En el verano de 1945 se detonó con éxito la primera bomba atómica en el desierto de Nuevo México. En una declaración que se volvió célebre, J. Robert Oppenheimer, el director del equipo que desarrolló la bomba, afirmó que la detonación trajo a su memoria una frase del Bhagavad Gita: «Ahora me he convertido en la Muerte, el destructor de mundos».
El lamento de Oppenheimer se ha integrado a la percepción romántica que hoy tiene de sí misma la gente trabaja en el mundo de la tecnología, que parece reproducir el arquetipo del inventor prometeico cuyo aporte garantiza el progreso y condena al mundo en el mismo movimiento. Por lo tanto, no es sorprendente que de todas las personas que han ayudado a crear el monstruo de las redes sociales, algunas hayan abjurado, abandonando sus empleos en Google, Facebook, YouTube y Twitter para reinventarse a sí mismas como Casandras de la distopía tecnológica. El dilema de las redes sociales se adentra en las opiniones de estos desertores.
En la medida en que es verdad que las redes sociales tienen consecuencias perjudiciales, El dilema… no tiene dificultades a la hora de señalar algunas cosas importantes. La mejor parte está en el análisis de la magnitud del daño psicológico que generan. Puestas a punto por personas formadas en el arte de la tecnología persuasiva, las plataformas de los medios sociales se apropian de algunos rasgos evolutivos del cerebro humano. Dada nuestra naturaleza, se supone que somos capaces de reconocernos en nuestro reflejo o de responder a nuestro nombre, pero no es necesario que lo hagamos decenas ni cientos de veces al día. También se supone que debe preocuparnos la aceptación y el aprecio de nuestro clan, pero no es necesario que este clan esté compuesto por un número infinito de personas extrañas.
El documental trata con justeza estos puntos. Pero vacila a la hora de hablar de política. A pesar de la frecuente referencia al impacto corrosivo que la motivación de las ganancias tiene sobre el comportamiento de la industria, una crítica que evidentemente tiene cierta resonancia de izquierda, la mirada que brinda el documental está definida por un lente obstinadamente centrista. Tal vez quienes lo protagonizan hayan roto con los gigantes de la industria tecnológica, pero definitivamente no rompieron con la ortodoxia política.
Para ilustrar el efecto de las redes sociales en la arena política, se toma el ejemplo de un partido ficticio denominado Extremo Centro, que se supone que es capaz de representar tanto a la extrema izquierda como a la extrema derecha evitando enredarse en cualquier caracterización política específica. Hay que decir que cualquiera que milite en la izquierda, o que simplemente simpatice con ella, sabe que la noción de un extremo centro no es en absoluto hipotética. En cualquier caso, el documental advierte que las redes sociales han incentivado formas de pensamiento peligrosas en ambos bandos, poniendo en riesgo a la democracia en todo el mundo. A pesar de que todos los ejemplos de posiciones extremistas estimuladas por las redes que brinda el documental provienen de la derecha, El dilema… decide aferrarse a una etiqueta política genérico.
En este sentido el documental puede ser útil para comprender cómo se percibe desde el centro el ascenso del pensamiento conspirativo de la extrema derecha y el fascismo organizado. El centrismo en Estados Unidos está razonablemente preocupado por fenómenos políticos como QAnon y los Proud Boys. Pero considera el problema como si se tratara de algo vinculado al extremismo en general, eludiendo el contenido específico de las políticas de derecha y desacreditando implícitamente a la izquierda. Es cierto que la izquierda a veces se entrega a sentimientos políticos intensos, lo cual es desaprobado por las corrientes de opinión dominantes de la sociedad. Pero, ¿esto nos hace necesariamente extremistas?
Mientras miraba El dilema…, me preguntaba si quienes lo escribieron meterían a Jacobin en la misma bolsa en la que ponen a los miles de medios que promueven la desquiciada narrativa QAnon acerca de una conspiración elitista de pedófilos satánicos. No creo que sean capaces de llegar tan lejos —al menos por ahora, dado que parece haber una ventana de tolerancia relativa con cierta radicalización de izquierda— pero este derrumbe de las categorías parece ser una de las temibles consecuencias posibles de este enfoque acerca del extremismo, que sugiere que existen excesos en ambas direcciones y postula que es necesario un retorno seguro hacia el centro político para restaurar la estabilidad en un mundo caótico e hiperreal.
A esto yo contestaría que la política que propone la izquierda es más bien el antídoto a la evolución alarmante de la derecha, y no su imagen invertida. La izquierda y la derecha no son dos caras de la misma moneda. Si ambas están experimentando un cierto crecimiento en la época de las redes sociales, es solo porque esta época coincide con el colapso del orden construido por el centro político y con la erosión del consenso popular en torno al neoliberalismo, que ha aportado su propia cuota de caos.
En cambio, creo que las realidades coextensivas son el centro negador y la derecha conspirativa y reaccionaria. Por definición, el centro insiste en que una transformación social veloz y de gran escala es imposible o está condenada al fracaso; en que la explotación, el desempleo, la guerra, la pobreza, los desalojos, la indigencia, la destrucción del medioambiente, el encarcelamiento masivo, las adicciones y otras injusticias, deben ser ampliamente toleradas porque no existen alternativas viables a la estructura política y económica sobre la cual se apoyan. Este mundo, por más que sea caótico y violento, o simplemente miserable, es el único mundo posible. Como mucho puede ser regulado mínimamente y debemos adaptarnos a él.
Sin embargo, sucede que la gente instintivamente desea tener una buena vida. Por lo tanto, al defender esta posición poco popular, el centro se ve llevado a negar frecuentemente que el mundo se está cayendo a pedazos, aun cuando los salarios se estancan, el costo de vida se eleva por las nubes, el empleo se reduce, los beneficios se evaporan, la migración económica interna se intensifica, los índices de violencia armada, drogadicción, depresión y suicidio se disparan, el agua se convierte en veneno y las pandemias y los incendios se extienden por todo el mundo. En medio de todo esto, las corrientes principales del centro político insisten en el lema que Hillary Clinton opuso al «Que América vuelva a ser grande» de Donald Trump: «América ya es grande».
Muchas de las personas que no compran este tipo de valoración falsamente optimista simplemente se desmoralizan. Pero también hay muchas personas —ricas y pobres, algunas preocupadas por llevar comida a su casa y otras paranoicas por la posibilidad de que alguien irrumpa en sus barrios privados— que se convencen cuando la derecha afirma que efectivamente hay un problema, cuando sugiere que la raíz de este problema está en la codicia de los inmigrantes, en la insolencia de las minorías urbanas, en la degeneración de los liberales o en la rebeldía de la izquierda.
Un grupo más pequeño entre quienes desconfían de lo que identifican como una clase dirigente deshonesta se aferran a teorías conspirativas de derecha como QAnon o a políticas sociales ultrarreaccionarias que terminan conformando grupos militares del tipo de los Proud Boys. Evidentemente las redes sociales intensifican este tipo de desarrollos —de hecho, QAnon es un fenómeno enteramente generado en las redes sociales, que solo ahora parece derramarse hacia otras áreas de la vida social—, pero la gente más susceptible a estas tendencias suele ser escéptica antes de embarcarse en el camino de la locura y del odio. Es justamente el fenómeno de la desilusión sin contenido, la pérdida de confianza en los poderes y en las ideologías dominantes sin que exista una explicación coherente y positiva que los reemplace, lo que hace que mucha gente se vuelva un blanco fácil para los algoritmos que se apropian de sus ideas y manipulan sus emociones, guiándola hacia las regiones más oscuras de Facebook y de YouTube.
El centro obstinado y la derecha radical son una estrella binaria orbitando alrededor del mismo centro de gravedad. En cambio, la política que propone la izquierda socialista, a pesar de que todavía sea marginal y esté poco desarrollada, representa una fuerza que contrarresta las conspiraciones y la reacción de la derecha. A diferencia del centrismo, la política socialista reconoce que hay algo que efectivamente está mal y que tiene que cambiar. Pero en contraste con la política de derecha, la política socialista apela a la razón a la hora de evaluar las causas de este problema y a la unidad a la hora de responder a él.
La política socialista no consagra la supuesta «grandeza» de la sociedad, pero piensa que es posible alcanzarla si la gente común logra ser solidaria y se organiza para comprometerse en una lucha racional y estratégica. Esta lucha es contra el adversario real —no una secta sombría de élites motivadas por el sadismo, sino una clase capitalista motivada por las causas estructurales que dirige la insaciable búsqueda de ganancias en nuestra sociedad— cuyas acciones basadas en intereses egoístas terminan arruinando el mundo para el resto de la población. Es el contenido que falta en la fórmula de la «desilusión sin contenido» el que lleva a que la gente acepte explicaciones fantásticas.
Apuntar contra los fenómenos de extrema derecha como QAnon y los Proud Boys de la forma en la que lo hace El dilema…, como si se tratara de un extremismo genérico inspirando en las redes, con un corolario implícito para la izquierda, implica perder completamente de vista las relaciones entre la izquierda, la derecha y el centro. Evidentemente, el extremismo de derecha representa un enorme riesgo en el mundo contemporáneo, y en gran medida toma impulso en los algoritmos de las redes sociales, que alientan a que las teorías de la conspiración tomen forma y evolucionen, a que echen raíces y florezcan. Pero la elección que tenemos en frente no es entre el centrismo y el extremismo. Es, como siempre, la elección entre el socialismo y la barbarie.