«La historia de los esfuerzos del hombre destinados a subyugar la naturaleza es también la historia del sojuzgamiento del hombre por el hombre»
(Max Horkheimer)
La devastación planetaria se expande aceleradamente al ritmo de la economía de libre mercado sin contemplación. El deterioro ecológico y ambiental no cede, aún en momentos críticos donde las repercusiones en la biosfera emergen a la vista de todos, sin ocultación. Las fuerzas progresivas de la economía del capital perpetúan la desnaturalización del ser humano, separándolo de su naturaleza humana y no humana para su dominación y control, diluyendo la unicidad y reciprocidad en la reproducción de la vida para sustentar un modelo «civilizatorio» de crecimiento y desarrollo sobre la base de la acumulación.
El tiempo teleológico de la economía hacia el infinito mantiene a la naturaleza bajo amenaza. La capacidad biofísica —finita— del planeta zozobra sus fuentes de vida irreversiblemente. Ecosistemas destruidos, aire, suelo y agua contaminados, biodiversidad reducida y alteraciones climáticas, exponen algunas secuelas de un modelo económico de alta entropía y carente de límites, guiado por la noción de acumulación constante con la mirada puesta en el ideal de «progreso». La inconmensurable insaciabilidad crematística asume inherentemente la avaricia ilimitada, retrotrayendo una maldición mitológica en la búsqueda del fin de la vida. El ansia de ganancias ilimitadas —el tocar con el dedo todo aquello para mercantilizarlo mediante la apropiación destructiva— redime a Midas como prolegómeno de un futuro quimérico no muy lejano, ante la pretensión de arraigar la instrumentalidad de la naturaleza con el fin de obtener riqueza monetaria.
La significación instrumentalista de la naturaleza como riqueza monetaria, recurso o insumo productivo, resuena en los discursos economicistas en la reivindicación desarrollista; de ahí la resonancia del dicho que alguna vez aludió Humboldt sobre la necesidad de aprovechar las ventajas comparativas de nuestra riqueza natural: «no podemos ser mendigos sentados en un saco de oro». El eco del discurso ha resonado en las economías del Sur global, manteniendo ciclos constantes de extracción y especialización productiva —desde la articulación del mundo en función del capital— sobre la base de la reificación y valoración mercantil de la vida; un matricidio constante en función de la reproducción del mundo de las mercancías.
Entre la multiplicidad crítica de la reproducción de la economía de mercado subyace la oposición entre la estructura productiva y consuntiva y la capacidad biofísica del planeta, una paradoja que deviene en un deterioro y agotamiento de la naturaleza y sus servicios. El modelo económico hegemónico avanza como locomotora obnubilando su devenir. En su trayecto ha llegado a un punto de inflexión al convertir la «pretensión civilizatoria» en una barbarie ecológica y ambiental. Walter Benjamin aludió a la idea del progreso infinito de la sociedad moderna como «la catástrofe». Quizá, siguiendo su afirmación, es tiempo de tirar del freno de emergencia para no colapsar ante la destrucción de aquello que nos permite vivir. Las circunstancias exigen edificar otra economía, donde la centralidad radique en la vida, en la unidad orgánica y recíproca entre el ser humano y la naturaleza y en formas de apropiación menos agresivas.
La locomotora del progreso circunda la tragedia en la que ningún valor monetario permitirá la reproducción de seres humanos y no humanos. Corremos el riesgo —como Midas— de teñir nuestro mundo de valores inertes ante la codicia incesante de la racionalidad económica, perdiendo la biocapacidad que permite el fluir de la vida. El tiempo de la economía crematística devela insustentabilidad e insostenibilidad, la naturaleza requiere alternativas económicas que trastoquen el problema sustancial productivo, consuntivo, instrumentalista e imperioso, al tiempo que arrope otras epistemologías de vivir con resignificaciones en la relación orgánica entre el ser humano y la naturaleza y en el fin social de la humanidad.
Es urgente otra economía, que renuncie a reificar la naturaleza con fines crematísticos y comience a mirarla como sujeto inherente al desenvolvimiento de la vida. Una mirada desde la imbricación entre seres humanos y no humanos para cimentar las bases de una organización orgánica en la que comunidad y naturaleza restablezcan el balance contra el desequilibrio, la imposición, el saqueo y la rapiña de las leyes del mercado.