«No podemos estar equivocándonos nunca, sin
llegar nunca, empezando siempre»
Héctor P. Agosti. Diario personal inédito
Héctor P. Agosti fue un dirigente del Partido Comunista de la Argentina. Un intelectual de Partido. Se cumplen 110 años de su natalicio el 20 de agosto (falleció el 29 de julio de 1984). Escribió una veintena de libros y dirigió desde 1952 hasta su muerte la revista libro Cuadernos de Cultura, «la más antigua, tenaz y comprometida revista de nuestro país», según afirmó Abelardo Castillo. Sin embargo, no fue profesor universitario, no publicó en editoriales comerciales, no fue convocado a participar de actividades del campo académico, no obtuvo beca alguna, no escribió papers.
Sí estuvo muchos años preso, exiliado, censurado y casi siempre «ninguneado» por su condición de militante comunista. Vivió prácticamente toda su vida adulta en la clandestinidad o semiclandestinidad, tal como la organización a la que perteneció desde sus 17 años. Sí recibió el Premio a trayectoria de la SADE —de la cual fue dirigente— en 1982, y en donde fueron velados sus restos. En definitiva, el de Agosti es el perfil de un intelectual que intentó dar coherencia a la teoría y la práctica en tiempos riesgosos: de guerra fría, dictaduras, democracias «proscriptivas» y persecuciones.
Agosti es reconocido por impulsar la edición de las Obras de Gramsci en la Argentina. Identificando esa nutriente en su obra aquí nos detendremos en la relectura del proceso histórico para establecer un hilo conductor entre la tradición plebeya y democrática y la cultura nacional y popular sintetizada en el socialismo, en contrapunto con las visiones revisionistas y liberales. Para él, ese análisis no era un problema cultural. En su cuaderno personal afirmó: «Pero algo debía existir sin duda en la trama de nuestros datos sociales para que el partido de la clase obrera no alcanzara a convertirse todavía en el centro inspirador de la vida nacional». Es decir, para Agosti esa relectura era imprescindible para que el marxismo —y su partido— ocupe un lugar destacado en las batallas contrahegemónicas.
La cultura nacional y popular contra el revisionismo y el mito liberal
Gramsci ingresó en el acervo cultural del comunismo argentino a partir de dos artículos de Palmiro Togliatti publicados en Cuadernos de Cultura (1953). Agosti se sirvió de las reflexiones del dirigente italiano para lanzar una batalla al interior de la organización sobre ciertos yerros metodológicos, sobre el economicismo y sobre cómo se concebía la identidad nacional.
Respecto del primer punto, Agosti planteó que era necesario explicarse la «derrota» que significó el ascenso y consolidación del peronismo, sobre todo en la clase obrera, no atribuyéndolo —como Benedetto Croce— a «lo irracional, a la peste del intelecto, de la mente, del sentimiento, sino comprendiéndolo en su curso histórico» (Togliatti, 1953), adentrándose en el substrato cultural de nuestra historia para explicar la derrota del «clasismo» y crear condiciones para la acción política junto a las masas.
Sobre el segundo punto, el pensamiento de Gramsci le permitió profundizar las peleas que venía realizando contra el reduccionismo positivista del marxismo tan propio del estalinismo imperante. Finalmente, se planteaba la necesidad de indagar en la historia para encontrar los elementos argentinos de una tradición socialista. Para realizar esa búsqueda retomó el hilo trazado por Francesco De Sanctis, quien distinguía la tradición liberal y la democrática, deviniendo solamente esta última en socialista y marxista.
Agosti comenzó así una relectura de la historia patria que aspiraba, por un lado, a separar la historiografía liberal de la izquierda marxiana y, por el otro, a recoger una herencia democrática y no liberal en las raíces de la Nación en el marco de una feroz lucha contra el revisionismo.
En 1951 Agosti publicó su libro Echeverría, amparado en las novedosas categorías gramscianas. Allí presentó su aproximación teórica a dos problemas significativos en la tradición partidaria: el lugar de la burguesía en la revolución antimperialista y el lugar del liberalismo historiográfico. En relación al primer punto, caracterizó a la revolución burguesa como «revolución inconclusa (…) porque la burguesía nativa tenía, por su propia debilidad, una conciencia de clase de tipo defensiva, recelosa de (…) las masas sin haber pasado plenamente por las exaltaciones revolucionarias de esa misma conciencia». De esta manera, Agosti condenaba a la burguesía a un lugar secundario, cuando no nulo, en el proceso revolucionario.
En cuanto al segundo punto, intentó plantear una línea revolucionaria de Mayo, que reconocía como eje a su carácter plebeyo y democrático, diferenciándolo de la interpretación clásica de la historiografía liberal —tan influyente en el PCA— y de la del nacionalismo revisionista. (1951, p. 20-21). Ese hilo lo desplegó en dos libros: uno de 1959, Nación y Cultura, y otro de 1979, Ideología y Cultura. En el primero destacó ese carácter de Mayo como revolución inconclusa, lo que implicó un desarrollo de la cultura nacional de forma anómala, con identidades no siempre claramente integradas a la cultura nacional así como otras sobredimensionadas en su función y papel real. Para explicarlo abordó dos problemas de raíz teórica: el problema de la tradición y el de la forma en que se entrelazaba lo nacional con el internacionalismo.
El concepto de tradición era rechazado por cierta literatura marxista para la formulación de análisis culturales por considerarlo conservador o como un elemento muerto del pasado, frente a la renovación, a lo nuevo. Sin embargo, para Agosti se transformó en una clave en la lucha por la hegemonía. Él planteaba que la tradición debía ser comprendida «como necesidad de sustentación histórica de un pueblo» (1982, p.119) y esa tradición fue construida, seleccionada con ciertas prácticas o significados que fueron «olvidadas» y otras resignificadas. Esto hacía indudable que la tradición comprende un aspecto sociocultural del presente que aspira a explicar o justificar la dominación de una clase específica en un momento histórico determinado. La tradición entonces es un pasado que pretende influir en el presente y establecer cierta tendencia de futuro genuino para esa sociedad determinada.
De alguna manera, Agosti podría suscribir las palabras de Williams, cuando considera a la tradición como un proceso hegemónico «(…) deliberadamente selectivo y conectivo que ofrece una ratificación cultural e histórica de un orden contemporáneo» (1980, p.138). Apoderarse de la tradición y poder establecer qué es plagio o no en la conformación de la nacionalidad se transformaba entonces en una disputa por la hegemonía. De allí se desprende la intencionalidad de Agosti al desarrollar en Nación y Cultura una explicación sociocultural que fundamentara por qué en el nuevo contexto sociopolítico la lucha por una nueva cultura requería demostrar que la tradición democrática, nacional, popular y revolucionaria se sintetizaría en una nueva cultura que sería socialista por su contenido y nacional por su forma, tal como lo había propuesto Togliatti.
Para cumplir dicho objetivo fue que desarrolló los dos puntos antes señalados: la dinámica histórica contradictoria en la conformación de la nación y la complejidad del vínculo entre lo nacional y lo internacional en ese proceso constitutivo.
Agosti comenzó situando a la cultura fuera del espacio de la metafísica o de cualquier variante elitista. Remarcó su origen material tanto en su origen etimológico (cultivo) como en el hecho concreto de que el hombre para poder desarrollar sus actividades «espirituales», para poder «hacer historia» requiere previamente resolver su propia existencia material como comer, vestirse, etc. Dado que el sistema capitalista implica por definición que estamos en sociedades escindidas en clases y por lo tanto frente a antagonismos irreconciliables que generan una sociedad contradictoria, la cultura entonces también se manifiesta como entidad contradictoria «desde y sobre la propia sociedad». En definitiva, ese ordenamiento de lo que podríamos denominar la cultura popular, esa cosmovisión que se recorre como «sentido común» a toda la sociedad no es neutro y encierra en su seno culturas contradictorias. (1979, p. 25).
Apoyándose en Lenin, afirmaba que en cada cultura nacional existen —aunque sea embrionariamente— elementos de cultura democrática y socialista, ya que en cada nación hay una masa de trabajadores y explotados cuyas condiciones de vida engendran inevitablemente una ideología democrática y socialista. Sin embargo, en cada nación existe asimismo una cultura burguesa, que por «representar a la clase económicamente dominante es la cultura dominante» (1979, p.36). Tomando esta idea como punto de partida, Agosti intentó rastrear los elementos de esa cultura democrática y socialista de las clases subalternas que fueron relegados, cooptados por la hegemonía burguesa. Porque si al pueblo corresponde la soberanía de la nación, solo puede computarse como nacional lo que haya servido directa o tangencialmente a un legítimo interés popular, y en definitiva entonces será parte de la cultura nacional y popular todo lo que rescate, proyecte e impulse los valores que apuntalen la conformación de un nuevo bloque histórico.
Ahora bien, Agosti se preguntaba qué fuerzas ideológicas, qué interpretaciones históricas impedían una cabal comprensión acerca de nuestra identidad colectiva y por lo tanto obturaban la conformación y desarrollo de esa nueva cultura. Su respuesta fue que quienes fermentaron y cumplieron ese papel fueron tanto el nacionalismo como el liberalismo, y por eso el marxismo debía «arreglar cuentas» con ellos, y así abrir la posibilidad para la emergencia de aquellos elementos de buen sentido que existían en las clases subalternas.
A ambos acusa Agosti de analizar el problema de la identidad colectiva a partir de un «metafísica telúrica del ser nacional», amputando toda referencia a las relaciones sociales reales como puntos de partida para cualquier explicación cultural. Denuncia que, de esta manera, tanto el nacionalismo como el liberalismo caen en un perimido determinismo geográfico a partir del cual explican nuestra tendencia a la soledad como esencialidad del «ser nacional», al margen y en una amputación de la noción de cambio en el proceso histórico concreto. En esos planteos coincidieron —según Agosti— tanto un representante del liberalismo, como Mallea, como uno del nacionalismo, como Scalabrini Ortiz (1982, pp. 87 y 254).
En particular, la crítica de Agosti al nacionalismo viene desarrollada a partir de la teoría de las «dos Argentinas» que ellos sustentaban. Para los nacionalistas, existía una Argentina de Córdoba al norte, penetrando Bolivia hasta el corazón del continente, que sería la indígena, la verdaderamente americana; y otra, la de la «pampa gringa», que aparecería «injertándose sobre el tronco» de nuestra nacionalidad.
Dentro de esta lectura ubicó a su vez dos tendencias: una que pretendió el entronque con aquel pasado indígena y otra que valorizó la raíz hispánica. Advierte, sin embargo, que ambas coinciden en puntos claves: primero, el irracionalismo y la intuición como camino para encontrar una esencialidad argentina inmodificable que habría que descifrar; segundo, la mirada sobre el pasado argentino en el que rechazan el proceso iniciado en Mayo, la generación del 37 y al laicismo del 80, y al mismo tiempo rescatan a los caudillos como representantes de las masas populares; y tercero, la visualización general que hacen del proceso inmigratorio como un elemento de negatividad en la conformación de la identidad nacional.
Las críticas de Agosti reconocen también tres ejes. Primero, que al abordar el tema de lo nacional y lo extranjero obvian realizar un análisis histórico que explique el entrelazamiento de intereses entre la oligarquía terrateniente y el imperialismo e incluso que no puedan entender que tanto la política liberal como la de Rosas «coinciden, efectivamente, en hacer de Buenos Aires el puerto único al servicio de los intereses comerciales de una minoría oligárquica» (1959, p.56). En segundo lugar, señalaba su rasgo populista al considerar que todo lo que hacen las masas está bien o debe ser aceptado sin más y de allí deducen como popular a los «señores» quienes defienden sus «privilegios feudales» por más que se mimeticen con los sectores populares en sus vestimentas y en otros códigos culturales secundarios.
El tercer rasgo —que, en rigor, es tal vez el eje de la preocupación de Agosti— era el papel y la función del gringaje en la conformación de la identidad nacional. Este era para Agosti un dato insoslayable, objetivo para cualquier análisis de la cultura: siguiendo a Korn, afirmaba que fueron el sudor y el esperma del gringo los que transformaron al país, a tal punto que su incorporación mezcló sangre, tradiciones, costumbres, perfiles psicológicos, lenguas y culturas que plasmaron esta nueva nacionalidad. Pero no solo eso, sino que fue el aporte cultural de los «gringos» lo que permitió la formación de los primeros sindicatos y el arribo con ellos del marxismo.
Sucede que, para Agosti, en contraposición con cualquier reduccionismo economicista, el análisis de la clase obrera no podía limitarse al hecho económico, sino que su formación como clase era también y sustancialmente un hecho político y cultural que debía ser observado y resignificado desde esa totalidad.
Por eso computaba que la teoría de las dos Argentinas no podía explicar el desarrollo desigual y combinado de nuestro país, que era en realidad producto del accionar del imperialismo. Al reducir el conflicto a una relación de dominio Buenos Aires-Interior, los nacionalistas ubican a este último como el portador de una supuesta verdadera nacionalidad y proscriben de esa manera no tanto a Buenos Aires sino al proletariado industrial al que intentan expulsar de esa identidad nacional. E insistimos, este era para Agosti el hecho más importante de la Argentina moderna «(…) la aparición del proletariado como entidad independiente y definida dentro del proceso de producción» y por ello «ninguna política cultural es posible prescindiendo de este hecho» (1982, p.50).
Sin embargo, Agosti observaba que el nacionalismo, a pesar de esos lastres ideológicos —su matriz conservadora y retardataria, anclada en el hispanismo católico— pudo visualizar algunos aspectos parciales del papel desnacionalizador de la cultura que le cupo al liberalismo. Para Agosti era una deuda de la izquierda el haber permitido que el sentimiento nacionalista, «que en política se explica por una voluntad de independencia económica y cultural arraigada en muchos sectores» e «implica justamente la combinación de lo nacional y lo popular» haya quedado como parte de la política cultural de la clase dominante y no hubiese una lectura desde las clases subalternas, perdiendo un espacio en la batalla cultural contra el imperialismo (1982, pp. 232 – 233).
El liberalismo, o la corrección de los excesos de la Revolución Francesa
Agosti caracteriza al liberalismo emparentándolo con el «sutilísimo proceso de desnacionalización de nuestra cultura: algo así como el rompimiento de nuestra tradición revolucionaria, no al estilo violento de los revisionistas, sino más compuestamente, respetándola en la apariencia, pero esterilizando o desvirtuando su contenido», al mismo tiempo que intentando poner como sinónimos al liberalismo y la democracia (1982, p. 240). Contra esa tendencia arremetió en El mito liberal, en el cual pretendió realizar un ajuste de cuentas definitivo con el liberalismo. Como parte de la explicación del lugar de la clase obrera y del marxismo en la identidad cultural nacional, Agosti debía ahora demostrar que el socialismo —como lo había dicho Mariátegui— era la antítesis del liberalismo aunque se haya nutrido de su experiencia.
En ese libro plantearía una distinción radical entre la tradición liberal y la democrática, no existiendo posibilidad alguna de subsumir la segunda en la primera. Se propuso asimismo refutar en el terreno teórico los principios doctrinales del liberalismo, y demostrar a partir de allí su agotamiento histórico. Para eso escudriñó los principios fundantes del liberalismo: libertad, igualdad y propiedad, para demostrar que era una ideología en el sentido de falsa conciencia y por ello incapaz de dar cuenta de la realidad en su dinámica histórica.
La libertad y la igualdad no eran principios «reales» que pudieran sustentar el liberalismo, y esto era así hasta por su propia raíz histórica. Sucede que para Agosti el liberalismo apareció como corrección de los excesos de la revolución francesa, como negación de la doctrina democrática de Rousseau y Robespierre, e implicó una atenuación de la soberanía popular. Es decir, ubica como padres del liberalismo a Benjamín Constant, Jeremy Bentham y Stuart Mill, quienes en su hora repudiaron a toda forma primaria de soberanía popular, a todo tipo de mecanismo de consulta permanente (como fueron las asambleas directas de las democracias revolucionarias en la época de Robespierre) y establecieron como la base del derecho electoral el censo de propiedad. Es en ese punto que el liberalismo representa una doctrina de exclusión: por ejemplo, que la libertad que proclama Bentham para los empresarios debía ser completada con los panópticos para los obreros (1959, pp.34 y ss.).
Es decir que para Agosti el liberalismo fue una deformación de la democracia burguesa revolucionaria representada por Rousseau, por Diderot o por Robespierre o la sustentada por los primeros utopistas. No fue, como sostienen sus defensores, un perfeccionamiento en el orden de los derechos individuales, sino todo lo contrario. Y de esa forma llegaba Agosti al nudo de su objetivo para —apoyándose en Francesco de Sanctis— distinguir dos escuelas antitéticas y no complementarias de la emergencia revolucionaria de fines del siglo XVIII y comienzos del XIX: la democrática y la liberal.
La primera es heredera de la tradición del gran siglo XVIII y es la que plantea «una nueva sociedad fundada sobre la justicia distributiva, sobre la igualdad de derecho». Agosti subrayaba que «donde hay desigualdad, la libertad puede encontrarse escrita en las leyes, en la constitución, pero no es cosa real, porque persisten las clases: no es libre el campesino que depende del propietario, no es libre el cliente que continúa sometido al patrón…» (1959, p. 44). Y esa es la diferencia sustancial con la tradición liberal.
No aceptaba la definición de democracia sin adjetivos y situó con precisión el problema cuando distinguió también a la democracia formal y a la real. La primera remitiría a los principios abstractos antes enumerados de la igualdad en la libertad e independencia privadas y la otra, la que se correspondería con las «verdaderas necesidades del pueblo» (1959, p.90). Ese era el problema a resolver por la nueva cultura: desde una línea antiliberal y democrática demostrar que la insatisfacción de las necesidades del pueblo constituye el contenido de la sociedad capitalista, expresado por la ideología liberal y por lo tanto la antítesis de los principios reclamados por los voceros de la democracia revolucionaria (1959, pp.86)
En esa línea avanzó para definir a la democracia liberal burguesa —siguiendo a Lenin y a Engels— como el «ejercicio de la dictadura política de una clase capitalista sobre el conjunto de la población» (1959, pp.123 y ss.). Observaba que la misma conjugaba los elementos de la coacción con otros más sutiles que se correspondían con los de la hegemonía ideológica, que transforman a capas importantes de la sociedad, agobiadas por su situación material concreta en sostenes de las propias clases dominantes, producto de esa construcción histórica selectiva que son las tradiciones (que muchas veces se expresan, por ejemplo, en las costumbres o en los prejuicios).
Desde allí se adentraba en el lugar del Estado (la organización de la coacción social) en la sociedad capitalista, el que según la doctrina liberal debe ser limitado a un mínimo indispensable. Agosti exclamaría que ese mínimo era en lo referente a no estorbar la iniciativa privada de los empresarios en nombre de la libertad, pero que paralelamente era para interrumpir toda iniciativa de los trabajadores libres en nombre del orden.
Por este hilo histórico que trazó Agosti es que pudo explicar la complacencia del liberalismo con el fascismo, no como un renuncio de los primeros sino como parte de su propia ideología de clase, sin por ello caer en caracterizaciones rápidas como las formuladas durante el denominado «tercer período» de la Tercera Internacional. Porque él observaba un único hilo conductor entre el fascismo y el liberalismo, fundamentado en la propia experiencia histórica italiana en la cual, efectivamente, los liberales dotaron de plenos poderes a Mussolini para «meter en cintura» a los obreros huelguistas.
Agosti y Mariátegui
Agosti estuvo preso casi seis años durante la «década infame» y allí escribió El hombre prisionero, en donde destacó que «En nuestra América solo dos grandes figuras ejemplifican al verdadero revolucionario. Uno es Mariátegui, el magnífico escritor que desde un sillón de inválido promueve la organización del proletariado peruano. La otra es Mella…» (1976, p.84). Antes de morir estaba elaborando un libro sobre el autor de los Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana. Su «diálogo» con el Amauta lo acompañó a lo largo de toda su obra, con preocupaciones y definiciones comunes como lo muestran los libros.
Agosti se preguntaba por las causas que produjeron la falta de correspondencia entre la nación y la cultura para afirmar que era la inexistencia de una burguesía nacional capaz de jugar su papel histórico de conformador de la nación por su propia necesidad de un mercado homogéneo. Por eso explicaba que aunque la independencia colonial no había sido plena y había dejado lastres de dominio imperialista (que, junto a la oligarquía como negación de la nación, actuaron sobre la desnacionalización de nuestra cultura), el origen de esa desnacionalización debía buscarse en la «deserción de la burguesía como clase potencialmente revolucionaria (como grupo dirigente de la nación) o, por lo menos, de las conciliaciones o combinaciones de esas clases con la oligarquía terrateniente» (1982, p.70).
Y en esa clave —la deserción de la burguesía como clase dirigente— pretendió demostrar que la tradición democrática, nacional y popular encontraba a su portavoz más autorizado en el socialismo, fundado —para él— en el marxismo-leninismo. Es indudable que varios de estos tópicos lo acercan dentro del marxismo latinoamericano mucho más a José C. Mariátegui que a su maestro Aníbal Ponce: el abordaje del problema de la nación y su identidad colectiva, articulado con el internacionalismo; el nacionalismo revolucionario como socialismo; el socialismo como repuesta antinómica al liberalismo; la burguesía como clase parasitaria.
Sobre el primer punto, a modo de ejemplo, podemos relacionar el planteo de Agosti que tomaba como su punto de partida echeverriano la necesidad de tener «un ojo clavado en la república y otro en el corazón de las naciones» con el formulado por Mariátegui «por los caminos universales, ecuménicos que tanto nos reprochan, nos vamos acercando cada vez más a nosotros mismos». En ambos casos el internacionalismo es fuente nutriente del nacionalismo. Otro punto en el que cruzó sus inquietudes con las del Amauta fue en la búsqueda por construir un nacionalismo revolucionario, que para serlo debía necesariamente ser socialista. También fue punto de contacto el reconocimiento de que el socialismo es la antinomia del liberalismo, aunque nazca de su entraña.
Y finalmente, aquella clave mariateguiana acerca de que la patria enajenada por el capitalismo debía ser restituida por el socialismo, porque la burguesía había desertado de su función histórica, aunque Agosti este último punto no pudo transformarlo en línea política sino en una enunciación histórico cultural. Muchos de los temas abordados por Agosti para la realidad histórica Argentina fueron parte de sustanciales problemas del marxismo en América Latina. Ambos también coincidieron en la necesidad de ser parte integrante de un partido de la clase obrera. En palabras de Agosti: «el sentimiento nacional tiene su cauce mas legítimo en el partido de la clase obrera, por lo mismo que actúa simultáneamente contra la seducción imperialista del cosmopolitismo y contra las trampas reaccionarias del nacionalismo burgués» (1982, p. 236).
Sin embargo en esa disputa por la tradición y la herencia histórica Agosti afirmó que los comunistas debían precaverse «…contra la idea de que somos, simplemente los continuadores de la tradición progresista. Lo somos, sí, en el sentido de que nada proviene de la nada, pero no lo somos en cuanto la teoría histórica del proletariado representa una nueva categoría en el pensamiento, cualitativamente diferente, que afirma lo adquirido para resolverlo en una nueva realidad y en una nueva dimensión del hombre» (1969, p. 45). Esta última frase estaba ubicando no solo la distancia cualitativa entre la tradición liberal progresista y la marxista sino también entre la de su propio partido y la que pretendía refundar él, desde claves gramscianas en polémica con el nacionalismo y el liberalismo, ubicando la lucha ideológica como un ingrediente dinamizador, acelerante del curso histórico, clave para la construcción de la contrahegemonía político cultural.
En definitiva, Agosti fue un intelectual de partido. Su obra debe ser leída en esa tensión y desde una premisa: para Agosti, la única posibilidad de influir en la política de la clase obrera que tenía un intelectual era —como para Gramsci y Mariátegui— desde el Partido. Las experiencias de Togliatti, de Garaudy o de Arismendi así se lo demostraban. Consideraba que la fidelidad al Partido de esos intelectuales fue la que les otorgó la posibilidad de incidir en la política. La otra opción, el alejamiento del Partido para preservar su autonomía crítica, concluía en el aislamiento y en la esterilidad política, sin influencia ni en el partido ni en la clase, y por ello no contribuía a la revolución social.
Bibliografía
Héctor P. Agosti: El hombre prisionero, Buenos Aires, Axioma, 1976. 1ra edición, Claridad, 1938,
————– «La teoría de la revolución en Echeverría», Cuaderno de Cultura, Mayo de 1951, número 3, p. 20-21.
————– Nación y Cultura, Buenos Aires, CEAL, 1982. 1ra edición 1959.
————– El mito Liberal. Buenos Aires, Lautaro, 1959.
————– Para una política de la cultura, Buenos Aires, Medio Siglo, 1969. 1ra edición, Procyón, 1956.
————– A veces lloro sin querer (Diálogo con Hugo Lamel), texto inédito, FHPA/CEDINCI.
Mariátegui, José Carlos: Obras, La Habana, Casa de las Américas, 1982, Tomo I y II.,
Togliatti, Palmiro: «El antifascismo de Antonio Gramsci». En Cuadernos de Cultura, febrero de 1953, Número 9-10.
————– «Problemas de la cultura», en Cuadernos de Cultura, Julio de 1953, Nº 12.
- Williams: Marxismo y Literatura. Barcelona, Península, 1980.