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Una médica se prepara para administrar una vacuna. (Wikipedia Commons)

Agradecer al socialismo por la vacuna. Culpar al capitalismo por su distribución.

Traducción: Valentín Huarte

La increíble velocidad a la que se desarrolló la vacuna contra el COVID-19 es una maravilla de la ciencia, la cooperación y la planificación económica. Nos permite imaginar todo lo que podría producirse y conquistarse en un mundo más igualitario. Pero la ética que está detrás de la distribución de la vacuna es una muestra horrorosa de la ineficiencia y la crueldad del capitalismo.

Cuando la enfermera May Parsons, entre los aplausos del personal médico del Hospital de la Universidad de Coventry, le colocó la primera inyección de la vacuna de Pfizer-BioNTech contra el COVID-19 a Margaret Keenan, una abuela inglesa de noventa años, vivimos uno de los momentos más emocionantes y gloriosos de la historia de la humanidad.

En vez de los años e incluso décadas que normalmente implica este tipo de actividades de investigación y desarrollo (I&D), la creación de esta y otras vacunas que siguieron a la de Pfizer tomó tan solo nueve meses desde el descubrimiento de la enfermedad. Se trata ciertamente de una maravilla de la ciencia, la planificación económica, el desinterés y la cooperación humanista de miles de especialistas de todo el mundo. Nos permite imaginar todo lo que podría producirse y conquistarse en un mundo más igualitario y racionalista, liberado de los grilletes de la ganancia.

A pesar de que la enorme farmacéutica privada estadounidense y su socia pionera en biotecnología alemana le den nombre a la primera vacuna, esta no es en absoluto una conquista del capitalismo. El éxito de Pfizer-BioNTech y de Moderna, que le sigue en segundo lugar, junto al de otras empresas que también están en la primera línea, dependió de años de financiación pública y, en muchos casos, de investigaciones desarrolladas por laboratorios estatales y universitarios mucho antes de 2020. Y durante este año, el año de la epidemia, estas empresas privadas volvieron a apoyarse sobre el control y el gasto estatales para el desarrollo de la vacuna o, en el caso de Pfizer, sobre la compra anticipada de millones de dosis por parte de los gobiernos.

En muchos casos, estos implementaron acuerdos de compra y medidas de apoyo a la producción antes de que estuviesen disponibles los resultados de los ensayos, para que la distribución pudiese comenzar apenas se contara con la aprobación legal, sin tener que esperarla para comenzar con la producción. Washington prometió comprar 2000 millones de dólares de la vacuna Pfizer y proveyó aproximadamente 2500 millones de dólares a Moderna para el desarrollo y la producción de su vacuna alternativa.

La increíble velocidad de desarrollo de la vacuna casi compensa la predecible noticia de que el director de Pfizer vendió el 62% de su stock el mismo día en que la empresa difundió los resultados de los ensayos, que mostraban que la vacuna tenía una eficacia superior al 90%. La mesa ejecutiva de Moderna hizo un movimiento similar luego de realizar su propio anuncio. En ambos casos, las empresas insistieron en que las ventas del stock eran legítimas amparándose en la aplicación prestablecida de la norma 10b5-1, habilitada por la legislación sobre información privilegiada. Pero, tal como informó NPR, hay expertos en cuestiones éticas vinculadas a la información privilegiada que afirman que esta es una defensa muy débil de un comportamiento «muy sospechoso», cuando no «completamente inapropiado». Aun si evaluáramos éticamente la situación con una caridad que nos dejaría al borde de la ingenuidad, estas acciones no dejarían de ser absolutamente estúpidas en términos estratégicos, sobre todo teniendo en cuenta la magnitud de la reticencia a la vacunación.

Las empresas privadas se apoyaron en el gasto y en el control estatales durante el proceso de desarrollo de la vacuna.

No alcanza con una supuesta ética interior; es necesario que la gente vea que esta ética existe. La mera apariencia de romper las normas de información privilegiada con respecto al desarrollo de la vacuna es un regalo para las campañas antivacunas y las teorías conspirativas sobre el COVID.

Dejando de lado estos fiascos éticos en relación con las normas de información privilegiada, el rápido desarrollo de la vacuna ha sorprendido a los especialistas. Ellos saben mejor que nadie el tiempo que lleva normalmente desarrollar una vacuna. Durante años, estos mismos especialistas en enfermedades contagiosas, terapeutas y autoridades de la salud han criticado a las empresas farmacéuticas por salirse del negocio de las vacunas hace algunas décadas. Al contrario de lo que afirma el mito antivacuna, las empresas farmacéuticas en realidad son reacias a comprometerse en la producción de vacunas, dado que es un negocio que implica grandes riesgos financieros y poca rentabilidad. Pero, de repente, frente a una amenaza casi existencial, el Estado presiona a las empresas asumiendo todos los riesgos financieros y aparecen vacunas con una eficacia sorprendente en cuestión de meses.

Es casi lo mismo que sucedió durante la Segunda Guerra Mundial, cuando el gobierno de EE. UU., insatisfecho con la intransigencia de las empresas químicas y con el miedo de las nacientes farmacéuticas frente a la falta de rentabilidad, simplemente exigió la cooperación entre las distintas empresas, tomó decisiones de inversión en nombre del sector privado y cubrió los costos de investigación, desarrollo y producción. El resultado fue el desarrollo o la mejora de diez vacunas que tuvieron un gran impacto militar. La misma planificación durante la campaña de guerra fue la que impulsó la distribución masiva del primer antibiótico, la penicilina.

Mirando hacia adelante, estas lecciones nos muestran que debemos deshacernos de las ineficiencias del mercado para desarrollar vacunas relacionadas con otras otras enfermedades infecciosas cuya producción se ve afectada por la falta de inversión del sector privado en I&D. Por ejemplo, para la tuberculosis contamos simplemente con una vacuna frágil, de casi cien años, que mejora el problema pero es insuficiente a la hora de prevenir una cantidad de muertes anuales equivalente a la que generó el COVID-19. En 2020, el COVID mató a 1,7 millones de personas en todo el mundo; en 2019, la TB mató 1,4 millones.

Pero antes de sacar el champagne y brindar por la ciencia y la medicina, debemos reconocer que, a pesar de que estas vacunas representan realmente una luz al final de un largo túnel, ese túnel será en efecto mucho más largo de lo que podría ser. Una vez más, esto se debe a la irracionalidad, la ineficiencia y la injusticia del capitalismo.

La situación será particularmente injusta para las personas que viven en los países en vías de desarrollo. Pero también en muchas zonas más pobres y menos pobladas del Occidente desarrollado, quienes viven fuera de los centros metropolitanos sufrirán los mismos horrores, tal como pudo observarse a lo largo de 2020, especialmente en el caso EE. UU. Durante la primavera, abundaron historias sobre cómo los testeos, los equipos de protección y los respiradores se distribuían en función de las posibilidades de quienes podían pagarlos mejor y no de las necesidades de quienes más los necesitaban. Hasta algunos gobernadores republicanos de estados pequeños se enfadaron al observar cómo se cancelaban pedidos de equipamiento esencial completamente pagados –algunas veces a medio camino durante el envío– para hacer más dinero sirviendo a las jurisdicciones más ricas. Un crimen de características prácticamente idénticas está desarrollándose en este momento, aunque esta vez en relación con la logística de la producción y distribución de las vacunas.

La revolución del ARNm

Para explicar la enorme injusticia y las ineficiencias de lo que está por suceder con la distribución doméstica y mundial de las vacunas de COVID-19, debemos hacer un breve rodeo para explicar cómo funcionan estas vacunas y para comprender en qué sentido son muy distintas, incluso revolucionarias, si se las compara con otras vacunas.

Las vacunas convencionales funcionan en términos fundamentales igual que como funcionaban durante los días de Louis Pasteur. La inoculación implica la exposición a un virus debilitado o muerto, que le presenta al sistema inmunológico un antígeno, es decir, una estructura molecular que es parte del patógeno que provoca la respuesta del sistema inmunitario. El antígeno que nos interesa, en relación con el virus SARS-CoV-2, que causa la enfermedad COVID-19, es la infame proteína Spike que cubre su superficie. Luego de la vacunación, el sistema inmunitario será capaz de recordar y reconocer cualquier versión «viva» del patógeno cada vez que, en el futuro, este intente invadir el cuerpo. El sistema inmunitario entonces está listo para combatirlo y derrotarlo. Dependiendo del virus del que se trate, esta protección puede durar toda la vida, algunos años o incluso unos pocos meses. De aquí la necesidad de aplicar dosis adicionales de algunas vacunas.

Las vacunas tradicionales tienen casi un siglo de existencia, lo cual hace que la tecnología y el proceso de producción estén bien establecidos, aun si la cadena de suministro se encuentra un poco debilitada dado que, como mencionamos antes, las grandes farmacéuticas se retiraron durante décadas no solo de la I&D de vacunas, sino también de la producción. El mayor desafío que enfrenta la rápida distribución de las vacunas tradicionales es que estas necesitan ser «cultivadas» en huevos de gallina o en células de insectos. Cada lote tarda varias semanas.

Entre las más de doscientas vacunas contra el COVID que en este momento se encuentran en distintas fases de desarrollo –actualmente hay cincuenta y siete que están atravesando ensayos clínicos–, se están utilizando principalmente ocho técnicas, incluyendo un puñado de versiones que aplican el método tradicional de la debilitación del virus. En este momento, las vacunas de Pfizer-BioNTech y de Moderna son las más relevantes en términos inmediatos y las más estimulantes en el sentido de que podrían revolucionar la producción de vacunas. Son conocidas como vacunas ARN mensajero, o ARNm, un concepto que se ha estado desarrollando durante muchos años, en investigaciones financiadas principalmente por el sector público, lo cual a esta altura no debería sorprendernos. (La vacuna de Oxford-AstraZeneca utiliza un método o una «plataforma molecular» distintos. Volveremos sobre esto).

El ARN mensajero, como probablemente recuerdes de las clases de biología en el secundario, es la molécula que transcribe las instrucciones en tu ADN. Esta transcripción luego es leída por los ribosomas, unas pequeñas máquinas en tus células que utilizan estas instrucciones transcriptas para producir las proteínas que se encargan de hacer casi todo en tu cuerpo. Con las vacunas ARNm, en lugar de presentarle al sistema inmunitario un virus completo, cuyo crecimiento en huevos de gallina tardó varias semanas, se inyecta en el cuerpo solo el ARNm emplazado en una nanopartícula lipídica –una molécula de grasa que lo ayuda a entrar en la célula–, con las instrucciones que le indican cómo producir un antígeno viral. Entonces, el ARNm dirige las fábricas de proteínas del ribosoma para producir las copias del antígeno –en este caso, la proteína Spike– sin que intervenga ningún virus. El sistema inmunitario las reconoce como extrañas y las ataca, recordando cómo hacerlo en el futuro, cuando se confronte con la original.

Esto es muy ingenioso en muchos niveles. Se necesitan dosis mucho más pequeñas para producir una respuesta inmunitaria, lo cual significa que se pueden producir cantidades mucho mayores de la vacuna en menos tiempo. Al mismo tiempo, una vez que se conoce la secuencia genética de una proteína antígena, se puede reutilizar rápidamente el mismo equipo de producción –biorreactores– para producir un nuevo antígeno. En cambio, la producción de vacunas tradicionales requiere en cada ocasión un equipamiento hecho a medida. La plataforma molecular ARNm estaba bien desarrollada mucho antes de la pandemia de COVID-19, lo que implicó que apenas se identificó la secuencia genética de la proteína Spike, pocos días después del descubrimiento de la enfermedad, la vacuna estaba lista para ser producida inmediatamente. Lo que tomó más tiempo fueron los ensayos clínicos y, para acelerarlos, se realizaron las distintas fases en paralelo, en lugar del método por secuencias que se utiliza normalmente.

Este es el motivo por el cual el desarrollo de la vacuna ha sido tan veloz.

En el futuro, cuando se enfrenten otros brotes de virus nuevos, en la medida en que exista el equipo para la producción de vacunas ARNm, simplemente habrá que ponerlo a trabajar con la secuencia genética del nuevo antígeno. Dado que podría pasar mucho tiempo entre los distintos brotes, lo cual implica que no habrá oportunidades para obtener ganancias, esta infraestructura deberá ser mantenida o al menos financiada por el Estado como un servicio público, como lo son las redes cloacales o, tal vez una analogía más adecuada, como lo son algunas brigadas de bomberos a las que se les paga simplemente por estar ahí, listas para cuando sucede una emergencia.

Congeladores de diez mil dólares y termos de dos mil

La desventaja es que, mientras que otros tipos de vacunas se conservan en refrigeradores regulares, la nanopartícula lipídica que funciona como vehículo para el ARNm debe ser mantenida a temperaturas ultrafrías. A su vez, la molécula de ARNm también se arruina a temperatura ambiente. La vacuna Pfizer-BioNTech necesita refrigeradores capaces de conservar los elementos a unos agradables -70°C (-94°F).

Y aquí, en lo que se denomina una «cadena de frío» –una cadena de suministro que funciona a baja temperatura–, es donde enfrentamos el primero de una serie de obstáculos a una distribución eficiente y justa de las vacunas, que son causados o exacerbados por la irracionalidad de los mercados.

La distribución de alimentos a nivel mundial depende de una cadena de frío muy desarrollada, pero una cadena de ultrafrío, con las temperaturas que requiere la vacuna Pfizer, implica ir un poco más lejos.

La distribución de alimentos a nivel mundial depende de una cadena de frío muy desarrollada, pero una cadena de ultrafrío, con las temperaturas que requiere la vacuna Pfizer, implica ir un poco más lejos. Es común que los laboratorios tengan algunos congeladores que pueden generar esa temperatura, pero no suelen tenerlos las farmacias ni los consultorios en los que probablemente hayas recibido alguna vez una inyección contra la gripe.

Pfizer está enviando las vacunas empacadas en cajas de hielo seco. Una vez recibidas, el hielo seco debe ser repuesto en el plazo de un día. Luego de sacarla de las cajas de hielo seco, la vacuna puede ser conservada a temperaturas similares a las de un refrigerador normal durante veinticuatro horas y, una vez que se la descongela a temperatura ambiente, dura solo dos horas. Los congeladores ultrafríos pueden extender la vida útil de la vacuna durante seis meses y, en principio, están disponibles en términos comerciales.

Por lo tanto, los hospitales más grandes de las áreas metropolitanas están intentando comprar estos congeladores que son tan fríos como caros (entre 10 000 y 15 000 dólares la unidad). Y de forma similar a lo que sucedió con el equipamiento de protección personal y los respiradores durante la primavera, se está volviendo a instalar un enfoque del tipo «sálvese quien pueda». Las áreas rurales y las ciudades con poblaciones más pequeñas están siendo aplastadas por la estampida. La pandemia ha golpeado las finanzas de los hospitales más pobres, y la vacuna implica gastos que estos en general no pueden afrontar. En cuanto a los hospitales que podrían comprar uno o dos congeladores, reciben por parte de los fabricantes el anuncio de que la distribución podría tardar meses. Tienen prioridad los hospitales más ricos y más grandes, que son capaces de comprar al por mayor.

Esto no es solamente injusto; es irracional. Las regiones y los hospitales que son capaces de ofertar más dinero no son necesariamente los que están más necesitados. Las áreas rurales y las pequeñas ciudades tienden a tener un porcentaje mayor de personas ancianas, y también una mayor cantidad de residentes pobres que, por lo tanto, sufren la mayor incidencia de patologías previas. Este desequilibrio entre necesidad y suministro extiende el alcance de la pandemia, poniendo también en peligro a las regiones ricas porque nadie está a salvo hasta que todo el mundo esté a salvo.

En un artículo esencial del servicio de noticias biomédicas STAT sobre el escándalo de la desigualdad de las distintas regiones de EE. UU. frente a la cadena de ultrafrío, Olivia Goldhill citó al director de suministro de Vizient, una agrupación de hospitales para comprar congeladores: «Es otro buen ejemplo de cómo nuestros hospitales rurales están al final de una cadena de suministro con menos capacidad de hacer compras importantes. Es el salvaje Oeste de la cadena de suministro; no es así como debería lucharse contra una pandemia».

Y esto sucede en el país más rico del mundo. Si la gestión de la cadena de ultrafrío está más allá del alcance de las pequeñas ciudades de Estados Unidos, la situación es todavía más grave en los países en vías de desarrollo. En los países menos desarrollados, la barrera no está meramente en el acceso al tipo adecuado de congeladores, sino en la posibilidad de disponer de la electricidad necesaria para poner a funcionar cualquier refrigerador.

En la República Democrática del Congo, durante el momento más álgido de una epidemia regional de ébola, se utilizaron termos Arktek de alta tecnología para distribuir las vacunas. Estos termos pueden mantener sus contenidos a temperaturas ultrafrías. Pero cada uno de los termos cuesta 2000 dólares. Bill Gates entra en juego aquí, dado que prometió pagar las cuentas de los termos Arktek para las vacunas contra el COVID en regiones como estas. Pero la humanidad no debería depender de la buena voluntad de algunos multimillonarios para lidiar con la pandemia.

Otras vacunas que se están desarrollando son menos exigentes. La de Moderna, que tiene una eficacia similar a la de Pfizer, puede ser almacenada a -20°C (-4°F), lo cual está en el rango de temperaturas de un congelador normal.

La esperanza está puesta en que otras vacunas, creadas utilizando técnicas distintas, serán menos sensibles a la temperatura. La vacuna desarrollada por la Universidad de Oxford, que posteriormente se asoció con la empresa farmacéutica sueco-inglesa AstraZeneca, también emplea una plataforma molecular novedosa. En este caso se trata de un «vector viral», un adenovirus que causa resfríos en chimpancés pero no en humanos, cuyos genes son modificados para que produzcan la proteína Spike del coronavirus. Esta vacuna puede ser almacenada bajo temperaturas similares a las de un refrigerador normal.  La vacuna Novavax, cuyos ensayos clínicos deberían haber atravesado la fase 3 para fines de enero, también puede conservarse en un refrigerador común, al igual que la vacuna desarrollada por la asociación Sanofi-GlaxoSmithKline (aunque los resultados de esta última han sido hasta ahora decepcionantes y la reformulación de la vacuna implica que la aprobación no llegará antes del cuarto trimestre de 2021).

Pero, de nuevo, bajo estas circunstancias, en algunos países en vías de desarrollo, incluso en un territorio estadounidense como Puerto Rico, que sufre intensos apagones luego del Huracán María, ni siquiera puede ponerse a funcionar un viejo refrigerador con cortes de electricidad que pueden durar cuatro horas o días enteros.

Por lo tanto, en los países menos desarrollados, la barrera no está meramente en el acceso al tipo adecuado de congeladores, sino en la posibilidad de disponer de la electricidad necesaria para poner a funcionar cualquier refrigerador.

¿Y qué sucede si la eficacia de estas vacunas que son más fáciles de distribuir es menor que la de las vacunas ARNm? Los resultados de la vacuna Oxford-AstraZeneca sugieren inicialmente entre un 70% y un 90% de eficacia (frente al 95% de Pfizer y de Moderna). Sigue siendo algo increíble y muy superior al 40% o 60% de eficacia de las inyecciones contra la gripe estacional. Pero quienes viven en las zonas rurales de Estados Unidos y en algunos países en vías de desarrollo probablemente sientan que son una suerte de segunda clase, lo cual es cierto desde el punto de vista del mercado. Y otra vez, hay que decir que esto es irracional, incluso si se asume la perspectiva de la gente rica: el desequilibrio entre la necesidad y el suministro, que llevará a repartir vacunas posiblemente menos efectivas entre la gente que tiene menos riqueza, que no es necesariamente la que menos la necesita, extiende innecesariamente la vida de una pandemia que pone en riesgo a todo el mundo.

Prioridad para Hollywood

Aun si las distintas vacunas no fueran tan sensibles a la temperatura, se plantearían otros desafíos importantes relacionados con la producción y la distribución. Dada la tasa de reproducción –el infame ritmo básico de reproducción, o R0– del COVID que pudo observarse en los distintos países antes del confinamiento, y suponiendo que existiera una vacuna con un 100% de eficacia, para alcanzar una inmunidad de rebaño capaz de bloquear la transmisión de SARS-CoV-2 debería vacunarse aproximadamente entre el 60% y el 70% de la población mundial. Las vacunas contra el COVID no son 100% efectivas, motivo por el cual aquel porcentaje será todavía mayor, pero sirve como base para calcular el objetivo.

Tanto la vacuna de Pfizer como la de Moderna tienen una efectividad del 50% luego de la aplicación de una primera dosis y solo alcanzan su mejor índice de eficacia con la administración de una segunda dosis. Esto significa que, como mínimo, debería producirse un total de 8000 millones de dosis para cubrir al 60% de una población mundial que cuenta con alrededor de 7000 millones de personas. Para hacerse una idea, puede considerarse que durante la última década se vacunó a 1000 millones de niños y niñas contra las paperas, el sarampión, la rubeola, la polio, el tétano y la fiebre amarilla. Este es el motivo por el cual hay tantas expectativas en la vacuna de dosis única de Johnson & Johnson.

Mientras tanto, Pfizer anticipa que será capaz de producir 1300 millones de dosis hacia fines de 2021. Moderna afirma que podrá producir otras 1000 millones de dosis durante el mismo lapso de tiempo. ¿Esto significa que hay que calcular un total de 2000 millones? No necesariamente. Una empresa hace estos cálculos en base a la estimación que hacen sus proveedores, que en este caso producen biorreactores, dispositivos de filtración, ampollas, nucleótidos, encimas y otros equipos y materiales necesarios. Por ejemplo, el proveedor le dirá Pfizer que puede ofrecerle 1000 millones de unidades de cierto insumo, pero luego Moderna llamará al mismo proveedor y obtendrá el mismo número hipotético. Estas supuestos 1000 millones de unidades de un determinado insumo valen para ambas empresas en conjunto.

Aun si todo saliera bien en el camino que va desde la producción hasta la distribución local, en el punto de la atención médica –es decir, en donde se inyecta efectivamente la vacuna en los brazos de las personas–, el personal capaz de realizar la inoculación en Estados Unidos es insuficiente, como también lo es el personal asociado a la publicidad que explica dónde y cómo se coloca la vacuna –y para combatir las campañas en contra–, a la programación de software y a todas las tareas vinculadas con el proceso. En EE. UU., la Asociación de Autoridades Estatales y Territoriales de la Salud y la Asociación de Encargados de Inmunización ha exigido al Congreso que garantice 8000 millones de dólares para cubrir el costo de reclutar y formar a personal adicional en los diferentes estados. Hasta ahora solo recibieron 200 millones de dólares de los CDC.

Mientras tanto, estamos viendo algunos intentos descarados de colarse en la fila. Por más grotesco que sea, el caso del doctor que es sobornado por un paciente rico para, guiño guiño, obtener un diagnóstico de asma, no representa un problema importante. En términos numéricos estos fraudes no deberían ser relevantes. Y cuanto más estricto sea el control sobre estos engaños, más grande será la probabilidad de incrementar excesivamente las barreras burocráticas que impiden una distribución eficaz. Hasta cierto punto, debemos conformarnos con aceptar que existirá cierto grado de egoísmo y maldad. Lo que realmente atenta contra la posibilidad de vacunar a quienes más lo necesitan es la corrupción corporativa, lubricada por las estructuras existentes de los distintos grupos de interés profesionales.

Durante la primavera, los estudios de Hollywood gastaron cientos de miles de dólares con éxito para presionar al gobierno de California con el objetivo de obtener la clasificación de trabajadores esenciales, y lo mismo hizo World Wrestling Entertainment en Florida. Hoy, en simultáneo con el lanzamiento de las primeras vacunas, la Asociación de Banqueros de Estados Unidos está presionando a los CDC para lograr que se priorice a los cajeros y a los prestamistas como «trabajadores esenciales», de la misma forma en la que lo está haciendo la Liga Nacional de Hockey en relación con sus jugadores y Uber y DoorDash en relación con sus choferes.

Efectivamente, es el salvaje Oeste. Lo que necesitamos es que el gobierno intervenga más de lo que lo hizo durante el mandato de Donald Trump para planificar, o al menos orientar con mano firme, algunas partes de la producción y de la cadena de suministro de la vacuna, como ocurrió en muchos países a principio de año con los equipos de protección personal (EPP), los respiradores y la producción de camas de hospital. Cuanto más grande sea el flujo de la producción y distribución de la vacuna, menos relevancia tendrán las acciones de quienes buscan colarse en la fila.

Los especialistas en cadenas de suministro argumentan que en el caso del COVID-19, la planificación de la demanda es de una magnitud tan diferente en comparación con la distribución histórica de otras vacunas que requerirá que los gobiernos normalicen –estabilicen– y optimicen las cadenas de suministro, de la misma forma en la que fue necesario hacerlo con el equipamiento de protección personal. A pesar de que el presidente Trump finalmente apeló a la Ley de Producción de Defensa (DPA, por sus siglas en inglés) para forzar a las empresas a producir EPP y utilizó autorizaciones de emergencia para permitir que entraran al mercado nuevos proveedores de EPP, lo cierto es que se dejó que los mercados privados funcionen con sus propias reglas frente a la crisis, sin suficiente orientación estatal. En general, puede decirse que fracasaron. Pero surgió de la nada un sospechoso mercado de comerciantes de EPP, en el marco del cual algunas figuras sombrías dijeron que ayudarían a localizar y adquirir el equipamiento necesario para los hospitales, las clínicas y otras instituciones que estaban en la primera línea. Mientras que algunas de estas empresas eran legítimas, aun si buscaban sacar partido de una situación de crisis, muchas eran simplemente operaciones fraudulentas que no tenían ninguna experiencia con las cadenas de suministro médicas. En cualquier caso, legítimas o criminales, estas empresas fracasaron en términos generales a la hora de garantizar lo que habían prometido.

Para prevenir que esto suceda de nuevo en EE. UU., Joe Biden debería ampararse en una aplicación más agresiva de la DPA, que permite que el ejecutivo incentive a las empresas a expandir la producción en el mercado interno de materiales clave para la cadena de suministro de la vacuna, fomentar una mayor capacidad productiva y emplear gente con la experiencia necesaria para supervisar y planear dicha producción. Bajo esta legislación, el gobierno federal podría dirigir la producción de los insumos necesarios, lo cual incluye la posibilidad de decomisar las cadenas de suministro y las empresas especializadas en logística y aprovisionamiento para favorecer una adquisición y una distribución centralizadas. Si hubiera cuellos de botella en el transporte o escasez, la DPA también permite activar la Reserva Civil de Flotas Aéreas, lo cual implica básicamente tomar el control de aerolíneas privadas como Delta o United.

Es ineficiente que cada uno de los estados diseñe e implemente un plan de distribución de la vacuna distinto. En cambio, el gobierno federal está mejor posicionado para organizar la recolección de información en todo el sistema, con la asistencia de los proveedores de salud estatales y locales, y luego ingresar esta información nuevamente en la cadena para alterar los planes de producción y distribución a medida que el consumo de las vacunas se modifica. Es precisamente porque la logística es tan compleja que el Estado debe tomar las riendas frente al caos de los mercados.

Vacunacionalismo

Pero un giro agresivo de la administración entrante de Biden solo serviría para aliviar un poco las dificultades internas que plantean la cadena de suministro y las irracionalidades del mercado. No haría nada para detener la falta de lógica y la injusticia que existen alrededor de la vacuna a nivel mundial.

En junio, Jacobin informó que algunas empresas farmacéuticas como Gilead Sciences, AstraZeneca y Sanofi buscaban implementar tratamientos utilizando drogas que tenían una potencial aplicación contra el COVID-19, como remdesivir –cuyo precio Gilead elevó a 3000 dólares, a pesar de que el costo de producción es de solo 9 dólares–, presionando simultáneamente para modificar el lenguaje de la resolución de la Organización Mundial de la Salud (OMS) que hacía referencia al derecho de los países de pasar por encima de las leyes de patentes durante las emergencias sanitarias, con el objetivo de producir más rápidamente y a menor costo versiones genéricas de las mismas drogas. La campaña fue apoyada por diplomáticos estadounidenses, ingleses, japoneses y suizos.

El vacunacionalismo perdurará muchos años después de la pandemia.

La mayoría de estos villanos están de vuelta, pero esta vez revolotean alrededor de las vacunas. Los países más ricos están intentando bloquear una propuesta que Sudáfrica e India hicieron a la OMS para liberar a los países miembros de los impedimentos legales vinculados a las patentes de las vacunas en el caso del COVID.

Lo más gracioso es que el representante comercial de EE. UU. argumenta que este atentado contra la protección de la propiedad intelectual, por más temporario que sea, pondría en riesgo la innovación en el campo de las vacunas, como si cada centavo del costo de investigación, desarrollo y manufactura de las vacunas no hubiese provenido del sector público. La innovación que permitió la vacuna contra el COVID-19 es un producto completamente estatal.

Pero más allá de la osadía de estos bandidos sin vergüenza, el mantenimiento del monopolio sobre las drogas y las vacunas contra el COVID necesariamente restringe el suministro. Otra vez, el interés de estas empresas inhibe la producción y la distribución racionales. El principal objetivo de la sociedad humana en este momento es derrotar al virus lo más rápido posible. Esto objetivo entra en contradicción con la función de los agentes mercantiles: la maximización de las ganancias. Hasta las personas más ricas que defienden la posibilidad de beneficiarse de las patentes corren el riesgo de infectarse y morir de COVID-19 gracias a esta misma iniciativa.

Entonces no es sorprendente que, durante los últimos días y en este ambiente de «sálvese quien pueda», los investigadores del Centro de Innovación Global para la Salud de la Universidad Duke calcularon que un puñado de países ricos adquirieron, por medio de acuerdos de compra para destinatarios nacionales, alrededor de 600 millones de dosis de la vacuna de Pfizer, casi la mitad de lo que la empresa estima que puede producir hasta finales del año que viene. El estudio concluye que COVAX, que es una plataforma global para garantizar el acceso igualitario a las vacunas contra el COVID sin considerar la capacidad de pago de los países, compró dosis suficientes para cubrir la vacunación de 250 millones de personas. El acuerdo COVAX apunta a distribuir alrededor de 2000 millones de dosis hacia fines del año que viene, cubriendo al 20% de las personas en 91 países de África, Asia y América Latina.

Muchos de los países ricos que firmaron acuerdos bilaterales para asegurarse el acceso nacional a un contingente considerable de dosis, también participan de COVAX. El acuerdo en sí mismo fue una iniciativa de Francia y de la Unión Europea. Sin embargo, son los mismos países que, al intentar tomar la delantera, están socavando el acuerdo que firmaron. Los investigadores estiman que, como resultado de este «vacunacionalismo», la mayoría de la gente de los países de bajos ingresos deberá esperar aproximadamente hasta 2024 para ser vacunada. El vacunacionalismo perdurará muchos años después de la pandemia. DEST Empeora todavía más las cosas un documento interno del secretariado de COVAX filtrado a el Guardian, que revela que la dirección del proyecto considera que el plan tiene «grandes posibilidades» de fracasar, dado que solo ha logrado recaudar 2100 millones de dólares de los 4900 millones que se estimaban necesarios para alcanzar la meta del 20% en 2021.

Lo que esto nos dice es que la planificación económica puesta al servicio de la erradicación más veloz de la enfermedad es insuficiente si permanece a nivel nacional. En este caso, cada país actúa en beneficio de sus propios intereses de la misma manera en que lo hacen los dueños de Pfizer o de Moderna, aunque en este caso lo hacen en el mercado de la competencia nacional. Por supuesto, se suponía que COVAX fuese un acuerdo supranacional, una entidad que podría supervisar la planificación global. Pero COVAX no es un Estado global. Y, al igual que la OMS, carece de los recursos suficientes y de la autoridad legal para implementar su plan en el mismo sentido en que un Estado puede hacerlo.

Lo mejor que le cabe esperar a la humanidad para derrotar en el corto plazo este vacunacionalismo y la distribución de la vacuna al estilo del lejano Oeste es una humillación internacionalista de su injusticia y su irracionalidad. Pero si vemos más allá del horizonte del COVID-19, la amenaza de futuras pandemias –y entre ellas habrá algunas que no serán tan compasivas como este coronavirus– requiere en cierta medida que se discuta con seriedad la reconstrucción de la democracia global y las formas en las que, en el marco de una democracia de estas características, la planificación económica mundial podría domeñar las ineficiencias, las irracionalidades y las injusticias de los mercados.

Porque nadie está a salvo hasta que todo el mundo esté a salvo.

 

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