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Ernesto Laclau y Chantal Mouffe.

Laclau, Mouffe y la estrategia política

Ernesto Laclau y Chantal Mouffe afirmaron haber identificado el defecto fatal del marxismo y desarrollado un marco mejor para la política de izquierdas. Pero su tabú contra el «esencialismo» de clase les impide identificar los puntos fuertes y débiles del poder capitalista.

En los oscuros días de la supremacía política de Margaret Thatcher y Ronald Reagan, cuando la teoría posestructuralista estaba en la cima de su influencia intelectual, Ernesto Laclau y Chantal Mouffe desarrollaron una novedosa concepción de la «hegemonía» destinada a superar la crisis de la política de izquierdas. Las raíces de esa crisis, argumentaban, residían en un «esencialismo» endémico de la herencia marxista de la izquierda.

El «posmarxismo» de Laclau y Mouffe definía los procedimientos contingentes y discursivos de formación de la identidad como el fundamento de la agencia política. En este marco, lo político se convirtió en el principio estructurador contingente de lo social, divorciando las identidades políticas de todo arraigo en los intereses colectivos, los antagonismos sociales o las tendencias inherentes a la estructura de clases de las sociedades capitalistas.

Si este abandono de la «política de clases» parecía ofrecer una forma de unir las demandas de los movimientos sociales emergentes en la década de 1980, desde la ecología hasta el feminismo, dos décadas más tarde Laclau y Mouffe ofrecerían el mismo enfoque como un modelo de «razón populista», articulando la lógica interna de las nuevas fuerzas electorales en América Latina, Europa y otros lugares. En el proceso, una concepción teórica que podría haber parecido demasiado discursiva adquirió nuevos elementos de concreción política: la construcción de un «pueblo» a través de los discursos articulados por partidos y líderes y su entrada en el Estado a través de las victorias electorales.

Sin embargo, ese vínculo con prácticas políticas concretas pone de manifiesto los dilemas teóricos de este enfoque. ¿Qué podría significar realmente para una identidad popular organizarse, en la práctica, sobre la base de una unidad totalmente contingente? ¿Qué definiría tal programa, en su propia contingencia, como de izquierdas? ¿Qué haría una identidad así? ¿Cómo podríamos medir su éxito y sus logros?

El paradigma de Laclau y Mouffe no puede responder adecuadamente a estas preguntas. Rechazando cualquier posibilidad de rastrear el impacto político de las relaciones de fuerza y sus diferentes eficacias causales, de la manera matizada que sea, el argumento contra el «esencialismo» conduce hacia un abrazo incapacitante de la «representación» como la totalidad de la política.

Posmarxismo y teoría del discurso

Laclau y Mouffe exponen ampliamente sus críticas al marxismo en el libro Hegemonía y estrategia socialista, publicado por primera vez en 1985. Se centran en la supuesta tendencia del marxismo a dar por sentada la existencia de la clase obrera como una identidad social fija y unificada que se expresa en intereses políticos determinados. A lo largo de decenas de páginas, la tradición marxista aparece como una serie de fracasos a la hora de comprender un problema simple: la teoría sociopolítica de las clases flaquea cuando tiene que enfrentarse a la complejidad de los campos sociales y a la volubilidad de las formaciones políticas.

Ernesto Laclau y Chantal Mouffe presentan su propia posición como el polo opuesto a la marxista. El diagnóstico de la determinación absoluta los conduce a abrazar la contingencia absoluta:

La alternativa es clara: o bien se tiene una teoría de la historia según la cual esa pluralidad contradictoria será eliminada y a la hora del quiliasmo proletario emergerá una clase obrera absolutamente unitaria y transparente respecto a sí misma —en cuyo caso sus «intereses objetivos» pueden determinarse desde el principio—, o bien dicha teoría es abandonada, en cuyo caso no hay ningún fundamento para privilegiar ciertas posiciones de sujeto antes que otras en la determinación de los intereses «objetivos» del agente como un todo.

Los autores dirigen gran parte de su polémica contra lo que denominan «clasismo», definido como «la idea de que la clase obrera representa el agente privilegiado en el que reside el impulso fundamental del cambio social». Pero sus críticas se aplican a cualquier forma de análisis político, marxista o no, que mire hacia determinados grupos sociales como la mejor base sobre la que construir: «La limitación crucial de la perspectiva de la izquierda tradicional es que intenta determinar a priori agentes de cambio, niveles de eficacia en el campo de lo social y puntos y momentos privilegiados de ruptura».

Para Laclau y Mouffe no existe un sujeto social «privilegiado» para la política de izquierdas, sino una serie de reivindicaciones discretas que se expresan en un momento dado. Un movimiento político se enfrenta al problema de «suturarlas» mediante un proceso discursivo que no se base en determinaciones sociales previas. Esa sutura requiere el trazado de una «frontera antagónica interna», que defina la oposición común de esas demandas (o algunas de ellas) a los poderes existentes, convocando a la existencia política a un «pueblo» bajo el signo de un «significante vacío».

Estructuras e intereses

Esta crítica vacía la mayor parte de la sustancia del pensamiento de Karl Marx, haciendo posible que Laclau y Mouffe planteen la notable afirmación de que Marx no reconoció el carácter inherentemente «político» de lo «económico». Para ellos, esta afirmación significa que Marx no vio «el nivel económico», incluidas las relaciones productivas, como un «contexto de contingencia», en el que los antagonismos solo se desarrollan a través de formaciones discursivas que delimitan simbólicamente los bandos antagónicos.

Sin embargo, para Marx, el carácter político de las relaciones productivas era intrínseco a ellas. Era una función de la necesidad, tanto biológica como histórica, de organizar la subsistencia material como fundamento duradero de toda vida social humana. Los humanos, como dijo Marx, se distinguieron de otros animales cuando empezaron a producir los medios para su propia subsistencia.

Dicha producción, con las complejas divisiones del trabajo y composiciones sociales que organizan sus formas cambiantes, no es fundamentalmente distinta de las relaciones «políticas» de poder, dominación, control, negociación y resistencia. Más bien, ambas coevolucionaron como parte de las relaciones productivas (y reproductivas) que constituyen la dinámica central y permanente de las sociedades humanas.

La separación aparente —y parcialmente real— entre las formas política y económica en las concepciones marxistas del capitalismo no es consecuencia de un precepto metodológico que afirme la existencia de un destino económico intrínseco. Es un efecto mediato y mediador de las transformaciones en las relaciones de producción, que son simultáneamente «políticas» y «económicas».

Lo más fundamental, como argumentó Ellen Meiksins Wood, es que esas transformaciones implicaron la «privatización» de funciones políticas básicas —el control de los medios de producción sociales, la inversión de los excedentes sociales y los procesos de trabajo y los trabajadores colectivos— que cristalizaron en la «propiedad privada absoluta» como base apropiativa de la producción y la explotación capitalistas. Las «leyes del movimiento» capitalistas (tendenciales) que surgen de esa apropiación no son afines, como pretenden Laclau y Mouffe, a las «leyes naturales» que operan de forma neutral y necesaria.

Derivan, más bien, de relaciones de poder fundamentales, incluido el carácter anárquico de la producción social privatizada en el capitalismo (que requiere la «sustancia social» del valor, o dinero, como mediador general de los intercambios) y la separación forzosa de los trabajadores del acceso independiente a la tierra y otros medios de subsistencia (que los obliga a vender  su fuerza de trabajo para acceder al dinero y, por tanto, a los medios de su propia reproducción). La composición de esta dinámica no es absoluta ni fija, pero tampoco es totalmente contingente.

De hecho, los medios y productos históricos de la apropiación capitalista siempre han sido mucho más amplios de lo que podría sugerir un enfoque centrado en el trabajo asalariado industrial —una tendencia recurrente dentro del marxismo—. Desde la colonización y la esclavitud hasta el trabajo reproductivo no remunerado de las mujeres en el hogar y los «salarios ocultos» de los pequeños agricultores y los deudores, el trabajo vivo siempre ha estado subordinado a la acumulación de formas múltiples y variadas.

En esta complejidad, intrínseca a las relaciones sociopolíticas capitalistas, los intereses se articulan en diferentes escalas, tanto espaciales como temporales, y a menudo en forzada competencia entre sí. Esto no significa que no podamos discernir dichos intereses o identificar posibilidades de alineación histórica. El enigma de la «hegemonía» para el marxismo es precisamente cómo podrían alinearse estas zonas e intereses.

Unidad a través de la representación

La prioridad de lo político, para Laclau y Mouffe, no significa que el mundo social no tenga «realidad» más allá de las articulaciones políticas. Sin embargo, leen la historia del marxismo como una prueba de que tal realidad se compone de reivindicaciones demasiado discretas como para proporcionar una base para orientaciones políticas compartidas. Incluso la noción de «intereses» sugiere un vínculo demasiado fuerte entre una posición determinada y unas reivindicaciones políticas concretas. Las reivindicaciones no poseen un «destino manifiesto» que las lleve a «unirse en algún tipo de unidad» o a «constituir una cadena».

Si nos vemos reducidos a tales demandas en serie, las únicas fuentes de unidad son los actos de representación, un punto que se hace más claro con el giro de Laclau y Mouffe hacia la política populista. Las identidades políticas, llegó a argumentar Laclau, tienen «una estructura interna que es esencialmente representativa». Los significantes vacíos y las instituciones de la democracia representativa comparten la misma estructura interna, lo que permite utilizar la segunda para explicar la primera. En el proceso, la distinción entre un significante vacío y un «líder» tiende a desvanecerse.

La tarea de construir un «pueblo» depende de «los mecanismos de representación», en los que el nombre del representante cataliza la unidad de un pueblo. Aunque Laclau insiste en que tales mecanismos son «bidireccionales» —«un movimiento del representado al representante, y otro correlativo del representante al representado»—, es este último movimiento el que tiene prioridad, precisamente porque define una unidad retrospectiva de la que el primer movimiento carece por naturaleza: «El representado depende del representante para la constitución de su propia identidad». Esto desplaza la agencia a una élite representativa, transformando a las masas en identidades en cuya definición no desempeñan ningún papel independiente.

Sin la capacidad de dar cuenta de las contradicciones sociopolíticas que se abren potencialmente a intereses y objetivos más amplios, Laclau y Mouffe no pueden concebir la hegemonía como un proceso que excede o desborda los límites de las instituciones políticas existentes. Por el contrario, debe encontrar su actualización dentro de ellas: «renovar» la democracia redefiniendo los significantes de la representación y sustituyendo a los representantes.

Lo que queda del linaje radical de Laclau y Mouffe se expresa en el rechazo de la frontera en la que insiste la democracia liberal entre los actos fundacionales de representación —contratos sociales, voluntades generales, convenciones constitucionales— y sus pálidos ecos en los rituales electorales recurrentes. Si los pueblos se construyen discursivamente, argumentan, y si esas construcciones están siempre contingentemente «suturadas», también pueden descoserse. Ninguna unidad es definitiva.

Esto significa que cada proceso electoral ofrece la posibilidad de una refundación, al menos una vez que las hegemonías existentes han empezado a resquebrajarse. Las nuevas constituciones redactadas en Venezuela, Bolivia, Ecuador y otros lugares tras las victorias de la izquierda populista aparecen como la encarnación concreta de esta «radicalización» de la democracia.

Sin embargo, sin intereses objetivos ni tendencias históricas —por complejas y contradictorias que sean— con los que guiarse, esta radicalización también se topa con límites fijos. Si el liberalismo pretendía legitimar las instituciones existentes sacralizando sus fundamentos, la desmitificación de Laclau y Mouffe de esos fundamentos deja a las propias instituciones en gran medida intactas, precisamente porque no pueden ofrecerles una historia (o un futuro) alternativos sin desviarse hacia un territorio «esencialista».

Todo puede cambiar, aunque las instituciones liberales sigan siendo las mismas. Lo que importa es el agonismo del pueblo que les da vida. La labor de dar «voz» a los ciudadanos, según Mouffe, implica «hacer más representativas nuestras instituciones» y «ganar elecciones y alcanzar el poder del Estado» como «objetivo de una estrategia populista de izquierdas». Mouffe rechaza la idea de que la representación pueda reducirse a las elecciones. Sin embargo, no explica cómo ir más allá de ellas, aparte de señalar el papel «esencial» que desempeñan partidos como Podemos y Syriza en la elaboración de subjetividades políticas.

Por supuesto, Mouffe no se equivoca al señalar que los Estados ejercen enormes cantidades de poder concentrado, incluso en esta época de su supuesta debilidad, y que perturbar y reorientar los usos de ese poder podría ser esencial para los objetivos populares. Pero el carácter global de su rechazo del «esencialismo» conduce a cierta incapacidad para dar cuenta de las fuentes de ese poder y de los fines a los que puede servir eficazmente. La negativa a tener en cuenta el relato de Marx sobre la coevolución del poder «político» y la organización de la (re)producción social vuelve a ser, por tanto, un problema tanto para la teoría populista de izquierdas como para los movimientos que respalda e inspira.

Capitalismo y Estado

Para Laclau y Mouffe, el problema del Estado contemporáneo se define por su carácter «pospolítico». La política, como constitución de identidades hegemónicas y contiendas agonísticas sobre demandas contrapuestas, ha sido sustituida por formas de gestión técnica supervisadas por expertos. Se supone que la construcción de una identidad popular hegemónica coincide con la reafirmación de la hegemonía de las instituciones representativas dentro del Estado.

En el núcleo de esta concepción se encuentra la separación de la gobernanza representativa de los procesos sociales e históricos que la componen. Al igual que la clase no es un conjunto de posiciones sociales fijas sino una estructura dinámica y relacional, las instituciones electorales y parlamentarias de los Estados contemporáneos no son lugares puros de representación «política», sino nodos de un complejo de funciones en evolución que median y comprenden un equilibrio de fuerzas. Los Estados capitalistas desempeñan diversas tareas: reproducir la fuerza de trabajo, mediar en los antagonismos entre el capital y los trabajadores, asegurar las infraestructuras de la acumulación de capital, defender su propia legitimidad, etcétera.

Si el campo de acción de que disponen los Estados está definido, como sostiene Stephen Maher, por «los límites estructurales y los puntos de crisis de la acumulación de capital», la tarea de gestionar esos límites nunca se ha dejado exclusivamente en manos de los órganos legislativos. Los bancos centrales, los ministerios de finanzas y otras fusiones «público-privadas» han funcionado durante mucho tiempo al margen de los poderes representativos, aunque su carácter ha cambiado junto con la creciente complejidad de la acumulación de capital.

En otras palabras, el rasgo político definitorio de la era neoliberal no ha sido la usurpación del gobierno representativo por la «administración» apolítica, como sugerirían Laclau y Mouffe. Por el contrario, se ha producido un cambio en el equilibrio de fuerzas interno a los Estados representativos. Dos de estos cambios han sido especialmente importantes.

En primer lugar, los aparatos económicos de los Estados se han ido liberando cada vez más de la supervisión de las instituciones representativas. En segundo lugar, y como condición habilitadora de esa separación, se han producido transformaciones significativas en las capacidades económicas que poseen los Estados. En lugar de actuar sobre los mercados desde «fuera» imponiéndoles límites y requisitos normativos, los Estados han movilizado poderes infraestructurales para actuar dentro de los mercados con el fin de dar forma y estabilizar las iniciativas financieras.

La gestión de la crisis de los mercados financieros tras el crack de 2008 amplió la influencia directa de los bancos centrales dentro de los mercados, no solo como prestamistas sino como compradores de última instancia, vinculando la liquidez y la rentabilidad financieras con el mantenimiento de las capacidades estatales apalancadas por la deuda. Del mismo modo, los derechos sociales clave se han transformado en un acceso facilitado por el Estado a los servicios comercializados y a la deuda.

Estos cambios han fomentado un entrelazamiento más profundo de las capacidades económicas estatales con los flujos de capital privado y los procesos de acumulación que ahora son de alcance internacional. El enfoque resultante en la «competitividad nacional» se adapta mal a las formas universalistas del derecho y a los plazos más largos propios de las asambleas representativas tradicionales. También han proporcionado al capital privado medios más directos para perturbar el funcionamiento normal de los Estados si sus políticas imponen riesgos o límites a la acumulación.

Nada de esto ha llevado a la desaparición de las funciones representativas del Estado. Más bien, esas funciones se celebran y se transforman en espectáculos cada vez más agonísticos o «polarizados», incluso cuando las capacidades sustantivas de toma de decisiones se transfieren a otros lugares. En este contexto, una estrategia definida a través de esas funciones parece fundamentalmente limitada, precisamente porque considerará el destino político de las instituciones representativas como algo que se les impone desde «fuera», en lugar de como algo intrínseco a su posición contradictoria dentro del terreno político-económico de los Estados capitalistas.

Mouffe habla, por ejemplo, de la aceptación por parte de los partidos socialdemócratas de «los dictados del capitalismo financiero y los límites que imponen a las intervenciones estatales en el ámbito de la política redistributiva». Del mismo modo, sugiere que Syriza fue «obligada» a aceptar tales diktats por la Troika. Sin embargo, en ninguno de los dos casos presenta un análisis de lo que impulsó dicha aceptación, ni de cómo podría haber sido posible la resistencia a esos diktats. El problema aparece como algo así como una falta de voluntad por parte de los representantes: su doblegamiento al discurso de otros.

Los límites del populismo de izquierda

Ciertamente, Mouffe tiene razón al insistir en que el fracaso de Syriza por sí solo no «invalida la estrategia populista que le permitió llegar al poder». Pero el problema es si Mouffe puede concebir las raíces de tal fracaso y cómo podrían superarse en el futuro. Aquí su posición tiende a replegarse en un espacio indeterminado entre la ontología política y los fenómenos concretos.

En sus escritos, existe una especie de presunción no declarada de que la forma en que se constituye y representa «el pueblo» debe resultar determinante, como si las construcciones discursivas convocaran poderes materiales y se apoderaran de los poderes estatales a través de su propia articulación. Señala al thatcherismo, por ejemplo, como prueba de que «es posible llevar a cabo una transformación del orden hegemónico existente sin destruir las instituciones liberal-democráticas».

Sin embargo, a Margaret Thatcher se le concedió espacio para experimentar precisamente porque su proyecto perseguía explícitamente los intereses de las fracciones dominantes del capital en medio de la crisis del keynesianismo. Como demuestra la experiencia de Syriza, a un gobierno de izquierdas no se le concederá el mismo tiempo y espacio para la experimentación.

¿Qué demuestra entonces el ejemplo del thatcherismo? Mouffe no puede decirlo. En lugar de ello, su relato oscila con frecuencia entre un enfoque abstracto sobre la idea de hegemonizar la «democracia», que define el solapamiento entre los populismos de derecha e izquierda, y una insistencia en que la «igualdad» es un aspecto definitorio de la democracia, con la justicia social como su expresión, y el «anticapitalismo» una dimensión esencial, que puede dirigir a un pueblo «democrático» hacia la izquierda.

En algunos pasajes escritos en el segundo de estos registros, Mouffe puede parecer al borde de un acercamiento al marxismo, subrayando las raíces capitalistas de la crisis y la necesidad de una «ruptura» con su forma financiera actual al menos, que conduzca a una remodelación de «las condiciones materiales de la reproducción social». Sin embargo, como estos objetivos siguen siendo para ella reivindicaciones discretas, no pueden superar al partido y al líder (o líderes) que los representan.

Para que un proyecto político tenga éxito, sostiene Mouffe, es necesario construir discursivamente un «pueblo». No puede haber articulación de alianzas sociales específicas, ni mediación de intereses entrecruzados hacia una coherencia común, ni perturbación de los poderes estatales existentes sin esa construcción previa. Los objetivos específicos se convierten así en algo parecido a las generalidades de una plataforma electoral: «Antes de poder radicalizar la democracia, primero es necesario recuperarla».

Solo después de haber logrado esa recuperación será posible llevar a cabo «un debate más agonístico sobre las políticas más adecuadas para radicalizar la democracia». Las respuestas, para Mouffe, «no deben estar determinadas de antemano».

Si el fracaso de Syriza nos enseña algo, es sin duda que no podemos «democratizar» el Estado mediante la afirmación electoral de una nueva identidad discursiva y luego ver qué oportunidades se abren con mejores formas de representación. Porque tal afirmación no «democratiza» el Estado en su conjunto, sino solo una de sus esferas menores, que ya está desvinculada y subordinada a sus funciones «económicas». Los representantes del «pueblo», operando en un terreno así, se encontrarán sometidos a fuerzas e imperativos totalmente opuestos a los significantes que supuestamente encarnaban.

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