Judith Butler es una de las 160 personas, entre profesores, estudiantes y personal de la Universidad de California (UC) en Berkeley, cuyos nombres fueron entregados por las autoridades universitarias a la administración Trump para ayudar en la investigación del gobierno federal sobre el supuesto antisemitismo en el campus de Berkeley.
Analicemos esta afirmación para comprender mejor sus componentes.
Desde febrero, el Departamento de Educación (DOE) de Donald Trump estuvo investigando a varias universidades, entre ellas Berkeley y otros campus de la Universidad de California, por su gestión del supuesto antisemitismo en sus campus. En marzo, el Departamento de Justicia también anunció una investigación independiente y paralela sobre el tema de los campus de la UC.
En julio, una comisión del Congreso de la Cámara de Representantes convocó a tres rectores universitarios para que testificaran sobre el supuesto antisemitismo en sus campus. Uno de los convocados fue el rector de la Universidad de la Ciudad de Nueva York o CUNY (volveré sobre esto más adelante). Otro fue el rector de Berkeley. Los tres fueron sometidos a un duro interrogatorio por parte de un grupo de representantes republicanos rabiosos. Ninguno mostró mucha resistencia ni dijo gran cosa en defensa de los derechos del profesorado, el alumnado o el personal.
Al mismo tiempo, la administración Trump retuvo 500 millones de dólares en subvenciones federales para investigación de la Universidad de California en Los Ángeles (UCLA), que el presidente de todo el sistema de la UC, James Milliken, antiguo rector de la CUNY, está tratando desesperadamente de recuperar.
Así que cuando el Departamento de Educación le exigió a Berkeley que entregara los nombres, la UC accedió. Según diversas informaciones de prensa, eso ocurrió el 18 de agosto, hace algo más de un mes.
Desde entonces, el abogado jefe de Berkeley le fue enviando cartas individuales a cada uno de los 160 profesores, estudiantes y miembros del personal, incluida Butler, para informarles que sus nombres fueron entregados a la administración Trump.
Pero, ¿qué significa eso? ¿Entregar nombres? Suena amenazador, pero es fácil perder de vista la realidad en medio de todo ese revuelo.
Según el abogado de Berkeley, el Departamento de Educación «exigió la presentación de documentos exhaustivos, incluidos archivos e informes relacionados con presuntos incidentes antisemitas». Dado que las investigaciones del Departamento de Educación siguen en curso, el abogado añade que «la universidad puede estar sujeta a obligaciones de presentación adicionales».
En otras palabras, cuando la UC entrega nombres, no se limita a una lista de nombres y nada más. Entrega —perdón, «presenta»— «documentos exhaustivos, incluidos archivos e informes» que, por cualquier motivo, incluyen o mencionan los nombres de estas personas. Debido a las «obligaciones adicionales de presentación» —me encanta esa expresión, como si se tratara de una fotocopiadora—, es posible que la UC tenga que presentar muchos más documentos de este tipo.
Según un portavoz de Berkeley, estos documentos pueden incluso referirse únicamente a la «posible conexión de estas personas con denuncias de presunto antisemitismo» en Berkeley. ¿Está claro? Solo su «posible conexión» con esos presuntos incidentes.
Como explica Butler en varios artículos, ninguna de las personas que recibieron esas cartas tiene la más mínima idea de qué conducta, acción o declaración específica que puedan haber cometido, hecho o dicho sirve de base para la acusación (aunque tienen la idea de que, sea lo que sea, tiene que ver con Palestina). De hecho, como aclara el portavoz de Berkeley, puede que simplemente los nombres de estos profesores, miembros del personal o estudiantes solo tengan una «posible conexión» con denuncias de presunto antisemitismo de otras personas.
Volvemos a la CUNY. Durante los últimos años, la institución llevó a cabo múltiples investigaciones sobre presunto antisemitismo en sus numerosos campus de Nueva York. Su rector y la institución también acordaron una definición de antisemitismo que podría obligar a investigar a cualquier persona, desde Zohran Mamdani hasta el antiguo director del Jewish Theological Seminary, pasando por destacados expertos y organizaciones de derechos humanos en Israel y… yo mismo.
En los últimos tres meses, cuatro profesores adjuntos del Brooklyn College fueron despedidos, y los administradores también llamaron a declarar a cinco profesores a tiempo completo y a un miembro del personal.
En cualquier momento, la administración Trump podría pedir a la CUNY que entregue «documentos completos, incluidos archivos e informes» que simplemente impliquen la «posible conexión» de estas personas con denuncias de presunto antisemitismo.
Seamos claros sobre las consecuencias de entregar estos archivos.
Butler, en sus comentarios a la prensa, invoca acertadamente la experiencia del macartismo. Pero para que quede claro lo que eso significa, concretamente, recordemos los detalles de cómo funcionaba el macartismo.
Piénsese en ello, como explica la historiadora Ellen Schrecker en su valioso estudio Many Are the Crimes, como una red («Redbaiters, Inc.» es el título de su segundo capítulo) de funcionarios gubernamentales, investigadores privados, líderes institucionales y políticos.
Las investigaciones sobre personas políticamente sospechosas suelen comenzar, bajo la presión del Gobierno, en colaboración con activistas de diversas organizaciones de derecha, del sector privado y de lo que llamamos sociedad civil, es decir, universidades, iglesias, sindicatos, organizaciones sin ánimo de lucro, etc.
Al tratarse de Estados Unidos, las investigaciones suelen subcontratarse a otras entidades privadas y bufetes de abogados especializados en este tipo de asuntos, que combinan hiperideología y un pseudoprocedimentalismo. Se generan informes que se guardan en los archivadores —ahora, en computadoras— de esas instituciones.
El Gobierno —en aquel entonces, invariablemente el FBI— se hace con esos informes, que forman parte del expediente del FBI de cada individuo. Esos informes vuelven a circular en el sector privado y la sociedad civil. Y lo que es más importante para nuestros propósitos, también terminan en manos de comités del Congreso, que a menudo trabajan con esos investigadores privados y activistas profesionales que mencioné anteriormente.
De ahí surgen las famosas audiencias del Comité de Actividades Antiamericanas (HUAC), el comité de McCarthy y otros comités, que todos recordamos. Además de la intensa cobertura mediática, que puede arruinarle la vida a las personas, si no lo hizo ya. Por no hablar de todo tipo de efectos colaterales: pasaportes revocados (como en el caso de Paul Robeson), denegación de empleo, posibles juicios y castigos penales (si te niegas a responder a las preguntas o tienes un desliz y cometes perjurio), y mucho más. Hoy en día habría que añadir la posibilidad muy real de violencia o, como mínimo, de acoso y amenazas continuadas.
Todo esto, debemos recordar, por el simple hecho de ejercer la libertad de expresión política. En aquel entonces, el discurso podía ser cualquier cosa, desde expresar apoyo a la Unión Soviética hasta abogar prematuramente por la guerra contra el fascismo (eso era algo habitual) u organizar la desegregación del suministro de sangre de la Cruz Roja (eso también era algo habitual). Hoy en día podría significar, como nos recordó Mamdani el fin de semana pasado en el Brooklyn College, defender los derechos humanos básicos de los palestinos.
Cualquiera de nosotros que esté en un campus universitario tiene motivos, en otras palabras, para preocuparse por estas investigaciones sobre presunto antisemitismo; por el hecho de que Berkeley haya entregado los expedientes de Butler y otros 159 profesores, personal y estudiantes; por lo que pueda salir de ello; y por si algo similar está ocurriendo en nuestras propias instituciones académicas. O ya ocurrió.
En mi libro sobre el miedo, sostuve que los regímenes del miedo dependen fundamentalmente de dos tipos de individuos: los arribistas y los colaboradores. Hoy en día, la palabra que oímos es «complicidad». Lo que todas estas palabras sugieren es que los regímenes del miedo nunca son simplemente asuntos de arriba hacia abajo. También tienen un fuerte componente de abajo hacia arriba.
Desgraciadamente, en nuestro discurso actual, incluso en la izquierda, ese elemento de abajo arriba se interpreta a menudo como una turba de racistas aleatorios en las redes sociales o de ignorantes en los estados republicanos. Pero eso es un consuelo y una presunción. La verdad es que los colaboradores son agentes concretos, a los que se les confía una responsabilidad discreta y un poder concreto en varios niveles, en múltiples instituciones, que toman decisiones, a veces por las mejores razones, con consecuencias que tal vez no pretendan, pero que es probable que se produzcan de todos modos.