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Espontaneidad como dirección consciente

Que florezcan muchas Rosas.

Serie: 150 años de Rosa Luxemburgo

Del ramo elegiré solo una, la Rosa que considero más sugestiva respecto de los desafíos de nuestros tiempos. No es una elección fácil porque, en el plano teórico, Rosa Luxemburgo dejó su huella en distintos debates de gran alcance: los de la acumulación capitalista, el imperialismo, la relación entre reformas y revolución, la cuestión nacional… pero también, como lo hace notar Michael Löwy en un libro reciente, sobre el comunismo primitivo y la ideología.

Todos debates fundamentales, en los cuales las intervenciones de Rosa han sido polémicas, a menudo discutibles, pero siempre relevantes y, a veces, también iluminadoras. Un ejemplo de ello es la fórmula «socialismo o barbarie», por medio de la que –después de la primera guerra mundial– rompió con el marxismo ortodoxo y con su propia tendencia al determinismo.

Sin embargo, el hilo rojo trazado por Rosa que nos interpela más directamente (personal y colectivamente) como intelectuales militantes en el sentido ampliado, de Gramsci, es la cuestión de la relación entre espontaneidad y dirección consciente, y su vínculo con el tema de la democracia socialista. Se trata de asuntos que se entrecruzan y que tocan el corazón de la constitución del sujeto social y político antagonista. 

Se ha escrito mucho y desde distintas perspectivas tanto sobre la polémica con Lenin antes, a principio de siglo, como de las opiniones de Rosa sobre la revolución bolchevique después, en los años previos a su asesinato. Hay quienes insistieron sobre las diferencias y criticaron a Luxemburgo. También están quienes la exaltaron. Otros, en cambio, trataron de mostrar un acuerdo de fondo, moviendo el uno hacia la otra (y viceversa). Y finalmente hubo quienes, como Geras, propusieron evaluar las posturas de Rosa en sí mismas y no en relación al canon leninista.

No entro en el detalle de este debate porque no quiero proponer una nueva exégesis sino subrayar la actualidad de sus términos. Dejo de lado también, por razones de espacio, la cuestión de la democracia socialista, no sin subrayar que se trata de una prolongación de las convicciones de Rosa Luxemburgo sobre la espontaneidad, y que no se limita a la trágica advertencia sobre la dictadura del comité central que se transforma en dictadura unipersonal, sino a una concepción libertaria, que apuesta y confía en la construcción paulatina que empieza en el presente, en el plano prefigurativo de una sociedad sin opresores ni oprimidos, en la que la diversidad y el disenso no sean negados. 

Espontaneidad como base

Ahora bien, en relación con la ecuación entre espontaneidad y dirección consciente, la postura de Rosa no es extrema, no es estrictamente espontaneísta y se distingue de la anarquista. Constituye una postura original, de signo opuesto a la de Lenin y con un énfasis diferente respecto a Gramsci quien, no obstante (antes del fascismo, su estancia en Moscú y su encarcelamiento), compartía el entusiasmo consiliarista y más tarde, ya en la cárcel, reconocía –más que Lenin– la importancia y el valor de la modalidad espontánea, tanto de las luchas como de otras expresiones culturales de las clases subalternas.

Si bien Gramsci valoraba el «elemento de la espontaneidad», consideraba, no obstante, que debía ser «educado», «dirigido» y «purificado». Mientras que Rosa Luxemburgo exaltaba su valor absoluto, en cuanto la espontaneidad era para ella, precisamente, el vector que constituía la consciencia y la dirección del movimiento obrero. Espontaneidad, entonces, no como antítesis sino como base: parte y materia prima de la dirección consciente. 

Rosa era distinta. Una marxista revolucionaria atípica, por ser una ferviente movimentista. Consideraba que la clase era el sujeto político, el ámbito del cual surgía la lucha, y que había que organizar y orientar un empuje que era inherente, inmanente a la condición obrera, por su naturaleza antagonista. Rosa concebía a la organización como simple forma o epifenómeno de la clase en lucha; como una expresión organizacional de la lucha de clases. Esta concepción, ya presente en sus críticas a Lenin en 1904, habría madurado después a la luz de la experiencia de las huelgas de masas y de los soviet en la revolución de 1905, que le ofrecía confirmaciones concretas respecto del alcance de las manifestaciones disruptivas de lucha que no se podía, según ella, ni decretar ni prohibir, siendo expresión de la potencia obrera que se abría su camino en la historia. 

Exaltaba entonces, en la senda del pensamiento de Marx y de aquella que Gramsci llamará «filosofía de la praxis», la capacidad de iniciativa autónoma de las masas en términos de autoactivación, autoeducación, autodisciplina, autoorganización, autoemancipación. Si bien no negó el valor de los partidos revolucionarios, temía a las inercias burocráticas y autoritarias en cuanto, a su parecer, contenían y comprimían el empuje desde abajo. 

La posición de Rosa, nacida en contraposición a la inercia reformista burocrática de la socialdemocracia alemana, se extendió a la crítica al modelo leninista y bolchevique de partido, entendido como instrumento de la vanguardia consciente y politizada para intervenir desde el exterior de una clase concebida como un sujeto asujetado, cuyas inercias e incrustaciones subalternas tendían, inevitablemente, según Lenin, a ser corporativas; es decir, a prácticas sindicales reformistas intracapitalistas. 

Por el contrario, Rosa tenía plena confianza en las dinámicas espontáneas que brotaban al interior de la clase y objetaba lo que consideraba un «ultracentralismo» y la lógica de una disciplina de tipo militar que tendía a desconocer todo disenso. No negaba la necesidad de una instancia central si ésta se limitaba a acompañar, con una intervención político-pedagógica no imperativa (de tipo constructivista), por medio de la cual se enseñaba-aprendía colectivamente, junto a las masas, y en donde los errores contribuían al crecimiento del sujeto proletario y al camino de su autoemancipación.

Su actitud explícitamente antijacobina, sintetizada en la famosa provocación sobre el valor superior de los errores cometidos por el movimiento revolucionario respecto de los «aciertos de más infalible comité central», es una toma de postura de método y de principios.

Un factor necesario (pero no suficiente)

La acusación de espontaneísmo, si bien formalmente incorrecta en cuanto Rosa siempre reconoció el papel del partido y de los grupos dirigentes, tiene un fundamento. En efecto, en el pensamiento de Rosa y de quienes siguieron sus pasos (consiliaristas y autonomistas) se pueden rastrear vacíos teóricos y una confianza, si no ciega, por lo menos miope respecto de los límites de la capacidad de autoproducción de conciencia y organización desde abajo, de una disposición antagonista natural por un mecanicismo economicista que sanciona la supremacía absoluta de las luchas económicas sobre las político-electorales y un optimismo revolucionario doctrinario. 

Al mismo tiempo, como lo reconocen explícitamente tanto Lenin como Gramsci, no se puede negar que, a nivel genealógico, no hay proceso de configuración subjetiva –y, por lo tanto, organizacional– que no se origine en la lucha y que no parta de la espontaneidad subalterna. Tampoco podemos negar que la acción antagonista, la experiencia de la lucha, es el principio constitutivo del movimiento revolucionario que establece y reestablece, compone y recompone, el nexo orgánico entre la clase y las organizaciones surgidas en su seno.

Entonces la insistencia de Rosa, depurada de algunos lirismos, de algunas ingenuidades y del eco de un determinismo mecánico respecto de la inevitable acumulación de fuerzas del campo proletario (en buena parte derivadas de una época en la cual se vislumbraba el derrumbe del capitalismo), sigue siendo un pilar de un pensamiento marxista que busca, con las dificultades del caso, sostener la validez teórica de la ecuación entre espontaneidad y dirección consciente. 

Sin  luchas, no hay partido revolucionario que no se reduzca a una burocracia o una secta. Pero las luchas son un factor necesario aunque no suficiente. A diferencia de lo que Rosa quería creer, las masas arrastran a los partidos y los grupos dirigentes solo ocasional y temporalmente. Pero lo hacen. Como señalaba Gramsci, la dialéctica espontaneidad-dirección consciente no acepta soluciones simplificadas y unilaterales. 

En una época diferente a la que vivía e imaginaba Rosa y más similar a la del marxista sardo, en donde la barbarie parece más probable que el socialismo, en la que tenemos que reconstruir tejidos subjetivos lacerados y temperar el optimismo de la voluntad con el pesimismo de la razón, no podemos prescindir de ella, de su coherencia en defensa de principios irrenunciables sin los cuales se puede sin duda «hacer política», pero no se hará nunca una revolución socialista. Si esta no está en el orden del día, lo está reconstruir un movimiento anticapitalista y socialista capaz de frenar la catástrofe. 

¿Por dónde empezar? No tanto –y no solo– por el archipiélago de organizaciones marxistas y revolucionarias, que no dejan de ser nuestras trincheras actuales pero también son las posiciones de una guerra que nos ha visto retroceder lenta e inexorablemente. Si apostamos a las dinámicas del movimiento, acompañando fraternal y críticamente las luchas y las rebeliones de hoy y de mañana, aún en las formas «inorgánicas y esporádicas» de la espontaneidad potencialmente consciente, seremos todos un poco luxemburguistas. 

Y, como recita un dicho italiano, «si son rosas, florecerán…».

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Publicado en 150 años de Rosa Luxemburgo, Artículos, Historia, homeCentro3, Series and Teoría

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