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Claus Offe realizó numerosas contribuciones a cuestiones relacionadas con el equilibrio de poder entre el trabajo y el capital, desde su participación en debates sobre el Estado capitalista hasta sus profundos análisis de la estructura del mercado laboral. (Poklekowski / ullstein bild a través de Getty Images)

Por qué las reglas del juego están hechas contra los trabajadores bajo el capitalismo

Traducción: Natalia López

Los trabajadores deben organizarse para obtener poder, mientras que los capitalistas lo ejercen individualmente a través de los derechos de propiedad. Esta asimetría fundamental, como explicó el sociólogo alemán Claus Offe, crea una cadena de obstáculos que dificultan enormemente la acción colectiva de la clase trabajadora.

La muerte del sociólogo alemán Claus Offe el 1 de octubre marcó la desaparición de uno de los últimos intelectuales socialistas europeos de la posguerra. Famoso por su análisis de las contradicciones de las sociedades capitalistas avanzadas en las décadas de 1960 y 1970, Offe pertenecía a una generación de pensadores que tuvo como horizonte de reflexión las relaciones de fuerza entre trabajo y capital, las posibilidades y límites de las reformas dentro del capitalismo y la evolución de su economía política.

Offe hizo múltiples aportes en esos terrenos, desde su participación en los debates sobre el Estado capitalista hasta su agudo análisis de la estructura del mercado laboral. Pero su contribución más significativa resulta quizá la más difícil de clasificar. Su ensayo «Dos lógicas de la acción colectiva», escrito junto a Helmut Wiesenthal, abarca desde la naturaleza del poder de clase capitalista hasta el fenómeno del oportunismo en el movimiento obrero. Publicado por primera vez en 1982, sigue siendo una obra fundamental para quienes buscan profundizar el proyecto socialista.

El trasfondo intelectual

Para contextualizar «Dos lógicas», conviene recordar brevemente el entorno intelectual del que Offe provenía. Fue producto de la Escuela de Frankfurt, el célebre grupo de teóricos reunido en la década de 1920 cuyas reflexiones sobre el capitalismo y la modernidad marcaron a generaciones posteriores. Muchos de sus miembros —Theodor Adorno, Max Horkheimer, Herbert Marcuse— debieron exiliarse con el ascenso del nazismo en los años treinta. Aunque pudieron regresar a Alemania Occidental tras la guerra, la división del país y la ocupación estadounidense abrieron un abismo entre la producción teórica de la escuela antes y después del exilio.

Como recordaría Offe sobre sus años en Frankfurt a mediados de los sesenta:

Ni la célebre revista Zeitschrift für Sozialforschung ni Dialéctica de la Ilustración eran accesibles… Esto se mantuvo así hasta fines de los sesenta o comienzos de los setenta. La causa de este absurdo era que el Instituto de Investigación Social estaba licenciado y financiado por las fuerzas de ocupación estadounidenses. Por eso, Adorno y Horkheimer temían profundamente que sus teorías pudieran usarse con fines políticos que molestaran a los estadounidenses en el contexto de la incipiente Guerra Fría.

Offe realizó su doctorado bajo la dirección de Jürgen Habermas, discípulo de Adorno y Horkheimer. Más tarde describiría el «parroquialismo» de la vida intelectual alemana de posguerra, en la que autores anglosajones como Talcott Parsons, Seymour Martin Lipset o C. Wright Mills eran prácticamente inaccesibles. Offe se propuso escapar de ese aislamiento intelectual y, en las décadas siguientes, dialogó activamente con la teoría social en lengua inglesa.

Esa hibridación intelectual, que combinaba la indagación filosófica de Habermas con el enfoque empírico y crítico de Mills, sentó las bases de Dos lógicas de la acción colectiva.

Obstáculos asimétricos

El ensayo puede leerse como una crítica ampliada al economista Mancur Olson y su obra La lógica de la acción colectiva. Olson sostenía que, en muchos casos, la cooperación entre individuos con intereses comunes resultaba mucho más difícil de lograr de lo que se suponía.

Aunque formuló su argumento en el lenguaje de la economía neoclásica, la lógica es simple: en numerosos contextos, las personas que se beneficiarían de cooperar obtienen ese beneficio tanto si participan como si no. Si cooperar implica costos —de tiempo, esfuerzo o dinero—, lo racional para cada individuo es «viajar gratis» (free ride), esperar que otros cooperen y beneficiarse del resultado.

El resultado es que nadie coopera, aunque todos saldrían ganando si lo hicieran. Olson utilizó esta lógica para sostener que el conflicto de clases descrito por Marx —entre trabajadores y capitalistas organizados— era improbable, dado que ambos tendrían incentivos para evitar la acción colectiva.

Offe y Wiesenthal no negaron el problema del free rider: cualquiera que haya intentado organizar una huelga o una simple asamblea estudiantil conoce su realidad. Pero argumentaron que existen dos lógicas distintas de acción colectiva: una para los trabajadores y otra para los capitalistas. Mientras estos últimos apenas enfrentan obstáculos para coordinarse, para los trabajadores los problemas de acción colectiva son estructuralmente devastadores y solo pueden superarse en condiciones excepcionales.

El primer punto de Offe y Wiesenthal es que los capitalistas en realidad no necesitan organizarse. Su poder de clase deriva del derecho de propiedad: de la capacidad de excluir a los trabajadores del uso de sus medios de vida. El simple hecho de poseer una empresa les permite despedir empleados y negarles el sustento. Ese poder coercitivo —individual y permanente— no requiere organización colectiva. (De hecho, en Estados Unidos, uno de cada cinco procesos de sindicalización implica despidos de represalia). Para ejercer poder sobre los trabajadores, basta un correo electrónico.

Los trabajadores, en cambio, solo pueden ejercer poder si se organizan colectivamente. Para lograr una elección sindical o iniciar una huelga necesitan construir organización, asumir costos y exponerse a represalias. Además, todos los trabajadores de una empresa se benefician de los logros de la negociación, participen o no: de ahí que cada individuo tenga incentivos para dejar que otros asuman los riesgos.

El segundo punto de Offe y Wiesenthal es que los capitalistas pueden agruparse fácilmente, mientras que los trabajadores no. Las empresas pueden fusionarse, reduciendo costos administrativos sin perder capacidad de disciplinar a sus empleados. Por el contrario, los sindicatos más grandes suelen volverse más heterogéneos y burocráticos, con mayores dificultades para armonizar intereses y movilizar a sus bases.

El dilema dialógico

Finalmente, Offe y Wiesenthal subrayan que la relación entre capital y trabajo es interdependiente pero asimétrica. En abstracto, ambos se necesitan; en la práctica, los trabajadores dependen mucho más de «sus» capitalistas que estos de ellos.

Mientras que los capitalistas pueden, por lo general, elegir a quién quieren contratar en un momento dado, o incluso decidir no contratar a nadie, la mayoría de los trabajadores tienen que aceptar cualquier trabajo que se les ofrezca. Este punto es quizás obvio para cualquiera que haya tenido alguna vez una entrevista de trabajo, en la que la asimetría de poder es palpable en cada momento del proceso.

Pero Offe y Wiesenthal sacan una conclusión de esta asimetría que es menos obvia. Como ellos mismos dicen, «la colectividad de todos los trabajadores debe estar, paradójicamente, más preocupada por el bienestar y la prosperidad de los capitalistas que los capitalistas por el bienestar de la clase trabajadora». Los trabajadores tienen que considerar cómo sus acciones afectarán a aspectos como el ritmo de inversión o la viabilidad financiera de su empresa, para no encontrarse con que su militancia los deja sin empleo.

Esa necesidad de considerar los intereses del capital mientras se lo enfrenta complica aún más el proceso de organización. Formar una organización obrera significa construir un interés colectivo a partir de una diversidad de intereses individuales —los jóvenes priorizan licencias o estabilidad, los mayores, jubilaciones—, tarea ya de por sí compleja, que se vuelve más difícil cuando debe hacerse bajo la amenaza constante del desempleo o la desinversión.

Los capitalistas no necesitan preocuparse por los intereses de sus trabajadores. Aunque los bajos niveles de desempleo pueden hacer que los capitalistas se apresuren a intentar atraer trabajadores, la mayoría de las veces lo que Marx denominó el ejército industrial de reserva de desempleados garantiza que siempre habrá alguien lo suficientemente desesperado por conseguir un trabajo como para someterse a cualquier trato injusto que los capitalistas estén dispuestos a infligirle. Además, los capitalistas que se enfrentan a una escasez de mano de obra tienen la opción de reducir aún más su dependencia de los trabajadores mediante la automatización de parte del proceso laboral.

El hecho de que los trabajadores tengan que tener en cuenta los intereses del capital, incluso cuando se organizan contra él, añade una nueva dinámica a los primeros puntos, que se refieren a la necesidad y la viabilidad de la organización colectiva. La organización es siempre un proceso de formación de intereses colectivos. Los trabajadores individuales tienen una amplia variedad de intereses que les gustaría que se abordaran mediante la organización colectiva.

Los trabajadores de más edad, por ejemplo, pueden estar más preocupados por las pensiones y las prestaciones de jubilación, mientras que los trabajadores más jóvenes pueden dar prioridad a unos permisos de maternidad y paternidad más generosos, etc. Una de las principales tareas de un sindicato es tomar estos diversos intereses individuales y forjarlos en un interés colectivo en el que pueda estar de acuerdo la gran mayoría de los afiliados. Obviamente, se trata de un proceso difícil, y el hecho de que los trabajadores también tengan que pensar en los intereses del capital mientras lo hacen solo lo hace aún más difícil.

Offe y Wiesenthal llaman a este tipo de organización «dialógica», en contraste con la «monológica», típica de las empresas o burocracias, donde las decisiones se toman solo en la cúpula. Las organizaciones obreras, si aspiran a perdurar, deben asumir el modo dialógico, con toda la carga que implica: deliberación, conflicto interno, lentitud, desgaste.

Una vez que los sindicatos se establecen como organizaciones, tienen una opción. Pueden adoptar un modo de organización más monológico, confiando en un pequeño órgano de liderazgo para tomar decisiones en nombre de una membresía en gran parte pasiva. No faltan ejemplos del pasado y del presente del movimiento sindical estadounidense de sindicatos que funcionan de esta manera. Para Offe y Wiesenthal, esta es la esencia del oportunismo en el movimiento sindical, durante mucho tiempo la pesadilla de los socialistas de todo el mundo.

Sin embargo, este oportunismo no es simplemente una traición o un caso de dirigentes con intereses diferentes a los de sus afiliados. El poder que establecen los sindicatos es intrínsecamente inestable. Por un lado, depende, en última instancia, de su capacidad para movilizar a sus afiliados con el fin de ir a la huelga. Por otro lado, sin embargo, también depende de su capacidad para contener de forma creíble a sus miembros una vez alcanzado un acuerdo. Un sindicato que no puede garantizar que sus miembros volverán al trabajo y cumplirán el contrato una vez firmado no es un sindicato con el que los empresarios tengan interés en llegar a un acuerdo en primer lugar. El poder de la clase trabajadora depende, por tanto, tanto de la movilización como de la desmovilización simultáneamente.

En este contexto, el oportunismo es «la única transformación que no amenaza la supervivencia de la organización ni interfiere en sus posibilidades de éxito». Lejos de ser producto de «fakires laborales» o «líderes engañosos», como los diversos polemistas del movimiento socialista han denominado a los líderes sindicales con los que no están de acuerdo, la evolución hacia modos de acción monológicos es inherente a los dilemas de la acción colectiva de la clase trabajadora.

Sin embargo, aunque ofrece una solución a estos dilemas, el modo de actuación monológico socava su capacidad para hacerlo. Al final, un sindicato burocratizado con una afiliación pasiva se verá incapaz de obtener concesiones de los empresarios, ya que ha perdido la capacidad de movilizar a sus afiliados. Podría decirse que esta es la situación de la mayoría de los sindicatos en los Estados Unidos hoy en día, cuyo poder se ha atrofiado tan profundamente que, en la práctica, han vuelto al principio del proceso, cuando solo el proceso dialógico de profunda participación de los miembros puede traer el éxito organizativo.

Offe y Wiesenthal no proporcionaron ningún tipo de solución intelectual decisiva a estos dilemas. En política, eso no existe. Pero al trazar con tanta precisión las líneas de poder que estructuran la organización de la clase trabajadora y los dilemas muy reales a los que se enfrentan estas organizaciones, hicieron una contribución vital al esfuerzo por superar los problemas que describen.

En honor al fallecimiento de Offe, y debido a sus contribuciones, «Two Logics» merece un lugar en cualquier lista de lectura socialista.

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