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El cineasta Jean-Luc Godard instantes antes de recibir el Gran Premio Suizo de Diseño en Zúrich, 2010. (Foto: The Image Gate / Getty Images)

El cine revolucionario de Jean-Luc Godard

Traducción: Valentín Huarte

El director Jean-Luc Godard murió a los 91 años. Muchas de sus películas exploran directamente las luchas del período posterior a 1968, pero sus obras menos explícitamente políticas también nos transmiten un mensaje utópico de libertad creativa.

Cuando Billy Wilder le comunicó la muerte del director Ernest Lubitsch con la breve frase «No más Lubitsch», William Wylier contestó ingeniosamente, «Es peor que eso: no más películas de Lubitsch». Es un sentimiento del que desde entonces se hacen eco los cinéfilos cuando se enteran de la muerte de un cineasta estimado, y sin duda pasó por la cabeza de muchos la semana pasada, cuando nos enteramos de que Jean-Luc Godard había muerto a los 91 años por suicidio asistido.

Durante más de seis décadas, las obras de Godard nos llegaron como OVNIS cinematográficos. Absolutamente distintas de cualquier otra cosa que pudiéramos ver en los festivales de cine, en las salas y en los cineclubes donde se proyectaban, sus películas tenían la peculiar capacidad de estimular, provocar y dividir a la audiencia, conquistando a los espectadores más receptivos a estos desafiantes productos —muchos de los cuales terminaban convirtiéndose en partidarios intransigentes de Godard— y repeliendo a aquellos que tenían gustos más conservadores.

Aunque Godard tuvo una relación cambiante con la izquierda política a lo largo de toda su vida de cineasta, sus obras siempre fueron una réplica estridente al statu quo. Es sobre todo la incansable innovación formal, que reinventó sin cesar el lenguaje del cine, la que explica que las películas de Godard fueran tan aclamadas durante su vida y dejaran su marca en muchas generaciones de  aspirantes a cineastas. Por eso tenemos que seguir viéndolas. Encarnación del modernismo cinematográfico, no es exagerado decir que Godard es a su arte lo que Picasso es a la pintura, Stravinsky a la música o Joyce a la literatura.

Empezar una toma

Aunque es reconocido en todo el mundo como un director francés, en realidad Godard se crió y pasó casi toda su vida en la Suiza francófona, y hablaba francés con un acento distintivamente suizo. No obstante, fue en París donde, como estudiante, desarrolló su obsesión por el cine. En la época de la posguerra, la capital francesa tenía una floreciente cultura cinematográfica, y Godard no tardó en convertirse en un habitué de la cinemateca dirigida por Henri Langlois donde, sentado en la primera fila, absorbió la historia del cine durante las proyecciones dobles de la medianoche. Fue aquí donde conoció a sus compañeros cinéfilos François Truffaut, Jacques Rivette, Claude Chabrol, y también a Éric Rohmer, que era un poco más grande que el resto. Juntos formaron el núcleo de la nouvelle vague (el término procede de un artículo periodístico sobre las costumbres sociales de la juventud francesa), un movimiento de cineastas novatos que conquistaron el mundo a fines de los años 1950 y rejuvenecieron una industria cinematográfica francesa bastante estancada.

Sin embargo, poco tiempo antes no hacían más que mirar películas y escribir sobre cine, con una estima particular por autores como Hitchcock, Howard Hawks y Nicholas Ray. Godard escribió muchas veces en la revista Cahiers du Cinéma, fundada por el teórico del cine André Bazin. Sus artículos, disponibles ahora en la importante colección Godard on Godard, estaban repletos de citas, alusiones literarias, chistes internos, juegos de palabras y mensajes secretos: «Si la dirección es una mirada, el montaje es un pulso», es un ejemplo impactante. Estos artículos anticiparon muchas de las marcas distintivas de sus películas futuras. Más tarde, Godard terminó rechazando toda distinción nítida entre crítica y cine, y afirmó, «Como crítico, me consideraba un cineasta. Hoy [como cineasta] todavía me considero un crítico». Cada una de estas prácticas influía en la otra: Godard no solo acompañaba cada lanzamiento con una serie regular de entrevistas, en las que expresaba sus perspectivas idiosincrásicas sobre el cine y sobre el mundo en general, sino que sus películas abundaban en textos en pantalla bajo la forma de títulos con juegos de palabras, letreros, tapas de libros o cartas escritas a mano y dirigidas al espectador.

Después de que, en 1958, su amigo Truffaut se graduó en dirección con Los 400 golpes, la ansiedad de Godard por ponerse detrás de la cámara se volvió irreprimible. Cuando su primera película, À bout de souffle, llegó a las pantallas en enero de 1960, tuvo un efecto explosivo. Relato de cine B que pone en escena a un astuto gángster francés enamorado de una periodista estadounidense, la película decoró París con imágenes de las estrellas Jean-Paul Belmondo y Jean Seberg deambulando por los Champs-Élysées. Pero el impacto también provino de su energía efervescente y de la voluntad despreocupada de Godard de romper con las convenciones del cine dominante. Con una edición que obedecía a lo que Godard consideraba adecuado más que a lo que decían los manuales de dirección, À bout de souffle tenía un ritmo sincopado que coincidía con una partitura de jazz, método que trajo al mundo el «jump cut», técnica que implica cortar una escena entre tomas capturadas con el mismo eje de cámara pero con saltos temporales que el espectador percibe. Es la técnica que Godard usa con aplomo en muchos momentos importantes de la película.

À bout de souffle inició un recorrido de quince estrenos desde 1960 hasta 1967, que hasta hoy siguen siendo las películas más asociadas con Godard en la conciencia popular. Con el foco puesto en personajes jóvenes —interpretados por Belmondo, Jean-Pierre Léaud, Brigitte Bardot y su primera esposa, Anna Karina, entre otros— sus películas de este período exhiben cierto existencialismo influenciado por Jean-Paul Sartre en medio de una profusión de referencias a la literatura, al arte y a la filosofía. Los críticos de izquierda, sin embargo, estaban lejos de apoyar unánimemente estas películas. Aunque Godard después declaró que sus películas estaban «cinematográficamente» a la izquierda, lo cierto es que en esta época tendía a moverse en círculos de dandis de derecha.

Las autoridades francesas prohibieron su segunda película, El soldadito, porque remitía a la guerra de Argelia, pero los que buscaban un manifiesto anticolonialista en la película terminaron insatisfechos: su protagonista, Bruno Forestier, es capturado por el movimiento de la Argelia francesa y torturado por miembros del Frente de Liberación Nacional que citan a Vladimir Lenin.

Sin embargo, en el curso de los años 1960, Godard avanzó en una dirección más radical. A mediados de esta década, Masculino-femenino mostró el interés que tenía el cineasta en la generación que seguía inmediatamente a la suya («hijos de Marx y de la Coca-Cola», como dice memorablemente una de las tarjetas de la película), mientras que en las entrevistas sobre Pierrot el loco declaró que denunciaría la guerra de Vietnam en cada una de sus películas hasta que las tropas de Estados Unidos se retiraran de Indochina (promesa que no dejó de cumplir en términos generales). Al mismo tiempo, su trayectoria política también modificó el concepto que tenía de sí mismo como cineasta, y lo llevó a definir a Pierrot «no como una película, sino como un intento de película» y a decir que «el único gran problema del cine» era «cuándo y por qué empezar una toma y cuándo y por qué terminarla».

Los años que siguieron a 1968

La revuelta de mayo de 1968 sorprendió al establishment político francés: el periódico más serio, Le Monde, había dicho hacía pocas semanas: «Francia está aburrida». Pero cualquiera que hubiera estado viendo las películas de Godard habría estado preparado para la revuelta. En Weekend, estrenada en la víspera de 1968, Godard nos ofrece una sátira mordaz de la burguesía moderna, poniendo en escena a una pareja casada en la que cada uno planea el asesinato del otro con el fin de heredar una suma dinero justo antes de ser atacados por una banda de hippies caníbales. La película termina con un mensaje categórico, «Fin de la historia, fin del cine». Su anterior lanzamiento, La china, anticipó más directamente el período de militancia iniciado por el mayo francés. Pero Godard terminó de nuevo irritado cuando su parábola inspirada en Dostoyevski y semiparódica de una célula de estudiantes maoístas refugiados en un departamento parisino fue rechazada como afrenta provocadora por los verdaderos activistas «prochinos».

En mayo Godard estuvo personalmente involucrado en el movimiento de protesta: habiendo ganado experiencia política en febrero, en el marco de la campaña contra el despido de Langlois de la cinemateca, participó de la suspensión del Festival de Cannes antes de terminar en las barricadas del Barrio Latino de París. Aunque el régimen gaullista logró reafirmar su poder en las elecciones de junio, Godard reaccionó a los acontecimientos con una simbólica «vuelta a cero» de su propia actividad de cineasta, que lo llevó en la década siguiente a un exilio autoimpuesto de la industria del cine.

No pasó mucho tiempo hasta que, después de hacer algunas obras experimentales para la televisión, como Le Gai Savoir, Un film como cualquier otro y British Sounds (aunque sus obras terminaban generalmente en los cajones del canal) y de proyectar en círculos de extrema izquierda, Godard empezó a identificarse como marxista-leninista. La conversión al maoísmo puede parecer rara hoy, pero en Francia el maoísmo era una tendencia bastante dinámica en la izquierda estudiantil y atraía a un amplio espectro de intelectuales, entre los que estaban Philippe Sollers, Jacques Rancière, Alain Badiou y hasta Sartre, todos desilusionados con el movimiento comunista ortodoxo y en busca de inspiración en lo que percibían de los acontecimientos de la Revolución cultural de Mao.

En 1969, junto al joven estudiante maoísta Jean-Pierre Gorin, Godard intentó sepultar su aura de autor en el marco del trabajo colectivo del Dziga Vertov Group (o DVG, bautizado en honor al director soviético de cine mudo). Aunque su esposa de ese momento (y actriz de muchas de sus películas), Anne Wiazemsky, lo definió más tarde como la «Pareja Dziga Vertov», debido a la presencia dominante de Godard y de Gorin, el grupo fue notablemente prolífico: Pravda, El viento del Este y Lucha en Italia en 1969, Vladimir y Rosa y la incompleta Hasta la victoria en 1970, y Todo va bien y Carta a Jane en 1972. Sin embargo, la audiencia de estas obras siempre fue elusiva. Incluso el público de activistas marxistas al que apuntaban tendía a resistir el rigor formal del grupo, y hoy estos títulos están entre los más ignorados de Godard. No obstante, es una ignorancia injustificada. Muchos elementos de estas películas son sin duda desafiantes, pero cuando los miramos en el contexto amplio del proyecto DVG comprobamos que son objetos de enorme valor histórico para cualquiera que pretenda desarrollar una práctica cinematográfica marxista.

El método de Godard y Gorin consistía, no en «hacer películas políticas» (es decir, trabajar con las formas narrativas dominantes pero con contenidos supuestamente progresistas), sino en «hacer películas políticamente»: la ideología burguesa, argumentaban, había impregnado incluso nuestra comprensión del funcionamiento de las imágenes y de los sonidos, motivo por el cual la tarea de un cineasta materialista era experimentar con nuevas formas de editar las secuencias (montaje) en vistas a deshacer o superar esta hegemonía ideológica en la esfera audiovisual. Mientras que Pravda aparenta ser un informe sobre Checoslovaquia después de la invasión soviética de 1968 y El viento del Este un giro subversivo sobre la materia del spaghetti western, ambas películas tienen estructuras dialécticas tripartitas que critican sus premisas iniciales y después intentan construir un modelo alternativo de la imagen cinematográfica. Lucha en Italia, adaptación libre del ensayo de Louis Althusser sobre los «aparatos ideológicos de Estado», fue el más exitoso de estos intentos, pero incluso en este caso Godard y Gorin reconocieron la dificultad que habían tenido a la hora de comunicarse con el espectador, y con Todo va bien buscaron maquillar su misión con la presencia de estrellas de renombre (Yves Montand y Jane Fonda) y una trama ficticia más reconocible, que involucra a una pareja de intelectuales de clase media que se topa con una huelga en una fábrica de embutidos.

La influencia de la práctica del dramaturgo alemán Bertold Brecht de inyectar en sus obras «efectos de distanciamiento» es palpable en esta película, sobre todo en una célebre toma estilo casa de muñecas que ilustra las relaciones de clase que gobiernan los distintos espacios de la fábrica y expone en el mismo movimiento la naturaleza ilusoria de la representación cinematográfica (a pesar de sus rasgos brechtianos, la idea de la toma fue sacada directamente de The Ladies Man the Jerry Lewis).

Sin embargo, cuando llegó el momento de lanzar la película en mayo de 1972, el frenesí de activismo militante que siguió a 1968 en Francia se había esfumado. El funeral del militante maoísta Pierre Overney, asesinado por un guardia de seguridad de Renault en febrero de 1972, representó el punto final simbólico del movimiento. Cuando Todo va bien no tuvo el éxito comercial del que dependía, Godard y Gorin decidieron separarse, y Godard levantó campamento con rumbo a Grenoble, donde fundó el estudio cinematográfico artesanal Sonimage. Su salud estaba bastante frágil a causa de un accidente de moto que sufrió en 1971, y la ida al campo representó un momento de recuperación intelectual y física. Fue también una oportunidad de someter a una interrogación renovada las doctrinas políticas de su período marxista, lo que hizo en parte gracias a su relación con Anne-Marie Miéville, que de aquí en adelante firmó con él muchas de sus películas.

Blasfemias

A lo largo de los años 1970, Godard siguió simpatizando en términos generales con la extrema izquierda. Pero siguiendo el impulso de filósofos como Gilles Deleuze y Michel Foucault, sus películas de mediados de los años 1970 están menos centradas en los grandes relatos de la lucha de clases revolucionaria y más en la «micropolítica» de la vida cotidiana, las relaciones sexuales, la familia y algunas instituciones como la escuela y los medios. Número dos es un retrato mordaz, inspirado en Germaine Greer, de la vida de la familia moderna, mientras que Aquí y en otra parte reelabora un montaje del movimiento de liberación palestino filmado para el proyecto Hasta la victoria (abortado después de la masacre de Septiembre Negro) y lo convierte en una autocrítica ensayística de los usos políticos de la imagen. En la misma época, Godard estrenó dos series de televisión que trabajaban en un terreno temático similar: Seis veces dos/Sobre y debajo de la comunicación (1976) y Francia/recorrido/desvío/niños (1978), cuya naturaleza inimitable llevó a Deleuze a decir que estos programas eran «el único caso de alguien que no estaba idiotizado por la televisión».

En los años 1980, Godard, que a esta altura solía presentarse como uno de los últimos individuos de una raza de cineastas en extinción dispuestos a resistir contra el cine dominante, profundizó su exilio geográfico y se mudó a la comuna suiza de Rolle, donde llevó una vida recluida hasta su muerte. Pero en esta época también hizo una especie de retorno a la industria cinematográfica. Aunque hizo películas con cierto éxito comercial, muchas veces con la participación de grandes estrellas, su estilo narrativo se volvió más abstruso que nunca. En esta década, la política de su época militante parecía lejana y las preocupaciones espirituales tenían más protagonismo, especialmente en la película más destacada de este período, Yo te saludo, María (1985), calificada de blasfema por la Iglesia católica.

También fue una época en la que Godard empezó a preocuparse por la historia del cine y trabajó la hipótesis polémica de que el cine efectivamente había muerto como forma de arte viable a causa de su incapacidad para evitar los campos de concentración durante la Segunda Guerra Mundial. Este argumento definió su proyecto audiovisual de cuatro horas y media, Historia(s) del Cine (1988-1998), una obra maestra llamada a ocupar el lugar de una de las obras de arte más importantes de la segunda mitad del siglo veinte.

La ironía de Historia(s) es que la redistribución caleidoscópica del montaje histórico del cine que hace Godard es una refutación ejemplar de la idea de que el cine había muerto (un discurso que terminó ganando mucho terreno en los años 1990), y su propia carrera se adentró varios años en el nuevo milenio.

A pesar de transmitir cierta aura de tristeza melancólica, las últimas obras de Godard también contienen una denuncia más estentórea del capitalismo. Ambientada en Sarajevo, Nuestra música (2004) contiene una crítica vehemente de la ocupación israelí de Palestina, que previsiblemente despertó acusaciones de antisemitismo (ridículas cuando consideramos el lugar traumático que ocupa el Holocausto en la historiografía del cine de Godard), mientras que Film socialisme (2010), no solo anticipó la resurrección de la palabra «socialismo» en los años 2010, sino también los focos de tensión de la década, con un tour por el Mediterráneo que pasa por Grecia, Egipto, Palestina, España y hasta Ucrania. Más sorprendente todavía es que la clarividencia de Godard llegó hasta el crucero que eligió como metáfora de la depravación del sistema neoliberal: el Costa Concordia, que dos años más tarde se hundió en Italia debido a la negligencia criminal del capitán.

Mirar todas sus películas

Innovador técnico infatigable —fue pionero en el uso del video analógico en los años 1970—, en los años 2000 Godard destacó por su uso punki audaz de las imágenes digitales, que no lo previno de despotricar contra la «dictadura de lo digital». Con Adiós al lenguaje (2014) metió la mano en el cine 3D, aunque utilizó una configuración hecha en casa para producir las imágenes estereoscópicas de la película. En ciertos momentos, la imagen se aleja de sí misma a medida que el ojo izquierdo atraviesa el campo visual mientras el ojo derecho se mantiene inmóvil. Cuando estrenó la película en Cannes, estos momentos fueron aclamados por los espectadores. Como con los «jump cuts» de À bout de souffle de hacía más de medio siglo, la audiencia asistió a una revolución de la historia del cine, una técnica nunca antes vista. Con más de ochenta años, Godard no había perdido ni un poco de su habilidad de utilizar el cine en un acto de invención perpetua.

Barómetro de su época, en ciertos momentos de su carrera Godard se identificó directamente como marxista y en otros decidió apartarse de la etiqueta, y hasta rechazarla con vehemencia. Pero eso no quita que los socialistas deberían ver todas sus películas.

Aunque la perspectiva socialista de una alternativa al orden político dominante aparece solo intermitentemente en las películas de Godard, es toda su obra la que representa un desafío profundo al contenido mercantilizado que produce la industria del cine comercial. Su abundante impulso a articular ideas nuevas, mostrar formas sin precedentes e instigar nuevos modos de ver es un mensaje típico de libertad creativa, incluso si a veces parece venir de un planeta lejano. Sus películas nos permiten entrever el arte del futuro, un arte donde los cineastas y los espectadores estén emancipados de la rigidez atrofiada del cine capitalista. Hoy que la red internacional de godardianos llora su muerte, abracemos su legado como consuelo.

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Publicado en Artículos, Cine y TV, homeCentro3, Política and Sociedad

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