El artículo que sigue es una reseña de Hegel’s World Revolutions, de Richard Bourke (Princeton University Press, 2023).
La reputación del filósofo alemán G. W. F. Hegel ha pasado por una serie de reevaluaciones positivas y negativas desde su muerte hace casi dos siglos. En su apogeo, Hegel fue tanto el principal filósofo del Estado prusiano como una inspiración para la naciente izquierda alemana. Los hegelianos de izquierda, como llegó a conocerse a la facción antiautoritaria inspirada por los idealistas, consideraban la filosofía de Hegel un ataque a los principios que los hegelianos de derecha creían que celebraba: el mercado, el Estado y Dios. Cuando Karl Marx empezó a desarrollar su economía política inspirada en Hegel, pudo observar que el gran filósofo alemán había sido desechado por la posteridad y tratado como un «perro muerto».
La Segunda Guerra Mundial aquietó las aguas de la segunda oleada de entusiasmo por Hegel, que comenzó a finales del siglo XIX. Tanto en la izquierda como en la derecha, los críticos acusaron al autor de Fenomenología del espíritu de totalitarismo y lamentaron lo que consideraban su creencia optimista en el progreso, un compromiso considerado indefendible tras los horrores infligidos por dos grandes guerras.
Pero Hegel continuó ejerciendo su influencia sobre intelectuales que seguían comprometidos con diversas visiones del progreso. En la izquierda, György Lukács defendió una variante humanista del hegelianismo, mientras que en la derecha, Giovanni Gentile, el filósofo de cabecera del fascismo italiano, profesó su propia lealtad al idealismo, que rebautizó como «actualismo», un credo que pretendía remodelar la sociedad italiana mediante un «geist» volk expresado dentro de un estado totalitario palingético. El emigrado ruso Alexandre Kojève proporcionó quizá la síntesis más ambiciosa y clarividente, reimaginando a Hegel como profeta del federalismo liberal paneuropeo posnacional.
Sin embargo, dentro de la corriente política e intelectual dominante, el interés por Hegel se convirtió en un extraño pasatiempo. Parecía que a muy poca gente le preocupaba las cuestiones fundamentales sobre si el progreso era real o el Estado la forma más racional de organización social. Por ello, el filósofo liberal Richard Rorty, escribiendo en nuestra era de supuesta resolución política, podía bromear triunfalmente diciendo que los hegelianos de izquierdas y de derechas habían «acabado resolviendo sus diferencias en un seminario de seis meses llamado la Batalla de Stalingrado».
Hegel revisitado
Sin embargo, para muchos, la campana fúnebre de Hegel sonó demasiado pronto. Entre estos pensadores se encuentra el profesor de historia del pensamiento político de Cambridge Richard Bourke. El nuevo libro de Bourke, Hegel’s World Revolutions (2023), se propone contrarrestar lo que él denomina la «insurgencia anti-Hegel de posguerra». Los combatientes en el bando enemigo son, según Bourke, el posmodernismo, una corriente dominante de la filosofía angloamericana, que llegó a denominarse «analítica», y un conjunto de teóricos liberales anacrónicos de la Guerra Fría preocupados por diagnosticar retrospectivamente el pensamiento del pasado como «totalitario».
Bourke retoma este enfoque revisionista en su estudio de Hegel, atacando las nociones preconcebidas sobre el «utopismo» y el «autoritarismo» del filósofo alemán. El propio Bourke tiene sus orígenes intelectuales en lo que a veces se denomina la Escuela de Cambridge del contextualismo histórico. Este enfoque, que insiste en leer la historia del pensamiento político como respuestas a problemas locales y no atemporales, tiene tendencia al parroquialismo, que Bourke rechaza como «anticuarismo». En su lugar, defiende de forma limitada la relevancia política contemporánea del hegelianismo.
Hegel’s World Revolutions repasa las revoluciones anteriores al siglo XIX que Hegel consideraba vitales para el progreso y la modernidad, como la sustitución del paganismo europeo por el cristianismo, la Reforma Protestante, la caída del feudalismo, la destrucción del Sacro Imperio Romano Germánico, el auge del pensamiento de la Ilustración y la Revolución Francesa. Sin embargo, Bourke también estudia los cambios de paradigma de finales del siglo XIX, XX y XXI en la política y la erudición, que han vinculado la reputación de Hegel tanto a proyectos totalitarios fracasados como a la propia modernidad.
La insurgencia anti-Hegel
Bourke está interesado principalmente en deconstruir las interpretaciones de Hegel de mediados del siglo XX, como el enfoque «liberal clásico» de Karl Popper en La sociedad abierta y sus enemigos (1945), que interpretaba el hegelianismo como protototalitario. Hegel’s World Revolutions desafía estas lecturas paranoicas de la Guerra Fría, argumentando que su sujeto era un humanista amplio interesado en la emancipación humana, el crecimiento de la democracia, el constitucionalismo, la sociedad civil y el progreso histórico. Para Bourke, el rechazo de Hegel ha coincidido con una hostilidad más amplia hacia los logros de la modernidad y una tendencia a tirar al niño con el agua de la bañera. «Los valores duramente conquistados se desechan como instrumentos de coacción» y «en consecuencia, se condena el universalismo y se menosprecian los derechos».
Bourke acusa a un elenco de filósofos europeos de influir y liderar la «insurgencia anti-Hegel de posguerra». Friedrich Nietzsche, Martin Heidegger, Theodor Adorno, Jacques Derrida y Michel Foucault son los principales culpables. Para Bourke, las tres últimas figuras deseaban refundir la emancipación humana en términos individuales como autorrealización personal, escapando de un presente «desencantado» sin comprometerse en lo que Hegel habría llamado el «trabajo de lo negativo».
A su vez, Nietzsche y el filósofo nazi Heidegger abrazaron un retorno nostálgico a las antiguas y brutales civilizaciones aristocráticas esclavistas de Grecia y Roma. Para Bourke, la parte más vital del pensamiento de Hegel es el rechazo tanto de nuestra capacidad de dar marcha atrás al reloj como de desear que desaparezca el legado de lo que ya ha ocurrido. En su lugar, la política y la filosofía deben mirar sin complejos hacia delante y encontrar lo que Hegel describió en sus Elementos de la filosofía del derecho (1821) como «la rosa en la cruz del presente».
Revoluciones en la actualidad
Lo que hace que Hegel sea tan valioso como pensador tanto para la izquierda como para la derecha es su rechazo de la nostalgia y el utopismo ahistórico y su abrazo de lo que él denominaba «actualidad» o Wirklichkeit. Para los críticos de Hegel, este realismo —resumido en la infame frase «lo racional es actual; y lo actual es racional» que se encuentra en el prefacio de Hegel a Elementos de la filosofía del derecho— era uno de los principales problemas del pensamiento del idealista. Estas preocupaciones no estaban motivadas por un simple romanticismo ingenuo. Expresaban serias inquietudes por el sufrimiento ignorado por la obstinada creencia en el progreso. ¿Cómo podía considerarse racional la crueldad implacable del siglo pasado, por no hablar de las guerras que asolan el mundo en el presente?
Hegel, por supuesto, no ignoraba en absoluto el sufrimiento endémico de la historia, a la que se refería como un «banco de matanza». Pero este frío realismo inspiró la crítica más radical de la modernidad que buscaba comprender. Marx y sus seguidores se basarían en este doble rechazo, criticando tanto las formas nostálgicas como utópicas del socialismo a lo largo del Manifiesto comunista (1848), al tiempo que promovían una política preocupada por movilizar a las clases políticas existentes en la actualidad y comprender las fuerzas que podían reunir para transformar el mundo.
Inicios idealistas
Hegel creció en una Alemania fragmentada y dispar, situada en un continente europeo que se encontraba en medio de una profunda transición entre el feudalismo y el capitalismo, la Ilustración y la época romántica. Nació en 1770, en el Ducado de Württemberg, al sur de Alemania, en el seno de una familia de funcionarios «meritocráticos» de clase media o Bildungsbürgertum. Estos plebeyos educados, en una Europa Central comparativamente subdesarrollada, constituían el segmento más moderno y progresista de la sociedad antes del ascenso del proletariado industrial de Marx.
En su obra madura, especialmente en Elementos de la filosofía del derecho, Hegel valoriza a esta clase por su ruptura con los ideales aristocráticos. Bourke señala que esta corrosión del viejo orden fue desencadenada por el auge de un modelo más personal de subjetividad humana. Esto cambió la forma en que la gente concebía el trabajo, ya no como una profesión en la que se nacía, sino como algo elegido. Los líderes de este nuevo mundo regido por la libertad humana eran, según Bourke, «una élite burocrática formada en la universidad» que se convirtió en pieza clave para el funcionamiento del Estado moderno, dirigido según normas de «deber público» y no de «autoridad arbitraria». Para Hegel, una sucesión de acontecimientos, a lo largo de miles de años, había permitido que la subjetividad y su poder pasaran del control de uno solo (la monarquía), al de unos pocos (la aristocracia) y ahora al de muchos (la democracia).
La clave de este crecimiento de la subjetividad fue el auge del cristianismo protestante en Europa. La familia de Hegel lo envió a un estricto seminario luterano ortodoxo, el Tübinger Stift. Allí, junto a otras luminarias del idealismo alemán como el poeta Friedrich Hölderlin y el filósofo Friedrich Schelling, despotricaría contra el asfixiante dogma de la Iglesia, al tiempo que se empapaba de él. Bourke, en un breve ensayo para el New Statesman, ha señalado que «[Hegel] pronto cayó bajo la influencia de Jean-Jacques Rousseau e Immanuel Kant, y en poco tiempo amplió las implicaciones de su pensamiento (…) rechazó la idea de una deidad trascendente junto con la doctrina de la inmortalidad del alma».
De hecho, Hegel prefiguraría a pensadores alemanes secularizadores, como Ludwig Feuerbach y Marx, al sugerir que Dios y la religión eran, en última instancia, expresiones del valor humano contingente. Así, el protestantismo, a pesar de sus hipocresías y fracasos, revelaba un deseo humano más profundo de actuar. Según Bourke, Hegel vio la reforma luterana como una revolución necesaria, inacabada, que «introdujo todo un nuevo horizonte temporal» mediante la liberación del individuo de la arbitraria autoridad eclesiástica. Esta liberación presagiaría la apertura de otras escapatorias potenciales del poder social, político y económico arbitrario.
La revolución cristiana inacabada
Bourke dedica gran parte de Hegel’s World Revolutions a centrarse en las actitudes comparativamente poco estudiadas de Hegel ante las transiciones entre paganismo y cristianismo y entre catolicismo y protestantismo en su obra temprana. Bourke sostiene que para Hegel ambas transiciones eran revoluciones histórico-mundiales necesarias, pero no suficientes.
A pesar de su potencial emancipador, Hegel, según Bourke, interpretaría el cristianismo como una revolución fracasada o inacabada de la conciencia humana que había descendido a la corrupción: «Jesús había sido un defensor de la libertad, la igualdad y la fraternidad. Sin embargo, a medida que avanzaba la transformación cristiana, cada una de estas aspiraciones se deshizo. La libertad de autolegislación moral dio paso a la jurisdicción de confesores y prelados».
Como muchos intérpretes anteriores, Bourke sugiere que, tras sus primeros trabajos en teología, Hegel se volvió hacia la historia y el desarrollo moral humano para intentar diagnosticar el fracaso del cristianismo, inspirándose profundamente en su predecesor filosófico Immanuel Kant. Ambos creían, según Bourke, que el cristianismo «acabó en fracaso». Sin embargo, Hegel difería de Kant en que pensaba que era necesaria una explicación histórica, y no puramente filosófica, para esta insuficiencia.
¿Revoluciones futuras?
Bourke nos informa que «la historia del pensamiento político es diagnóstica más que prescriptiva. Nos ayuda a comprender las estructuras políticas como productos de constelaciones de fuerzas anteriores». En consecuencia, el abrazo de Hegel a la «actualidad» se manifestó como un análisis muy temprano, aunque único, de las estructuras e instituciones sociales que se habían desarrollado en el siglo XIX: el Estado, la sociedad civil y una economía de mercado moderna. Hegel, en manos de Bourke, se convierte en practicante de una especie de sociología descriptiva. Este enfoque sala la tierra contra las lecturas hostiles y anacrónicas, al tiempo que nos deja con un pensador exorcizado del tipo de extravagancia metafísica y criptoteología con las que se le suele asociar.
Dentro de estas estrechas limitaciones historicistas, Bourke aún consigue generar ideas, pero las lecciones que ofrece no son nuevas. Hegel, limitado por su contexto, tenía una concepción comparativamente plana y conservadora de la política y la sociedad. En su núcleo se hallaban la unidad familiar, los gremios comerciales, los órganos corporativos más amplios y el Estado constitucional encabezado por un monarca. Hay poco en este «diagnóstico» histórico de Hegel que hable del ascenso y la consiguiente caída de la política de clases de masas en la Europa de los siglos XX y XXI. La razón principal de ello son las limitaciones de la perspectiva del propio Hegel, que escribió cuando las clases modernas estaban naciendo, pero antes de que hubieran creado instituciones para proteger sus intereses.
Por supuesto, Hegel intenta reflexionar sobre estas cuestiones. A primera vista, las organizaciones que Hegel denomina corporaciones, que son instituciones de tipo gremial para los trabajadores, podrían considerarse protosindicatos, y la Polizei, responsable de la administración del espacio municipal y del cuidado de los pobres, son claramente precursoras del moderno Estado del bienestar.
Pero los movimientos radicales que dieron relevancia a estas dos instituciones ni siquiera fueron concebidos por Hegel como objetos dignos de análisis. Lo más cerca que estuvo de una discusión sobre los sectores de la sociedad abandonados por la modernidad fue en unas pocas observaciones sobre lo que él llama la «chusma». En cambio, tras el fracaso de la racionalista y utópica Revolución Francesa, Hegel consideró que las monarquías y repúblicas constitucionales protestantes del norte de Europa, como Gran Bretaña, los países nórdicos, Alemania y Holanda, eran capaces de lograr la liberación humana por medios más concretos y considerados «prácticos». «La Revolución había acabado en fracaso. El camino a seguir, concluyó Hegel, estaba en la Europa protestante».
Hegel’s World Revolutions sugiere no solo que veamos a Hegel como un filósofo «práctico», sino también como alguien impulsado por este pragmatismo hacia una versión incipiente de la democracia social. De hecho, Bourke señala que «[algunos] vieron su influencia tras el ascenso del movimiento socialdemócrata bajo el liderazgo de Ferdinand Lassalle». Para Bourke, la importancia última de Hegel parece residir en su capacidad para reconocer que un «sistema de necesidades, surgido en la sociedad civil moderna, resultaba compatible con la libertad constitucional. Puesto que necesidad y libertad no eran antitéticas en Hegel, podían conciliarse dialécticamente». Dicho de forma más prosaica, Hegel reconocía que la libertad humana requería instituciones colectivas para ser protegida y que estas no tenían por qué considerarse impedimentos para la autorrealización.
En cierto nivel de abstracción, estos elevados ideales coinciden con la ideología dominante en casi toda Europa, incluso en los países gobernados por conservadores. Pero una inspección más detenida nos da motivos para dudar del valor de pensar a este nivel de distanciamiento práctico. Lo que hizo posible la redistribución introducida por la socialdemocracia fue la organización de masas de los trabajadores, que se movilizaron a través de instituciones claramente modernas: el partido político, el sindicato y la prensa libre. En Hegel no hay un debate serio sobre estos pilares, lo que quizá sea una señal de que, a pesar de la profundidad de sus ideas, sigue siendo un pensador claramente premoderno.