Un informe del MIT afirma que la inmensa mayoría de las implementaciones de inteligencia artificial generativa están fracasando: el 95% de ellas, de hecho. Eso es mucho fracaso. Para una serie de tecnologías promocionadas como la respuesta definitiva a todas las preguntas que alguna vez se han planteado, en sentido literal y figurado, la incapacidad de las empresas para integrar eficazmente la IA en su trabajo dice mucho sobre la siguiente etapa de la mecanización industrial, nuestro sistema económico y nosotros mismos. Pero lo que no dice, por mucho que uno pueda esperar, es que la IA esté condenada al fracaso.
La clave aquí es que hay que leer más allá del titular. El informe del MIT no concluyó que la IA no funciona, por muy defectuosa que sea, sino que muchas integraciones no funcionan, al menos por ahora. Como dice Jowi Morales en Tom’s Hardware, las integraciones no están dando resultados «porque las herramientas de IA genéricas, como ChatGPT, no se adaptan a los flujos de trabajo que ya se han establecido en el entorno corporativo».
Apostar por la IA
La respuesta de las empresas a estos hallazgos, o a otros similares, no será abandonar la IA, sino imponerla aún más a los trabajadores y a los lugares de trabajo, remodelando los flujos de trabajo, las rutinas y los propios puestos de trabajo establecidos para adaptarlos a la IA, en lugar de al revés. Los contratiempos no deben engañar a nadie sobre la dirección del viaje.
En Meta, por ejemplo, Mark Zuckerberg está congelando las contrataciones en la división de IA. Scale AI, en la que la empresa matriz de Facebook ha invertido más de 14.000 millones de dólares, está recortando el 14% de su plantilla. Los titulares alimentan los rumores sobre una desaceleración o un colapso de la IA, sobre el estallido de la burbuja. El ritmo y la escala de la inversión en IA en los últimos años ha ido acompañado de un debate apasionado sobre las revoluciones de la IA, sobre el cambio inminente e irreversible hacia un nuevo orden tecnológico e industrial. Ahora es difícil hacer más de dos clics mientras se navega por Internet o se abre una aplicación o un servicio sin encontrar alguna integración de IA, desde procesadores de texto hasta chatbots de tiendas minoristas, pasando por redes sociales y motores de búsqueda, entre otros. Todo ello tiene el aire de un esquema Ponzi a punto de ser descubierto.
Esa estafa ya está provocando la pérdida de decenas de miles de puestos de trabajo, y se espera que la cifra aumente. Los riesgos para los trabajadores son reales. A medida que las empresas apuestan por la IA, incluso si reducen un poco su inversión, siguen comprometidas con la transformación del trabajo mediante la automatización, es decir, con la mejora de la «eficiencia» y la erosión tanto de la mano de obra como de los costes.
La IA está a punto de acabar con millones de puestos de trabajo en todo el mundo antes de lo que se podría pensar. Sin embargo, su tan cacareada automatización, eficiencia y autonomía se basan en una gran cantidad de trabajo humano: moderación, anotación, etiquetado de datos, resolución de problemas, reparación y mucho más. La IA puede hacer que innumerables puestos de trabajo sean redundantes, pero también crea y transforma otros. El problema es que muchos de estos nuevos puestos de trabajo son miserables y el cambio general hace bajar los estándares laborales y los salarios.
De todos modos, no importa cuánto se insista en que el emperador de la IA está desnudo: los cientos de miles de millones invertidos en el sector ya establecieron —y sostendrán— una lógica, una expectativa y una fe interna en que estas tecnologías son y deben ser el futuro del conocimiento, la producción y los servicios.
Frente a los límites de la IA y la consiguiente degradación —lo que Cory Doctorow llamaría enshittification— de tantos aspectos de la vida, cabría esperar que tecnócratas y oligopolios, tanto corporativos como políticos, hicieran una pausa, sacaran cuentas, consultaran a la sociedad en general y ajustaran el rumbo. Pero eso es poco probable. En síntesis, el mundo corporativo está pot committed, para usar un término del póker, con la revolución de la IA, en lo que sea que consista
Los optimistas anti-IA podrían ver el estallido de una burbuja o el fracaso de una revolución. Pero para aquellos que luchan por el futuro del trabajo y la democratización de la IA, la interpretación más inteligente es que se trata, en el mejor de los casos, de una retirada estratégica o una consolidación de las integraciones de la IA. Esto significa prepararse, elaborar estrategias y responder en consecuencia. La propia Meta enmarcó su congelación de contrataciones como «planificación organizativa básica: crear una estructura sólida para nuestros nuevos esfuerzos en superinteligencia después de incorporar personal y llevar a cabo ejercicios anuales de presupuestación y planificación».
Por mucho que nos cueste admitirlo, el dinero inteligente en este momento —es decir, el poder— está en manos de Meta y sus competidores, que están configurando el espacio industrial a su antojo. Esto es especialmente cierto en medio del retroceso democrático en Estados Unidos y su enredo cada vez mayor con la oligarquía tecnológica.
La pregunta equivocada
Preguntarse si ciertas tecnologías de IA «funcionarán» alguna vez es plantear la pregunta equivocada, o al menos una de importancia secundaria, incluso terciaria. Existe una carrera mundial por desarrollar y desplegar la IA, una competencia que abarca a la vez una especie de pugna estratégica geopolítica que enfrenta a los Estados entre sí, y un impulso capitalista más amplio por transformar la tecnología y el trabajo en interés de su clase más allá de las fronteras estatales. El capital y el peso político que hay detrás del movimiento de la IA son, por tanto, sólidos, y sus devotos consideran que los esfuerzos son necesidades estratégicas y no frivolidades tecnológicas.
Dejando de lado que hay una diferencia entre los tipos de IA, sus implementaciones y sus integraciones —algunas de las cuales ya están funcionando—, la pregunta fundamental para los trabajadores, la política de masas y los consumidores es con qué fines se implementará la IA y en beneficio y bajo el control de quién.
Tal y como están las cosas, hay muchas razones para creer que la respuesta a cada pregunta es «los oligarcas y los oligopolios», quizá bajo algún control nominal de una clase dirigente tecnocrática que, en el mejor de los casos, actuará como un mero sello regulador, un inversor institucional o un suscriptor. Y con el propio Estado respaldando la implantación generalizada de la IA, eso es, como se suele decir, el juego.
El riesgo de creer en la idea de que la burbuja de la IA está a punto de estallar es que nos lleva a una falsa sensación de comodidad, a la complacencia. Para aquellos que desean un futuro tecnológico —y político y económico— marcado por una profunda democratización y un control colectivo, el punto de partida debe ser que la IA, de una forma u otra, ha llegado para quedarse. La tarea ahora no es esperar a su colapso, sino organizarse para controlarla.