Ante la ausencia de un tratamiento sistemático de la cuestión, el texto que se convirtió en el clásico del marxismo sobre el tema y que fundó una tradición duradera es El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado de Engels. Allí se aborda el Estado desde un punto de vista histórico-genético, y se lo define como una institución de carácter instrumental que, nacida con la aparición del excedente y de las clases, atraviesa los diferentes modos de producción. Engels formula una definición precisa, el Estado es el producto de que la sociedad
Y luego agrega:
Este texto funda la concepción instrumentalista del Estado, que tiene antecedentes en algunos pasajes de Marx, por ejemplo en la célebre fórmula del Manifiesto Comunista: el «Estado moderno no es más que una junta que administra los negocios comunes de toda la clase burguesa».
En la década de 1970 surge una renovación de la teoría del Estado, en un marco de reanimación más general de los debates políticos y estratégicos en el campo marxista. Tuvieron centralidad en aquellos años el descubrimiento del pensamiento de Gramsci más allá de las fronteras de su país natal, las polémicas en torno al giro eurocomunista y el balance de las experiencias de la Unidad Popular chilena y la Revolución de los Claveles en Portugal. Todas estas temáticas giraban alrededor de la pregunta por las peculiaridades del Estado y la estrategia socialista en Occidente. Nicos Poulantzas, Ernest Mandel, Perry Anderson, Ralph Miliband y Christine Buci-Glucksmann fueron algunos de los nombres más eminentes en las discusiones de esos años.
Los debates teóricos estuvieron fuertemente condicionados por los respectivos alineamientos políticos. En el caso de Poulantzas y Buci-Glucksmann, por la expectativa en el giro eurocomunista, sobre todo en sus alas de izquierda (la corriente de Ingrao en el PCI, por ejemplo), antes que en su corriente predominante («eurocomunismo de derecha») encarnado por las figuras dirigentes del comunismo latino: Berlinguer, Marchais, Carrillo. En Italia, Francia y España, estaba planteada la posibilidad, por primera vez en décadas, de un acceso electoral de los partidos comunistas al gobierno.
Tal vez el sello político de la polémica haya subordinado por momentos la rigurosidad teórica. Sobre este aspecto, Mandel y Arderson acertaron en la denuncia de la apropiación superficial de Gramsci por parte de los PPCC en función de una política de adaptación socialdemócrata a las instituciones del capitalismo occidental. El trayecto dolorosamente patético del Partido Comunista Italiano desde el llamado Compromiso Histórico con la Democracia Cristiana, implementado por Berlinguer, hasta la actual mutación en una suerte de Partido Demócrata «a la americana» constituye una muestra brutal de la orientación política de aquel giro, que destruyó la mayor cultura comunista de Europa. El riesgo de deslizarse hacia la adaptación capitalista sigue siendo una advertencia fundamental para cualquier estrategia que coloque un peso importante en la lucha al interior de las instituciones de la democracia liberal. A menudo las sofisticaciones teóricas no son otra cosa que la racionalización de decisiones políticas más prosaicas. En el caso del eurocomunismo, muchas de sus innovaciones teóricas se vinculaban a la necesidad de justificar el acceso al gobierno en el marco de alianzas con fuerzas socialdemócratas o burguesas. El acierto político de Mandel y Anderson fue compensado sin embargo por cierto conservadorismo teórico[1]. Por su parte, Poulantzas, Miliband o Buci-Glucksmann aportaron novedades a la teoría y la estrategia socialista sobre las cuales vale la pena volver de forma más detenida, más allá de los compromisos políticos o la coyuntura en la que surgieron.
Anticipando una explicación que tendrá muchos continuadores célebres, incluso fuera del marxismo (Durkheim, Parson), Engels hace del Estado el resultado de un proceso de diferenciación social producto del desarrollo de la división del trabajo. Aunque esto no significa, como aclara Antoine Artous, y a diferencia de la sociología burguesa de los siglos XIX y XX, que Engels reduzca al Estado a
Entender la aparición del poder estatal como resultado de un proceso de diferenciación social favorece una comprensión instrumental de la relación entre el Estado y la clase dominante. El desarrollo de división del trabajo produce, por un lado, la diferenciación de una institución política específica, el Estado, y, por otro, de una clase económica dominante, que por su predominio social puede hacer uso de éste para consolidar su dominación (Artous, 2016, 278). La clase dominante aparece constituida plenamente en un plano económico preestatal para luego servirse del Estado con el objeto de consolidar su dominación.
Este abordaje, a su vez, también ofrece una primera explicación de la autonomía estatal, por medio de una argumentación que tendrá una larga vigencia en el marxismo. El Estado «es, por regla general, el Estado de la clase más poderosa», a excepción de coyunturas particulares donde las relaciones de fuerza sociales se equilibran al extremo: «hay periodos en que las clases en lucha están tan equilibradas, que el Poder del Estado, como mediador aparente, adquiere cierta independencia momentánea respecto a una y otra» (Engels, 2017, 229).
Un segundo texto de Engels complementa a este, específicamente en relación a la temática un tanto ambigua de la extinción del Estado: el Anti-Dühring. Según Engels, el Estado comenzará a extinguirse en el mismo momento en que estatice los medios de producción.
Si el Estado puede extinguirse de esta forma es porque, como afirma Artous, «para Engels, el capitalismo se caracteriza únicamente por la contradicción entre la socialización de las fuerzas productivas y la propiedad privada de los medios de producción (…). La supresión de la propiedad privada permite que se desarrolle la socialización inmanente de los individuos, impulsada por la “producción social”» (2016, 41-42).
En El Estado y la Revolución, Lenin continua de principio a fin esta línea argumental. En efecto, no solo toma como punto de partida la definición de Engels que antes citamos («El Estado no es de ningún modo un poder impuesto desde fuera…»), sino que también desarrolla un enfoque similar al del Anti-Dühring cuando postula al desarrollo industrial que el capitalismo estaba desplegando como la base sobre la cual iba a organizarse la desaparición del Estado.
Es en estos textos fundacionales entonces (El origen de la familia, el Anti-Dühring, El Estado y la revolución) donde la concepción canónica del marxismo en relación al Estado toma forma. Resumiendo, ella se caracteriza por: a) formular una concepción transhistórica del Estado, que no percibe la especificidad del Estado moderno en contraste con las sociedades precapitalistas; b) hacer del Estado el producto del proceso de diferenciación social producido por la división del trabajo; c) concebir de forma instrumental la relación entre el Estado y la clase dominante.
La perspectiva programática de esta concepción es la desaparición del Estado como tal (no solo del Estado capitalista) en una futura sociedad liberada de la dominación de clase, donde solo quedaría lugar para la mera «administración de las cosas y la dirección de los procesos productivos» (Engels, 1968, 278). Es decir, luego de la emancipación social, solo se conservan problemas técnicos en torno a las «cosas», y ya no conflictos políticos entre las personas que requieren de la mediación política.
Esta ausencia de un tratamiento específico de lo político se enmarca en una posición más global que Marx habría adoptado frente a la tradición filosófica que lo precede: «El trastrocamiento de la relación entre sociedad civil y Estada operado por Marx respecto a la filosofía política de Hegel marca una verdadera ruptura con toda la tradición de la filosofía política moderna» (Bobbio, 1999: 137). La lógica de la «inversión» —por la cual donde Hegel veía al Estado ocupando el rol determinante, Marx considera al Estado como determinado y a la sociedad civil como determinante— se vincula a las dificultades de Marx para afrontar una teoría «positiva» del Estado. Esto puede apreciarse en la temática de la extinción del Estado. En efecto, la cuestión del «buen gobierno» no se plantea en Marx y Engels, y es reemplazada por la lucha por la desaparición del Estado.
Coronando su inversión de la tradición filosófica, Marx no pretende resolver en la racionalidad estatal los intereses contrapuestos y egoístas de la sociedad civil, sino que postula la absorción del Estado en la sociedad. Esta «ilusión de la extinción del Estado» conduce, siempre según Bobbio, a que el marxismo pueda desentenderse del «cómo» se gobierna, preocupado exclusivamente por el «quién» (qué clase social).
Puede concluirse entonces, si siguiéramos a Bobbio, que la inexistencia de una teoría política marxista no se debe solamente a un déficit en las prioridades que ocuparon a los marxistas, sino a que en la concepción global formulada por el marxismo no hay posibilidad, espacio o necesidad de una teoría de este tipo[2].
Esta primacía de la sociedad parece conducirnos a hacer del Estado un resultado pasivo y un epifenómeno, una entidad determinada por un elemento exterior: la estructura económica, las fuerzas productivas, la producción de la vida material. O, al menos, deja irresuelto su margen de poder y autonomía. Si hay un silencio elocuente del Marx maduro al respecto no es por falta de tiempo: se enfrentaba a una dificultad real.
Como decíamos más arriba, la reconstrucción de Bobbio fuerza una simplificación. Hay muchos elementos de la obra de Marx que nos ayudan a la construcción de una teoría del Estado. No podemos más que enumerarlos en este espacio: el análisis en estado práctico de la autonomía relativa del Estado de los escritos históricos sobre el bonapartismo; la indicación de la correlación entre, por un lado, la «abstracción» de la política moderna y la emergencia del «Estado representativo» y, por otro, la ruptura con las antiguas formas de organización sociopolíticas, de la Crítica a la filosofía del Estado de Hegel (Artous, 2016); la descripción del derecho como el correlato de la «disolución de la sociedad civil en individuos independientes», es decir, de la individualización que corresponde a la generalización de las relaciones mercantiles, presente en la Cuestión Judía; la co-constitución del Estado y la burguesía que se puede apreciar en los análisis sobre la acumulación originaria de capital; y la indicación, del libro III de El capital, de que «el fundamento oculto de toda la estructura social, y por consiguiente también de la forma política que presenta la relación de soberanía y dependencia, en suma, de la forma específica del estado existente en cada caso» se encuentra en «la relación directa entre los propietarios de las condiciones de producción y los productores directos» (Marx, 1980, 1007), es decir, en el análisis de relaciones de clase específicas, y no en un teoría general transhistórica.
No es el momento de desarrollar estas cuestiones. Tampoco nos deben llevar a la conclusión, inversa a la de Bobbio, de considerar que se trata simplemente de sistematizar y revelar los elementos ya presentes en el corpus marxiano. Marx nos legó una dificultad, algunas concepciones equívocas y otros elementos fructíferos. No una teoría sistemática en estado embrionario, que apenas necesitaría explicitación y desarrollo.
En este marco teórico se inserta y adquiere su importancia precisa la renovación del debate marxista sobre el Estado que se desarrolló durante la década de 1970, y de la cual la polémica entre Miliband y Poulantzas en las páginas de la New Left Review —a la que incorporamos la contribución de Ernesto Laclau— constituye un episodio central.
La explosión, por primera vez tras la posguerra, de una insurrección masiva en un país capitalista avanzado, es decir la huelga de 10 millones de trabajadores en los eventos de mayo-junio de 1968 en Francia, simbolizó la apertura de un nueva coyuntura. La etapa abierta dio lugar por primera vez a un ciclo de luchas verdaderamente internacional: el 68 europeo (las huelgas obreras de Francia, Italia, Inglaterra), las revueltas antiburocráticas en el Este, el Cordobazo o Tlatelolco en América Latina, el movimiento por los derechos civiles y antiguerra en EEUU, la ofensiva del Tet en Vietnam. Este ascenso de la lucha de clases suscitó un renacimiento del debate político-estratégico, probablemente la última gran discusión marxista sobre el Estado y la revolución en Occidente.
Las crecientes manifestaciones de la lucha de clase en el centro capitalista planteó, a su vez, la posibilidad de un acceso electoral al gobierno de los partidos obreros tradicionales (PS-PC), principalmente en el caso de Francia y el Programa Común. Al mismo tiempo, en estos años se desarrollaron experiencias clave, como las de la Unidad Popular en Chile y la Revolución de los Claveles en Portugal, que parecían indicar la necesidad de una redefinición estratégica. Este contexto presionaba hacia una renovación de la teoría del Estado que permitiera formular una estrategia socialista adecuada a contextos de democracias parlamentarias consolidadas, tan diferentes al Estado semiabsolutista que enfrentó la revolución rusa.
Estos tres temas van a ser precisamente las preocupaciones de las obras paralelas de Miliband y Poulantzas. La etiqueta por la que fue conocido el debate, «estructuralismo vs. instrumentalismo», probablemente no sea del todo justa; aunque tampoco del todo equivocada. Del mismo modo en que Bob Jessop se lamenta de que el calificativo «estructuralista» haya desfavorecido injustamente la recepción de Poulantzas en el mundo anglosajón —cuando, en lo fundamental, el trayecto de Poulantzas es una progresiva ruptura con su estructuralismo original, ya bastante heterodoxo incluso en Poder Político y Clases Sociales— algo equivalente puede decirse de Miliband respecto a su recepción en Europa continental y América Latina, cuando en ningún caso puede reducirse su obra a una reproducción del instrumentalismo tradicional.
Luego de las acusaciones metodológicas cruzadas (empirismo/teoricismo), lo que queda en el centro de la polémica entre estos autores es el vínculo entre el Estado y las clases y, más específicamente, el estatuto de la «autonomía relativa» del Estado. Si bien en algunos puntos la belicosidad verbal de la polémica va aumentando, las posiciones van acercándose discretamente por medio de la desradicalización de las posturas originales, es decir, del empirismo-instrumentalismo de Miliband y el teoricismo-estructuralismo de Poulantzas. Sin embargo, en la cuestión de la distinción o no entre el poder de Estado y el poder de clase se manifiesta una diferencia persistente. ¿La autonomía relativa del Estado procede del carácter contradictorio de las relaciones de fuerza entre las clases, y entonces el Estado no tiene un poder propio, sino un poder que proviene de la sociedad y de las clases sociales? ¿O la división entre lo político y lo económico característica de la modernidad capitalista confiere al Estado un poder propio y una autonomía irreductible al poder de clase? En buena medida, esta discusión que recorre la teoría marxista sobre el Estado es un problema que está en las cosas mismas. La dificultad para distinguir entre Estado y sociedad civil, y asignar las cualidades y jurisdicciones de uno y otra, es propia de una estructura social donde los límites entre el Estado y la sociedad son efectivamente porosos, ambiguos y móviles. Podemos apreciar la complejidad del tema en la variedad de posiciones al respecto de teóricos del Estado posteriores, como Fred Block, Bob Jessop, Michael Mann, Joachim Hirsch o John Holloway.
Poulantzas le confiere una importancia estratégica crucial a este punto. Asignarle un poder propio al Estado sería atravesar la frontera hacia una concepción reformista según la cual éste sería un sujeto que puede sobreponerse a las clases y dominar y regular el proceso económico. Ni instrumento ni sujeto, el Estado es el resultado de una relación de fuerza contradictoria entre las clases. Es importante aclarar aquí que lo que Poulantzas denomina «condensación material en el Estado» no constituye un mero reflejo pasivo de la sociedad. Las relaciones de fuerza entre las clases se refractan en el Estado, es decir, cambian al mismo tiempo que se expresan estatalmente. El Estado siempre tiene «una opacidad y resistencia propias» (2005, 157), una materialidad institucional que reproduce la división social del trabajo y una selectividad estructural, concepto que toma de Claus Offe, por la cual bloquea ciertas presiones y prioriza otras. De allí se deduce el carácter relativo de su autonomía.
Este límite a la autonomía, opuesto a las concepciones del Estado-sujeto, fue percibido tradicionalmente por el marxismo como una forma de protección última de la ortodoxia. Cualquier autonomía tout cour disolvería el carácter de clase del Estado y nos desplazaría a una problemática reformista —pluralista, en términos de la ciencia política anglosajona— donde las diferentes clases podrían ejercer una influencia igualitaria en el gobierno, y el Estado sería capaz de regular los desequilibrios económicos o sociales generados por el capital. El mismo Poulantzas describió este problema en su última entrevista con Stuart Hall y Alan Hunt:
El concepto de «autonomía relativa» ha sido considerado, entonces, como una resistencia ante el deslizamiento hacia la tradicional concepción reformista y pluralista del Estado. ¿Pero no es posible una interpretación inversa? Si el Estado en último término expresa fundamentalmente las correlaciones de fuerza entre las clases, ¿no se subestima su carácter de agente? Como afirma Fred Block en su crítica al concepto de autonomía relativa de Poulantzas: «una condensación no puede ejercer poder» (2020, 84). En consecuencia, ¿esto no conduce a disminuir la importancia de los proyectos estratégicos en disputa entre diferentes direcciones políticas, lo que en términos del marxismo revolucionario es fundamentalmente el problema del reformismo?
Poulantzas tiene el mérito de enfrentar con honestidad los dilemas irresueltos de la estrategia socialista en contextos de democracias capitalistas consolidadas, diferentes a las formaciones sociales donde transcurrieron los triunfos revolucionarios del siglo XX. Ninguna de las experiencias clásicas (Rusia, China, Vietnam, Cuba) parece suministrar simetrías muy directas con las características que podría adquirir un proceso de radicalización anticapitalista en una democracia parlamentaria, donde las masas inevitablemente comienzan por intentar utilizar las instituciones liberales para canalizar sus demandas. Como señaló Perry Anderson, a pesar de sus reservas ante el enfoque de Poulantzas y del eurocomunismo de izquierda, la debilidad de la tradición insurreccionalista que remite a Lenin y Trotski radica en su
Poulantzas se propone formular un enfoque estratégico adaptado a las condiciones sociales e institucionales del capitalismo avanzado. Su «vía democrática al socialismo» consiste en una estrategia dual que actúa simultáneamente en el seno del aparato del Estado, entendido como «campo estratégico de disputa», y a la vez en la lucha de masas y en la autoorganización de base. En su célebre entrevista con Henri Weber lo resume en los siguientes términos:
Es curioso que, aunque no aparezca en ningún momento de la polémica en la NLR, la vía estratégica que formula Poulantzas es ampliamente convergente con las posiciones políticas de Miliband, quien sin embargo no llegará a un desarrollo tan sistemático sobre la cuestión. En términos programáticos, esta estrategia no conduce a la democracia de los consejos sino a una radicalización democrática del Estado, que debe combinar democracia representativa y directa. Dice Miliband respecto a este punto:
Poulantzas tiene muy claro, como advierte al final de Estado, poder y socialismo, que un problema de su enfoque estratégico es el alto riesgo de «socialdemocratización». Sin embargo, la respuesta que encuentra a este riesgo omnipresente es la simple necesidad de un «amplio movimiento popular» que presione por la base. La experiencia histórica —incluyendo algunas muy recientes, como la dramática secuencia de Syriza en el gobierno griego— muestra que la movilización popular, por muy intensa que sea, siempre se topa con el margen de libertad que toda dirección política dispone y utiliza, efecto último del poder propio del Estado. Para tomar un ejemplo clásico, la revolución de noviembre de 1918 en Alemania, que concluye con los socialdemócratas mayoritarios en el poder, y Rosa Luxemburg y Karl Liebknecht asesinados por los freikorps al mando del socialdemócrata Noske, ¿fracasó por falta de presión desde abajo sobre el gobierno de Ebert o porque los socialdemócratas se hicieron con el poder con el objeto de contener la revolución y utilizaron el Estado con ese objetivo?
Si la izquierda marxista, sobre todo trotskista, ha enfatizado hasta el paroxismo la cuestión de la dirección («la crisis de la humanidad es la crisis de su dirección revolucionaria» sentencia El programa de transición) el enfoque de Poulantzas parece radicalizarse en el error inverso. En último término, su definición del Estado como condensación de relaciones de fuerza es una nueva y sofisticada forma de societalismo, de «primacía de la sociedad» en el sentido unilateral de la expresión. Poulantzas intenta resolver el problema de la dirección de un proceso de cambio en sociedades donde las instituciones democráticas y los partidos obreros reformistas cuentan con una poderosa hegemonía. Al restarle agencia, el problema de la disputa estratégica por el control del Estado tiende a desplazarse hacia la mayor o menor fuerza del movimiento popular que presiona sobre él. Más que una resolución del problema parece un desvío que en realidad anula el terreno en el que la cuestión de la dirección cobra su sentido preciso como problema.
Esto no significa que una hipótesis poulantziana «pura» pueda descartarse. Es decir, que en una eventual crisis revolucionaria en un país capitalista desarrollado lo central de la polarización política se desarrolle al interior del Estado y que un sector de él, probablemente un «gobierno de izquierda» encumbrado electoralmente, decida encarar un curso de radicalización y ruptura con la burguesía, empujado y presionado por una gran movilización popular. Pero la acumulación de experiencias fallidas de este tipo no permite descansar exclusivamente en la presunción de que la presión por la base va a ser suficiente para hacer girar al gobierno hacia el lado correcto. El movimiento de masas y sus sectores radicales no pueden desentenderse de la cuestión del gobierno, simplemente esperando que las direcciones tradicionales y mayoritarias se encaminen en la dirección esperada. La hipótesis de la presión debe combinarse entonces con la del desborde y la ruptura. Aunque llevaría otro espacio desarrollarlo, esta conclusión conduce a retomar la necesidad de alguna forma de doble poder, en el que pueda expresarse con mayor fuerza la radicalidad de las masas, siempre y cuando no se lo considere completamente exterior a las instituciones vigentes.
[1] La reacción de Mandel y Anderson frente a algunas de las novedades teóricas del eurocomunismo de izquierda, que a sus ojos aparecían como la racionalización sofisticada de un giro político a la derecha, no contradice que ambos autores formularon aportes sustantivos en el campo del Estado y la estrategia que no se redujeron a la reproducción de la ortodoxia. Mandel desde los años sesenta insistió en que era probable un nuevo tipo de crisis revolucionaria, diferente a las crisis de colapso de la salida de la Primera Guerra Mundial, y postulaba, por ende, la necesidad de un proceso revolucionario prolongado dentro del cual no podía descartarse un «gobierno obrero» que se inscribiera, al menos parcialmente, en el seno de las viejas instituciones. A su vez, su análisis del capitalismo de bienestar keynesiano («capitalismo tardío», según su fórmula), que incluyó el estudio de los cambios en el Estado, es un aporte sin paralelo en la literatura marxista de posguerra.
Por su lado, Anderson escribe un texto clásico, a la vez brillante e injusto sobre Gramsci. Por un lado, critica inmerecidamente a los Cuadernos de la Cárcel por conducir a antinomias que servirían de pretexto para una política reformista. Por otro, formula aportes significativos a la cuestión del Estado, como la indicación de que la fuerza de la dominación en Occidente no se reduce a la fortaleza de la sociedad civil sino que radica fundamentalmente en la naturaleza de la sociedad política, es decir, en el Estado democrático representativo. «La forma general del estado representativo – democracia burguesa – es en si misma el principal cerrojo ideológico del capitalismo occidental (…) la novedad de este consenso es que adopta la forma fundamental de una creencia por las masas de que ellas ejercen una autodeterminación definitiva en el interior del orden social existente. No es, pues, la aceptación de la superioridad de una clase dirigente reconocida (ideología feudal), sino la creencia en la igualdad democrática de todos los ciudadanos en el gobierno de la nación –en otras palabras, incredulidad en la existencia de cualquier clase dominante» (2018, 74-78). Por otro lado, su estudio sobre el Estado absolutista sigue siendo una referencia central, donde muestra una habilidad historiográfica excepcional para analizar formas mixtas y complejas en procesos de transición entre modos de producción, incluyendo análisis sutiles sobre la relación entre el Estado y las clases sociales.
[2] Además de Bobbio y de los intelectuales italianos que intervinieron en la polémica por él abierta (Cerroni, Vacca, Negri, Ingrao), otros autores provenientes del marxismo formularon críticas sustantivas a la tradición marxista en este terreno. Colletti había afirmado, poco tiempo antes que Bobbio y en una dirección muy similar, que el escaso desarrollo de una teoría política en el marxismo era la consecuencia de la errónea confianza de Marx y de Lenin en una transición extremadamente rápida al socialismo. En otro contexto intelectual, Claude Lefort (1990) formuló su famosa crítica a la supuesta incomprensión de Marx de la «revolución política moderna», que implica la incomprensión del papel de los derechos humanos, la democracia y el Estado modernos. Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, por su lado, a partir de Hegemonía y estrategia socialista (1987) cuestionan lo que entienden como un determinismo económico consustancial al marxismo, que conduciría a una fallida lógica de la necesidad histórica, incapaz de pensar la contingencia y la política.
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