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Leon Trotsky, leyendo una copia del periódico The Militant, fecha desconocida. Wikimedia

Las heridas narcisistas del trotskismo

Tres grandes acontecimientos históricos —las revoluciones de posguerra, la disolución del bloque soviético y el ascenso contemporáneo del neofascismo— interpelan al trotskismo no solo en su legado, sino también en su porvenir.

En un breve artículo de 1917 titulado «Una dificultad en el camino del psicoanálisis», Sigmund Freud expuso lo que consideraba las tres grandes heridas narcisistas de la humanidad. ¿Qué es una herida narcisista? Tomando como referencia el mito de Narciso (el bello joven que se enamoró de su propio reflejo en un lago y murió ahogado intentando poseerlo), una herida narcisista es un acontecimiento intelectual a gran escala que hiere el amor propio del ser humano, su sentido de dominio, exclusividad y superioridad.

Según Freud, la primera herida narcisista de la humanidad fue causada por Nicolás Copérnico (1473-1543) y su libro Sobre la revolución de las esferas celestes. En esta obra, Copérnico demostró que la Tierra gira alrededor del Sol. La propuesta del astrónomo polaco, perfeccionada más tarde por Johannes Kepler, arrancó a nuestro planeta (y por tanto al ser humano) del centro del universo y lo situó en la periferia del sistema, haciendo añicos nuestra noción de una ubicación especial en la obra de la creación.

La segunda herida narcisista fue causada por Charles Darwin (1809-1882) y su obra de 1859 El origen de las especies. En ella, el naturalista británico demostraba la unidad del ser humano con el conjunto de la naturaleza y el hecho de que su evolución no tenía nada de especial en comparación con la de todas las demás especies. Son bien conocidas las inmensas repercusiones de su obra y los ataques que de ella han hecho hasta hoy los fanáticos fundamentalistas. La obra de Darwin derribó al ser humano de su pedestal biológico y asestó un duro golpe a su percepción de exclusividad.

La tercera herida narcisista de la humanidad fue causada por el propio psicoanálisis y fue quizás, según Freud, la más dolorosa. El psicoanálisis había demostrado al ser humano que ni siquiera en el ámbito de su mente (si es que tal cosa existe) puede ser dueño. El ego, la conciencia, no dominan completamente las acciones. Hay una serie de deseos, instintos, pasiones e impulsos que no están bajo el control de la razón. Freud comparó la mente humana con un iceberg, donde lo que vemos y controlamos es sólo una parte infinitesimalmente pequeña, estando todo lo demás bajo el poder del inconsciente. El descubrimiento del médico vienés había provocado un nuevo destronamiento del ser humano, esta vez concretamente su idea romantizada de la razón y la conciencia.

Pero, ¿y el trotskismo? Quienes, como yo, provenimos de esa tradición, ¿tenemos también nuestras propias «heridas narcisistas»? Es decir, ¿esos momentos especialmente dolorosos en los que nuestros fundamentos teóricos e ideológicos se vieron sacudidos por determinados hechos, abriendo una crisis profunda en nuestra autopercepción? El término «herida narcisista», por supuesto, no debe entenderse aquí en un sentido estricto, sino apenas como una imagen. No buscamos establecer un diagnóstico, sino provocar una reflexión.

La revolución de posguerra

El proceso revolucionario que se desarrolló en el mundo tras la Segunda Guerra Mundial fue sin duda el mayor y más importante de la historia. En él, la burguesía fue expropiada en un tercio del globo, se estableció un orden social y económico postcapitalista en Europa del Este y los Balcanes, Oriente se unió finalmente a la revolución mundial con China y el socialismo llegó a América Latina con la Revolución Cubana de 1959. Otros países, principalmente en África y Asia, no llegaron a la expropiación de la burguesía, pero se liberaron de sus metrópolis por medios revolucionarios, iniciando una transición hacia la independencia que abrió grandes posibilidades.

Pero este gran proceso fue también fuente de confusión, rupturas y desintegración para el movimiento trotskista. En 1940, en su «Manifiesto de la IV Internacional sobre la guerra imperialista y la revolución proletaria mundial», Trotsky afirmaba que la Segunda Guerra Mundial terminaría con la victoria de la revolución socialista en todo el mundo, con el desenmascaramiento de la dirección estalinista y el triunfo de la IV Internacional como nueva dirección del proletariado mundial: «la revolución mundial implicará inevitablemente la desaparición de la oligarquía del Kremlin» (1). La parte de esta predicción relativa al estallido de un proceso revolucionario mundial se confirmó parcialmente con los levantamientos de posguerra. Pero el viejo revolucionario ruso descartó de antemano que el estalinismo pudiera cumplir el papel de dirigir estos procesos, lo que significaría que la tarea de dirigirlos recaería en la IV Internacional.

Y, sin embargo, esto no ocurrió. Las «democracias populares» creadas en Europa del Este avanzaron hacia la ruptura con la burguesía y se convirtieron en dictaduras del proletariado, pero siguieron vinculadas a Moscú. En China, Mao Zedong dirigió al Partido Comunista Chino en la Larga Marcha, que terminó con la expulsión de los japoneses y más tarde también con el establecimiento de una dictadura proletaria en el país. En otras palabras, la mayor revolución socialista de la historia —un proceso varias veces más importante que la Revolución Rusa— terminó ocurriendo al margen del trotskismo.

Esto tuvo efectos nefastos para nuestro movimiento, que tardó en comprender la verdadera naturaleza de las revoluciones de posguerra y se sumió en una dinámica de rupturas y dispersión. En primer lugar, el retraso en reconocer el signo revolucionario de esos procesos. No fue hasta 1951, en su III Congreso, cuando la IV Internacional reconoció el carácter obrero de los nuevos Estados y empezó a considerarlos una conquista del proletariado mundial. En Yugoslavia, las cosas fueron un poco más mediadas. Allí, la guerrilla de Tito estaba en el poder desde la derrota de las fuerzas de ocupación nazis. Tito estaba enfrentado a Stalin y seguía una política relativamente independiente, que incluía incluso algunas acciones internacionalistas, como el apoyo a los comunistas griegos que se enfrentaban a la dominación británica. En este caso, los trotskistas incluso organizaron brigadas de ayuda para Yugoslavia como forma de romper el aislamiento de la IV Internacional, pero sin mucho resultado. De un modo u otro, los procesos revolucionarios de posguerra acabaron fortaleciendo al estalinismo. Esto generó las reacciones más desaforadas dentro del trotskismo, desde la propuesta del «entrismo profundo» o «entrismo sui generis» en los partidos estalinistas (Pablo) como forma desesperada de ligarse al fenómeno, hasta el no reconocimiento (por un tiempo, es cierto) del carácter obrero de los nuevos estados, como en Mandel.

Así, las revoluciones de posguerra frustraron las pretensiones trotskistas de superar al estalinismo como dirección mayoritaria del movimiento de masas. Por el contrario, la presión estalinista en la inmediata posguerra fue abrumadora, afectando al propio trotskismo. Era muy difícil militar en un mundo en el que Stalin aparecía ante el movimiento obrero mundial como el responsable personal de la derrota de Hitler. Esto acentuó ciertas características negativas de nuestro movimiento, como la refracción sectaria y una cierta tendencia a construir organizaciones rígidas y poco permeables a la realidad y a las diferencias políticas. A partir de entonces, las rupturas se multiplicaron, desde las necesarias y justificadas hasta las más deletéreas y dispersivas. El trotskismo se consolidó como un movimiento en gran medida marginal, fuera del centro de los grandes acontecimientos mundiales. En uno u otro caso, esta dinámica fue contrarrestada por una política más abierta, flexible y unitaria de una u otra corriente, pero en el aislamiento general predominó la búsqueda de traidores y la autoproclamación mesiánica. Descubrimos que la revolución podía tener lugar fuera de nuestro movimiento. Esa fue nuestra primera herida narcisista.

El fin de la URSS

En 1989 cayó el Muro de Berlín y dos años después, en 1991, se disolvió la Unión Soviética. Estos dos acontecimientos también tuvieron un impacto dramático en el destino de nuestro movimiento. Desde 1936, Trotsky había planteado el programa de la revolución política, es decir, el derrocamiento revolucionario de la burocracia estalinista por la clase obrera regimentada en nuevos organismos de tipo soviético y en un nuevo partido bolchevique renacido de los escombros del estalinismo. Aunque los procesos de finales de los 80 tenían muy poco en común con las predicciones de Trotsky, una parte significativa de las corrientes trotskistas insistió en verlos como la realización de la revolución política defendida en La revolución traicionada.

Este análisis no podía ser más erróneo. El régimen estalinista en la URSS y Europa del Este cayó, llevándose consigo la mayoría de los logros de esos estados: la planificación económica, aunque burocrática; la propiedad estatal de los principales medios de producción; el monopolio estatal del comercio exterior; el sistema de garantías sociales proporcionadas por el Estado. Aun así, al calor de los acontecimientos e inmediatamente después de ellos, muchas organizaciones trotskistas insistieron en ver en estos procesos la posibilidad de una regeneración revolucionaria de esas sociedades. Invirtieron, viajaron, enviaron cuadros, llevaron a representantes del movimiento obrero de Europa del Este a conferencias y cursos. Tardaron en darse cuenta de que los años 90 iban exactamente en la dirección de la restauración capitalista y no de la revolución política. Las consecuencias fueron, una vez más, las más nefastas: organizaciones que celebraron como una victoria lo que fue una derrota monumental; otras que renunciaron a cualquier perspectiva revolucionaria y se adaptaron a la democracia burguesa, que parecía salir victoriosa y única de la bancarrota de la URSS. Más rupturas, más diferencias, más dispersión.

Hay que decir que no todo el movimiento trotskista permaneció encerrado en sí mismo. Figuras como Daniel Bensaïd trataron de interpretar la nueva etapa mundial de forma abierta y no dogmática, intentando una renovación del marxismo muy necesaria pero difícil. Pero, en general, prevaleció el voluntarismo y el embellecimiento de una realidad muy dura, que no sólo llamó a nuestra puerta, sino que estuvo a punto de derribar nuestra casa.

El fin de la URSS echó por tierra las esperanzas trotskistas de que, cuando las masas de la URSS y de Europa del Este se levantaran, mirarían a los representantes de la vieja tradición bolchevique que creíamos encarnar para que las dirigiéramos. En lugar de eso, miraron a Boris Yeltsin, Helmut Kohl, Vladimir Jirinovsky y otros. La derrota del estalinismo no equivalía a «la hora y la vuelta del trotskismo». Esa fue nuestra segunda herida narcisista.

El ascenso del neofascismo

La tercera herida narcisista fue infligida a nuestro movimiento por el ascenso del neofascismo a partir de la crisis económica de 2007-2008. La década de 2000 ofreció condiciones relativamente favorables para la izquierda revolucionaria. En Europa, la confusión política e ideológica de los años 90 empezaba a superarse, al menos en el plano práctico. La lucha contra la guerra de Irak se combinó con un amplio movimiento antiglobalización que movilizó a una importante capa de la nueva generación de trabajadores europeos. En América Latina, la «ola rosa» de los gobiernos de conciliación de clases abrió un espacio considerable para la actuación de las fuerzas del trotskismo. En varios países, los trotskistas promovieron amplios partidos anticapitalistas con el objetivo de reorganizar las fuerzas que se negaban a aceptar la moderación socialdemócrata.

El colapso económico de 2007-2008 parecía apuntar hacia una profundización de este panorama esencialmente positivo. Y así fue durante algún tiempo. Tras la crisis llegaron los grandes procesos de lucha: la plaza Tahir en Egipto, junio de 2013 en Brasil, el ascenso de Syriza en Grecia, la emergencia de Podemos en España, la plaza Puerta del Sol de Madrid, Occupy Wall Street en Nueva York, la «Generación precaria» de Portugal, el inicio del levantamiento sirio, la plaza Maidan en Kiev. Parecía surgir un mundo nuevo y todo estaba indefinido.

Pero a partir de mediados de 2010, las cosas empezaron a cambiar. Junio de 2013 no impidió un golpe gubernamental en Brasil en 2016; en Egipto y Turquía los regímenes autoritarios se estabilizaron; en la plaza Maidan triunfó el nacionalismo más reaccionario, normalizando el nazismo histórico como interlocutor; en Europa, la guerra civil siria y la destrucción de Libia dieron lugar a una crisis migratoria de dimensiones sin precedentes, que a su vez acentuó el sentimiento xenófobo y racista de una parte importante de la población; en el Reino Unido, la victoria de un Brexit reaccionario, que nada tenía que ver con la crítica izquierdista y progresista a la Unión Europea; en Oriente Medio, asistimos incluso a la emergencia de un efímero califato, que tuvo un enorme impacto en la conciencia de todo el mundo; en Afganistán, el regreso de los talibanes al poder con imágenes de personas cayendo de aviones cuando intentaban huir del país; en Estados Unidos, Europa y América Latina, el ascenso de figuras neofascistas como Trump, Bolsonaro, Le Pen, André Ventura y su Chega en Portugal, o Vox en España; en las redes sociales, la explosión del odio, la misoginia, la xenofobia y la LGTBfobia; en el mundo del trabajo, el avance de la precariedad y la uberización; en las relaciones internacionales, la crisis del sistema mundial de Estados y las amenazas cada vez más frecuentes de una Tercera Guerra Mundial, que puede ser nuclear o no; en todo el mundo, el inicio de la crisis climática y la intensificación de las tragedias vinculadas a ella. Todos estos hechos y muchos otros, tan contradictorios entre sí, parecen sin embargo reforzar al mismo beneficiario: la extrema derecha mundial. Han sido diez años de crecimiento ininterrumpido y este proceso sigue en marcha hoy en día.

Pero, ¿cuál es la relación entre la izquierda radical y el fenómeno de la ultraderecha y el neofascismo? En general, nuestros compañeros reconocen el fenómeno del fascismo como un enemigo al que hay que enfrentarse: polemizan, denuncian, desenmascaran. Eso está bien. Pero las relaciones varían a partir de ahí. Una parte importante de la izquierda se niega a admitir que la derrota del neofascismo sea realmente la gran tarea del periodo histórico actual: oscila, minimiza su fuerza, relativiza su potencial destructivo, coquetea con políticas aventureras de autopromoción y autoproclamación, al tiempo que señala a la izquierda moderada como el blanco preferido de sus críticas. Esta parte de la izquierda radical está anclada en un pasado en el que los reformistas y la conciliación eran los principales enemigos u obstáculos a los que había que enfrentarse. Se niegan a afrontar la nueva realidad en la que el régimen democrático liberal con libertades y derechos limitados está amenazado de ser sustituido por una distopía política, económica, social, climática, cultural, tecnológica, racial, de género y jurídica. Al igual que ocurrió en la posguerra y a finales de los años 80, una parte significativa de la izquierda (aquí la crítica no se limita a los movimientos de inspiración trotskista) se niega a reconocer el cambio de etapa y la posibilidad de una regresión importante y duradera: el peligro de la derrota histórica.

Por eso el ascenso del neofascismo es una especie de herida narcisista en nuestro movimiento. Porque nos ha mostrado de forma contundente y dura que la crisis del sistema no implica el crecimiento y fortalecimiento de la izquierda. Ni se traduce necesariamente en una reacción positiva de las masas, en un avance de su conciencia, organización o voluntad de lucha contra el capitalismo. Esta visión es una supervivencia del viejo punto de vista milenarista, en el que el capitalismo moriría de muerte natural, en una especie de colapso final, asfixiado por sus propias contradicciones. En cambio, nos encontramos con que el capitalismo puede experimentar una profunda crisis y salir de ella intensificando sus rasgos más bárbaros.

La misión que realmente importa

No hay forma de salir con vida del siglo XXI sin, ante todo, derrotar al fascismo en todas sus formas. Esta lucha nos exige reconstruir la unidad de la clase obrera en toda su diversidad racial, de género, nacional, política e ideológica, es decir, requiere la colaboración sincera de todas las organizaciones que representan a los diferentes sectores de nuestra clase. Las viejas organizaciones conciliadoras tienen sus pecados y serán juzgadas a la luz de la historia. Pero todo a su debido tiempo. Las organizaciones de izquierda que no comprendan que se trata de construir un cordón sanitario contra el fascismo están condenadas a desaparecer o a actuar como testigos ante los grandes acontecimientos que se avecinan.

El auge del neofascismo ha mostrado los límites del trotskismo, porque nosotros solos no podemos hacer mucho y no somos los herederos naturales de un mundo que se desmorona. Pero también ha demostrado que, si queremos, podemos desempeñar un papel de vanguardia progresista y útil en la defensa de la unidad de clase y de la izquierda. Si lo hacemos, habremos realizado la misión que de verdad importa: no la ideada por nuestros deseos, sino la que se deriva de la situación real. Quien quiera enfrentarse a los retos de toda la historia humana debe aprender primero a enfrentarse a los retos de su propio tiempo. Nuestra teoría y nuestra tradición ofrecen todas las herramientas para hacerlo. Ésa sería la mejor manera de honrar la bandera que llevamos.

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