismo como el objetivo que todo obrero debería tener si no estuviera alienado, engañado por la ideología burguesa o manipulado quien sabe por quién. Hay muy buenas razones, por ejemplo, para que un obrero sea socialdemócrata o peronista. Y estas razones se tornan tanto o más claras ni bien comprendemos que quizá esos obreros persigan objetivos y tengan anhelos diferentes a los nuestros, socialistas. Esto ayuda a entender por qué casi nunca los trabajadores reales se desengañan con sus dirigencias reformistas o conservadoras, como esperan y vaticinan los revolucionarios. Simplemente, no perseguían los objetivos de revolucionar la sociedad, y acaso ni siquiera aspiraban a la socialización de la propiedad y a una forma de vida basada en la actividad libre. Esto remite a otro problema fundamental, que habría que tratar con cuidado para evitar malos entendidos y para diferenciar los planteos que aquí se desarrollan de otros que en apariencia son parecidos, pero que no tienen nada que ver con lo que pienso (por ejemplo los de Laclau, a quien he criticado por extenso en El marxismo en la encrucijada).
Lucha de clases, antagonismo y conciliación
La contradicción capital / trabajo no es en modo alguno una contradicción lógica (el tema de las consecuencias perniciosas de la confusión entre lógica y empiria ha sido excelentemente tratado por Manuel Sacristán). Es un antagonismo social, de magnitud muy variante. Nada entraña necesaria o lógicamente que el capital no pueda vivir más o menos “armónicamente” con el trabajo, ni que ganancias y salarios no puedan crecer juntos. Me doy perfecta cuenta que decir esto me coloca desmintiendo una arraigada creencia marxista. Pero estoy convencido que esta creencia, o prejuicio, no tiene fundamento empírico. Desde luego que patrones y obreros mantienen una relación asimétrica y basada en la explotación. Esto es indudable. Pero ello no significa, necesariamente, que la relación no pueda ser “armónica” (un término vago por lo demás): si ambas partes aceptan sus roles puede ser “armónica”, sin dejar de ser asimétrica y explotadora. A la inversa, puede haber relaciones terriblemente conflictivas que no sean ni asimétricas ni estén basadas en la explotación: por ejemplo la relación entre dos boxeadores, los vínculos entre dos corporaciones industriales, o la puja entre dos estados rivales. El llamado “estado benefactor”, de hecho, ha sido una increíble maquinaria que ha priorizado los elementos potencialmente armónicos sobre los conflictivos entre capital y trabajo. Y ha tenido éxito, dado que han desaparecido los movimientos obreros revolucionarios masivos allí donde este tipo de estado se implantó. El punto, con todo, es que el marxismo tradicional supone que el antagonismo entre capital y trabajo es de una naturaleza tal que necesariamente debe desembocar en la emergencia de otro tipo de sociedad, la cual, además, carecerá de antagonismos. Y esto no es algo que se pueda deducir, como se cree, a partir de datos empíricos. Hagamos una analogía. En cualquier ambiente ecológico hay presas y predadores. Podríamos decir que hay un conflicto entre unas y otros. Sin embargo, el sistema bien puede ser armónico, equilibrado y estar en condiciones de reproducirse indefinidamente. Desde luego que podría suceder que ciertas circunstancias hicieran que se rompiera el equilibrio entre presas y predadores, y que esto condujera a una radical modificación de la situación. Pero esto último no es una consecuencia ineludible del hecho de que unas especies se coman a las otras, ni mucho menos se deduce de ello que la situación ulterior se caracterice por la desaparición de los predadores. (Creo y espero que las sociedades humanas puedan eliminar a los predadores, aunque esto no sea posible en los ambientes naturales).
Yo no rechazo la conciliación de clases porque piense que es algo completamente imposible. La rechazo porque se basa en un tipo de vínculo que me parece totalmente desigual e injusto, y en tanto tal inaceptable. Es cierto que el aumento conjunto de ganancias y salarios pocas veces ocurre en los capitalismos reales; pero no es una imposibilidad lógica. Es obvio, por lo demás, que el capitalismo ha demostrado capacidad para mejorar sensiblemente las condiciones de vida de los trabajadores. De hecho, ha sido esta mejora más o menos constante (de acuerdo a las propias expectativas de los trabajadores) lo que ha hecho posible el fenómeno inaudito en la historia de una clase explotada con derechos políticos. La clase obrera contemporánea dista mucho de no tener nada que perder más que sus cadenas, que era una descripción bastante acertada en el siglo XIX.
No es, pues, el socialismo, una mera consecuencia de tomar conciencia de la relación antagónica entre capital y trabajo. Para afirmar el socialismo no basta con comprender que capital y trabajo tienen intereses diferentes e incluso antagónicos: es necesario afirmar éticamente la deseabilidad y postular la viabilidad (política, económica y ecológica) de un orden en el que ellos hayan desaparecido. Si aceptamos que los patrones querrán siempre mayores ganancias -por lo que cada vez que puedan reducirán los salarios o incrementarán el tiempo o la intensidad del trabajo- de ello no se deduce que haya que construir el socialismo. Quizá una mayoría de los obreros aceptaría hoy en día lo primero (que los patrones viven de las ganancias y son proclives a reducir los salarios); muy pocos lo segundo (que haya que construir el socialismo). Y no porque carezcan de lógica, sino porque la aceptación de que una relación es antagónica no implica necesariamente que se la quiera abolir o se piense que es posible hacerlo. Hay incluso situaciones en que los vínculos antagónicos son defendidos por todos los participantes: en los deportes competitivos, por ejemplo. Desde luego que yo creo que la relación entre capital y trabajo debería ser abolida; pero esto no se debe a que me haya hecho consciente de que es una relación antagónica: se debe a que me guío por una serie de principios éticos que me hacen juzgarla como un tipo de relación condenable; y a que pienso que es posible y deseable una sociedad fundada sobre otras relaciones.
Datos empíricos, evidencia histórica y elecciones políticas
Los militantes de izquierda somos todos muy proclives a apelar a la “evidencia histórica” que “demuestra” lo equivocadas que son las estrategias que no nos simpatizan. Pero no empleamos el mismo rasero para juzgar a las estrategias que preconizamos. Así, el marxista dirá con plena seguridad que el anarquismo fue desmentido por la historia, al mostrarse incapaz de hacer ninguna revolución; el anarquista afirmará, a su vez, que la experiencia demuestra que la perspectiva marxista de hacer la revolución tomando el poder sólo termina en una nueva forma de explotación; el leninista asegurará que la socialdemocracia no condujo ni, por ende, podría conducir al socialismo en ningún sitio; el socialdemócrata aseverará, con idéntica seguridad, que el leninismo únicamente conduce al estatismo autoritario; el trotskista argumentará que las evidencias demuestran el carácter anti-revolucionario del estalinismo; en tanto que el estalinista afirmará que la historia demuestra que el trotskismo es incapaz de hacer una revolución, cualquiera ella sea. En realidad, la experiencia histórica es mucho más ambigua, y no es para nada claro lo que demuestra o deja de demostrar. Como decía Sartre, “los hechos no dicen ni sí ni no”. De hecho, ningún militante de izquierda (sea cual sea la corriente con la que simpatice) aceptaría las conclusiones a las que con toda sencillez podría llegar un liberal o un conservador: que la experiencia histórica demuestra que el socialismo (como una sociedad igualitaria de productores libremente asociados) es imposible. Y los militantes de izquierda rechazaríamos esta conclusión aunque hasta ahora la “evidencia histórica” no nos haya proporcionado un solo caso feliz de socialismo. Pero no la rechazamos porque las “evidencias” nos muestren que el socialismo triunfó aquí o allá, sino por otras razones. Y entre esas razones, una muy buena y muy importante es que nada de lo ocurrido en el pasado puede servirnos para extraer conclusiones terminantes sobre el futuro (salvo que el futuro fuera una eterna repetición del pasado). Por consiguiente, deberíamos asumir la ambigüedad de la “evidencia histórica”, el hecho de que, hasta ahora, todas las perspectivas, tácticas y estrategias socialistas se han demostrado infructuosas, y que no elegimos entre una u otra exclusiva o fundamentalmente por lo que las “evidencias” indiquen, sino por otras razones (conscientes e inconscientes). En este terreno creo que seguimos sufriendo las consecuencias de haber creído que se podía hacer del socialismo una ciencia. El socialismo no puede ser predicho (como pretendía el “socialismo científico”). Sólo se puede luchar por él. Desde luego, el conocimiento científico puede (y a mi juicio debe) ser indispensable en esta lucha; pero hay que tener claro lo que la ciencia nos puede ofrecer, para no pedirle peras al olmo o hacer de la ciencia algo parecido a la astrología. La ciencia nos puede mostrar, y siempre muy tentativamente, que ciertas cosas son posibles, y otras imposibles bajo ciertas circunstancias. Nos puede esclarecer sobre el pasado (ante el que incluso cabría hablar en términos de necesidades), pero apenas nos puede mostrar alternativas, posibilidades tentativas de cara al futuro (sobre el que no cabe hablar más que en términos de probabilidades o situaciones más o menos plausibles, por ser irreductiblemente incierto). La ciencia nos puede mostrar senderos factibles, pero no los destinos a los que nos dirigimos. Sirve para evaluar las fortalezas y debilidades de los medios, pero no para dictaminar sobre los fines. Aunque una política socialista no podría prescindir del conocimiento científico, la política es irreductible a la ciencia. Así que lo mejor sería abandonar el lenguaje de la demostración -tan caro al imaginario del “socialismo científico”, pero que posee unos supuestos incompatibles con la epistemología contemporánea y para el cual las opciones políticas que uno no elige sólo pueden ser errores- para hablar de elecciones inciertas. Elecciones tomadas en base a una combinación de:
a) principios éticos (conscientes o inconscientes), usualmente sólidos hasta el punto de ser incluso inmodificables -de ahí que los revolucionarios no aprendamos las lecciones que los conservadores estiman deberíamos haber aprendido, los reformistas no aprendan lo que es obvio para los revolucionarios, y así sucesivamente-;
b) diagnósticos realistas o científicos del estado de cosas;
c) opciones tácticas y estratégicas tomadas en contextos de incertidumbre.
Cuando de opciones políticas se trata, es posible argumentar en favor de una u otra; pero no se puede probar o demostrar nada (como se prueba por ejemplo en matemática). Las lecciones que cada quien extrae -sobre todo cuando se trata de personas de semejante ubicación social, a las que a priori se puede atribuir “intereses” semejantes- muestran sus preferencias políticas, antes que la “correcta” lectura de los hechos. Asumir esta realidad favorecería un diálogo más abierto, actitudes más tolerantes, y mayor capacidad para la comprensión mutua. Las actitudes altivas y desafiantes, la intransigencia, el rechazo total deberíamos reservarlas de cara a quienes explotan, oprimen, matan, saquean. La humildad, la disposición al diálogo, el sentido de la complejidad de las cosas, el fermento de la duda, la búsqueda de comprensión debería ser la actitud entre compañeros y compañeras, así como hacia las personas de las clases y grupos oprimidos, explotados o discriminados, cualesquiera que sean.