El 7 de diciembre pasado el Congreso de Perú votó la destitución del Presidente Pedro Castillo. No era la primera vez. Fue el tercer intento de destitución, uno de los muchos medios empleados por el Congreso, las élites y la prensa para apartar a Castillo del poder. Ese mismo día, Castillo conmocionó al país con su respuesta: una declaración a la nación en la que decretaba la disolución del Congreso.
La maniobra desesperada de Castillo no encontró apoyo. Las fuerzas armadas y la policía federal dieron rápidamente la espalda al presidente, lo detuvieron y lo entregaron a la Fiscalía General, mientras el Congreso se apresuraba a investir a su vicepresidenta, Dina Boluarte, quien ya había roto relaciones con Castillo semanas antes. Dirigiéndose hacia el Congreso —la institución más desprestigiada y despreciada del país— e ignorando a quienes ya habían salido a las calles para pedir elecciones, Dina Boluarte anunció que su gobierno concluiría su mandato en 2026.
En los días siguientes, Boluarte estuvo reunida con la oposición política de Castillo, incluidos aquellos que nunca habían aceptado la victoria electoral del expresidente. Ante lo vertiginoso de los acontecimientos, la población respondió con rapidez. Se organizaron manifestaciones en la mayoría de las regiones del país rechazando a Boluarte, exigiendo elecciones inmediatas y el cierre del Congreso, e incluso reclamando la redacción de una nueva Constitución. El gobierno reaccionó militarizando las calles: se declaró el estado de emergencia, lo que llevó al ejército a varias regiones. Pronto quedó demostrado que el flamante gobierno no estaba dispuesto a contener las protestas civiles de forma moderada.
Un llamado a la paz lleno de hipocresía
Aunque el Congreso aprobó la celebración de elecciones para 2024, esa fecha quedaba lejos de la exigencia de elecciones inmediatas y la oleada de protestas creció aún más. La reacción de la policía y el gobierno fue desproporcionada y violenta. El 21 de diciembre el número de muertos ascendía a 27, muchos de ellos por heridas de bala en la cabeza y el cuerpo.
Incluso con este nivel de violencia, Boluarte decidió otorgar el cargo de primer ministro a Alberto Otárola, que hasta entonces había ejercido como ministro de Defensa (a cargo de las fuerzas armadas y responsable de las muertes de civiles que causaban). En estas condiciones desfavorables, los manifestantes, sin dar marcha atrás en sus reivindicaciones, suspendieron temporalmente las protestas por las fiestas para honrar a sus muertos y permitir la reanudación de la actividad económica en sus ciudades y pueblos.
Pero las operaciones policiales no se limitaron a las protestas. Dirigentes populares y miembros de la oposición política se convirtieron en blanco de la represión, con redadas en varias localidades y detenciones sin la presencia de un representante legal del distrito. Incluso hicieron una visita amenazadora a la casa de un miembro del Congreso.
El gobierno de Boluarte, ahora reconocido por muchos como un régimen cívico-militar, intentó al mismo tiempo deslegitimar las protestas, una iniciativa que contó con el apoyo de los principales medios de comunicación, propiedad de la élite peruana. En sus declaraciones, Boluarte afirmó que las protestas estaban dirigidas por terroristas o delincuentes que defendían sus economías ilícitas.
Entre las acusaciones y el asesinato de los manifestantes, los militares y la policía —las instituciones responsables de las muertes— apelaron a contraargumentos «por la paz» para reforzar su narrativa que asegura la existencia de un enemigo violento. A medida que pasaban los días, se iban acumulando vídeos y fotos de acusaciones que implicaban a las fuerzas del orden: se fabricaban pruebas contra los manifestantes y se infiltraban en las marchas para incitar a la violencia. Todo esto sacudió aún más la legitimidad de la policía y de la propia Boluarte, que a pesar de las abrumadoras pruebas que circulaban nunca condenó la violenta y exagerada reacción de la policía.
La masacre de Puno
El miércoles 4 de enero de 2023 se reanudaron las protestas en la capital y otras regiones, con grandes movilizaciones, paros y barricadas en las carreteras. Las reivindicaciones se mantuvieron firmes, pidiendo la dimisión de Boluarte y enviando un mensaje contundente: los ciudadanos que salieron a la calle no reconocían la legitimidad de un gobierno que consideraban manchado de sangre, un gobierno que les acusaba de terroristas y que prefería enviar soldados a disparar contra la gente que enviar a miembros del gobierno a dialogar con ellos.
El lunes siguiente la tragedia volvió a repetirse. La violenta represión de las manifestaciones en Puno, en el sureste de Perú, causó la muerte de 18 personas. Entre los muertos había un médico que ni siquiera participaba. Los vídeos confirmaron la brutalidad de la policía en lo que se convirtió en la segunda masacre —después de la de Ayacucho, donde murieron 10 personas en un solo día— llevada a cabo por el actual gobierno.
Sin final a la vista
La revuelta que comenzó en diciembre y que ya suma 47 muertos y más de 500 heridos no muestra un final a la vista, a pesar de los esfuerzos del gobierno por presentar el cese de las manifestaciones durante las vacaciones como una «vuelta a la calma» propiciada por sus acciones.
El régimen cívico-militar de Boluarte se ha aliado con los segmentos de la población que perdieron las elecciones de 2021. Sus representantes gubernamentales acuden a los medios de comunicación de élite para hacer llamamientos a la paz que suenan tan cínicos como vacíos. La «paz» de la que habla Boluarte consiste en una amnistía para su gobierno, a pesar de sus abusos y asesinatos, y la vuelta a una estabilidad que nunca benefició a la mayoría.
Boluarte parece ignorar que el dolor por los muertos —y el deseo de justicia que produce— se ha convertido en un motivo más para movilizarse. Las protestas ya no son solo para pedir elecciones, sino para exigir su dimisión inmediata y una nueva Constitución. Las circunstancias en Perú parecen gritar, parafraseando a Emiliano Zapata, que si el pueblo no tiene justicia, el gobierno de Boluarte no conseguirá la paz que anhela.