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Muro de los Federados del Cementerio del Père-Lachaise de París. El 28 de mayo de 1871, 147 federados combatientes de la Comuna de París fueron fusilados y echados a una fosa abierta al pie del muro. (Foto: Wikimedia Commons)

La lucha por la autonomía política del proletariado

La lucha, incluso derrotada, forma parte de la autoeducación política del bloque popular. Construir ese balance colectivo, reapropiar críticamente la experiencia, expande la teoría revolucionaria.

Serie: 150 años de la Comuna de París

Por olvidadas callejuelas de París todavía rondan los espectros de la revolución. De 1789 y 1830; de 1848 y 1871. Intentaron en vano borrar sus marcas. Como llagas fechadas, las fotos, publicadas en internet, registran minuciosamente la destrucción de la Comuna de París. La implacable sistematicidad con que la artillería pulverizó los barrios populares atraviesa el tiempo. Y los sobrevivientes asesinados a finales de mayo de 1871, frente a los restos humeantes de sus casas, cuentan esa terrible peripecia en la potente pluma de Louise Michel.

Los mejores integrantes de la Primera Internacional, herederos y herederas testamentarios de esa enorme tradición revolucionaria, tuvieron que aprender igual que nosotros: cuando se trata de conservar Souveranitat, la burguesía está dispuesta a todo; si le disputan la soberanía, mata. Carl Schmitt lo dejó ferozmente en claro: soberano es quien puede ejercer el estado de excepción. Ese era/es el modo brutal de ejercerlo y ese sigue siendo el secreto de toda dictadura burguesa: virar al terrorismo, imponer el estado excepción. Cambian las fechas, el método permanece. La eficacia punitiva resulta la única ley. Todas las demás se guardan para mejor oportunidad. Conviene tenerlo presente.

El límite legal frente al «espectro rojo» no existe. La guerra civil se vuelve una lucha sin cuartel donde no se toman prisioneros y donde la palabra empeñada no vale. Esa es toda la verdad de la represión estatal: la impresentable trastienda que siempre tiene la ley queda revelada durante la faz paroxística de la lucha de clases. Y cada vez que los representantes políticos de la burguesía creyeron que debían reprimir, cada vez que el terror a perder sus «derechos» los puso en marcha, tanto en las colonias como en las metrópoli repitieron el consabido programa: masacrar para restablecer ese orden. 

Reducir la Comuna de París a esa masacre supone asesinar a perpetuidad, uno por uno, a decenas de miles de combatientes que exigen nuestro balance actual. No les volveremos a faltar nuestro implacable respeto. La defensa de la patria parisina contra la invasión prusiana impuso una radicalidad impensada a los dirigentes de 1871. Tensó la distancia entre el objetivo, defender París, con el método: organizar la comuna; esto es, un gobierno popular directo. Ese patriotismo radical se transformó en desobediencia. Y la desobediencia en medio de una guerra para la burguesía equivale a traición.

El patriotismo radical –no rendirse, resistir hasta la muerte– choca con la política de la burguesía francesa: ceder Alsacia y Lorena, pagar a Berlín una indemnización de guerra.  Lo que para París equivale a capitular, para Versalles solo es «negociar». París desconoce ese «derecho»: negociar en nombre de la nación términos inaceptables para el patriotismo popular. Versalles defiende el acuerdo en marcha. Dos políticas nacionales chocan. Para Versalles ese es un debate ilegítimo; constituye un ataque al gobierno del 4 de septiembre por un grupo faccioso. Para París, la defensa de la patria es un absoluto. Y por tanto está dispuesto a marchar tan lejos como sea preciso para lograrlo. Como la república no es capaz de defenderse,  la Comuna revolucionaria lo hará.

Para Versalles la derrota nacional constituye un mal menor. Esa derrota impone, en todo caso, una guerra futura. Pero ese debate parlamentario no puede, no debe, poner en entredicho el dominio burgués sobre el estado. Y la Comuna lo hace. No porque se lo proponga, sino porque es un requisito de la defensa. Marx comprende, la Comuna es la respuesta de una pregunta que sus dirigentes no se plantean: ¿Cómo se ejerce el poder revolucionario? La Comuna es la respuesta socialista al problema del poder proletario. Una invención popular que rehace la estrategia revolucionaria. Ya no se trata del modelo del pasado, de una versión mejorada de la Revolución Francesa. Ahora El Manifiesto Comunista, reescrito por la Comuna, organiza un nuevo programa de poder social. El proletariado no toma el estado burgués en sus manos, no reforma la maquinaria existente, necesita destruirlo para levantar otra cosa. Un contra–estado donde la distancia entre poder constituido y poder constituyente tienda a desaparecer, porque el estado mismo tiende en esa dirección.

Retomemos el hilo. No estamos en presencia de un acontecimiento extraordinario. La represión de la Comuna de París no es la irrupción bárbara, sino la civilización clasista. Este moderno ejercicio contrarrevolucionario, esta pedagogía de la crueldad, anticipa todas las demás. Ningún derecho se compara, ni siquiera la exaltada propiedad privada, al  patriarcal deseo de someter a los sometidos cuando se rebelan.

Los nacionalistas clásicos olvidan convenientemente este rasgo de intrínseca «honradez burguesa»: si es preciso sacrificar la patria o a sus propios hijos para conservar el orden social, los burgueses no titubean. Por eso, decenas de miles fueron ejecutados. La floja contabilidad de las masacres, poco interesada a establecer la verdad numérica, impide un número definitivo. Así se garantizaba, así garantiza el estado el restablecimiento de la «paz social». La amenaza de muerte de la ley pierde su condición fantasmática. No se trata de los caídos en el enfrentamiento, sino de la bestialidad posterior. Escribe Michel: «Las criaturas horribles de ferocidad que, vestidas con lujo, acudían no se sabe de dónde, y que insultaban a los prisioneros y pinchaban los ojos de los muertos con la contera de sus sombrillas, aparecieron a partir de los primeros encuentros tras el ejército de Versalles. Ávidas de presa como vampiros, eran presa de un furor asesino» [1]. 

El deseo a mandar sobre los cuerpos y las cosas trasciende pertenencias de clase. El macho que asesina a sus vástagos y golpea a su mujer hasta la extenuación integra, aunque lo ignore, idéntico programa de sometimiento. Quemar una fábrica con las trabajadoras adentro, ¿defiende la propiedad privada de los medios de producción? ¿O comunica a las obreras mujeres que para hacer huelga son mujeres, y durante el patriarcado solo los obreros varones – de tanto en tanto–  pueden ejercer tan peligroso derecho? Una sutil línea de puntos vincula ambas masacres: la de 1871 con la de 1908, la de las mujeres y los varones parisinos con las obreras textiles de una fábrica norteamericana: el castigo por pretender decidir por  cuenta propia. 

Una mujer que se propone adueñarse de su cuerpo, decidir si trabaja o es madre, lucha por su autonomía personal. Los integrantes de la Comuna decidieron que lucharían contra los prusianos cuando la burguesía francesa ya había decidido rendirse. Es decir, plantaron por primera vez, a esa escala histórica, la bandera de la autonomía política de la clase obrera: una estrategia propia para la «cuestión francesa». Y la defendieron con su vida. 

Hace 150 años un cuerpo de generales ineptos, incapaz de enfrentar los ejércitos de Bismarck, descompuesto por las aventuras coloniales del II Imperio y la derrota del general  Bonaparte en Waterloo, último rescoldo de la Francia Revolucionaria, aplastó con calculado salvajismo a los defensores de París. Los que no estaban dispuestos a capitular, el pueblo en armas, reinventaron un procedimiento político: el doble poder. Y una vez más ese doble poder –Versalles contra París, como en 1789 [2]– puso en jaque la naturaleza del poder burgués y dejó  en claro que el estado no es otra cosa que un instrumento de opresión y, en el caso específico de Francia en 1871, una maquinaria centralizada que todas las revoluciones anteriores solo habían perfeccionado, a la que era preciso destruir para iniciar otro capítulo de la historia social.

El pueblo de París no se proponía otra cosa que la defensa de la patria. Basta este exacto testimonio de una anarquista presente para corroborarlo [3]:  

Las noticias de las derrotas, el increíble misterio con que el gobierno había querido cubrirlas, la decisión de no rendirse jamás y la certidumbre de que la rendición se preparaba en secreto, causaron el efecto de una corriente helada precipitándose en un volcán en ignición. Se respiraba fuego, humo ardiente. 

París que no quería ni rendirse ni ser rendido y que estaba harto de los embustes oficiales, se levantó.  Entonces, del mismo modo que se gritaba el 4 de septiembre: ¡Viva la República!, se gritó el 31 de octubre: ¡Viva la Comuna!

Se trataba de una determinación que enfrentaba la decisión burguesa de capitular frente al ejército del káiser. ¿Desde cuándo los trabajadores/ciudadanos hacen otra cosa que elegir el nombre del que decide? 

Desde la Comuna de París. 

La autonomía política, la independencia de clase, no es un estado «natural». No es un punto de partida, sino un resultado histórico de la lucha de clases. Cuando los trabajadores ingleses, los cartistas de 1847, organizaron un movimiento en defensa de sus derechos electorales, terminaron derrotados. No lograron emprender una sola huelga política. Es decir, no lograron organizarse bajo sus propias banderas. Por eso fracasó la revolución del 48 en toda Europa: porque los primeros trabajadores modernos, producto directo de la revolución industrial, carecían de autonomía de clase. Todavía no la habían conquistado. En cambio, 23 años después, París, con las armas en la mano, decide un camino propio. Y es ahí donde inventan/construyen la nueva auctoritas

Autoridad, en castellano, aplana el problema de la auctoritas.  Este concepto se contrapone a potestas, o poder socialmente constituido. Según el derecho romano, potestas se corresponde con la autoridad que tiene capacidad legal para decidir. En el choque entre ambos conceptos late la diferencia entre poder constituyente y poder constituido. La auctoritas remite a la legitimación de un cierto saber sostenido en un amplio consenso público. Pero solo el Estado Mayor francés, que organiza y dirige una guerra nacional, dispone de adecuada potestas. 

Desde la derrota francesa en Sedán, en el inicio de las hostilidades con Alemania, la incompetencia militar lindaba la traición. Inadecuado abastecimiento del frente, defectuosa coordinación de las tropas, falta de claridad estratégica: todo aseguraba la catástrofe en curso. Oficiales incapaces de inspirar a sus soldados, un emperador que confundía desfilar por las Tullerias con comandar un ejército en tanto las tropas del Káiser avanzaban a paso de carga en dirección a París. Eso sí, los partes militares transformaban esa agobiante seguidilla de derrotas en afinada estrategia para la victoria. Una victoria en la que nadie creía. Y los parisinos, menos aun.

Este vasto consenso popular, esta descalificación moral y política de la conducción de la guerra, enfrenta la potestas reservada al estado. La rendición de Napoleón III terminó de hundir el II Imperio, junto con los restos de la pobre confianza pública. Y la república del 4 de septiembre, parida por la derrota militar, debía poner fin al avance alemán. Restaurar la capacidad de luchar y vencer. No sucedió. Los generales del sobrino del tío y los de la flamante República se parecían como dos gotas de sangre. Los que podían ejercer una defensa eficaz no tenían potestas, y los que disponían de ella en abundancia carecían de voluntad para combatir. Estaban derrotados y París lo sabía. 

El doble poder ilustra –en el plano del enfrentamiento social– el violento choque entre auctoritas y potestas. Entonces, o el poder constituyente solventado por su auctoritas (París) derrota al poder constituido sostenido por una ambigua y debilitada potestas (Versalles), y la auctoritas revolucionaria se transforma en flamante potestas organizando un novísimo orden político y social; o el poder constituido aplasta el poder constituyente bloqueando esa potencial solución histórica.

Marx no creyó que esa victoria fuera posible entonces. ¿Tenía razón? En todo caso, no la esgrimió contra los comuneros. Ese es el problema que enfrentó/inventó la Comuna de París. La lucha, incluso derrotada, forma parte de la autoeducación política del bloque popular. Construir ese balance colectivo, reapropiar  críticamente la experiencia, expande la teoría revolucionaria. Así pensaban Rosa Luxemburgo, y Parvus; Lenin y Trotsky. Y esa  clave permite, incluso hoy, desentrañar todas las luchas decisivas.

 


Notas

[1] Louise Michel, Mis recuerdos de la Comuna, p. 198. Siglo XXI, México, 1973. La negrita es de AHZ.

[2] Ver Alejandro Horowicz, El huracán rojo, pp. 71 y sucesivas. Crítica, Buenos Aires, 2019.

[3] Louise Michel, Mis recuerdos de la Comuna, p. 99. Siglo XXI, México, 1973. La negrita es de AHZ.

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