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Joan Wallach Scott fotografiada en el Princeton Research Institue de Nueva Jersey (EE.UU.), en junio de 2022. (Pascal Perich)

La fantasía de la historia feminista

Cuestionando los parámetros tradicionales de la historiografía y de la política feminista, Joan Scott, una de las más importantes historiadoras contemporáneas, enarbola a la fantasía como un concepto útil y necesario para el análisis histórico feminista.

El artículo que sigue es el epílogo de La fantasía de la historia feminista, de Joan W. Scott, traducido por Ignacio Veleda y publicado por primera vez en castellano por Omnívora editora en 2023.

 

En un ensayo escrito en 2003, en el cual hacía una revisión de la crítica literaria psicoanalítica feminista, Elizabeth Weed hablaba sobre la energía y la emoción, la chispa sexual y el puro placer, podría decirse incluso la jouissance, que se podían sentir al encontrarse con la escritura feminista en las décadas de 1970 y 1980. Citando la reseña de Janet Malcolm acerca de In Dora’s Case: Freud, Hysteria, Feminism[1], aparecida en el New Yorker en 1987, Weed observaba la particular valoración de Malcolm por los escritos feministas de esa colección. Lo que deleitaba a Malcolm —y a Weed— era su tono emancipado y la cualidad transferencial de su crítica, fantaseando salvaje e irreverentemente con los maestros teóricos. Y agrega Weed:

Una podría incluso argumentar que fue la naturaleza descaradamente transferencial de la crítica feminista temprana, más que su carácter político, lo que desconcertó a sus oponentes. Al menos hasta Anxiety of influence de Harold Bloom, incluso la crítica literaria, probablemente la menos objetiva de las disciplinas críticas, podía realizar su trabajo desde una tranquilidad distante. El feminismo académico cambió eso. No quiere decir que todas las críticas feministas desde los años setenta hasta finales de los ochenta brillaran con una energía irresistible y jovial. Pero en aquel trabajo inicial había sin duda un entusiasmo generalizado.[2]

Según Weed, ese entusiasmo está ausente en los escritos recientes, aunque sin embargo haya mucho que admirar y aprender de los enfoques más actuales sobre cuestiones alguna vez desatendidas, como la raza, la etnia, la sexualidad y la discriminación. Tal como ella lo describe, el desplazamiento que va de la batalla desafiante con los padres a la exégesis influenciada por las teorías del trauma y la melancolía implica un afecto muy diferente, un tono completamente distinto y una transformada relación con la política. Weed no escribe con nostalgia por un mundo perdido, pero probablemente se perciba un poco de desazón en sus palabras, aun cuando en ellas se valore a una nueva generación de académicas literarias feministas.

Creo que una parte de tal desazón se convirtió en la inspiración para el Feminist Theory Papers[3], la colección de archivo lanzada por Weed en la Biblioteca John Hay de la Universidad de Brown. El archivo no fue concebido como un monumento a las feministas fallecidas —si bien la necesidad de encontrar un hogar para los trabajos de la teórica literaria Naomi Schor fue un factor inmediato en su creación— ni a un movimiento social y político expirado. No fue un gesto compensatorio destinado a demostrar el merecido lugar de las mujeres en los anales del pensamiento filosófico. Tampoco fue un intento de recopilar documentación para una versión autorizada y sistematizada de la teoría feminista, tal como alguna vez sucedió con los archivos más antiguos, utilizados para autorizar el gobierno de monarcas y naciones.

Sin duda, la memoria estaba en juego —cualquier archivo es un raudo apunte para la memoria— pero no había ninguna intención de dirigirlo o controlarlo según un fin claramente definido. La idea no era inmortalizar a cierto tipo de pensadora de un determinado período histórico como la encarnación de un único feminismo verdadero. Más bien, se trataba de insistir, frente a la reacción actual contra el feminismo y la teoría, en que estos no fueron momentos efímeros sino acontecimientos, en el sentido foucaultiano del término, cambios discursivos significativos con ramificaciones continuas y de largo alcance.

Foucault se refiere al archivo como «el conjunto de discursos efectivamente pronunciados», determinando aquello que cuenta como conocimiento en un período particular[4]. No hay homogeneidad en el archivo de Foucault, sino un «espesor de las prácticas discursivas, sistemas que instauran los enunciados como acontecimientos —con sus condiciones y su dominio de aparición— y cosas —comportando su posibilidad y su campo de utilización»[5]. La teoría feminista recopilada en este archivo es parte de un conjunto de discursos, evidenciando que, aun dentro de lo que podría llamarse un «sistema» discursivo o cultural, existen disputas sobre lo que se considera como conocimiento y que el conocimiento no es una cosa segura o comúnmente consensuada. Aquí está de nuevo Foucault: «lejos de ser lo que unifica todo cuanto ha sido dicho en ese gran murmullo confuso de un discurso, lejos de ser solamente lo que nos asegura existir en medio del discurso mantenido, es lo que diferencia los discursos en su existencia múltiple y los especifica en su duración propia».

Desde esta perspectiva, la decisión de recopilar y almacenar los documentos de una generación, y más aún de académicas feministas, representa un esfuerzo por continuar el trabajo crítico con el que ellas —nosotras— nos comprometimos, atribuyéndole su valor como historia. No me refiero a la historia en el sentido de algo muerto y desaparecido, sino más bien a algo que vale la pena conservar, una herencia viva, si quieren, un legado duradero. Este archivo es un recordatorio vivo, una reprimenda al actualmente de moda pensamiento «post» sobre cuestiones de teoría y feminismo. Es una institución post-post. No señala el agotamiento o la muerte de la teoría feminista, sino su continua vitalidad.

Cuando Weed concibió el plan para el archivo —luego de leer Mal de archivo de Derrida[6]—, se preguntó si podría haber una contradicción entre la tendencia conservadora de cualquier archivo y el reconocido compromiso con la revolución de sus colaboradoras. ¿Qué significaba contener la crítica corrosiva en cajas libres de ácido, someterla a una serie de operaciones tecnológicas —de clasificación, catalogación, digitalización— y confinarla en categorías adecuadas para su indexación por muy comprensible que fuera su concepción? ¿Sobreviviría la crítica a su encarcelamiento o acaso se domesticaría, sucumbiendo inevitablemente a los requerimientos disciplinarios de la historia? Y aun cuando estas prácticas no fueran objetables, ¿el intento de preservar el pensamiento crítico de otra época socavaba el propósito mismo de la crítica, consistente en deconstruir los legados del pasado para abrir nuevas formas de pensar el futuro? ¿Colocar estos documentos en un archivo impondría finalmente el peso del pasado y la carga de la tradición sobre las posibilidades de nuevos pensamientos? ¿Confirmaría la idea según la cual los orígenes de movimientos, ideas y acontecimientos pueden ser realmente hallados? ¿Era posible que aquello que alguna vez fue una crítica viva se convirtiera en una ortodoxia anquilosada? Todas estas son cuestiones problemáticas cuando se formulan de manera abstracta, y solo las podrían plantear los filósofos y otras personas que no hayan pasado mucho tiempo en los archivos. Lxs historiadorxs saben que existe una realidad diferente, aunque no se encuentre exenta de sus propias dificultades.

El archivo en el cual trabajan lxs historiadorxs no es una prisión con celdas numeradas y cerradas o, si vamos al caso, un cementerio donde hileras de lápidas inscritas con nombres y fechas expresan un sentido de finalidad y clausura. El archivo de lxs historiadorxs no es un espacio de tristeza, sino más bien un sitio donde los vivos siguen encontrando vida. Escribiendo en el New Yorker, Jill Lepore relacionó un archivo con un instituto de criogenia, allí donde los muertos están congelados, esperando su resurrección definitiva: «un lugar donde las personas depositan sus documentos —el contenido de sus cabezas— cuando están muertos, para que alguien, algún futuro historiador, pueda encontrarlos y traerlos nuevamente a la vida»[7].

La idea de engañar a la muerte está muy difundida entre lxs historiadorxs. O quizás sea mejor decir que lxs historiadorxs hacen de la muerte un episodio menor, algo transitorio y no definitivo. Las metáforas abundan: hay sombras materializadas por la luz; fantasmas cobrando cuerpo; cadáveres exhumados para una segunda vida. Se escuchan susurros provenientes de «las almas que sufrieron hace tanto tiempo y que ahora se asfixian en el pasado»[8]. Es maravilloso escuchar a Jules Michelet, el historiador francés del siglo XIX, expresarse de una manera tan lírica: «mientras respiraba su polvo», escribe sobre el contacto con los muertos en documentos viejos y pergaminos encuadernados en cuero, «los vi ponerse de pie. Se levantaron del sepulcro (…) como en el Juicio Final de Miguel Ángel o en la Danza de la Muerte. Este baile frenético (…) He tratado de reproducir(lo) en [mi] obra»[9]. Es tentador pensar en estos bailarines como experimentando la petite mort (la pequeña muerte) que en francés es sinónimo de jouissance. El frenesí orgiástico de los bailarines evoca tal imagen, al igual que el placer evidente de Michelet al contar la historia.

Carolyn Steedman ha escrito un libro llamado Dust, una respuesta desde la historia social a las reflexiones filosóficas de Derrida sobre el archivo. Entre otras cosas, ella insiste —jugando con la reputación del historiador social de hacer interpretaciones literales— que, si hay un mal de archivo, quizás se relacione con la inhalación real de polvo y con rastros de ántrax adheridos a las encuadernaciones de piel de oveja que se tocan —por supuesto, esto también es una metáfora sobre la persistencia del pasado, su capacidad de infectar a quienes entran en contacto con él. En el libro, Steedman enfatiza la importancia de lo aleatorio y lo accidental, incluso en los archivos más cuidadosamente construidos, aquellos cuyos orígenes se encuentran en los impulsos racionalizadores del poder estatal: «El Archivo está hecho de documentación del pasado seleccionada y conscientemente elegida, y también de absurdos fragmentos que nadie tenía intención de preservar y que simplemente terminaron allí»[10].

Estos absurdos fragmentos aguardan en los intersticios de categorías destinadas a atraer la imaginación de los investigadores solitarios que, en estos días, no suelen buscar orígenes sino más bien documentación para una interpretación en la cual pretenden avanzar. Debería agregar que quienes investigan rara vez están confinados por las rúbricas de la clasificación formal y habitualmente se niegan a ser limitados por ellas. De hecho, parte de la diversión de investigar en archivos consiste en adivinar aquello que podría encontrarse en una caja de documentos cuya etiqueta es aparentemente irrelevante para la investigación en cuestión. Lxs historiadorxs, incluso lxs más convencionales, saben que lo que buscan puede no ser lo que algunos archivistas pensaban que era.

La búsqueda del conocimiento en el archivo es una tarea muy individualizada, pero no solitaria. La investigadora se rodea ella misma de las almas susurrantes invocadas a partir del material que lee. Si es una buena intérprete, también escucha los silencios y las omisiones. Reflexiona sobre el orden aparente de pensamientos y textos. Michel de Certeau, refiriéndose a Foucault, dice: «pensar (…) es atravesar: es cuestionar ese orden, maravillarse de que exista, preguntarse qué lo hizo posible; es buscar, sobrevolando su paisaje, las huellas del movimiento que lo formó, descubrir en estas historias supuestamente enterradas, “cómo y hasta qué punto sería posible pensar de otra manera”»[11]. El compromiso de la historiadora con lo que allí encuentra hace del archivo un lugar social y dinámico, en el que los objetos de su deseo también tienen algo de vida propia.

Excepto para los empiristas más ingenuos, el desafío, por supuesto, es que los textos no hablan por sí mismos; los susurros se escuchan solo a través de un proceso de traducción, y las mismas palabras —ya sean habladas o escritas— tienen significados diferentes en cada una de sus iteraciones. Los muertos no regresan a la vida tal como eran, sino según el modo en que los representamos. Michelet creyó estar exhumando a le peuple[12] y revelando así su deseo más profundo, pero el suyo, como toda historia, fue un trabajo de proyección e interpretación[13]. Para Barthes, se trató también de un trabajo de incorporación. Michelet, según escribió, «comió realmente la historia», como los cristianos toman la sangre y comen el cuerpo de su salvador, y de esta manera se aproximan y trascienden la muerte. De nuevo, usaría la petite mort como término apropiado, la conjunción momentánea de los impulsos psíquicos de muerte y de vida. Steedman, sin embargo, sugiere que «la vida académica sedentaria, sin aire y febril que pasó cerca de libros y documentos encuadernados en cuero» significa que la infección por ántrax efectivamente enfermó a Michelet[14].

El problema del archivo, para mí, no es que sistematice y conserve; el problema son las prácticas de interpretación a las que se someten los contenidos. La cuestión de la representación, que de ninguna manera es exclusiva de los terrenos del archivo, nos salva de la amenaza del estancamiento y, a un mismo tiempo, amenaza la integridad de lo que está allí. Me gustaría proteger el pasado de su apropiación por parte de personas equivocadas: de quienes leen literalmente, sordos a las resonancias del lenguaje; de quienes recuperan conceptos críticos para usos normativos y buscan confirmar sus identidades localizando antepasados que resultan ser exactamente como ellos. Mi mayor temor acerca de mis propios escritos es que se utilicen para probar algún punto de vista ideológicamente motivado que nunca ha sido el mío, que las cosas más valiosas para mí sean trivializadas y que lo trivial asuma una importancia inmerecida. Preferiría estar muerta que erróneamente interpretada. Por esa razón, he considerado eliminar de los documentos entregados a Brown las notas que, creo, son más susceptibles de ser mal interpretadas. Porque sé que la historia se relaciona con la representación, quiero al menos controlar la mía propia.

Y sin embargo, comprendo al mismo tiempo la futilidad de intentar ejercer ese control. Es imposible prever lo que de esos documentos se prestará a un uso incorrecto. Más importante aún, mi impulso por el control contradice mi compromiso con la crítica. Cuando pienso en los usos que se podrían dar a mis artefactos, me convierto en el peor tipo de historiadora objetivista, insistiendo en el significado transparente de lo que hay allí. Después de todo, y dentro del mundo de la teoría feminista donde me muevo, mi trabajo ha logrado cierta legitimidad, la cual quiero preservar según mis propios términos. Pero la teoría que representa este trabajo respalda la idea de que ningún pensamiento es inmune a la crítica, que la búsqueda del conocimiento es un proceso interminable y a menudo discontinuo, y que los futuros no pueden estar atados al pasado ni limitados por él.

Derrida entendió este dilema mientras esbozaba los planes para el Collège de Philosophie a principios de la década de 1980:

La crítica más despiadada, el análisis implacable de un poder de legitimación se produce siempre en nombre de un sistema de legitimación ( ). Ya sabemos que el interés por la investigación no legitimada actualmente solo encontrará su camino si, siguiendo trayectorias ignoradas o desconocidas por cualquier poder institucional establecido, esta nueva investigación ya está en marcha y promete una nueva legitimidad[15] hasta que un día, una vez más (…) y así. También sabemos —¿y quién no lo querría?— que si el Collège se crea con los recursos que requiere y, sobre todo, si su vitalidad y riqueza son algún día las que prevemos, se convertirá a su turno en una instancia legitimadora que habrá obligado a muchas otras instancias a lidiar con ella. Es esta situación la que debe ser continuamente analizada, hoy y mañana, para evitar eximir al College de su propio trabajo analítico[16].

A diferencia de una institución educativa, cuya tarea es certificar a sus graduados, un archivo no es responsable por los usos que se hagan de él. Por supuesto, los archivistas tratan de imponer un orden a la masa de documentos que deben procesar, estableciendo estándares para su selección y, por lo tanto, para procesos de inclusión y exclusión. Pero no pueden controlar realmente la imaginación de lxs investigadorxs sentadxs allí, inhalando el polvo. No son solo aquellos fragmentos absurdos los que llaman nuestra atención, esas piezas extrañas que disipan el tedio de la investigación académica. Son también las operaciones de nuestras psiquis, siempre incompletamente disciplinadas, las que nos unen a los sustitutos de los objetos perdidos de nuestra infancia, las que nos llevan a arrebatos de pasión en formas incompresibles o nos conducen a juicios no siempre racionalmente defendibles[17].

¿Cómo podemos dar cuenta de nuestra atracción —o repulsión— hacia acontecimientos, filosofías, personalidades o, para el caso, figuras retóricas específicas? No estoy pidiendo pruebas psicoanalíticas como requisito previo para los usuarios de archivos. El punto es que el archivo constituye una provocación; sus contenidos ofrecen una fuente inagotable para pensar y repensar. Steedman lo expresa de esta manera: «El Archivo, entonces, es algo que, a través de la actividad cultural de la Historia, puede convertirse en el espacio potencial de la Memoria, uno de los pocos reinos de la imaginación moderna donde un lugar ganado con esfuerzo y cuidadosamente construido, puede volverse un espacio tanto limitado como ilimitado»[18].

Me gusta la forma en que ella yuxtapone el lugar, es decir, una ubicación física definible —en el caso de Feminist Theory Papers, la Biblioteca John Hay— y el espacio, el reino ilimitado de la imaginación, donde nuestros propios pasado, presente y futuro y los de otros se entrecruzan de manera impredecible. No estoy diciendo que todo vale. Por supuesto, hay disciplina; la investigación no puede proceder sin ella. Pero es la confrontación, el contraste de discursos, para volver a Foucault por un instante, lo que produce entusiasmo y, por lo tanto, nuevos conocimientos. Como él decía, el archivo «es lo que diferencia los discursos en su existencia múltiple y los especifica en su duración propia»[19]. Yo agregaría que la persona usuaria de los archivos forma parte de esa mezcla discursiva. El archivo es un lugar que abre el espacio donde puede florecer la crítica.

No hay nada contradictorio en hospedar una teoría en un archivo. ¿Qué haríamos sin los textos de Kant, Hegel, Marx, la Escuela de Frankfurt, Simone de Beauvoir y decenas de otros practicantes de la crítica? No solo sabríamos menos sobre cómo y por qué pensaron de esa manera, sino que nos privaríamos de los detalles prácticos de la articulación de la crítica, a quién leyeron y a quién escribieron; cómo calificaron, expandieron o cambiaron sus ideas, y en qué contextos políticos, sociales, económicos y personales. Y careceríamos de los recursos para comprender mejor el lado afectivo de sus procesos de pensamiento. Sin embargo, por sobre todo, nos perderíamos aquellas cosas con las que la imaginación crece y en las que se complace. Nuestra propia facultad crítica prospera no solo al seguir su ejemplo, sino al saber más sobre ellos y luego criticar y superar lo que han hecho.

No podemos evitar que los tontos lean nuestros escritos. Y seguramente nos representarán  de  formas  intolerables  Pero la apuesta que una hace al dejar tras de sí los registros de una vida —o, para el caso, al escribir un libro— comprometida con el pensamiento crítico es que algunos lectores se sentirán motivados a pensar con nosotrxs, aunque de manera diferente. Si bien nuestra propia muerte es segura, damos a la próxima generación de historiadorxs la ocasión de la petite mort, el extraordinario placer proveniente no solo de la exposición a ideas valientes y con coraje, actos transgresores y comportamientos audaces e irreverentes, sino también de la necesidad para descifrar estas cosas con el fin de comprenderlas en la diferencia de sus momentos históricos. ¿Nos leerá de manera diferente una nueva generación de pensadoras y académicas? ¿Sentirán la misma emoción que tanto conmovió a Janet Malcolm y Elizabeth Weed? ¿Experimentarán el mismo placer o, de hecho, experimentarán algún placer en absoluto?

La jouissance es, por definición, transitoria. En ese sentido es como la crítica. Y, como la crítica, se reitera, aunque nunca de la misma manera, si las circunstancias son las adecuadas. Los archivos —y los libros— no pueden contener ni preservar la jouissance, pero ofrecen los materiales para su recurrencia. En el proceso, no solo cambian lxs investigadorxs, sino también los materiales. El repositorio de documentos es entonces cualquier cosa menos una oficina de letra muerta; más bien, es el lugar y el espacio desde el cual pueden brotar, sin fin, nuevas ideas.

 

Notas

[1] Charles Bernheim y Claire Kahane (comps.), In Dora’s Case: Freud, Hysteria, Feminism, New York, Columbia University Press, 1985; Janet Malcolm, «J’appelle un chat un chat», New Yorker, abril 27, 1978, pp. 84-102.

[2] Elizabeth Weed, «Feminist Psychoanalytic Literary Criticism», en Ellen Rooney (comp.), The Cambridge Companion to Feminist Literary Theory, Cambridge, Cambridge University Press, 2006, p. 262.

[3] El Archivo de Teoría Feminista fue creado en la Universidad Brown en 2003 por Elizabeth Weed. Ella, junto con Joan Wallach Scott y otras colegas que la apoyaron, se dedicaron a documentar el trabajo de influyentes teóricas feministas que habían transformado el panorama de la educación superior a través de sus escritos, su enseñanza, la creación de instituciones y su activismo. Desde 2003, la colección ha crecido y ahora incluye trabajos de teóricas de distintas disciplinas.[N. del E.]

[4] Michel Foucault, Foucault Live: Interviews, 1966-84, Sylvere Lotringer (comp.), New York: Semiotext(e), 1989, p.27. Veáse también Thomas Flynn, “Foucault’s  Mapping  of  History”,  en  Gary  Gutting  (comp.),  The  Cambridge Companion to Foucault, Cambridge, Cambridge University Press, 1994, pp. 28-46.

[5] Michel Foucault, La arqueología del saber, México, Siglo XXI, 1979, p.218. 6 Ibid., p. 220

[6] Jacques Derrida, Mal de archivo. Una impresión freudiana, Valladolid, Editorial Trotta, 1997.

[7] Jill Lepore, «The Iceman», New Yorker, enero 25, 2010, p.27.

[8] Jules Michelet citado en Carolyn Steedman, Dust: The Archive and Cultural History, New Brunswick, Rutgers University Press, 2002, p. 27.

[9] Ibid.

[10] Carolyn Steedman, Dust…,Ibid., p. 65.

[11] Michel de Certeau, Heterologies: Discourse on the Other, Minneapolis, University of Minnesota Press, 1996, p. 194.

[12] «le peuple» significa el pueblo. En francés en el original. [N. del T]

[13] Carolyn Steedman, Dust…, Ibid., p. 38. 15 Ibid., pp. 27-28.

[14] Ibid.

[15] En cursiva en el original.

[16] Jacques Derrida, Eyes of the University: Right to Philosophy 2, Stanford, Stanford University Press, 2004, pp.226-27.

[17] Jean Laplanche citado en Carolyn Steedman, Dust, op.cit., p.77.

[18] Carolyn Steedman, Dust, op.cit., p.83.

[19] Foucault, Arqueología del saber, op.cit., p. 129.

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Publicado en Feminismo, Fragmento, Historia, homeCentro5 and Teoría

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