En un texto célebre –Crítica al programa de Gotha-, Marx diferenció dos etapas del socialismo. La primera, recién salida del mundo capitalista burgués, sería transicional y se regiría por la máxima “a cada quién según su trabajo”. La segunda, con el comunismo ya realizado, se regiría por la máxima “de cada quien según su capacidad, a cada quién según su necesidad”. Poco después, los partidos obreros marxistas de finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX solían distinguir entre un programa mínimo y un programa máximo. ¿Se relaciona el programa mínimo con la primera fase del socialismo y el programa máximo con la segunda? La respuesta es negativa: tradicionalmente, por programa mínimo se entiende las reivindicaciones inmediatas dentro del capitalismo. A simple vista, pues, no tendríamos dos, sino tres programas: uno mínimo (reivindicaciones dentro del capitalismo), uno máximo (el comunismo) y uno de transición (el socialismo en su primera fase). Pero, para complicar aún más las cosas, en algún momento se empezó a hablar de un programa de transición en un sentido diferente: en la tercera internacional y, sobre todo, en la tradición trotskista, se lo pensó como un programa destinado a plantear demandas en apariencia mínimas o defensivas, pero que entrañan potencialmente una ruptura con el capitalismo por su incapacidad (absoluta o relativa) para concretarlas.
El programa elaborado por Trotsky en 1938 no estaba exento de problemas. Uno de los principales es que partía de una premisa que -hoy está claro- era errónea: que las fuerzas productivas han dejado de crecer desde 1914. De esta premisa se derivaba el corolario de que no habría ninguna mejora sustancial que el capitalismo pudiera otorgar. El drama del programa de transición es que el capitalismo (sobre todo ente 1945 y 1975) ha podido dar mucho de lo que el programa sostenía que no podría conceder: reforma agraria, democracia, aumentos salariales (en algunas situaciones), mejora de las condiciones de vida, expansión del consumo, etc. Otro problema es que originariamente fue formulado en un tiempo de crisis descomunal a escala planetaria (vísperas de la Segunda Guerra Mundial), con la perspectiva de grandes convulsiones y rápidos virajes políticos; lo cual no fue el caso, en general, luego de 1945, en especial en los países industrializados. A partir de la crítica al programa de transición elaborado por Trotsky en 1938, algunos agrupamientos e intelectuales marxistas (como Rolando Astarita) han planteado la necesidad de retornar a la vieja distinción entre programa mínimo y máximo, desechando el programa de transición. Sin embargo, no parece viable que el socialismo revolucionario pueda desafiar seriamente al capitalismo si queda escindido entre la defensa práctica de demandas mínimas, y un programa máximo postulado para el día de San Jamás en que al fin se haga (¿cómo?) la revolución. Esto desemboca casi inevitablemente en un sindicalismo o reformismo de hecho, y una retórica revolucionaria para los días de fiesta (como sucediera con la socialdemocracia histórica). No veo, por consiguiente, otra alternativa que propugnar algún tipo de programa de transición, pensado para hacer crecer a las fuerzas socialistas, colocarlas ante la posibilidad cierta de acceder al poder, y dar los primeros pasos en un sentido socialista una vez en el gobierno.
Es necesario, pues, analizar seriamente y discutir con rigor la problemática de un programa de transición. No se trata de levantar a ojos cerrados el programa de 1938, sino de elaborar un programa de transición pensado para aquí y ahora. Y un programa de transición que se respete debe tener la capacidad de impulsar nuevas demandas, nuevas necesidades, nuevos temas.
Cada vez que sobreviene una crisis política o económica, con la apariencia de una fatalidad natural, se sale de la misma (cuando se sale) de la mano de alguna variante política que, en modo alguno (¡faltaba más!) se atreve a cuestionar la sacrosanta propiedad privada y el no menos sagrado imperativo del beneficio particular. La historia reciente de Grecia o el 2001 argentino son muestras dramática de esto. La gran incógnita es por qué nunca una auténtica fuerza revolucionaria puede capitalizar alguna de esas situaciones. Hay muchas variables en juego para brindar una explicación plausible a este fenómeno. Pero, indudablemente, la marginalidad de las izquierdas revolucionarias no es un dato menor. Y buena parte de la explicación de nuestra propia marginalidad reside en que desde hace décadas que, entre el desastre ignominioso del llamado “socialismo real” y la consolidación de regímenes “democráticos” en la mayor parte de los estados capitalistas, las izquierdas nos hemos quedado sin un modelo claro y creíble de sociedad que ofrecer, en tanto que los intentos de introducir mejoras sociales han desembocado ineludiblemente en la cooptación y domesticación de las fuerzas políticas que los promocionaban. En tales circunstancias, la izquierda radical suele caer en un consignismo cuasi-vacío, sin propuestas claras para lo inmediato ni sólidos proyectos para el futuro. Y como su influencia es escasa, antes o después la crisis la capitaliza una fuerza de derecha, de centro o de centro-izquierda, pero nunca una fuerza de izquierda revolucionaria. Por otra parte, un proyecto de izquierda radical no necesita solamente de una amplia difusión de sus ideas. Requiere además de activa participación. Necesitamos votos, desde luego; pero mucho más necesitamos movilización, deliberación, participación y organización.
Antes de pensar seriamente en el poder, pues, la izquierda revolucionaria debe contribuir a desarrollar una cultura política (hoy inexistente o minoritaria) que haga posible tomar el cielo por asalto. Para ello es indispensable abonar la participación activa en todo tipo de movimientos sociales, sindicales, comunales, ecologistas, feministas, etc. Resulta insustituible el desarrollo de organizaciones participativas de masas: sindicato, movimientos sociales, asambleas populares, soviets, lo que sea que permita el ejercicio de formas de democracia al menos parcialmente directa y deliberativa. Si no se revierte la tendencia al desarrollo de culturas consumistas cada vez más ancladas en la vida privada, es difícil ver cómo se podría desafiar al capital.
Si el socialismo sin democracia debe ser considerado un contra-sentido, una democracia sin participación genuina y activa debe ser considerada una falsa democracia. Al fin y al cavo, todos los regímenes a los que hoy graciosamente les concedemos el título de democracias no son más que poliarquías: se elige entre distintas variantes de una oligarquía política que, además, posee escasas diferencias en sus criterios de gobierno. Puede haber alternancia, rara vez hay alternativa.
Pero si tiene el deber de apoyar y participar sin el menor atisbo de sectarismo en todos los movimientos, la izquierda radical debe mantener un inflexible criterio -como se dice habitualmente- de independencia de clase. Esto es: elaborar un programa político propio de contenido claramente anti-capitalista y socialista, sin aliarse con fuerzas que no se propongan modificar la estructura de clases, y sin apoyar a fuerzas pro-capitalistas salvo casos excepcionales (como posibilidad cierta de cambio de régimen en un sentido regresivo).
La “independencia de clase” es indispensable. Por sí misma hace dificultosa una deriva meramente reformista. Pero si no va acompañada de propuestas concretas, sirve para consolidar una minoría, antes que para conquistar una mayoría. Para conquistar mayorías, pues, la izquierda revolucionaria, sin perder la “independencia de clase”, debe ser capaz de introducir nuevas expectativas en el horizonte popular, e incluso cambios de lenguaje. Y debe ser capaz de promover reformas viables tanto como de ofrecer un modelo creíble de sociedad socialista. ¿Cómo hacerlo sin caer en el mero reformismo? No pretendo ofrecer una receta, pero al menos se pueden esbozar algunas ideas como insumo al indispensable debate colectivo.
La gran victoria del neoliberalismo ha consistido en que ya no parece posible hablar contra el capitalismo en tanto que tal. Si no se revierte esto, será difícil avanzar. Es indispensable, pues, desarrollar un sentido común radical, poner en la escena pública ideas básicas pero sustanciales. Por ejemplo:
– que no se puede supeditar el bienestar de las personas a las ganancias del capital.
– que la igualdad es un objetivo mucho más importante que el crecimiento económico.
– que el crecimiento económico, en la actual situación ecológica planetaria, se parece demasiado al crecimiento de un cáncer.
– que la lógica que rige a los mercados es claramente una combinación de codicia y miedo, (dos sentimientos poco apreciados y apreciables, y el primero llanamente repugnante).
– que los “mercados” son un artero eufemismo para hablar de la clase capitalista.
– que si nos tomamos en serio aquello de la igualdad de oportunidades, entonces ni la salud ni la educación pueden depender de los ingresos familiares: la salud y la educación deberían ser universales, gratuitas y desmercantilizadas.
– que las inversiones son algo demasiado importante para que queden en manos de unos pocos “inversores”: debe haber un control social de las mismas.
– que el derecho de herencia (cuando se trata de heredar fortunas, y no por ejemplo una vivienda) carece de justificación: si uno no es responsable de los delitos de sus padres, ¿por qué habría de ser beneficiario de sus éxitos monetarios? Incluso aceptando que algunas fortunas se hagan trabajando, ¿qué mérito tienen los hijos?
– que la publicidad política se parece demasiado a la manipulación y la estafa.
– que las empresas y las corporaciones son resabios monárquicos en los que rige el principio de herencia: allí no se elige a las autoridades. Como dijera Norberto Bobbio: “la democracia se detiene en las puertas de la fábrica”.
Lenin dijo alguna vez que las reformas son algo demasiado importante como para dejarlas en manos de los reformistas. El problema es que en los contextos de capitalismos democráticos, la vía de buscar ciertas reformas ha solido desembocar en mero reformismo sin perspectivas anti-sistémicas. La dicotomía ¿reforma o revolución? ha dado lugar, hasta ahora, a reformismos consolidadores del capitalismo (sobre todo en los estados capitalistas centrales “democráticos”) y a revoluciones con desenlaces burocráticos y autoritarios (sobre todo en la periferia poco desarrollada).
Todas las revoluciones del siglo XX, de hecho, tuvieron lugar enfrentando a diferentes tipos de dictaduras muy distintas a cualquier tipo de democracia burguesa. En tales circunstancias, de represión abierta y de falta de representación política, incluso quienes no tenían más que proyectos levemente reformistas en términos económicos y sociales debían adoptar actitudes políticas revolucionarias. En los estados “democráticos”, por el contrario, las fuerzas revolucionarias no son abiertamente perseguidas. Están mucho más sujetas a las presiones de la cooptación que a las de la represión. En las últimas décadas ello ha desembocado en la polarización de las fuerzas de izquierda entre posibilistas cada vez más alejados de un horizonte revolucionario, y principistas con escasa influencia de masas y siempre lejos del poder. Quienes impulsan seriamente reformas devienen meros reformistas y son fácilmente cooptados por el orden imperante. Quienes mantienen una actitud intransigente ante el capitalismo parecen incapaces de salir de una posición puramente defensiva o negativa: oposición férrea, propuestas escasas y muchas veces consideradas poco verosímiles por sus potenciales destinatarios. ¿Es posible romper la antinomia perversa entre realismo pragmático al servicio del orden capitalista (antes que de su destrucción) y revolucionarismo testimonial? Ciertamente no es sencillo. Hasta ahora no se ha encontrado una vía revolucionaria plausible y deseable. Pero quizá se pueda explorar la posibilidad de lo que podríamos llamar reformismo revolucionario intransigente. ¿En qué consistiría?
Un reformismo revolucionario intransigente se mantendría imperturbable en la defensa de todas las conquistas y demandas populares (vinculadas al programa mínimo) pero incorporaría propuestas que apunten a introducir innovaciones tendientes a otorgar poder a la sociedad civil con fondos del estado. Propuestas de este tipo resultarían claramente atentatorias de las lógicas dominantes: serán seguramente rechazadas por el establishment. Pero, al mismo tiempo, pueden ser obviamente atractivas incluso para quienes no son por principio anti-capitalistas ni mucho menos socialistas. Y si concitaran un gran apoyo popular, al punto de que pudieran ser aprobadas, su constitución misma exime a sus impulsores de los riesgos del “socialismo ministerial”. Una mayoría parlamentaria circunstancial (acaso presionada por grandes movilizaciones populares) podría introducir alguna de estas reformas sin que ningún revolucionario deba ocupar un puesto ministerial en un gobierno que no está comprometido con la abolición del capitalismo. Propuestas de este tenor, pues, podrían combinar acciones callejeras no puramente defensivas, con acción parlamentaria propositiva sin caer en las trampas de la cooptación. El hecho de instalar a escala social demandas de este tipo (aunque fueran rechazadas por las principales fuerzas políticas), ya introduciría un cambo político importante: se ampliaría el horizonte de lo posible; las aspiraciones de la izquierda revolucionaria dejaría de ser una rareza.
Las consignas de transición clásicas -tal y como fueron inicialmente expuestas en los primeros congresos de la internacional comunista y desarrolladas en el programa elaborado por Trotsky- fueron pensadas para un contexto de poderosos y clasistas movimientos obreros, en el que se preveían rápidos avances y, por consiguiente, como elementos de una estrategia de movimientos en las que el derrocamiento del capitalismo parecía inminente. Por el contrario, las demandas de lo que llamamos reformismo revolucionario intransigente están pensadas para la acumulación de una fuerza social y política revolucionaria en períodos de relativa estabilidad del capitalismo y con escasa organización y conciencia de clase entre los trabajadores. Su objetivo es, precisamente, crear una base social de aspiración revolucionaria (hoy inexistente) lo suficientemente numerosa como para ser capaz de transformar una crisis política o económica en una auténtica crisis revolucionaria que pueda dar inicio a un proceso anti-capitalista real.
No se trata de ocupar ministerios de gobiernos “progresistas” para promover mejoras redistributivas desde arriba (mero reformismo). Se trata, más bien, de impulsar reformas que den al pueblo el poder (más que a los ministros). Construir fuera del estado espacios asamblearios; y forzar al estado a financiar organizaciones que funcionen con autonomía, como sucede, por ejemplo, con las universidades en la Argentina. El ejemplo es pertinente porque demuestra su factibilidad, al tiempo que nos muestra sus límites: dentro del capitalismo, toda propuesta de autonomía está siempre amenazada. Conviene no olvidarlo. El desafío, con todo, reside en la posibilidad que la izquierda radical logre instalar demandas que socaven la lógica de la acumulación del capital y del poder político burgués, al tiempo que consolidan una cultura socialista quizá minoritaria pero ya no marginal. ¿Qué demandas y propuestas podrían cumplir esta función? Por ejemplo, se podría promover la creación de comisiones de diverso tipo (de género, de medio ambiente, de pueblos originarios, etc.) financiadas con fondos públicos pero cuyas autoridades no son nombradas por el poder de turno sino elegidas por la “comunidad pertinente”. O se podría proponer la eliminación de la publicidad como mecanismo de financiamiento de la prensa (sobre todo la dedicada a cuestiones políticas) y a los medios de comunicación. Una prensa democrática debería financiarse con fondos públicos, por ejemplo por medio de un impuesto especial para recaudarlos y con la asignación de cupones virtuales a cada ciudadano/a, que podrá elegir libremente a qué medios de comunicación concederá sus cupones. Acabar con las instituciones educativas y médicas dedicadas al lucro en favor de un único sistema público controlado por los trabajadores y los usuarios podría ser otra medida compatible con el reformismo revolucionario intransigente. Propuestas como la “renta básica” también deberían ser seriamente discutidas y analizadas. Y la reciente propuesta de combinar una renta básica para toda la ciudadanía con una “renta máxima” más allá de la cual los impuestos se quedan con todo ingreso que la supere me parece sumamente potente. Creo personalmente que, en nuestro medio, la misma es inviable sin la abolición de las relaciones capitalistas; pero ello mismo le concede un claro carácter transicional.
El reformismo revolucionario intransigente es reformista porque impulsa reformas concretas que pueden (al menos teóricamente) establecerse antes de la llegada del socialismo al poder y de la transformación radical de las relaciones de propiedad. Es revolucionario porque tales demandas apuntan a socavar el poder de clase capitalista y la estructura vertical del estado burgués. Y es intransigente porque no se compromete con ningún gobierno meramente reformista, anunciando que, de llegar al poder, iniciará un proceso de transformación sustancial de las relaciones de propiedad de los medios de producción, en beneficio de la propiedad estatal y social de las grandes empresas, en desmedro de la propiedad privada a gran escala, y en favor de la democratización de las relaciones laborales.
Podemos salir corriendo detrás de las opciones “menos malas” dentro del sistema (muchos y muchas lo han hecho en los últimos años) o dejarnos cooptar por una módica secretaría o subsecretaría. Podemos mantener inclaudicablemente en alto las banderas revolucionarias, sin salir de la marginalidad. Pero podemos, también, explorar las vías de un reformismo revolucionario intransigente. Hasta ahora no se lo ha intentado o se lo ha intentado sin entusiasmo, a modo de propaganda abstracta, antes que con la voluntad férrea de establecer un movimiento real que levante demandas de tal tenor. Por ello, en general, los movimientos que han planteado nuevas reivindicaciones en los últimos años han contado con el apoyo de la izquierda política, pero casi nunca se han originado en la misma (el feminismo es un buen ejemplo). Garantías de éxito no tenemos, obviamente. Pero esta propuesta posee la doble ventaja de respetar los principios de la “izquierda dura” (sobre todo trotskysta), en tanto que promueve propuestas realistas, como reclama la izquierda más “posibilista” y una gran cantidad de personas que, sin amar al capitalismo, no hallan alternativas que les resulten creíbles.
En la Argentina actual, cuando al fin hay algo parecido a una izquierda revolucionaria unificada (parcial, precaria y electoralmente, pero unificada al fin); una propuesta de reformismo revolucionario intransigente (seria y detallada, no el mínimo esbozo aquí expuesto) podría ser clave para crecer más allá de nuestros guetos, hasta convertirnos, si hacemos las cosas bien, en una auténtica amenaza para el capitalismo.
[*] Extracto del libro La revolución: revisión y futuro (Red Editorial, 2020).