El texto que sigue es el epílogo del libro ¡Viva la Comuna! Los 72 días que conmocionaron Europa (Bellaterra Edicions, 2021).
«El cadáver está en tierra, pero la idea está en pie».
Esa fue la respuesta que obtuvieron las tropas de Versalles tras la Semana Sangrienta y la matanza posterior (Deleurmoz, 2020: 297). La Comuna de París pasa a partir de entonces a pervivir como un mito para las clases populares, superior al de la Revolución de 1789, ya que a diferencia del carácter interclasista que ésta tuvo, ahora ha sido protagonizada mayoritariamente por la clase trabajadora. Proporciona al movimiento obrero internacional «una tradición autónoma, una legitimación» (Haupt, 1986: 42) que lo convierte en el destinado a garantizar la emancipación del «género humano», en la expresión popularizada por Eugene Pottier en La Internacional, escrita en junio de 1871. Élisée Reclus, el conocido geógrafo anarquista y communard, reivindicará el legado de la Comuna porque «preparó para el futuro, no mediante sus gobernantes sino mediante sus defensores, un ideal superior al de todas las revoluciones que la precedieron […], una nueva sociedad en la que no hay maestros por nacimiento, título o riqueza, y no hay esclavos por origen, casta o salario» (Ross, 2016: 11).
Una legitimidad revolucionaria de la que se reclama la AIT, que propugna la necesaria independencia de la clase trabajadora frente al conservadurismo, el liberalismo y el republicanismo burgués. Empieza entonces una nueva fase en la que las distintas corrientes dentro de la Internacional, tras la salida del cartismo inglés, entran en disputa sobre las lecciones estratégicas a sacar de los 72 días de vida de la Comuna.
Marx y Bakunin comparten el elogio de lo que ha significado la puesta en práctica de una forma de organización comunal y federal inédita hasta entonces y Engels llega incluso a proponer en 1875 apostar por una nueva forma política que denomina «’Comunidad’ (Gemeinwesen), una buena y antigua palabra alemana que equivale a la palabra francesa ‘Commune’» (Engels, 1981) como alternativa al Estado burgués. Empero, pronto las divergencias estallan en torno a la necesidad o no de la acción política, junto a las acusaciones mutuas de pangermanismo y paneslavismo y a diferencias sobre los métodos organizativos internos, acabando, como es sabido, con el abandono de la Internacional por los bakuninistas en 1872.
Más allá de esa ruptura, lo que seguirá uniendo a ambas corrientes será la reivindicación de la Comuna como «símbolo y ejemplo» (Haupt) de otra democracia a construir y del horizonte emancipatorio alternativo para el «género humano» al que aspiran. Un Acontecimiento cuyas enseñanzas serán compartidas, como se comprueba en trabajos como el de Kristin Ross (2016), no solo por las y los communards que sobreviven a la brutal represión y encontrarán refugio en otros lugares, sino también por grandes referentes del movimiento obrero como Piotr Kropotkin y William Morris, o poetas como Arthur Rimbaud y Paul Verlaine. Es esa reivindicación común la que se irá transmitiendo a las sucesivas generaciones mediante una larga relación de publicaciones y todo un repertorio de poemas y canciones –como Le temps des cérises–, así como lugares de memoria como el Muro de los Federados en el cementerio de Père Lachaise en París.
El impacto de la Comuna sobrevivió así a la generación que la protagonizó y sus debates, lecciones y derrota han sido fuente de inspiración en el imaginario revolucionario y el movimiento socialista internacional. Se cuenta la anécdota de cómo Lenin bailó sobre la nieve frente al Palacio de Invierno el septuagésimo tercer día de la Revolución Rusa, ya que ésta había durado un día mas que la Comuna de Paris. En el primer capítulo del libro ya mencionamos la influencia de la experiencia comunal en los bolcheviques antes y durante la Revolución rusa, así como que en El Estado y la revolución (1917) Lenin cambió radicalmente sus apreciaciones anteriores y basó en la Comuna el proyecto de poder revolucionario en el que inspirarse. Y es que la Comuna se debe entender menos como un acontecimiento en la historia nacional francesa que como parte de un vasto cuadro mundial que conecta a través del hilo rojo de la historia la Revolución rusa con la insurrección obrera en Asturies en 1934 [1], la Barcelona insurgente de julio de 1936, mayo del 68, el movimiento zapatista desde 1994 y la Comuna de Oaxaca en 2006 en México, el movimiento indignado de 2011 o el confederalismo libertario kurdo en construcción. En las páginas que siguen nos referiremos a lo que significó la Comuna para algunos de los ensayos de otro mundo posible
El derecho a la ciudad y a una vivienda digna, de ayer a hoy
La Comuna fue una revolución en un lugar, «un acontecimiento único, dramático y singular, quizá el más extraordinario de este tipo en la historia urbana del capitalismo» (Harvey, 2008, 774). Un acontecimiento principalmente espacial y urbano, lo que en la década de 1960 muchos consideraron la primera realización del espacio urbano como espacio revolucionario. Que planteó problemas fundamentales que luego veremos reflejados en otras revueltas pero que sobre todo siguen siendo hoy en día elementos clave en la disputa del espacio urbano. Por mencionar sólo algunos de los problemas espaciales planteados por la Comuna: la relación de Paris con las provincias; la Comuna como inmensa huelga de alquileres; la división social de la ciudad después de Haussmann y la cuestión de quiénes, entre quienes la habitan, tienen derecho a la ciudad y quiénes no; o el uso militar y táctico durante la lucha en las calles. Son algunos ejemplos de las cuestiones espaciales que atraviesan la Comuna y que nos siguen interrogando hoy para su superación de forma radical en todos los planos.
La primera medida de la Comuna fue la suspensión de las deudas de alquileres, demostrando la importancia que tuvo el espacio urbano y las condiciones materiales de las clases subalternas en las preocupaciones comunales. La vivienda se ha configurado históricamente como un medio de expropiación de la riqueza de las clases populares, a la vez que se ha convertido en una fuente de agitación social que ha nutrido el devenir de los movimientos antisistémicos a lo largo de la historia. La suspensión de las deudas de alquileres se ha configurado desde la Comuna en un reclamo fundamental de los movimientos urbanos hasta nuestros días, con la paralización de los desahucios y las huelgas de inquilinos como elemento central del repertorio de acción colectiva de las clases populares tal y como comprobamos cada día.
La transformación de la ciudad durante el imperio, configurando la ciudad burguesa que proyectó Haussmann, también trajo como contrapartida la creación de la ciudad obrera del otro París. Las obras de Haussmann y la transformación del suelo y del mercado inmobiliario de París afectaron tanto a las nociones tradicionales de comunidad como a la estructura socioespacial de la ciudad, desplazando a los obreros del centro de la ciudad que desde entonces se configuró como un espacio vedado para ellos: «La vuelta de los obreros al centro de París durante la Comuna derivó, en parte, de la importancia política del centro urbano dentro de una tradición de insurgencia popular y, en parte, de su deseo de reclamar el espacio público del que habían sido expulsados, de preocupar, las calles que en otro tiempo habían sido suya» (Ross, 2018: 94). La lucha contra la gentrificación de los barrios y del centro de las ciudades como espacios de representación del poder político o escaparates de la ciudad-consumo sigue siendo un elemento central de la lucha por la reapropiación popular de la ciudad.
Mayo del 68 y la reivindicación de la Comuna
En Francia el recuerdo de la Comuna ha estado siempre vivo en el movimiento obrero. Prueba de ello han sido las masivas visitas al Muro de los Federados en el cementerio de Père Lachaise, cada 18 de marzo o 28 de mayo, en homenaje a las víctimas de la Semana Sangrienta. Por eso resulta tentador, aunque históricamente impreciso, comparar los acontecimientos de Mayo de 1968 con los de la primavera de 1871. La verdad es que a partir de los años 60 algunas corrientes de izquierda empezaron a reivindicar el legado de la Comuna, destacando entre ellas la Internacional Situacionista y pensadores como Henri Lefebvre, quienes además destacaron la importancia de aquella experiencia en la voluntad de cambiar la vida, cambiar la ciudad, resaltando el papel de la Comuna como un acontecimiento urbano.
En Mayo del 68 esa memoria irrumpió de pronto cuando en París, en medio de las protestas, el 10 de mayo se escuchó este grito: «¡Es la venganza de la Comuna!». El Movimiento 22 de marzo publicó durante esos días un panfleto que, bajo el título «Renovar con la Comuna de París», se planteaba ocupar el ayuntamiento y durante esas jornadas el grito «¡La Comuna no ha muerto!» se fue difundiendo por muchos lugares, se empezaban a proyectar documentales y se llegó a reeditar en facsímil los 65 números del periódico comunero Le Cri du peuple. Desde luego, es evocador comprobar la migración de los lemas y de la iconografía de la Comuna a través de un siglo para volver a emerger en las mismas calles llenas de barricadas.
En Marsella los estudiantes del instituto Thiers lo ocuparon y cambiaron el nombre por el de «liceo de la Comuna» y se promovió la autoorganización siguiendo su ejemplo. Los y las manifestantes se consideraban herederos de la Comuna de París, de su legado democrático radical y de su internacionalismo, frente al que representaban Thiers y los versalleses: el periódico Action, órgano de la Coordinadora de los comités de acción, denunciaba al capitalismo francés como «digno heredero de los versalleses que asesinaron a los comuneros».
Por toda Francia, en muchos centros de trabajo o de estudio se adoptaba el nombre de Comuna. Pero quizás la experiencia más avanzada fue la de la Comuna de Nantes: allí, a partir de la creación de Comités de Barrio se constituyó un Comité Central de Huelga de toda la ciudad, apoyado por sindicatos obreros, campesinos y estudiantiles, que llegó a instalarse en el Ayuntamiento el 27 de mayo como nueva autoridad municipal, coordinando la actividad económica, comercial (se emitieron unos bonos equivalentes a una cierta cantidad de alimentos), de transporte y docente (se crearon guarderías para hijos e hijas de huelguistas) hasta el fin del movimiento.
En muchas obras sobre Mayo del 68 la palabra Comuna estará en sus titulares: La Comuna estudiantil, de Edgar Morin, Diario de la Comuna estudiantil, de Alain Schapp y Pierre Vidal-Naquet (en este citan, por ejemplo, un número de La Cause du peuple (órgano de una corriente maoísta importante entonces) del 2 de junio de 1968, en el que denuncian a De Gaulle como el representante de los nuevos versalleses… Y después de Mayo muchas obras de la Comuna se reeditaron o se publicaron otras nuevas demostrando un creciente interés por la experiencia comunal en el marco del ascenso de la conflictividad social en Francia.
Derribando monumentos: «la furia iconoclasta»
Las revoluciones suelen conllevar una furia iconoclasta y la Comuna no fue una excepción. Ya sea espontánea, como la quema de la guillotina en la plaza Voltaire por parte de un grupo de personas, en su mayoría mujeres, en un intento de borrar cualquier equivalencia entre la revolución y el cadalso; o planificada, como la demolición de la columna Vendôme por ser un monumento a la barbarie, un símbolo de la fuerza bruta y el militarismo. La fuerza del gesto iconoclasta comunero como acto antijerárquico puede calibrarse por la histeria registrada en la narración del suceso por parte de los versalleses, que denunciaron el derribo de la columna como un intento por destruir la propia historia francesa. Los comuneros fueron tachados de «vándalos» y Gustave Courbet, uno de los que acusaron como responsable político del derribo de la columna, fue encarcelado y condenado de por vida a pagar una indemnización para su reconstrucción. Pero mas allá de la propaganda reaccionaria, la verdad es que la Comuna si quería ajustar cuentas con la historia del Imperio francés, pero no como una cuestión del pasado sino mas bien como una afirmación en el presente, como una declaración antimperialista y anticolonial que conectaba con su idea de «republica universal».
La verdad es que la «furia iconoclasta» se ha reproducido prácticamente en todas las revoluciones o movimientos de protesta a lo largo de los 150 años de historia desde el derribo de la columna Vendôme hasta nuestros días. Una situación que ha recobrado actualidad, situándose en el centro del debate político con la emergencia de un movimiento antirracista y decolonial que ha puesto en el punto de mira de su «furia iconoclasta» a las estatuas de militares, colonizadores y esclavistas. Si bien el movimiento comenzó en los EEUU, pronto prendió por medio mundo llegando también a Europa donde se sucedieron ataques a diferentes estatuas generando una airada respuesta por parte de las elites y partidos conservadores, que como en un autentico revival de la Comuna acusaban a los manifestantes de vándalos y de intentar borrar la historia.
Por ejemplo, Emmanuel Macron se quejó amargamente de las acciones iconoclastas contra las estatuas, y en un mensaje dirigido a la nación francesa que podría haber pronunciado el mismísimo Thiers, cargo contra los manifestantes antirracistas por intentar borrar la historia de Francia: «Esta noche les digo muy claramente, queridos conciudadanos, que la República no borrará ninguna huella ni figura de su historia. No olvidará ninguno de sus logros. No derribará ninguna estatua» (Traverso, 2020). Por cierto, en el discurso dirigido a la nación, Macron, nunca mencionó ni a las víctimas del racismo ni al colonialismo francés, curioso descuido. En este mismo sentido, cuando los manifestantes derribaron la estatua del esclavista Edwar Colston, la ministra del Interior británica, Priti Patel, calificó el acto de «totalmente vergonzoso» y de «vandalismo inaceptable».
Pero, como afirma Traverso
Lejos de borrar el pasado, la iconoclastia antirracista entraña una nueva conciencia histórica que inevitablemente afecta el paisaje urbano. Las estatuas en disputa celebran el pasado y a sus actores, un simple hecho que legitima su retirada. Las ciudades son cuerpos vivos que cambian de acuerdo con las necesidades, valores y deseos de sus habitantes, y estas transformaciones son siempre el resultado de conflictos políticos y culturales.
La verdad es que las estatuas, cuando se convierten en objeto de disputa, dejan de ser una cuestión del pasado para forma parte directa de nuestro presente. Demostrando que el racismo o el neocolonialismo no son ni mucho menos pasado sino elementos vivos de nuestro presente, por lo que la furia iconoclasta contra estatuas supuestamente pasadas, da una dimensión histórica a las luchas del presente contra el racismo y la opresión. Aquí volvemos a encontrar un hilo rojo que conecta la Comuna con el derribo de la columna Vendôme con las protestas antirracistas que actualmente recorren las calles de medio mundo.
De la Unión de Mujeres a la huelga feminista
La Unión de Mujeres no solo fue una interesantísima iniciativa de autorganización de mujeres en el marco de la experiencia de la Comuna, sino que en su corta vida supuso una ruptura con la lógica feminista mayoritaria durante el siglo XIX, muy vinculada al reclamo de los derechos políticos, como el sufragio y a las formas tradicionales de la política republicana en general.
Durante la Comuna, la participación en la vida pública no estuvo tan determinada por la participación electoral, sino que había espacios tanto mixtos como autónomos en donde las comuneras pudieron desarrollar su actividad publica y política. En cambio, desde el impulso de la Unión de Mujeres, el discurso y propuesta feminista se centró sobre una reorganización completa del trabajo femenino y el fin de la desigualdad económica basada en el género. Destacando decretos como el de la igualdad salarial entre profesores y profesoras, la propuesta para crear escuelas infantiles en las cercanías de las fábricas incorporando a la cuestión del acceso al trabajo una dimensión reproductiva y de cuidados que deberían de ser asumidas de forma comunal. Así como la propuesta realizada a la comisión de Trabajo de la Comuna por parte de la Unión para la constitución de talleres de costura y asociaciones productivas libres en cada arrondissement con la idea de poderse expandir más allá de Paris, construyendo una alianza con otras cooperativas similares en Francia y otros países, a fin de facilitar la exportación y el intercambio de productos.
Con casi 150 años de diferencia, el movimiento feminista ha conseguido organizar la primera huelga internacional del siglo XXI. Un hito no solo para el movimiento obrero internacional y los movimientos sociales, sino también un cambio de paradigma en el propio movimiento feminista. Como en su momento lo fue la aportación de las comuneras, y de hecho muy vinculado a la reorganización del trabajo en todas sus esferas, acabando con la desigualdad económica basada en el género y asegurando que la obligación del sostenimiento de la vida no recaiga solo en las mujeres. Salvando las distancias evidentes de tiempo y contexto, la verdad es que encontramos un hilo morado que conecta al movimiento feminista comunero que situó incipientemente la reproducción social en el centro de sus reivindicaciones, con el nuevo movimiento feminista que ha situado en el centro del debate la contradicción capital-vida.
La autonomía comunal. De las juntas de buen gobierno zapatistas al confederalismo kurdo
Desde 1994, el zapatismo representa el enlace de la tradición comunitaria de los pueblos indígenas de México con el modelo basista, descentralizado, autónomo y de democracia directa de la Comuna. Desde el mandar obedeciendo, los representantes no toman decisiones en nombre de su comunidad, sino que actúan como delegados de la comunidad, revocables y sometidos al escrutinio público. Hasta las juntas de buen gobierno, espacio de gobierno regional de los municipios autónomos zapatistas, en donde delegados rotativos representan a su comunidad. Las Juntas se renuevan constantemente y permiten la formación en el gobierno y el interés por los asuntos públicos de un alto número de personas. Esta rotación evidencia además una característica de la política zapatista, que es la ausencia de la profesionalidad de la política, todos gobiernan durante poco tiempo y escalonadamente y nadie tiene el monopolio de la representación política. Este modelo de democracia directa y autonomía zapatista se ha desarrollado en el contexto de una guerra de baja intensidad con un acoso constante por parte del estado Mexicano y de grupos paramilitares.
En un clima de excepcionalidad, violencia y conflicto militar abierto se ha desarrollado el confederalismo democrático kurdo, inspirado en los escritos del anarquista norteamericano Murray Bookchin, partidario de un socialismo municipalista y ecologista. Al más puro estilo comunal, el líder histórico del Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK) ha teorizado la construcción de una democracia sin Estado como alternativa a la modernidad capitalista. Una constelación de organismos interrelacionados y coordinados entre sí, que van desde las unidades mas pequeñas y mas activas, las comunas, que se gestionan desde un liderazgo compartido (un hombre y una mujer); a los cantones que son en donde se coordinan las diferentes comunas de una región. Cada comuna celebra elecciones para escoger a sus representantes en los niveles superiores y los consejos municipales deciden quiénes acuden al Consejo Público Cantonal. Los cantones tienen su propia constitución y su gobierno y parlamento, además de sus propios tribunales, cuyas tareas y deberes se estipulan en el Contrato Social [2]. Por último, todas estas nuevas entidades se agrupan en la Unión de Comunidades Kurdas (KCK) que es el organismo que, a modo de confederación, aglutina a todas ellas. Un modelo de organización social y política basado en la descentralización y la democracia directa que recuerda mucho a esa Republica Universal como «confederación de pueblos libres» que defendieron comuneros como Élisée Reclus.
La recuperación del espacio social. De la primavera árabe a las acampadas indignadas
En 2011 la escena política mundial estuvo dominada por la figura y la fenomenología de los campamentos u ocupaciones, una indignación global que iba desde las primaveras árabes a la puerta del Sol pasando por la plaza Sintagma hasta el mismo corazón de Wall Street. Un movimiento que reivindicaba el espacio público como forma de protesta y que en muchos aspectos recordaba a la cultura política de la Comuna.
El grito de democracia real ya impugnaba los límites de la democracia formal pidiendo más democracia, intentando resolver la escisión entre lo realmente existente y lo que debería ser. Este reclamo a la democracia apelaba a los mismos principios comunales que pretendieron ir mas allá de los límites de la democracia formal republicana para alcanzar la república social.
Asimismo, la ocupación del espacio público de las ciudades, mediante la toma simbólica de las plazas, no solo nos remitía al surgimiento de un movimiento de protesta fundamentalmente espacial y urbano que reivindicaba la ciudad como espacio en disputa. También, al igual que la Comuna, al politizar las prácticas sociales y el uso que se da al espacio público, construyó un potente espacio social. Las plazas se convirtieron en lo que fueron los clubes de la Comuna, emergiendo una frenética actividad social y debate público.
Porque si observamos el movimiento indignado del 2011 mas allá del acontecimiento espectacular y simbólico de las acampadas, podemos ver como su extensión y capilaridad convirtió el «barrio» en un lugar de agregación colectiva, de anclaje social en lo territorial y en las realidades cotidianas de la gente. Lo que permitió el desarrollo incipiente de una «economía moral de la multitud» (E.P. Thompson, 1984) a través de la proliferación de cooperativas de trabajo asociado, bancos de tiempo y trueque de servicios, huertos urbanos, sindicalismo social con la Plataforma de Afectados por las Hipotecas (PAH) en el caso español, centros de salud comunitarios en los barrios de Grecia, bancos de alimentos, etc. La construcción del espacio social como una esfera política mas allá de las instituciones en las que cualquier ciudadano puede participar de forma activa sobre los asuntos públicos, recuerda a la reapropiación revolucionaria del espacio público urbano por parte de la Comuna.
Un imaginario colectivo que vuelve a estar de actualidad 150 años después en los movimientos y revueltas que prefiguran un mundo nuevo a través de nuevas prácticas instituyentes de una democracia real. Un imaginario, en fin, que enlaza también hoy con la reivindicación de lo común, de la cooperación y el apoyo mutuo, contra los nuevos cercamientos, privatizaciones y apropiaciones de bienes comunes y públicos que el capitalismo global ha ido imponiendo durante sus ya casi cincuenta años de hegemonía neoliberal y que amenazan con prolongarse en medio de la crisis pandémica, ecosocial y múltiple actual. Repensar la Comuna, sus experiencias, sus victorias y sus errores no debe entenderse como un ejercicio ni académico ni de nostalgia, sino militante. Porque como decía Walter Benjamín, debemos recuperar el arte de narrar la historia de tal manera que nos permita encender en el pasado la chispa de la esperanza en el presente. Así, el conocimiento de las experiencias de lucha pasadas se puede convertir en un instrumento inspirador para nuestro conflicto presente.
Notas
[1] Un levantamiento popular que, como recordaba Antoni Domènech, representó «la mayor insurrección proletaria en la historia de España, y la más importante en Europa occidental desde la Comuna de París de 1871, arrastrando tras de sí a toda la población trabajadora» (Domènech, 2004: 442).
[2] Sería como la constitución de la Federación Democrática del Norte de Siria, aquí se puede encontrar el texto.
Bibliografía
Engels, F. (1981) [1875] «Carta a A. Bebel», en C. Marx y F. Engels, Obras escogidas, III, Progreso, Moscú, pp. 28-34.
Deleurmoz, Q. (2020) Commune(s) 1870-1871, Seuil, París.
Domènech, A. (2004) El eclipse de la fraternidad, Crítica, Barcelona.
Harvey, D. (2008) Espacios de esperanza, Akal, Madrid.
Haupt, G. (1986) El historiador y el movimiento social, Siglo XXI, Madrid.
Ross, K. (2016) Lujo comunal. El imaginario político de la Comuna de París, Akal, Madrid.
Thompson, E. P. (1984) Tradición, revuelta y conciencia de clase, Crítica, Madrid,, pp.62-134.
Traverso, E. (2020) «Derribar estatuas no borra la historia, nos hace verla con más claridad», Nueva Sociedad.