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Luisa González interviniendo en la Comisión por el Derecho a la Salud. (Vía Wikimedia Commons)

Ecuador ante una contienda electoral decisiva

La segunda vuelta de las elecciones ecuatorianas no es sólo una elección por Daniel Noboa o Luisa González, sino entre la consolidación de un nuevo orden oligárquico y autoritario con ropaje neoliberal y la reapertura de un horizonte democrático.

Este domingo 13 de abril tiene lugar una nueva e importante contienda electoral en Ecuador. Luisa González, representante de Revolución Ciudadana (RC) contra el candidato-presidente Noboa, que busca la reelección con su movimiento Acción Democrática Nacional (ADN).

Noboa y González se enfrentan en una reñida segunda vuelta o balotaje en la que las encuestas no aportan gran cosa para prever lo que sucederá. Si bien la mayoría de las encuestas colocan a Luisa con una ligera ventaja, el margen de error los vuelve a presentar en un empate técnico. Algo similar a la primera vuelta donde el presidente-candidato venció por solo 17.000 votos. 

«Un accidente de la democracia»

En este artículo se analiza el primer año de gobierno de Daniel Noboa a partir de su estilo de liderazgo, sus alianzas y los dispositivos que usó para consolidar poder y se examina qué tipo de proyecto político representa su figura. En esta segunda vuelta, la pregunta de fondo es si Ecuador consolidará un nuevo orden oligárquico y autoritario con ropaje neoliberal o si se reabrirá un horizonte democrático.

Una frase incisiva y descriptiva del contexto que llevó al actual presidente al poder fue pronunciada por una asambleísta del correísmo: «Eres un accidente de la democracia». Esta afirmación, más allá de cualquier juicio de valor, sintetiza las circunstancias de su victoria en los comicios anticipados de 2023, tras la disolución de la Asamblea Nacional por Guillermo Lasso mediante la «muerte cruzada» (para evitar su destitución), lo que condujo a elecciones presidenciales y legislativas transitorias.

Daniel Noboa, exlegislador de la disuelta Asamblea, inició su campaña presidencial con apenas un 4,5% de intención de voto. Aunque su paso por el Poder Legislativo impide considerarlo como un outsider, su bajo perfil y su escasa proyección pública explican su limitado reconocimiento inicial.

¿Cómo pasó entonces de ser un «accidente» político a convertirse en uno de los referentes de las nuevas derechas en la región? Su triunfo en segunda vuelta de las elecciones de 2023, con el 52% de los votos, respondió a la convergencia de tres factores: su linaje familiar, una estrategia discursiva eficaz y el efecto político del asesinato de Fernando Villavicencio.

Durante su campaña, Noboa se presentó como un joven empresario portador de renovación, que sostenía como lema de gobierno la idea de un «Nuevo Ecuador». Sin embargo, su figura representa la continuidad del republicanismo oligárquico que dominó históricamente al país. Hijo de Álvaro Noboa —cinco veces candidato presidencial— y nieto de Luis Noboa —figura emblemática de la oligarquía agroexportadora—, encarna la restauración de un orden tradicional apenas interrumpido por breves ciclos modernizadores, como el impulsado por el del ex presidente Rafael Correa. Más que una ruptura, Noboa simboliza el retorno explícito a los valores, prácticas y abolengos de la república oligárquica. 

A esta ecuación se sumó una estrategia comunicacional que desplazó al debate político mediante una narrativa de renovación estética. Desde la campaña de 2023 y a lo largo de su mandato, Daniel Noboa recurrió a TikTok no solo como canal de difusión sino como dispositivo de construcción simbólica. Su figura se consolidó como una marca visual dirigida a una clase media aspiracional —más proyectada que real— que consume su liderazgo como una estética de éxito. En este dispositivo, su esposa Lavinia Valbonesi —empresaria, nutricionista e influencer del estilo de vida aspiracional— fue clave para la puesta en escena del relato oficial. Aunque el rol de primera dama no existe constitucionalmente en Ecuador, su visibilidad digital amplificó el alcance simbólico del gobierno, reforzando un modelo de cercanía afectiva y de bienestar como capital cultural y diferenciación social.

Pocas imágenes sintetizan mejor esta puesta en escena que la proliferación, en ambas campañas, de figuras de cartón a escala real con la imagen de Noboa, colocadas por sus seguidores en locales, hogares y espacios públicos. Más que simples herramientas de propaganda, estos recortes funcionan como íconos de pertenencia simbólica y de un ascenso social imaginado. Así, entre videos breves y siluetas inmóviles, Noboa instaló una forma de presencia política cotidiana que se combina con lo performativo y sustituye al poder efectivo en los territorios y barrios. No gobierna a pesar del TikTok y del cartón: gobierna en la medida misma en que estos circulan, como signos de una autoridad mediada por la imagen y sostenida por la ilusión de cercanía.

La tercera clave que explica el ascenso de Noboa es el impacto político del asesinato del periodista, sindicalista e integrante de la Asamblea Nacional Fernando Villavicencio, el 9 de agosto de 2023. El expresidente mexicano Andrés Manuel López Obrador se refirió al caso y a su influencia en las elecciones ecuatorianas, señalando que el atentado debilitó la candidatura de Luisa González, entonces favorita, impulsando el ascenso de Noboa. El gobierno ecuatoriano respondió declarando persona non grata a la embajadora mexicana en Quito. Lo que aparecía como una reacción desproporcionada luego derivó en el asalto a la Embajada de México para capturar al exvicepresidente Jorge Glas, quien había recibido asilo político.

Este operativo, junto con la ruptura de relaciones diplomáticas con México, confirmó la apuesta de Noboa por construir una imagen «bukeliana» basada en la espectacularización del poder, mientras consolidaba el clivaje correísmo/anticorreísmo como eje de su estrategia política. Ese episodio marcó un parteaguas: desde entonces, Noboa intensificó la instrumentalización del conflicto para encubrir los magros resultados de su gestión, sin perder el respaldo de un electorado anticorreísta que prioriza la confrontación antes que la evaluación de la gestión gubernamental. En esa lógica, el correísmo no es solo un adversario sino un insumo clave para un relato que necesita de un enemigo permanente para sostenerse. Así, la repetición de que «la culpa es de Correa» se convirtió no ya en una consigna de campaña sino en un principio de gobierno: sirve lo mismo para explicar la presencia de bandas criminales internacionales, la debacle energética o la caída del techo en un hospital público.  

En el actual contexto de segunda vuelta, Verónica Sarauz, viuda de Fernando Villavicencio, denunció que la fiscal general Diana Salazar la presionó para señalar en sus redes sociales como responsable del crimen de su esposo a Rafael Correa y acusó tanto a Salazar como a Noboa de haber sellado un «pacto de silencio» para garantizar la impunidad del crimen.

Una abrumadora secuencia de hechos confirma que durante seis años la fiscal operó como una actora política central en la desfiguración del proceso democrático ecuatoriano. Su intervención fue decisiva en tres procesos electorales consecutivos: en 2021, al promover una acusación contra el candidato Andrés Arauz por presunto financiamiento de la guerrilla colombiana; en 2023, al sostener una narrativa judicial que vinculó al correísmo con el asesinato de Fernando Villavicencio; y ahora, de cara al balotaje de 2025, al abrir un nuevo escándalo judicial alimentado por filtraciones selectivas de chats de figuras correístas, utilizadas como insumo de campaña en clave más burlesca que penal. En las tres elecciones, la fiscalía funcionó como un instrumento del bloque político enfrentado al correísmo. Noboa es, en efecto, un accidente de la democracia, pero uno cuidadosamente producido para garantizar la captura institucional del Estado y la restauración de la república oligárquica.

«Un pésimo, pésimo enemigo» 

El 14 de octubre de 2023, autoridades españolas incautaron 13 toneladas de cocaína ocultas entre cajas de banano provenientes de Guayaquil, en la mayor operación antidrogas de su historia. Desde entonces, los cargamentos cesaron. El pasado 2 de abril, Corea del Sur decomisó más de dos toneladas de cocaína —el equivalente a 67 millones de dosis— en un buque que hizo escala en Ecuador, batiendo su récord nacional. Ambos casos confirman el rol sostenido de los puertos ecuatorianos en las rutas globales del narcotráfico y la forma en que Noboa heredó esa estructura del gobierno del ex presidente Guillermo Lasso, sin mostrar capacidad para revertirla a lo largo de más de un año de gestión.

Ubicado entre Perú y Colombia, dos de los principales productores de cocaína del mundo, Ecuador se convirtió en un corredor clave para el tráfico internacional, con puertos desde donde se exporta el 70% de la cocaína que llega a Europa. Este fenómeno intensificó otros delitos, como el lavado de dinero (por un monto cifrado en 3.500 millones de dólares) y el crecimiento desmedido de la criminalidad, situando al país como «el más mortífero de América Latina»

Ciertamente, al asumir la presidencia en noviembre de 2023, Noboa heredó un país en una crisis de seguridad sin precedentes. Uno de los ejes fundamentales de su campaña fue la promesa de implementar el Plan Fénix, con policías estilo «Robocop» y un enfoque securitista de las fuerzas militares. La gravedad de la situación quedó expuesta el 9 de enero de 2024 cuando, pese al estado de excepción, trece hombres armados irrumpieron en un canal de televisión en Guayaquil. Las imágenes de los encapuchados maltratando al personal simbolizaron un clima de inseguridad creciente, marcado por coches bomba, tiroteos en universidades, motines carcelarios y por asesinatos de funcionarios públicos, además de la fuga de prisión de dos líderes de las bandas más peligrosas del país.

Ante la crisis, el presidente Noboa declaró la situación de conflicto armado interno y designó a 20 grupos de delincuentes organizados como «organizaciones terroristas», planteando la necesidad de endurecer las políticas de seguridad y de alinearlas con los estándares internacionales de lucha contra el terrorismo. Esta medida, trasladó el control operativo a las Fuerzas Armadas, reduciendo a la Policía Nacional a un rol subordinado, y amplificando la presencia de los militares como actores políticos de primer plano. En este nuevo escenario de excepcionalidad permanente, la frontera entre «delincuencia común» y «terrorismo» se volvió deliberadamente difusa. Y esa ambigüedad sirvió para justificar una militarización sin límites conceptuales definidos. 

La declaración de guerra le permitió a Noboa consolidar su base política, al posicionar la seguridad y el enfoque de «mano dura» como ejes centrales de su gestión. Bajo ese clima de emergencia, implementó medidas económicas alineadas con las directrices del Fondo Monetario Internacional (FMI), como el aumento del Impuesto al Valor Agregado (IVA) del 12 al 15% y la eliminación de los subsidios a los combustibles. Aunque estas decisiones no ofrecieron soluciones estructurales ni resultados sostenibles, reforzaron la percepción de un liderazgo firme y resolutivo, alimentada por el impacto mediático de sus «golpes de efecto», que hace un año lo llevaron a alcanzar una aprobación del 82%. Hoy, de cara a la segunda vuelta, ese capital político se desvaneció, pero el efecto inercia —más simbólico que programático— aún lo mantiene competitivo.

«Mis contrincantes reconocen que soy un pésimo, pésimo enemigo a tener», decía Noboa. De todas sus frases, esta parece la más acertada. La pronunció tras la consulta popular de abril de 2024, donde el «Sí» ganó en 9 de las 11 preguntas previstas. Entre las aprobadas se cuentan: el uso de Fuerzas Armadas para la seguridad interna, la extradición de ecuatorianos y el endurecimiento de las penas por narcotráfico. Las dos rechazadas buscaban habilitar el arbitraje internacional para inversiones o asuntos comerciales y legalizar los contratos de trabajo por horas. Mientras que el correísmo celebraba el freno a estas reformas neoliberales, Noboa alardeaba: «De once, ganar nueve es una goleada». 

En un Ecuador azotado por la violencia, la consulta popular transformó la seguridad en un arma política que desplazó a la inclusión, a la justicia social y a la reconstrucción del tejido social. Prácticas como la «paloterapia» —en las que militares golpean a presuntos criminales estigmatizados por su apariencia o condición social— son grabadas, difundidas y celebradas por una ciudadanía que exige justicia inmediata. Este espectáculo de violencia estatal, legitimado como mecanismo de control, refuerza un modelo securitista basado en el miedo ―al inmigrante, al negro, al indígena, al empobrecido― y normaliza la crueldad como respuesta socialmente aceptable.

El caso del asesinato de los cuatro niños afroecuatorianos —Steven Medina (11 años), Saúl Arboleda (15), y los hermanos Ismael y Josué Arroyo (15 y 14)— no fue un «hecho aislado» sino un síntoma brutal de las políticas de seguridad con perfilamiento racial implementadas por el gobierno. El primer día del año, las imágenes del funeral de los niños y las celebraciones de la familia Noboa en su hacienda se enfrentaron en las redes sociales, convirtiéndose en un símbolo macabro de la polarización nacional. El presidente evitó cualquier gesto de condolencia hacia las familias y la comunidad de Las Malvinas, el barrio popular donde vivían los niños asesinados.

Cuando la Justicia calificó el caso como desaparición forzada, la reacción oficial fue defensiva: en lugar de acatar la sentencia, el gobierno desplegó una ofensiva mediática que, con apoyo de influencers y cuentas digitales afines, instaló el relato de que los niños eran ladrones y las familias descuidadas. Una narrativa que se transformó en eje del primer debate presidencial, donde la idea de reformar las leyes para que los menores de edad sean juzgados como adultos apareció como una estrategia importante para captar votos.

Según el Comité de Derechos Humanos, en 2024 en Ecuador se registraron al menos 16 casos de desaparición forzada, que involucran a 27 personas —incluidos 9 menores— tras operativos militares caracterizados por allanamientos sin orden judicial, detenciones arbitrarias y violencia contra los detenidos y sus familias. A ello se suma la denuncia constante de trabas institucionales para acceder a la Justicia, más ocupada en intervenir selectivamente en la guerra política.

La hostilidad del gobierno hacia los derechos humanos fue explícita: voceros y militantes oficialistas califican a los activistas como «protectores de delincuentes». Esta descalificación no es incidental, sino coherente con una lógica necropolítica —en términos de Achille Mbembe— en la que el Estado decide qué vidas pueden ser sacrificadas para sostener su poder. En lugar de abordar las causas estructurales de la violencia, el gobierno instrumentaliza el discurso de la seguridad para justificar la militarización del país, afianzar alianzas geoestratégicas y consolidar su autoridad, al costo de unas vidas consideradas prescindibles, sin derecho a justicia ni condolencias. 

En este escenario, las proyecciones para 2025 —basadas en un promedio de 26 asesinatos diarios— anticipan una tasa de 53,1 homicidios por cada 100.000 habitantes. Esto implicaría que, entre 2017 y 2025, bajo tres gobiernos neoliberales consecutivos, la violencia homicida se habría multiplicado más de nueve veces.

«Que nadie juegue con nuestro derecho a la democracia»

La tarde del 9 de febrero, el conteo de votos fue apagando el entusiasmo del oficialismo, que ya celebraba una victoria en primera vuelta, alentado por encuestas afines y un insólito exit poll. Ministros y simpatizantes aguardaron hasta casi la medianoche por un candidato que nunca se presentó.

Dos días después, aún visiblemente incómodo, Noboa reconoció en una entrevista que debía enfrentar una segunda vuelta contra la candidata correísta. Intentó justificar el revés acusando a las bandas criminales de haber presionado a los votantes en la costa. Para apuntalar esa versión, exigió prohibir el uso del celular como prueba del voto. En la misma conversación, defendió su negativa a acatar la sentencia de la Corte Constitucional que lo obligaba a delegar el poder en su vicepresidenta Verónica Abad, alegando que no había evidenciado públicamente su respaldo al gobierno.

La expresión más evidente del autoritarismo de Noboa fue su trato hacia Abad, su compañera de fórmula en los comicios de 2023, en los que ambos ganaron con el 52% de los votos. Desde el inicio del mandato, Abad fue marginada: primero enviada a Israel y luego a Turquía, hasta terminar despojada de sus derechos políticos mediante una sentencia del Tribunal Contencioso Electoral por presunta violencia política de género.

Este no fue un caso aislado. Con el respaldo del Consejo Nacional Electoral, Noboa vulneró de forma reiterada las normas constitucionales y los principios básicos de equidad electoral. Baste mencionar el uso abierto de recursos públicos —como cocinas de inducción que fueron repartidas como regalos de campaña— o un cierre de campaña protagonizado por la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, pidiendo el voto por Noboa, y animado por un cantante internacional. Ambos actos constituyen infracciones graves, según el Código de la Democracia ecuatoriana.

Pese al respaldo explícito o encubierto de los organismos de control electoral, la Fiscalía, la embajada, los grandes medios, los sermones de la iglesia católica, el empresariado, la policía, los militares y mercenarios, el presidente-candidato Daniel Noboa, su gabinete y sus simpatizantes saben que no tienen asegurada la reelección. Este domingo, después de las 20, cuando empiece a consolidarse una tendencia irreversible, el resultado podría no estar de su lado.

Por otro lado, el bloque ciudadano que no respaldará a Noboa en esta segunda vuelta no se limita al voto correísta tradicional. Lo conforman también sectores agraviados, defraudados o movilizados por el desgaste del gobierno. Se trata de un electorado menos manipulable, más consciente del agravio y, ahora, más esperanzado. Esa expectativa se sustenta, al menos, en tres factores: 1) el rápido deterioro de la gestión de Noboa; 2) el fracaso de una campaña vacía y errática; y 3) la eficacia de Luisa González en el cuerpo a cuerpo electoral.

En efecto, Noboa no puede mostrar un solo indicador positivo en seguridad, salud, educación, empleo o reducción de la pobreza. La reciente crisis energética —con apagones de hasta 14 horas diarias— es consecuencia directa del abandono deliberado de lo público con fines privatizadores. Así lo evidenció el intento fallido de entregarle a empresas extranjeras, sin licitación, un contrato para explotar el Campo Sacha, el mayor reservorio petrolero del país, con reservas estimadas en 350 millones de barriles.

El escándalo se intensificó al revelarse que la familia de Noboa podría estar implicada en una autoadjudicación encubierta, mediante empresas fachada. La presión social forzó al presidente a recular, lanzando un ultimátum poco creíble incluso para el sector empresarial, que ya comienza a percibir a la corporación Noboa no como un aliado de clase sino como un competidor desleal.

Aunque su proyecto económico suele enmarcarse como una continuidad del modelo neoliberal, su lógica es más bien patrimonial: la captura del Estado no apunta al beneficio del bloque empresarial en su conjunto sino al de su familia y su entorno cercano. Si esta vez el correísmo logró sostener una campaña competitiva frente a la maquinaria estatal y a la billetera más abultada del país, es porque, de forma discreta, comenzó a financiarla un segmento incómodo del empresariado.

En ese contexto, se produjo la ruptura en el Sistema de Oleoducto Transecuatoriano (SOTE) que provocó el derrame de 25.166 barriles de petróleo en la provincia de Esmeraldas. La emergencia ambiental y humanitaria resultante dejó a 500 mil personas sin agua potable durante dos semanas, mientras que los daños a cultivos, a la fauna y a la salud humana siguen siendo incalculables en alcance y duración.

Pese a la gravedad del hecho, el gobierno tardó en reaccionar y, cuando lo hizo, la ministra de Energía acusó—sin pruebas— al correísmo por el sabotaje. Daniel Noboa, en lugar de desplazarse a la zona afectada, optó por asistir a una cena con Donald Trump en Mar-a-Lago. Presentado como una «visita oficial», el viaje se reveló pronto como un encuentro sin carácter diplomático, sin agenda concreta y financiado con recursos públicos cuyo costo sigue sin transparentarse. El saldo fue una foto de Noboa con Trump, convertida más en montaje de campaña que en resultado real de política exterior.

Los vuelos con ecuatorianos deportados y encadenados siguen llegando y, aunque el arancel del 10% a los productos nacionales fue presentado como un logro diplomático, el hecho de que también se aplique a casi todos los países de la región lo volvió insignificante como bandera electoral. En contraste, la ausencia de Noboa ante el desastre ambiental y humanitario en Esmeraldas probablemente haya dejado una marca agraviante en el imaginario popular.

Hasta el mismo inicio de las elecciones, los analistas afines al oficialismo aún esperan que un tuit de Trump alcance para inclinar al voto indeciso a favor de Noboa. Según su narrativa, del otro lado solo está una candidata correísta, respaldada por los regímenes de Venezuela, Cuba y Nicaragua. Durante toda la campaña, el oficialismo recurrió a su viejo repertorio: criminalización del correísmo, miedo a una «dictadura comunista» y a la desdolarización. Sin embargo, tras casi dos décadas de uso, ese discurso parece agotado y difícilmente logre movilizar a alguien, más allá de los ya convencidos.

Bajo los gobiernos de Lasso y Noboa, Ecuador profundizó su alineamiento militar con Estados Unidos a través del acuerdo SOFA, que concede privilegios, exenciones e inmunidad judicial al personal militar y civil extranjero. Noboa no solo ratificó este pacto, sino que impulsa su ampliación mediante una reforma constitucional que permitiría bases militares extranjeras en el país. La reciente militarización de las Islas Galápagos —patrimonio natural de la humanidad— despertó serias preocupaciones sobre la soberanía nacional y el impacto ambiental. Más aún porque esa presencia no responde a una amenaza inmediata: en Galápagos no operan las bandas criminales que azotan a otras regiones del país, donde sí se necesita una política de seguridad real, cercana y efectiva.

En plena campaña electoral, marcada por el uso del miedo como recurso central, el equipo de Noboa consideró oportuno contratar al mercenario Erik Prince —fundador de la controvertida empresa militar privada Blackwater— para diseñar una operación de impacto mediático. El operativo, llamado Apolo 13, culminó con 68 personas detenidas en los suburbios de Guayaquil. Pero el despliegue terminó por diluirse cuando se supo que todos fueron liberados en menos de 24 horas por falta de pruebas. 

Es difícil medir el impacto real de estas acciones performativas en un electorado ya polarizado, donde al menos un 10% de los indecisos podrían inclinarse por el voto nulo ante la falta de representación. En ese escenario, sin embargo, sería injusto ignorar la exposición pública y la determinación de Luisa González: madre soltera y candidata en un entorno hostil, recorrió el país entero, adentrándose en barrios marginados, tocando puertas, abrazando gente. González creció visiblemente desde su primera candidatura, cuando su principal carta era la lealtad a Rafael Correa. Hoy, para quienes decidieron escucharla, domina el discurso desde la tarima electoral: se muestra segura, coherente en su narrativa de unidad y capaz de proyectarse como presidenta para todo el país.

Luisa González puede lograr lo que parecía imposible: romper el ciclo en que la Revolución Ciudadana, pese a ser la fuerza más estructurada del país, ganaba la primera vuelta pero caía en el balotaje frente a las alianzas de derecha (y, a veces, de izquierda). Su crecimiento como figura política autónoma fue decisivo para revertir esa lógica. Hoy encarna la unidad de las izquierdas, incluyendo al partido que quedó tercero con medio millón de votos. Salvo Unidad Popular —de filiación comunista—, todos los bloques, del centro hacia la izquierda, respaldan a quien podría ser la primera mujer electa como presidenta del Ecuador.

Anticipar hoy su posible gobierno sería pura especulación, pero Luisa González representa a la corriente del correísmo a menudo calificada por sus detractores como «socialismo del siglo XXI», una etiqueta ambigua y politizada. Una definición más rigurosa la propuso Leónidas Iza, quien la describió como socialdemócrata en lo político y de inspiración keynesiana en lo económico. 

El correísmo representó una forma de republicanismo democrático, centrado en la defensa de lo público como bien común y base material de la libertad entendida como no dominación. En este escenario, tanto el voto por González como el de Noboa expresan una toma de posición en la lucha de clases. Ambos candidatos se acusaron de preparar un fraude. La diferencia es que Noboa esperará los resultados desde su hacienda en Olón, mientras que Luisa advirtió: «No juegue con nuestro derecho a la democracia (…) porque aquí va a encontrar a este pueblo que lo va a enfrentar, si es necesario, en las calles». En definitiva, ambos pusieron en duda el resultado electoral, pero solo uno cuenta con el respaldo de las instituciones de control electoral y los militares.

Daniel Noboa encarna un liderazgo de autoritarismo emergente, envuelto en una estrategia comunicacional que proyecta cercanía y eficacia. Sostenido en golpes de efecto y narrativas polarizadoras, consolidó su base política explotando el miedo de una sociedad atrapada en la violencia. Su gestión privilegia la apariencia de fuerza sobre las soluciones estructurales, se apoya en el punitivismo y la confrontación, y acumula serios cuestionamientos por violaciones a derechos humanos. En esta lógica, su gobierno opera sobre una «cancha inclinada»: recursos públicos, control mediático, parcialidad judicial y exclusión de competidores alimentan una deriva que profundiza la fragilidad institucional y erosiona la democracia.

La segunda vuelta en Ecuador no definirá solo al próximo presidente del país, sino también qué tipo de proyecto nacional —y regional— logra imponerse en este contexto global de deriva autoritaria. Mientras que el correísmo, en su experiencia de gobierno entre 2007 y 2017, apostó por un modelo posneoliberal que revalorizaba el rol redistributivo del Estado y limitaba —aunque parcialmente— el poder de las élites tradicionales, el proyecto que representa Daniel Noboa se articula como un neoliberalismo punitivo: patrimonial y sostenido en la judicialización selectiva y la militarización. La disputa revela con nitidez la dimensión ideológica y clasista del voto en América Latina, donde la democracia ya no se juega solo en las urnas, sino entre miedos cultivados, desigualdades persistentes y promesas rotas.

 

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