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Cruce del puente Allenby —punto designado de entrada y salida de palestinos residentes en la Ribera Occidental para acceder al Reino de Jordania e Israel—, el 22 de junio de 1967. Foto: AP. Cortesía de il manifesto.

Rupturas del sionismo

Traducción: Rolando Prats

A lo largo del siglo XX y hasta hoy, el sionismo no solo ha sido una ideología de colonización y apartheid, sino también un campo de divisiones políticas, éticas y personales en la diáspora judía y en las izquierdas globales.

El artículo a continuación fue publicado en Communis. Lo reproducimos en Revista Jacobin como parte de la asociación de colaboración entre ambos medios.

 

«Si el judío no existiera, el antisemita lo inventaría.» — Jean-Paul Sartre (1946)
«Si el Estado de Israel no existiera, el imperialismo lo inventaría.» — Abdelkebir Khatibi (1974)
«Si no existiera Israel, Estados Unidos tendría que inventárselo.» — Joe Biden (2015)

 

La historia moderna del sionismo en cuanto ideología y práctica etnonacionalistas y colonialistas de asentamientos es también la historia de las rupturas que ha suscitado de forma recurrente en el seno de la diáspora judía, así como entre movimientos sociales y figuras intelectuales de todo el mundo. A pesar de irrumpir en un momento en que el Estado de Israel ejerce una violencia cuantitativa y cualitativamente sin precedentes contra el pueblo palestino, las exhortaciones a abolir el sionismo, o a emprender el éxodo que lo deje atrás, no son de por sí nuevas. Tanto si consideramos la Declaración Balfour, la Nakba y la fundación del Estado de Israel como las guerras de 1967 y 1973, la invasión israelí del Líbano o las dos Intifadas, las crisis políticas protagonizadas por el sionismo también se han duplicado a su vez como crisis intelectuales en todo el mundo. Como nos enseñan los escritos de Robin D. G. Kelley, Michael R. Fischbach, Greg Thomas y otros, la trascendental línea divisoria entre «derechos civiles» y «Black power» en los movimientos de liberación afroamericanos se trazó y se volvió a trazar con referencia a las posiciones adoptadas en torno a la solidaridad con el pueblo palestino y las dimensiones raciales y coloniales del proyecto sionista. Del mismo modo, cuando estalló la Guerra de Junio de 1967, poco después de una singular gira filosófico-diplomática que había llevado a Jean-Paul Sartre tanto a Gaza como a Tel Aviv, los equívocos del filósofo francés en torno al sionismo y la liberación palestina hicieron que se desplomara casi por completo en el mundo árabe su prestigio como pensador de la libertad anti- y poscolonial. La viuda de Frantz Fanon, Josie, dio instrucciones al editor François Maspero para que suprimiera el prefacio de Sartre de todas las futuras ediciones de Los condenados de la tierra. Las parciales apologías que de Israel hiciera Sartre también darían lugar a un mordaz y polémico opúsculo del crítico literario, novelista y poeta marroquí Abdelkebir Khatibi, Vomito Blanco. Le sionisme et la conscience malheureuse (1974), al que me referiré a modo de conclusión.

Algunas de las reflexiones más elocuentes sobre esa labor ética y política de división se las debemos al poeta y crítico —y «judío no judío» comunista (si tomamos en préstamo la fórmula de Isaac Deutscher)— Franco Fortini, quien escribiera un notable panfleto autobiográfico, I cani del Sinai (1967, 1979), sobre lo que consideraba la abyecta e irreflexiva adhesión a Israel de gran parte de la opinión judía y de izquierda en Italia con ocasión de la «guerra de los seis días» (Fortini reservó algunas acerbas líneas también para el Partido Comunista Italiano por su subordinación a la línea soviética y su nasserismo retórico). En I Cani —que Jean-Marie Straub y Danièle Huillet transformaron en un ensayo-película de gran fuerza (Fortini/Cani)— Fortini relata, en un autoanálisis poético e implacable, las presiones y las súplicas de que lo hicieran destinatario familiares o conocidos políticos judíos para que se pronunciara en favor de un Israel presuntamente asediado, así como las recalibraciones de sus propias experiencias en relación tanto con el antifascismo como con el antisemitismo que la guerra y sus repercusiones ideológicas suscitaran. En no menor medida, el relato de Fortini es una historia de clase, del lugar que ocupa el propio escritor en la historia de la pequeña burguesía (judía, intelectual, de izquierda). Como él mismo observa: «Si he cambiado, se lo debo a esto: a la forma en que los grandes acontecimientos mundiales me obligaron a interpretarme de otra manera.» Desde ese punto de vista, la ruptura política es siempre también una ruptura interior, como lo es toda lucha de clases que desaconseja reaccionar con excesiva sensibilidad a las calumnias personales: «en lo que se refiere a las decisiones y los juicios políticos, para quienes adoptan como norma el conflicto de clases a escala mundial, es ridículo decir “no tolero” o “no permito”. Quien sabe que el conflicto de clases es el último de los conflictos visibles porque es el primero en importancia, que se sitúa fuera de cualquier «derecho» natural, que es una de las «cosas viles del mundo», de las cosas «despreciadas», de las «cosas que no son» [Corintios 1:28], debe, en cierto sentido, “tolerar” y “permitir” falsas acusaciones.» Esa sensibilidad ante la fuerza configuradora de la lucha de clases —en su manifestación geopolítica como imperialismo— anima también la intransigente y brechtiana apología que hace Fortini de las virtudes de la sencillez política, que tanta resonancia tiene hoy en día, cuando editorialistas y literatos liberales ensalzan una vez más las virtudes del matiz:

Para quienes gustan de recordar que el mundo es complejo, que las simplificaciones provienen de la incertidumbre intelectual o del estereotipo, de un complejo de Edipo no resuelto o —lo que vendría a ser lo mismo— de la personalidad autoritaria, señalaré que la complejidad de lo real, su interpretación en una infinidad de niveles, no exime a nadie de una simplificación objetiva, de la inscripción de toda vida en un orden de comportamientos que son comportamientos de clase… la simplificación subjetiva [es] una provocación, un reactivo que induce a los otros a inscribir su identidad de clase, su clinamen interior. Por tanto tiempo como la guerra de junio no se hubiera librado y ganado, los observadores distantes habrían podido permanecer inseguros del grado de su compromiso de clase, de su fidelidad al servicio imperialista, a la dirección política israelí.

Ese juego de simplificación objetiva y subjetiva es una lección dialéctica crucial en Fortini, en quien esta no deja de permanecer a la sombra de su propio momento ético, en el que la afiliación que emana de la solidaridad con los oprimidos requiere la violencia simbólica de una desafiliación respecto de aquellos que te reclaman como suyo. Cuando, tras la primera Intifada, Fortini retomó la cuestión del sionismo (en su última colección de ensayos Extrema ratio. Note per un buon uso delle rovine (1990), y en una «Carta a los judíos italianos» publicada en il manifesto en mayo de 1989 y firmada con su apellido judío: Franco Lattes Fortini), un horizonte político más sombrío intensificaba el momento ético, que acarreaba consigo sus propios ecos de oratoria bíblica. Como declarara, «hay causas (de justicia y solidaridad, de guerra internacional anticolonialista y antimperialista; que cada cual elija entre ellas la que más le convenga) para las que puede resultar necesario romper los lazos más resistentes y que nos son más caros; es decir, elegir qué anteponer, la lealtad a un país, a una etnia, a una cultura, a una tradición religiosa o familiar, a los propios muertos o en cambio a algo otro. Quien esto escribe ha antepuesto ese «otro» cada vez que se ha enfrentado a un conflicto entre deberes y lealtad.» En una provocadora referencia a las plagas infligidas a Egipto por Yahvé en Éxodo, Fortini exhortó a sus compatriotas judíos italianos a  «llevar una marca», en contra de la lealtad y en favor de la solidaridad con el otro palestino. Y recabó:

Que tengan el valor de humedecer el umbral de sus puertas con la sangre de los palestinos, en la esperanza de que en la noche el ángel no la reconozca; o que, por el contrario, encuentren la fuerza para negarse a la complicidad con quienes manchan la tierra cada día con esa sangre y quienes gritan contra ese ángel. Y que no se mientan a sí mismos, como ya hacen, equiparando las masacres terroristas con las de un ejército disciplinado y organizado. Sus hijos lo sabrán y juzgarán. Y si me preguntaran con qué derecho y en nombre de qué mandamiento me atrevo a pronunciar estas palabras, no responderé que lo hago para dar testimonio de mi existencia o del apellido de mi padre y de su descendencia de judíos. Pues creo que el sentido y el valor de los seres humanos residen en lo que hagan de sí mismos a partir de su código genético e histórico, y no en el destino que con él recibieran. En ese respecto más que en ningún otro —rehusar toda «voz de la sangre» y todo valor al pasado que no haya sido, primero, espíritu y presente; de modo que no se pase juicio sobre aquel sino sobre la base de estos últimos—, me siento alejado de un principio crucial del judaísmo o de lo que parece ser su manifestación actual.

En 1968, otro «judío no judío» italiano, también comunista heterodoxo por derecho propio, el germanista y mitólogo Furio Jesi, rompió públicamente con la adhesión de sus camaradas y contemporáneos a Israel y al sionismo. En el caso de Jesi, la ruptura fue también ocasión para aplicar un concepto crucial de su análisis de los múltiples entrelazamientos del mito con la cultura de la derecha nacionalista, fascista y revolucionaria-conservadora. Ese concepto era el «mito tecnificado». Originado en la obra del mitólogo húngaro Károly Kerényi (quien lo yuxtapusiera al «mito genuino»), anticipado en sentido político por las Reflexiones sobre la violencia de Georges Sorel, y habiendo encontrado su expresión literaria en Doctor Fausto, de Thomas Mann, la idea del mito tecnificado como mecanismo crucial de la producción ideológica contemporánea se vio directamente aplicada por Jesi al sionismo, lo que diera lugar a anatemas aún más lapidarios que los dirigidos contra Fortini. Un mito se ha tecnificado, según Jesi, cuando llega a ser instrumentalizado con fines políticos; a saber, la acumulación de poder por parte de un grupo social o una clase dirigente. Para Jesi, esa militarización de la verdad presuntamente transhistórica y trascendente del mito, ese ordenamiento de su fuerza simbólica con fines profanos, fue siempre reaccionaria, aun cuando se viese alistada por fuerzas progresistas.

Tras la guerra árabe-israelí de 1967, varios intelectuales judíos italianos asociados con la resistencia liberal-socialista contra el fascismo y el nazismo (entre ellos Primo Levi) habían escrito en las páginas de la revista Resistenza: Giustizia e Libertà (el subtítulo hace referencia directa a la principal formación de resistencia de la izquierda no afiliada al Partido Comunista) múltiples llamamientos a la solidaridad con Israel en un momento de crisis. El Jesi más joven intervino como una voz disidente en Resistenza, recurriendo a Martin Buber, a Ahad Ha’am y a las tradiciones del sionismo «cultural» y «espiritual» (del tipo explorado más recientemente por los académicos israelíes Amnon Raz-Krakotzkin y Shlomo Sand) para denunciar el uso propagandístico que Israel hacía de la teología con el fin de reforzar un proyecto colonial integrado en los designios más amplios del imperialismo estadounidense; proyecto que, para Jesi, promulgaba abiertamente lo que la Hagadá condenaba como «los tres sacrilegios susceptibles de privar al pueblo judío de los derechos sobre la tierra de Sion: el derramamiento de sangre, la idolatría y el orgullo.» Buber había escrito que para el «sionismo político […] el Estado es el objetivo y Sion un “mito” que enardece a las masas». Que la propaganda empleada para apuntalar el militarismo nacionalista y el colonialismo de asentamientos pudiera aprovechar la culpa europea para «distorsionar y explotar creencias religiosas respetables con el fin de justificar la política israelí» situaba sin dudas al sionismo político en una familia más amplia de la política del siglo XX basada en la tecnificación del mito, de la que el fascismo era el ejemplar crucial. Las instrumentalizaciones de textos teológicos por parte del sionismo pertenecen al ámbito de lo que Jesi denominó «cultura de derecha», entendida como una cultura «hecha de autoridad, seguridad mitológica sobre las normas que regulan actos como conocer, enseñar, mandar y obedecer, en la que «el pasado se convierte en una especie de papilla procesada factible de modelarse y prepararse de la forma más útil posible».

Sin embargo, también se podría sostener que esa «tecnificación» de la Biblia como mito para legitimar, sacralizar y guiar la desposesión colonial por los colonos y la guerra de transferencia, la depuración étnica y el genocidio, si bien es un leitmotiv de la ideología del Estado israelí y de los colonos, es en sí misma mutable. Como describe Rachel Havrelock, en su convincente estudio The Joshua Generation: Israeli Occupation and the Bible, para David Ben-Gurión «nadie había interpretado mejor a Josué [el conquistador de Canaán] que las Fuerzas de Defensa Israelíes en 1948» y «la promulgación de arquetipos bíblicos [era] la forma más adecuada de comentario bíblico». Sin embargo, es posible observar importantes diferencias entre la convocatoria por parte de Ben-Gurión de un grupo gubernamental de estudios sobre el Libro de Josué a principios de la década de los cincuenta con el fin de fundamentar un proyecto básicamente secular aunque religiosamente legitimado de construcción del Estado colonial y de desposesión («Dios no existe pero nos prometió la tierra»), por un lado, y, por otro, la volátil síntesis de violencia de los colonos, estatismo capitalista autoritario y fundamentalismo que ha llevado al gobierno y al Estado israelíes por un camino aparentemente irreversible de fascistización. En 1980, el periódico estudiantil de la Universidad de Bar-Ilan publicó un artículo del rabino Israel Hass sobre «La mitzvá del genocidio en la Torá», en el que se basaba en el mandamiento del Deuteronomio de «arrasar con la memoria de Amalec» a fin de justificar la necesidad inminente de una guerra de exterminio contra los palestinos, en la que no se perdonara ni a los niños. En aquel entonces se lo despidió de la universidad. Hoy en día, los ministros del gobierno israelí expresan cotidianamente opiniones similares, en un lenguaje idéntico en lo que respecta a «Amalek». Para gente como Bezalel Smotrich, repetir la Nakba es un deber, una vocación, y su modelo puede extraerse de la Biblia (de nuevo, el Libro de Josué resulta ser una fuente destacada para la justificación teológica de la desposesión y el exterminio, aunque, como ha argumentado Havrelock de forma convincente, también alberga imaginarios de cohabitación). Es lo que declaró Smotrich: «Cuando Josué ben Nun [el profeta bíblico] entró en la tierra, envió tres mensajes a sus habitantes: quienes quieran aceptar [nuestro dominio] aceptarán; quienes quieran irse, se irán; quienes quieran luchar, lucharán. La base de su estrategia era: Estamos aquí, hemos venido, esto es nuestro. También ahora, tres puertas estarán abiertas, no hay una cuarta puerta. A quienes quieran marcharse —y los habrá— los ayudaré. Cuando no tengan esperanza ni visión, se irán. Como hicieron en 1948 […] Quienes no se vayan aceptarán el gobierno del Estado judío, en cuyo caso podrán quedarse, y en cuanto a quienes no lo hagan, lucharemos contra ellos y los derrotaremos […] O lo fusilo, o lo encarcelo, o lo expulso.» ¿Existe un ejemplo más claro de «mito tecnificado» y de instrumentalización del texto bíblico para apuntalar un orden racial-colonial basado en una lógica y una práctica de eliminación?

Pero la tecnificación bíblica del mito por parte del sionismo se ha soldado a una politización posesiva del Holocausto como Staatsräson no sólo de Israel sino también de sus aliados occidentales, para quienes la defensa del Estado judío prevalece sobre las presuntas obligaciones derivadas del derecho internacional de impedir el genocidio, con lo cual se consolida el imperialismo liberal posverdad en bancarrota que se exhibe a diario en las ruedas de prensa del Departamento de Estado de Estados Unidos. Era a ello a lo que también respondía gente como Jesi y Fortini: el primero mediante la integración de sus propios estudios sobre el antisemitismo y el libelo de la sangre en una filología más amplia de los usos políticos del concepto de «salvajismo»; el segundo, al insistir —haciéndose eco de pensadores como Césaire— en que el significado del Holocausto debía articularse junto con los de la larga historia de genocidios raciales y coloniales —o, como lo expresara en I cani del Sinai, el significado de las masacres nazis era «haber resumido, en la posición de las víctimas y en una increíble concentración de tiempo y de ferocidad, todas las formas de dominación y de violencia sobre el hombre características de la era moderna; en haber reproducido, para uso de una sola generación humana, lo que, distendido en el tiempo y en el espacio, en el hábito y en la insensibilidad, habían sufrido las clases subalternas europeas y las poblaciones colonizadas a modo de negación de la existencia y de la historia, como alienación, cosificación, aniquilación».

Hoy en día, el propio genocidio se ha transformado claramente en lo que los legisladores de la derecha de la guerra cultural denominan «concepto divisivo», a la par que no pocos tratan de objetar los nefastos efectos de los empeños del sionismo por monopolizarlo, por tecnificarlo con fines de dominación continua y, de hecho, por encubrir y legitimar… el genocidio. Tras la invasión israelí del Líbano y el empeño de aniquilar el movimiento de liberación palestino, Gilles Deleuze —cuya amistad con Michel Foucault se había roto por sus divergentes posiciones respecto de Israel y el sionismo— captó ese proceso con una agudeza notable y clarividente, en su crítica de las formas en que se utilizaba la categoría de «mal absoluto» para apuntalar los crímenes israelíes. Como observó tras las masacres de refugiados palestinos perpetradas por las fuerzas falangistas apoyadas por Israel en Sabra y Chatila:

Se dice que no es un genocidio. Y sin embargo es una historia que desde el principio ha consistido en numerosos Oradours [poblado francés destruido por los nazis en represalia contra la Resistencia], El terrorismo sionista no se puso en práctica únicamente contra los ingleses, sino también contra los pueblos árabes que debían desaparecer; el Irgún desplegó una gran actividad en ese sentido (Deir Yassin). De principio a fin, se trataba de actuar como si el pueblo palestino no sólo no debiera existir, sino además como si nunca hubiera existido. Los conquistadores eran, ellos mismos, quienes habían sufrido el mayor genocidio de la historia. De ese genocidio los sionistas han hecho una mal absoluto. Pero transformar el mayor genocidio de la historia en un mal absoluto obedece a una visión religiosa y mística, no a una visión histórica. No detiene el mal; al contrario, lo extiende, lo hace recaer de nuevo sobre otros inocentes, exige una reparación que hace que esos otros sufran parte de lo que sufrieron los judíos (expulsión, confinamiento en guetos, desaparición como pueblo). Con medios más «fríos» que el genocidio, se llega al mismo resultado.

Años antes, tras la movilización de la opinión pública en favor de Israel que había seguido a la operación Septiembre Negro durante los Juegos Olímpicos de Múnichen Vomito Blanco Khatibi había intentado desentrañar el enigma de esa mala fe occidental que supervisaba y pasaba por alto lo que entonces denominara el «etnocidio» de los palestinos. Basándose en la lectura de Hegel por Jean Wahl y en una literatura nietzscheana de la que formaban parte Deleuze y Guattari, Khatibi exhortaba a que se hiciera una anatomía polémica de esa «moral del pecado y de la conciencia infeliz» que subyacía a las apologías de Israel a manos de Europa Occidental y Estados Unidos y que hacía  posible que «el sionismo se alimentara de lo que Occidente racista había sido incapaz de absorber, para que esa náusea moral se derramara ahora de nuevo sobre el pueblo palestino». Al igual que para Deleuze, la artimaña del sionismo consistía en jugar sin descanso con el registro de lo absoluto, «agitar el fantasma del genocidio, confundiendo obstinadamente la guerra absoluta con la guerra limitada». Para Khatibi, el sionismo no era sólo un deseo de ser el Occidente dentro de Oriente y de expatriar a los palestinos, era también un esfuerzo psicopolítico y especulativo por «transferir» su negatividad, su conciencia interna de la contradicción —la definición de la «conciencia infeliz»— a los palestinos, en una exteriorización y proyección violentas que recuerdan el análisis que hiciera la Escuela de Frankfurt de la lógica mimética invertida que se ocultaba tras el propio antisemitismo o que hacen igualmente pensar en la observación hecha por Edward Said en «Nacionalismo, derechos humanos e interpretación» (su contribución a las conferencias de Oxford Amnesty de 1992), según la cual «la tradición liberal de Occidente siempre estuvo muy ansiosa por deconstruir el yo palestino en el proceso de construcción del yo sionista-israelí».

Lo que, en su polémica, Khatibi señala es que mientras una izquierda europea dispuesta a generar coartadas para el sionismo se sume en la conciencia infeliz —sirva de testigo el derrumbe de los cimientos de la filosofía de la praxis y de la ética del compromiso de Sartre cuando la guerra de 1967—, el propio sionismo funciona como una amarga «inversión irónica de la conciencia infeliz: el fin del exilio del pueblo judío exige el exilio del otro; la apropiación de la tierra prometida presupone la desposesión del otro, y la fundación de un Estado, la destrucción de un pueblo; al genocidio nazi le sigue el etnocidio palestino». Así, «la guerra contra el otro exiliado se convierte en un sistema de crueldad, encubierto y mistificado por la mala fe y un misticismo invertido». Tanto en el bando del sionismo como en el de sus apologistas liberales e izquierdistas en las páginas de Les Temps modernes —dos modalidades simbióticas de la conciencia infeliz—, Khatibi discierne el funcionamiento de una máquina de irreconocimiento espantosamente eficaz, una que requiere a modo de antídoto la reinvención de una crítica nietzscheana del tipo de moral de la trascendencia, la culpa, el Bien y el Mal que subyace a la transferencia de negatividad del sionismo (para Khatibi, los combatientes de la resistencia palestina modelan una política más allá del resentimiento, una «estrategia del exceso» contra las maquinaciones de la culpabilidad). En palabras de Khatibi, «el sionismo desea ilimitadamente ocultar al otro para escapar al exilio del yo, al punto de borrar el rostro y el nombre propio de los palestinos; desea ilimitadamente transferir la culpabilidad al otro para poner fin a su propia infelicidad», rehusándose de manera radical a tolerar o pensar la diferencia. Estamos ante una especie de misticismo político basado en la compulsión de vomitar al otro, cuya existencia misma y cuyo nombre no son sólo un obstáculo material a la dominación soberana, sino un desafío a «la totalidad mistificada del origen», a «la justificación del sionismo por la culpabilidad, es decir, de un absoluto por otro absoluto» y, por último, a «Israel como castigo infligido por Occidente a los palestinos».

Al recordar la fuerza de la polémica filosófica de Khatibi medio siglo después de su publicación original, también debemos reconocer que la brutalidad sin parangón del momento actual arroja la sombra de la duda sobre la centralidad de la crítica ideológica en nuestra circunstancia. No cabe duda de que el sionismo sigue funcionando horas extras en cuanto maquinaria de culpabilidad y exculpación a la vez que, como han comentado recientemente Ilan Pappé o Shir Hever, también está atravesando lo que parece una crisis terminal —si bien muy prolongada— de legitimación, un paroxismo de dominación en las ruinas de la hegemonía. Mientras que en Occidente abundan sus apologistas «liberales» cuyos esfuerzos por sabotear y castigar la solidaridad con Palestina se revelan incesantes y múltiples, la forma fundamental que todo ello adquiere hoy en Israel es la de desembozadas afirmaciones racistas de supremacía y dominación genocida, ya sea como mesianismo fascista de los colonos o como capitalismo autoritario cobarde y corrupto. Allí donde críticas como la de Khatibi calan hondo en las formaciones ideológicas del sionismo «liberal» y sus apologistas occidentales, no estoy tan seguro de que la cruda afirmación de la supremacía judía sobre la Palestina histórica (y más allá) se siga viendo hoy atormentada por la dualidad, la negatividad o la contradicción —a la altura de las categorías hegelianas—, si bien podría estar tropezando con sus propios límites en la descomposición interna y la crisis de la sociedad israelí, y en la persistente resistencia en Palestina y en todo el mundo.

Desde los intelectuales comunistas judíos hasta la vida cultural árabe, desde la liberación negra hasta la filosofía radical francesa, nuestras orientaciones y vocabularios políticos arrastran ya numerosas huellas sedimentadas del imperativo de prestar atención al lenguaje de la liberación palestina, de romper con la lógica colonial de dominación y aniquilación del sionismo y de trabajar por la libertad y la igualdad desde el río hasta el mar. La lucha actual contra el ultimátum de Joshua, dentro y fuera de Palestina, es también un proceso de reactivación de algunas de esas huellas, de búsqueda de nuevas líneas con las que dividir nuestros conceptos, nuestras prácticas y nuestras solidaridades, para luchar mejor por una humanidad común.

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