No se puede ser internacionalista a medias. El llamado «nacionalismo de la URSS» o estalinismo no debe confundirse con el internacionalismo genuino, y más bien merece ser etiquetado como «campismo» socialista. La existencia de países donde se expropió la propiedad privada de los grandes medios de producción, aunque sus regímenes políticos fueran aberraciones burocráticas, un híbrido histórico y necesariamente transitorio, colocó a la izquierda internacionalista de la posguerra en una situación paradójica y desconcertante. Se vio en la necesidad de defender la naturaleza social de esos Estados frente a la presión imperialista por restaurar el capitalismo, pero al mismo tiempo debía apoyar las movilizaciones obreras por las libertades democráticas. Es decir, una defensa condicionada al signo de clase del conflicto. Esto representa un desafío mucho más complejo que la simple defensa incondicional o la oposición categórica. La oscilación del péndulo ha generado desequilibrios: estalinofilia y estalinofobia. Hoy, el mismo dilema se plantea con Venezuela o Cuba. La defensa de estos países frente a la agresión imperialista no nos exime de criticar sus regímenes. El reto consiste en analizar concretamente cuál es el mayor peligro inmediato para la clase trabajadora en cada situación. Porque no es posible luchar contra todos al mismo tiempo. Los dilemas del internacionalismo son complejos, pero solo una izquierda verdaderamente internacionalista es digna del futuro.
Internacionalismo y nacionalismo
La izquierda global está dividida por los resultados de las elecciones en Venezuela. Pero, ¿quiénes realmente se posicionan como internacionalistas? ¿Aquellos que afirman que hubo fraude y exigen reconocer la derrota de Maduro? ¿O los que condenan la injerencia estadounidense que apoya a la extrema derecha liderada por María Corina? La izquierda alguna vez fue más coherente en su internacionalismo. Sin embargo, pequeñas desviaciones teóricas a menudo conducen a graves errores en la acción política. Antes, casi toda la izquierda comprendía como progresistas las demandas de un programa nacional en los países periféricos que sufrían opresión imperialista. El nacionalismo en los países centrales es reaccionario, mientras que en los países dependientes es progresista. Esto se debe a que el nacionalismo en los países centrales, que dominan el mundo, ha estado y sigue estando intrínsecamente ligado a la defensa de un imperialismo contra otro, hoy entre Estados Unidos y China. No es casualidad que el nacionalismo sea la ideología dominante tanto en Washington como en Pekín.
Reducir el conflicto en Venezuela a una simple lucha entre democracia y dictadura oculta el hecho de que, en los últimos cinco años, el país ha sido castigado por EE. UU. con sanciones económicas como parte de una estrategia para provocar un levantamiento contra el gobierno. Esta estrategia fracasó en su objetivo de derrocar al gobierno, pero logró debilitar significativamente al gobierno de Maduro. La verdadera disyuntiva en Venezuela no es entre democracia y dictadura, sino lamentablemente entre independencia nacional y recolonización.
El nacionalismo en Israel, un país asociado al imperialismo, es reaccionario; en cambio, en Cisjordania palestina, una nación oprimida, es progresista. La izquierda debe apoyar las luchas nacionalistas en los países periféricos y, al mismo tiempo, denunciar las ambiciones nacionalistas en los países centrales, es decir, debe ser firmemente antimperialista. Aunque el régimen de Hamás en Gaza es una dictadura teocrática y el régimen sionista en Israel se presenta como una democracia liberal, la forma de gobierno no debería ser el factor determinante para definir nuestro apoyo. La guerra comenzó con un ataque de Hamás contra Israel que alcanzó objetivos no militares, algo que la tradición socialista no aprueba. Sin embargo, esto no debe inhibir a la izquierda mundial de denunciar con firmeza la ofensiva genocida de Israel en la Franja de Gaza. Defender al pueblo palestino no es lo mismo que respaldar políticamente a los dirigentes de Hamás. La disyuntiva no es entre la democracia sionista y la dictadura palestina; la verdadera alternativa es entre la limpieza étnica genocida o la creación de un Estado palestino. Este mismo criterio debe aplicarse en el caso de Venezuela. Coherentemente, esto significa defender a Venezuela contra el peligro de una guerra civil, especialmente si se produce una escisión en las fuerzas armadas alentada por EE. UU., independientemente de nuestras críticas hacia el gobierno de Maduro.
El mundo se ha vuelto mucho más peligroso en la última década. La guerra en Ucrania no puede reducirse a un simple enfrentamiento entre una nación oprimida y una Rusia imperialista. Aunque tiene una naturaleza dual, al ser Ucrania un país periférico, lo que prevaleció fue la ofensiva de la OTAN contra Moscú, transformando el conflicto en una guerra interimperialista. Kiev renunció a su independencia al aceptar el estatus de semicolonia estadounidense. Del mismo modo que en la Primera Guerra Mundial no tenía sentido para los socialistas apoyar a ninguno de los bloques imperialistas, ya fuera el anglofrancés o el germanoaustriaco, ni la victoria de Rusia ni la de Ucrania tendrán un significado progresista. La política socialista correcta en ese contexto era el derrotismo revolucionario. No es casualidad que haya internacionalistas encarcelados tanto por Zelensky en Kiev como por Putin en Moscú.
El nacionalismo exaltado se ha convertido en el lenguaje de la extrema derecha a nivel global. El lema «MAGA» (Make America Great Again) de Trump en Estados Unidos, “Brasil por encima de todo” que llevó a Bolsonaro a la victoria en 2018, y eslóganes similares en apoyo del Brexit en Reino Unido, han impulsado también a neofascistas en Holanda y Bélgica y han sido clave en la reelección de Putin en Rusia y de Modi en India. Este discurso tiene raíces históricas profundas. El nacionalismo, como ideología del Estado-nación, se remonta a la Revolución Francesa en el siglo XVIII. Ganó fuerza en Europa en la lucha contra el liberalismo y el socialismo en las últimas décadas del siglo XIX. Fue el nacionalismo, en sus diferentes versiones, el que legitimó los imperialismos modernos y llevó al mundo al borde de la destrucción en dos guerras totales en el siglo XX. La fuerza del concepto de nación en la percepción burguesa del mundo residía en la idea de que el Estado debía ser la «expresión de un pueblo» Esta idea alimentó la creencia de que ciertos pueblos o razas eran superiores a otros. Cuanto más exaltado el nacionalismo, más formidable se consideraba su historia, su carácter y su destino. El nacionalismo en los países centrales siempre ha sido racista y reaccionario, siendo el nazifascismo su versión contrarrevolucionaria más extrema.
El marxismo siempre se ha distinguido por considerar los antagonismos de clase como los conflictos decisivos del mundo contemporáneo, aunque no son los únicos. Numerosas luchas democráticas se desarrollan de manera simultánea y, en muchos casos, de forma inseparable del enfrentamiento entre capital y trabajo. Estas incluyen luchas democráticas contra regímenes autoritarios, tiránicos y dictatoriales; contra la opresión racista, sexista y LGTBfóbica; en defensa de un programa medioambiental ante la amenaza de una catástrofe ecológica provocada por el calentamiento global; y luchas indígenas en defensa de los derechos de los pueblos originarios. Igualmente importante es la lucha democrática de las naciones oprimidas por el derecho a la liberación nacional.
La izquierda no solo debe defender las reivindicaciones de la clase obrera frente al capital, ya que la explotación no es la única forma de dominación en el mundo. Si bien la explotación es la dominación del capital que extrae trabajo no remunerado, existen muchas formas de opresión que no son menos crueles, atroces e inhumanas. El sufrimiento de los oprimidos no es menor que el de la clase obrera; de hecho, a menudo es incluso mayor. La izquierda debe reconocer la necesidad de realizar mediaciones, es decir, construir alianzas transitorias dentro de bloques sociales heterogéneos en torno a consignas democráticas progresivas. Todas las luchas contra la opresión que, aunque no sean estrictamente anticapitalistas, se basan en una dinámica históricamente liberadora, emancipadora y justa, deben ser consideradas progresistas.
Conflictos interimperialistas
El orden imperialista mundial no puede mantenerse indefinidamente sin recurrir a la guerra. Estas conclusiones se basan en un análisis de nuestra época. Desde una perspectiva histórica, el logro más significativo del capitalismo ha sido la creación del mercado mundial y el desencadenamiento de fuerzas productivas previamente inimaginables. Sin embargo, este avance ha tenido un costo catastrófico para la humanidad: la lucha por la dominación imperialista global. Unos pocos Estados controlan, dominan y oprimen a la inmensa mayoría de los países, imponiendo su orden y luchando por mantener sus posiciones de poder, lo que amenaza constantemente la paz mundial. Este sistema es conocido como el orden mundial imperialista, y no puede preservarse sin guerras.
El capitalismo representa un obstáculo insuperable para la tendencia más profunda del desarrollo histórico que él mismo ha potenciado: la creciente unificación de la humanidad en una civilización mundial. Esta tendencia es solo una posibilidad, no un destino inevitable. El capitalismo no puede lograr esa unificación. El socialismo es el programa que busca realizar esa posibilidad. Ser de izquierdas implica ser antiimperialista.
Cuando decimos que el orden mundial se ha estructurado como un orden imperialista durante al menos los últimos cien años, no estamos sugiriendo la existencia de un gobierno mundial. El capitalismo no ha logrado superar las fronteras nacionales de sus Estados imperialistas. El Brexit y la crisis de la Unión Europea son evidencias de que la competencia entre las burguesías de los países centrales sigue siendo intensa en las disputas por el espacio económico y el arbitraje de los conflictos políticos. La hipótesis del superimperialismo, discutida en la época de la II Internacional como una fusión de intereses imperialistas entre los países centrales, no se ha materializado. El ultraimperialismo ha demostrado ser nada más que una utopía reaccionaria.
Las turbulencias en el sistema internacional de Estados están en aumento. Sin embargo, sería obstuso no reconocer que las burguesías de los principales países imperialistas han logrado consolidar un centro de poder en el sistema internacional tras la casi total destrucción causada por la Segunda Guerra Mundial. Este centro sigue expresándose institucionalmente, veinticinco años después del colapso de la URSS, a través de organizaciones como la ONU y el sistema de Bretton Woods, que incluye al FMI, al Banco Mundial, a la OMC, al BPI de Basilea y, finalmente, al G7.
La contrarrevolución ha aprendido de la historia. En el núcleo del poder imperialista se encuentra la Tríada: Estados Unidos, la Unión Europea y Japón. La Unión Europea y Japón mantienen relaciones asociadas y complementarias con Washington y han aceptado su superioridad desde el final de la Segunda Guerra Mundial. El cambio histórico de 1989-91 no alteró el papel de esta Tríada ni, en particular, el lugar de Estados Unidos. Aunque su liderazgo ha disminuido, sigue prevaleciendo por varias razones: el tamaño de su economía, especialmente su mercado interno; el atractivo del dólar como moneda de reserva y su dominio financiero; su superioridad militar; y su capacidad de iniciativa política. Estos factores han permitido a Estados Unidos, a pesar de una tendencia al debilitamiento, mantener su posición de liderazgo en el sistema internacional de Estados. Tanto Trump como Kamala Harris tienen la tarea de preservar esta posición, especialmente frente a China. Para eso siendo vital para EE. UU. asegurar el dominio en América Latina.
Ningún estado de la periferia ha sido aceptado en el centro del sistema en los últimos veinticinco años. China y Rusia son Estados que han preservado su independencia política, aunque han restaurado el capitalismo, recurriendo incluso al endeudamiento en el mercado mundial, y juegan un papel protoimperialista en sus regiones de influencia. Sin embargo, se han producido cambios en la inserción de los Estados periféricos, con algunos experimentando una mayor dependencia y otros una menor.
Desde los años 80, lo que predominó fue un proceso de inserción subalterna o «recolonización», aunque con variaciones. Esta dinámica es opuesta a la que prevaleció entre 1945 y 1975, tras la derrota del nazifascismo, cuando la mayoría de las antiguas colonias obtuvieron, aunque de manera parcial, independencia política dentro de un contexto de dependencia o incluso semicolonial. La mayoría de los Estados que lograron independencia durante la ola de revoluciones antiimperialistas que siguió a las victorias en China, Corea y Vietnam, han visto una regresión. Países como Argelia, Egipto, Libia, Irak y Siria son ejemplos de este retroceso histórico posterior a 1991, algunos de los cuales han regresado incluso al estatus de protectorados. A pesar de estos retrocesos, todavía existen gobiernos independientes como los de Venezuela y Cuba, aunque su situación es extremadamente inestable.
No se puede ser internacionalista a medias. Un análisis de los conflictos entre las clases en los países que ignore el papel de los Estados y su política en el contexto global disminuye la fuerza de la contrarrevolución. Pero el problema es aún mayor cuando se subestiman los conflictos de clase en cada sociedad; en ese caso, el análisis tiende a caer en valoraciones superficiales y a exagerar la fuerza de la contrarrevolución. Este enfoque erróneo fue adoptado por gran parte de la izquierda mundial en el siglo XX, especialmente por quienes vinculaban el destino de la causa socialista al futuro del gobierno de la URSS y sus aliados. Lamentablemente, el internacionalismo ha disminuido considerablemente.