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«Desarmar la crueldad, conversar a través de la diferencia», el texto que compartimos a continuación (con autorización de Editorial Paidós), es el prólogo al libro El conflicto no es abuso, donde la escritora y activista estadounidense Sarah Schulman aborda el problema de la autovictimización como estrategia de enunciación, lo que no sólo habilita respuestas «devastadoras» sino que también contribuye al afianzamiento de ideologías supremacistas.

 

Es innegable que el tiempo histórico que nos toca vivir como sociedad está atravesado por una profunda crisis afectiva. Una sensación incómoda recorre esta época: cada vez nos cuesta más trabajo vincularnos, se nos vuelve casi imposible entendernos y las herramientas en las que nos apoyábamos para darle lugar a nuestras diferencias han perdido de a poco su efectividad o directamente se han vuelto inútiles. Percibimos el estallido ahogado de los lazos sociales en todas las esferas en las que participamos. En las estructuras de gobierno, dentro de las instituciones, en nuestros grupos de pertenencia, en los vínculos personales y en la relación que tenemos incluso con nosotros mismos. Es cierto también que, a lo ancho del mundo, brota con un esfuerzo obstinado una enorme cantidad de movilizaciones sociales, propuestas reflexivas, experiencias comunitarias y posicionamientos políticos que ensayan estrategias (contra)pedagógicas/clínicas para abordar la agudización de estas distancias que parecen irreconciliables. Pero los efectos continuos que generan la sobredimensión del conflicto, la supremacía moral y el entumecimiento indolente, traumático, que ofrece la matriz neoliberal desde la cual imaginamos los vínculos sociales destierran toda oportunidad de realizar intercambios profundos capaces de volver visibles las estructuras que explican la crueldad que obstruye la posibilidad de vivir juntos. 

La dificultad que atravesamos se vuelve muy difícil de reconocer críticamente. En el temor abismal ante cualquier problema, en la incapacidad interpretativa que nos nubla o en la asfixia ansiosa que nos producen los conflictos interpersonales, que sentimos con exclusividad como algo personal, se anuda un flujo de fuerzas muy complejas, entre ellas, la creciente fragilización de las relaciones humanas en un mundo derrumbado por las consecuencias de un modo de producción basado en la competencia feroz por recursos explotados de forma desmesurada pero, también, el desgaste de las formas de solidaridad y el agotamiento de la capacidad de escucha, reflexión y comprensión de la diferencia en una realidad dirimida por un moralismo represivo que ofrece como única salida posible posicionamientos subjetivos endurecidos, intransigentes y victimizantes, como condición y reflejo ante una realidad que no tolera más malestar que el que sus propias condiciones de posibilidad constantemente producen. Por momentos, pareciera que no hay salida o alternativa posible. 

El punitivismo, es decir, aquella dimensión de los modos contemporáneos de gobierno que impone y administra su orden a través de la producción de políticas públicas, marcos burocrático-administrativos y estructuras legales centradas tanto en prácticas institucionales de enjuiciamiento, sanción y castigo como en deseos de vigilancia preventiva y control no es un fenómeno novedoso. Por el contrario, es el resultado de un lento proceso histórico que puede convertirse en el potencial contexto que explica la crisis afectiva actual. En ese sentido, se vuelve urgente comprender la expansión inaudita de sus preceptos, un crecimiento exitoso y acelerado que pareciera haber transformado sus principios represivos en un paradigma invisible que da forma a aquello que llamamos «mundo» o «naturaleza»; expansión desde la cual ahora imaginamos, percibimos y entendemos la intimidad de nuestra vida en común. 

Es importante insistir en la antigüedad de estos procesos, porque su reconstrucción genealógica nos puede ayudar a comprender la irrupción de características novedosas que enmarcan la crisis político-afectiva que atravesamos, o por lo menos dar cuenta de cuáles pueden serlos desplazamientos específicos que han resultado instrumentalmente propicios para la creación de este estado generalizado de sospecha, crueldad y fragmentación atomizante de los lazos sociales. 

Por lo menos desde aproximadamente los años setenta hemos sido testigos de esta ininterrumpida reconfiguración del poder como un deseo de seguridad, que no es más que un deseo de Estado-nación, esto es, una incuestionable confianza en las instituciones que administran la punición. En consecuencia, hemos observado el perfeccionamiento tecnológico de los sistemas de control del espacio público, el endurecimiento de las políticas migratorias, la regulación social de los códigos de género, una clasificación cada vez más prescriptiva de perfiles y comportamientos sociales que se vuelven garantías o amenazas de la estabilidad social, la diversificación y el aumento de nuevos modos de criminalización y persecución institucional, la explosión de imágenes mediáticas dedicadas a la estigmatización estratégica de la diferencia sexual y racial como medio para la producción de extraños-peligrosos y, también, la sofisticación permanente de arquitecturas de privación y encarcelamiento. Pero estas características de la razón punitiva, que en su totalidad conjugan el despliegue pedagógico de la punición como reguladora del comportamiento colectivo, y la respuesta paranoica ante el peligro, el conflicto o la violencia parecen haberse transformado, además, en un sistema cultural, en una forma de imaginación y, en particular, en una economía afectiva desde la cual entender los intercambios entre personas y pequeños grupos. Este desplazamiento, creemos, se siente como un sofisticado derrame que ha inscripto, traducido y adecuado la moral securitista del paradigma de la punición, presente en las estructuras técnicas de gobierno y gestión de lo público, sobre el ámbito de lo privado y, específicamente, sobre el terreno del deseo. Así, ha poblado un espacio esencialmente conflictivo y opaco con un campo de protocolos regulados por las tramas del aislamiento como castigo, la ansiedad preventiva, el temor a lo otro como opuesto a la mismidad, la descartabilidad humana y la naturalización de la indolencia en tanto horizonte moral, narrativas desde las que imaginamos las formas de vida que componen lo social. 

En este sentido, podemos dejar de hablar del punitivismo sólo como un conjunto de mecanismos jurídicos, legislativos y policíaco-militares para empezar a considerarlo como un sistema de representación, es decir, una forma de imaginación del mundo sin excesos. Un lenguaje criminológico que se internaliza como paradigma desde el cual lidiamos con los conflictos de la vida cotidiana, con los problemas que emergen en nuestras formas de vida comunitarias, haciendo usos rígidos e instrumentales de las políticas de la identidad para entender la diferencia de responsabilidades, la producción de peligrosidad y el origen de los conflictos. Una matriz afectiva que lleva al espacio personal el imperativo de la productividad, la mesura expresiva, la pureza ideológica y la transparencia del sentido, y que, a su vez, convierte la aparición de conflictos, el abordaje de las violencias y las formas de elaboración del trauma en un antagonismo moralizante, en ocasiones con tintes esencialistas y patologizantes, cuya simpleza estratégica reduce las relaciones humanas a economías paranoicas de desconfianza, y aplana la complejidad de la violencia y el padecimiento como fenómenos unidireccionales. Esa estrategia nos vuelve incapaces de complejizar tanto los intercambios de poder que producen, anhelan y esconden los problemas entre las personas como las condiciones históricas que los vuelven posibles, y afecta entonces la capacidad de acercarnos a la realidad del malestar, la incomodidad, el dolor y la violencia de formas ambivalentes y profundas que privilegian la reparación cooperativa y la integración del desacuerdo, en tanto sea posible, como parte indiscutible de la vida junto a otros sin la necesidad de recurrir a la privatización institucionalizante de los problemas que terminan siendo inteligibles sólo a través de la asistencia represiva que ofrece el Estado con sus herramientas históricamente punitivas. 

Sobre esta encrucijada urgente trabaja El conflicto no es abuso de Sarah Schulman, el libro que tenemos ante nosotros, un material profundamente valioso que desde su publicación y, en especial, gracias al intercambio de mano en mano, a las lecturas públicas colectivas y a su incorporación dentro de currículas institucionales y contraculturales de discusión, se ha instituido en una pieza clave no sólo del pensamiento antipunitivo y del activismo anticarcelario sino, también, de las conversaciones que dentro de los movimientos feministas y de la disidencias sexuales, en concordancia con el compromiso anticolonial, se dan en torno a la especificidad de la violencia, la justicia y los deseos de reparación. Traducir este libro para nosotros ha sido una tarea de mucho aprendizaje. En principio porque lo hemos hecho a la distancia, conectando a través de nuestros intercambios, una vez que emprendimos esta tarea, la complejidad particular de dos contextos tan disímiles como homologables como son la Ciudad de México y Buenos Aires. Dos sociedades que, a pesar de sus profundas distancias en términos políticos e históricos, comparten una progresiva normalización de la subjetividad punitiva como lógica desde la cual entender y actuar en torno a conflictos comunes que se originan entre pares. Una dificultad que, como mencionamos antes, identificamos como consecuencia directa de las políticas neoliberales de inclusión y diversidad que instrumentalizan las demandas sociales por justicia en una arena descontrolada de señalamientos, responsabilizaciones automatizadas y soluciones performáticas que dejan sin cambio alguno las estructuras del poder heterocispatriarcal, racista y extractivista bajo el que se regula la continuidad del presente-futuro. Un fenómeno que, además, vemos acelerarse en nuestros contextos a partir de la reciente actualización estratégica del punitivismo a través de la cultura de la cancelación y la retórica de la censura en contra de la libertad de expresión que utilizan las derechas y ultraderechas con la finalidad de liberar en el ámbito cotidiano paradigmas victimizantes, reduccionistas y polarizantes para que los individuos se castiguen entre sí. 

El conflicto no es abuso, libro que germina en el contexto cultural y político de Estados Unidos alimentado por la experiencia de su autora, una figura lésbica clave en el activismo por los derechos reproductivos de las mujeres, por sus intervenciones en las llamadas «guerras del sexo» durante la década de los ochenta y, principalmente, por su participación en ACT UP, organización histórica en la lucha por una respuesta a la crisis del VIH/sida, estaba listo para ser publicado en 2014. Pero no fue sino dos años después, tras el continuo rechazo de un sinfín de editoriales estadounidenses, desde las grandes corporaciones del libro hasta editoriales universitarias e independientes, que la autora logró encontrar un pequeño sello queer en la ciudad de Vancouver dispuesto a publicarlo. 

La dificultad, sin embargo, no quedaría allí. Una vez publicado, las resistencias a hablar públicamente sobre su contenido se hicieron notar. Los medios de comunicación tradicionales, las universidades y los espacios de reseñas más comunes del medio editorial, como Publishers Weekly, tardaron meses en mencionarlo y recién lo hicieron cuando las comunidades que identificaron su potencial transformativo empezaron a ejercer presión. La sensación generalizada, cuenta Sarah Schulman, era que el tipo de discurso que movilizaba el libro resultaba de una incomodidad y de un riesgo insuperable para cualquier negocio editorial y, por eso, la industria reaccionaba de forma abrumada en la negación automática de la obra tanto en su formato de propuesta como una vez que comenzó a circular y a hacer valer sus desafiantes argumentos. 

Seis años después, cuenta con más de cuarenta mil copias vendidas en inglés y ha sido traducido al italiano, al francés y, ahora, al castellano. Sin duda, un claro ejemplo del triunfo de la conversación popular sobre la máquina editorial que controla el grado de circulación de los discursos que no entiende o que no le convienen al statu quo. 

De acuerdo con la autora, otra explicación de esta resistencia atemorizada al libro es su condición novedosa. Es decir, si bien los marcos de funcionamiento de la razón punitiva, como dijimos antes, ya contaban con una extensa serie de estudios y análisis dentro de los círculos activistas, académicos e intelectuales de Estados Unidos que habían podido objetivar críticamente sus modos de funcionamiento, dar cuenta de cómo esta modulación represiva del poder se había transformado en un paradigma subjetivo y en un mecanismo social que básicamente señala como «personas peligrosas» a poblaciones que están en peligro resultaba demasiado arriesgado como posición pública. En especial, porque no sólo volvía visibles las formas en que las ideologías conservadoras malinterpretan, instrumentalizan y construyen economías victimizantes en torno a los conflictos en los que los cuerpos que son sistemáticamente marginalizados, una vez que denuncian el ejercicio de la violencia, se convierten en violentos, sino que además ponía sobre la mesa situaciones contradictorias, perspectivas acríticas y sentidos falsamente naturalizados que, dentro de los movimientos progresistas, reproducían ese mismo tipo de funcionamiento supremacista, aleccionador e indolente. Por ejemplo, los problemas desatados por las formas de vigilar los flujos migratorios o las legislaciones destinadas a la población trans pero, en particular, las posiciones incómodas que despertaba la denuncia al imperialismo israelí y la consecuente defensa de la resistencia Palestina, cuestiones que este libro aborda de distintas maneras. 

Casi una década después de su gestación, la precisión analítica que despliega parece cada vez más actual. De hecho, a pesar de las profundas modificaciones que han tenido lugar en el contexto estadounidense –donde se vive el agresivo avance de fuerzas conservadoras y políticas de derecha que se han traducido en el desmantelamiento de garantías constitucionales como la interrupción voluntaria del embarazo, la desprotección de la comunidad trans o el aumento de la precariedad sanitaria que afecta de manera desproporcionada a las poblaciones migrantes y racializadas–, la estrategia de gobernanza que en su momento señaló Schulman, basada en la afirmación obstinada de ideologías supremacistas, en la sobredimensión del daño y en la falta de responsabilización colectiva para resolver los conflictos antes de que escalen desproporcionadamente, no sólo no ha cambiado en ese país sino que, por el contrario, parece haberse sofisticado aún más y extendido a escala global. 

Ahora bien, a pesar de la urgente relevancia y de la potencia crítica de este material, es cierto que traducir y, luego, publicar libros producidos en el Norte global para un público latinoamericano no deja de ser una apuesta arriesgada. Ante las relaciones asimétricas que todavía existen entre Norte y Sur, las cuales sin duda se reflejan en las políticas de traducción y en la accesibilidad al conocimiento, como en todos los demás aspectos que componen la industria editorial, publicar este libro en castellano puede interpretarse como un gesto involuntariamente colonial. Pero, insistimos, Schulman, tanto en este como en el resto de sus trabajos, es una paciente defensora de la aventura que significa abrirse al riesgo de conversar a través de la diferencia. En ese sentido, si la estrategia de gobernanza que genera extraños-peligrosos para mantener intacta la supremacía a escala global implica también su efectividad en las formas de dominio que se ejercen desde el Norte hacia el Sur, hacer una lectura situada de este material que implique actualizar sus argumentos y enfrentar las discontinuidades históricas que brotarán una vez que sea discutido en nuestro territorio es una gran oportunidad para dar cuenta de cómo esta forma extendida de poder punitivo que modela las subjetividades contemporáneas, si bien es una pedagogía que forma la experiencia de los sujetos a gran escala, encuentra necesariamente lenguajes expresivos y formas consecuentes de resistencia que son únicos en cada contexto. 

Es posible que arrojarnos, entonces, a la complejidad de leer un análisis político-afectivo forjado en un espacio en el que operan flujos y disputas que nos exceden o nos son ajenas nos haga sentir distantes o confundidos. Pero aquí el valor transformativo de la traducción se sostiene en la promesa que emana de esa incomodidad geopolítica misma. Ante lo que no es homologable, sólo nos queda el arduo trabajo de preguntarnos por la actualidad de esas diferencias. Es decir, allí donde estos marcos de análisis sobre las formas contemporáneas del poder punitivo no hagan sentido, la tarea es investigar la originalidad con la que ese paradigma cobra forma, se vuelve real y es encarnado en la experiencia de nuestros conflictos cotidianos, individuales y colectivos. Esta serie de cuestionamientos, en su inscripción «local», es decir, en su practicidad situada, en lugar de institucionalizar los argumentos originales de esta autora y de este libro como el grado cero de una discusión sin origen en nuestra historia pone en contraste, ensambla de modo perverso y adhiere de forma compleja sus principales aportes a los esfuerzos regionales que desde hace tiempo vienen siendo elaborados comprometidamente en torno a la noción de justicia, la definición de violencia, y los modos de resolución y reparación del daño colectivo. 

Traducir es ser consciente de las genealogías culturales y sociopolíticas de los lugares donde se enunciaron las ideas. Al mediar casi diez años entre la primera edición de El conflicto no es abuso y esta publicación, es crucial identificar las transformaciones que forman parte de las políticas de cuidado y los abordajes de la violencia en nuestras coordenadas. Eso conlleva, a propósito de la labor editorial, evitar la reproducción de palabras y expresiones que en castellano corresponden a vocabularios políticos que estigmatizan la diferencia en beneficio de la razón punitiva. En ese sentido, este libro, que promueve un compromiso emocionante, es decir, lograr que el punitivismo que invade nuestras historias individuales y colectivas no totalice los sentidos que se imbrican en nuestra vida en común, puede pensarse como una herramienta crítica más de esa constelación de especial importancia en función de los intercambios Norte-Sur que hace décadas vienen teniendo lugar en torno a esta materia. 

Para terminar, no queremos dejar de reconocer una diferencia que nos parece sustancial en el material que ahora se publica. Si existe una prioridad en los esfuerzos críticos de este libro es mostrarnos que es materialmente posible hacer un cambio radical ante los efectos abrasivos que genera la razón punitiva en la vida colectiva. Y que la concreción colectiva de este largo sueño puede volverse real si pensamos la antipunición como un ejercicio práctico que implica detener el murmullo ensordecedor del enjuiciamiento acrítico motivado por el reflejo del trauma y las falsas lealtades que brotan de las ideologías supremacistas para, en su lugar, priorizar la conversación en persona y el intercambio de perspectivas como camino potencialmente transformador de reaprendizaje. Por esa razón, además de facilitar estos marcos innovadores de interpretación sobre el funcionamiento de estas formas íntimas de la moral securitista que operan en los deseos de vigilancia, control y castigo que se apoderan de nuestra imaginación, El conflicto no es abuso presenta alternativas concretas que se nutren del paradigma de la reparación y de la justicia transformativa como posibles guías en el arduo trabajo por apaciguar la sobredimensión de los conflictos comunes. Por un lado, entendiendo esta dimensión de lo reparativo como una forma de ensayar valores, principios y prácticas que busquen promover el respeto y la responsabilidad poniendo en el centro el entramado de relaciones humanas, lo que implica reconocer la complejidad de la interdependencia para juntos entender por qué surgen tanto los conflictos y las violencias como nuestras limitaciones para abordarlos de forma profunda, y cuáles son las acciones y estrategias que como personas afectadas consideramos necesarias para su reparación. Y, por otro, propone aproximarnos a la idea de transformación en una dirección similar a aquella en la que las comunidades afroestadounidenses y marrones vienen trabajando desde hace un largo tiempo, es decir, considerando como urgente el compromiso de crear formas de justicia estructuradas por mecanismos de resolución de los problemas fuera del sistema legal policial, carcelario y militar que desestimen el castigo y privilegien la corresponsabilidad en la protección y el cuidado de las personas con las que se comparte el interés por hacer realidad mundos alejados de las narrativas de la crueldad. 

Pensamos esta traducción como una forma de acceso que ensambla sus esfuerzos a un extenso diagrama de complejos ensayos creativos por alcanzar una sociedad que esté más allá de la rigidez del castigo. Creemos que, como artefacto social, este libro puede hacer del trabajo comprometido de Sarah Schulman un instrumento clave para la reconceptualización de los mapas securitarios que funcionan actualmente en nuestros territorios, comunidades y cuerpos, una oportunidad única para alentar discusiones políticas, interpelaciones culturales y espacios de contención que acerquen imágenes de posibilidad en aquellos momentos en los que la misteriosa conflictividad de la vida parece imposible de ser descifrada. Ahora nos toca comprometernos. Acercar a nuestra intimidad este paradigma antisecuritista confrontando la condición natural del punitivismo que aún limita la posibilidad de configurar nuestra vida en común como estrategia ante el exterminio. En nuestro largo camino por hacer otro mundo posible, tendremos que provocar la reunión, compartir tiempo, intercambiar notas, sostenernos en la duda y contener el destino incierto de las derivas que estas formas desafiantes de pensamiento suscitan. Ante el distanciamiento, el temor y el aturdimiento al que nos somete la razón punitiva, cuando las diferencias de nuestras historias irrumpan, tendremos que proponer la cercanía y la escucha como formas de tejer complicidad, confianza y corresponsabilidad, aunque duela, aunque nos incomode o aunque parezca imposible. Para eso llega este libro: para ayudarnos, para servir de apoyo, abrigarnos y ser compañía, para darnos ánimos e inyectar energía en este difícil y hermoso deseo de seguir viviendo juntos, porque es innegable que lo necesitamos hoy, ahora, más que nunca. 

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