Durante los últimos dieciséis años, Edith Guttierez trabajó en muchas ocasiones turnos de veinticuatro horas como cuidadora domiciliaria en Nueva York. Sin embargo, le pagan solo el equivalente a la mitad de ese tiempo.
Y no es la única. Alrededor del 8% de las 240 000 cuidadoras domiciliarias de Nueva York trabajan turnos de veinticuatro horas, en muchos casos sin ningún intervalo. El descanso es intermitente y dormir de verdad es prácticamente imposible. Casi todas mujeres de color e inmigrantes, estas trabajadoras son responsables por la salud y la seguridad de quienes necesitan cuidados constantes.
El hecho de que este tipo de hurto del salario y del tiempo se perpetúe –de hecho, la situación empeoró durante la pandemia– es un testamento al estado ruinoso de la legislación laboral estadounidense. Pero también refleja un desafortunado sesgo cultural: el trabajo de cuidados «no tiene precio»; luego, no lo valoramos en absoluto.
Lo cierto es que el trabajo de cuidados es indispensable para la sociedad. Sin él «la economía», al menos tal como se la concibe con frecuencia, dejaría de existir. Fue gracias a que existen personas que se ocupan de los hospitales, de los hospicios, de las guarderías y de los hogares, que muchos de nosotros logramos sobrevivir y trabajar el año pasado.
Sin embargo, el impulso del capitalismo a perjudicar a quienes realizan tareas de cuidados esenciales –remuneradas o no– es una constante. Esta «tendencia a la crisis» –para retomar la expresión de Nancy Fraser– que socava el mismo trabajo que garantiza la existencia de todo el sistema, puede tomar distintos aspectos según las formas que adopta el capitalismo. Pero un rasgo universal mediante el cual se expresa es el forzamiento deliberado a que las personas que realizan tareas de cuidados trabajen de forma gratuita. El maltrato rutinario que reciben estas personas en Estados Unidos, por ejemplo, está presionando a muchas a abandonar estas actividades justo en el momento en el que más las necesitamos.
Fraser no es la primera que reconoce esta tendencia. Al exigir un «salario para el trabajo doméstico», las feministas socialistas de los años 1970 no solo perseguían la remuneración de su trabajo cotidiano, sino que buscaban mostrar que toda la economía capitalista se montaba sobre el trabajo gratuito de las amas de casa. Si, como se señaló muchas veces, la economía no tiene los recursos para pagar el trabajo doméstico, entonces la exigencia de las feministas implicaba un nuevo tipo de economía que revalorizara el trabajo doméstico o eliminara su necesidad. Tal como dijo Kathi Weeks, «fue un proyecto reformistas con aspiraciones revolucionarias».
Décadas más tarde, esta es una buena manera de describir la militancia de Guttierez. Cuando ella y sus compañeras de trabajo se quejaron frente a las agencias que las emplean, les dijeron que ignoren a sus pacientes durante las horas de sueño. Si eligen cuidar a sus pacientes, es su decisión personal. En vez de aceptar este cruel consejo, Guttierez y otras cuidadoras domiciliarias organizaron la campaña Ain’t I a Woman?! para exigir que se terminen los turnos de veinticuatro horas.
Sus esfuerzos resultaron en la presentación de una nueva ley que determina que aquellas personas que requieran asistencia las veinticuatro horas recibirán atención de cuidadoras distintas que trabajarán dos turnos de doce horas. Esta ley garantizaría finalmente que se les pague a las cuidadoras el tiempo trabajado y que no se las fuerce a trabajar doce horas gratis.
La jornada laboral de veinticuatro horas está contemplada en la legislación laboral del estado de Nueva York. De acuerdo a los datos del Departamento de Trabajo del estado de Nueva York, que se remontan a los años 1990, a las cuidadoras domiciliarias se les pagó históricamente el equivalente a trece horas por turnos que en realidad duran veinticuatro.
Pero durante los últimos cuatro años, ellas presentaron más de ciento cuarenta y cinco demandas colectivas que exigen el pago de las horas que se les descuentan por el tiempo de comida y de descanso, y en 2017 la Corte Suprema de Nueva York se puso de su lado y apoyó su exigencia de ser compensadas por todas las horas de trabajo. En respuesta a la legislación, el Departamento de Trabajo del gobernador Andrew Cuomo aprobó una normativa de emergencia que volvió a establecer según un principio de «buena fe» que los períodos de comida y descanso pueden ser excluidos de las horas trabajadas. Esta normativa sigue vigente hasta el día de hoy, y Cuomo ha demostrado que no tiene ningún interés en modificarla. Lo que es más sorprendente, el sindicato de trabajadores de la salud (SEIUU-1199) tampoco tomó esta normativa como un tema prioritario.
Los sindicatos fueron históricamente el medio principal por el cual los trabajadores y las trabajadoras lucharon por la reducción de la jornada laboral. Sin embargo, a medida que los sindicatos empezaron a debilitarse –en EE. UU. solo el 11% de los trabajadores y trabajadoras están afiliados a algún sindicato–, también lo hizo su capacidad de moderar el metrónomo del capitalismo estadounidense. El resultado: el lento retorno de una economía de horas largas que prácticamente no se topó con la resistencia de ninguno de los sindicatos oficiales más grandes del país.
La campaña Ain’t I a Woman?! ha hecho numerosos intentos de coordinar con el SEIU-1199. Pero el sindicato ni adoptó seriamente el objetivo de ponerle fin al hurto de tiempo y de salario, ni apoya la legislación propuesta por las trabajadoras.
Esta economía de horas largas golpeó más duro a los estratos de la población que tienen los peores ingresos. Los salarios estancados, el debilitamiento de la sindicalización y el incremento de la precariedad social implican que quienes tienen peores ingresos no pueden afrontar las consecuencias de trabajar menos horas. Desde 1979 hasta 2018, este estrato de la población incrementó las horas trabajadas en un 24%, en comparación con el escaso 3,6% del estrato mejor remunerado. Las mujeres están considerablemente sobrerrepresentadas en esta categoría. 7 de cada 10 personas empleadas en trabajos que pagan menos de 10 dólares por hora –y en los cuales la volatilidad de los horarios y de la remuneración es más extrema– son mujeres.
El sistema de salud privado de Estados Unidos también contribuye a empeorar esta situación. Cerca del 50% de los estadounidenses acceden a la salud a través de sus empleadores. El requisito de un mínimo de horas trabajadas por mes y el considerable «gasto de bolsillo» adicional fuerzan a los trabajadores y a las trabajadoras a cumplir más horas para poder recibir atención médica. A su vez, en lugar de contratar más fuerza de trabajo, los patrones presionan para extender la jornada laboral. El sistema Medicare for All mermaría el poder que los empleadores tienen sobre la salud de sus trabajadores y trabajadoras, lo cual permitiría que los sindicatos negocien otros beneficios, como menos horas de trabajo y mejor remuneración, e incluso les daría a quienes no están sindicalizados la posibilidad de tener más control sobre sus trabajos.
Desde el momento en que Clara Zetkin impulsó la creación del Día Internacional de la Mujer Trabajadora, las mujeres han conquistado un poder considerable. Sin embargo, lo que alguna vez fue el símbolo de la liberación de las mujeres –el trabajo asalariado fuera del hogar– perdió su brillo a medida que la economía de los cuidados empezó a devaluarse sistemáticamente.
La misión original de los sindicatos no era simplemente conquistar mejores salarios y beneficios, sino también brindar a los trabajadores y a las trabajadoras mayor control sobre su tiempo. Y son las campañas como la que dirige Guttierez, que buscan ponerle fin al «trabajo femenino» gratuito, las que pueden conquistar reformas significativas y darle un nuevo impulso al sueño de las revolucionarias del pasado.