En Linares la chispa se encendió debido a que dos policías fuera de servicio acosaron a una menor y el padre de la misma se enfrentó a los agentes. Esa misma tarde, la movilización tomaba las calles de la ciudad. En Barcelona, las protestas fueron en solidaridad ante el encarcelamiento del rapero Pablo Hasél, condenado por enaltecimiento del terrorismo y injurias a la corona debido al contenido de sus canciones y sus redes sociales. Miles de jóvenes en diversas ciudades del Estado salían a las calles ese mismo día. Sin duda, se trata de dos causas dispares. Sin embargo, ambas han tenido una misma respuesta represiva por parte de la policía. En el caso de las protestas en solidaridad con Hasél, no han hecho más que alimentar las brasas en movilizaciones ininterrumpidas por más de una semana.
Como recogía el diario El Salto, el Estado Español encabezó el ranking de persecución a la libertad de expresión artística en 2019 con hasta 14 personas encarceladas o con condenas de prisión, superando a Irán o Turquía. Ya en esas 14 condenas se encontraba el caso del rapero Pablo Hasél, aunque también encontramos al rapero Valtonyc, que sigue exiliado en Bruselas desde 2019. No hay duda de que el aparato judicial español adolece de cultura democrática. La condena a Pablo Hasél por injurias a la corona es representativa en ese sentido, en tanto el exmonarca Juan Carlos I sigue fugado de las investigaciones judiciales en Abu Dabi por casos de blanqueo de capitales y fraude fiscal.
Sin embargo, la indignación ante el atropello judicial que mantiene a Pablo Hasél en la cárcel ha mutado en una indignación hacia la policía, debido a la represión ejercida en decenas de ciudades: identificaciones indiscriminadas, operativos desmedidos y descontrolados, brutalidad y agresiones, decenas de detenciones e incluso un caso de prisión preventiva.
Es evidente que la represión policial es un fenómeno continuado y estructural en nuestras sociedades. Sin embargo, quién sabe si la exacerbación que estamos viviendo estos días viene alimentada tras un año donde la policía ha tenido un control desmedido del espacio público. Un año donde se les ha permitido hacer valer medidas de confinamientos perimetrales, toques de queda y toda una serie de regulaciones privativas de la circulación en la vía pública. En todo caso, a quienes seguro ha impactado este tipo de medidas es a la gente joven que está protagonizando las protestas.
La composición de las movilizaciones es claramente juvenil, y en la dinámica de la protesta imperan de manera clara las fórmulas de grupos de afinidad más que la gramática que podíamos conocer en el ciclo anterior de movilizaciones en el Estado Español o en el ciclo catalán. Precisamente en Catalunya, ya en 2019 con las movilizaciones contra la sentencia de los presos políticos independentistas se manifestó esa misma dinámica que estamos viendo estas semanas. Se trató, en cierto punto, de un desgajamiento de las formas previas de movilización, que en Catalunya dependían de grandes entidades o partidos.
Esto presenta una ambivalencia: por un lado, se expresa una mayor autonomía respecto de las instituciones o entidades mayoritarias, pero su impronta es la desorganización y el estallido espontáneo. Es precisamente esa desorganización la que impide su continuidad en el tiempo y la posibilidad de sacar lecciones y madurar programáticamente.
Ahora bien, más allá de un estallido puntual de una semana, habría que acercarse al fenómeno entendiendo las corrientes de fondo. La generación que ha estallado es una generación que solo ha conocido crisis sucesivas. De la crisis económica en 2008 a la crisis actual propiciada por la pandemia y su gestión neoliberal.
Una generación que ha crecido con desahucios en sus barrios, aumento de las violencias machistas, racistas y LGTBI fóbicas, cortes de suministros energéticos en sus casas o contratos de trabajo que no dan para vivir. Si a esa trayectoria le sumamos que la reciente crisis ha vuelto a disparar el paro juvenil al 40%, las perspectivas son desalentadoras. Lejos de empatizar, la respuesta de los grandes medios de comunicación y los distintos responsables políticos ha sido una campaña de criminalización juvenil tras las protestas. Lo que no deja de ser una demostración de su incapacidad por resolver semejante crisis.
En ese sentido, las protestas han coincidido con el proceso de negociación para el nuevo gobierno catalán tras las elecciones del pasado 14 de febrero. Con un Parlamento sin mayorías holgadas la cuestión antirrepresiva y el modelo policial se han instalado de manera ineludible en la mesa de negociación. La policía catalana, los Mossos de Esquadra, acumulan críticas desde por lo menos hace una década: casos de brutalidad policial, incumplimiento de protocolos, operativos virulentos para ejecutar desahucios, detenciones de miles de activistas… Las sucesivas legislaturas han acumulado, al mismo tiempo, modificaciones superficiales: sustitución de unos proyectiles por otros, modificaciones de protocolos, cambios en las responsabilidades políticas (tanto del Govern como de la dirección de los Mossos) e incluso, recientemente, una auditoría interna. Pero a la luz de las actuaciones sucesivas de estas jornadas, es evidente que ninguna de estas medidas ha revertido la situación.
Encima de la mesa de negociación para el futuro Govern han vuelto a desempolvarse algunas de estas medidas, y desde sectores activistas y militantes se está reclamando la disolución de la BRIMO, que es el cuerpo de antidisturbios de la policía catalana. Sin embargo, hay otro elemento que atraviesa el campo independentista. La Generalitat, el gobierno catalán, lleva personándose como acusación en centenares de casos contra activistas independentistas los últimos años. Un hecho que desde distintas formaciones políticas y sociales es denunciado hace años, ya que ampara procesos judiciales desproporcionados y en muchas ocasiones con montajes policiales incluidos. En la mesa de negociación del Govern, es la CUP quien está presionando de manera más determinante para que la Generalitat deje de amparar este tipo de procesos judiciales que sólo hacen que socavar la propia base activista del soberanismo catalán.
El fin de semana pasado se llevó a cabo una manifestación en Barcelona que trataba de vincular el estallido juvenil con el hartazgo por los incumplimientos del Gobierno español en cuestiones laborales, de vivienda, de políticas migratorias, antirrepresivas y frente a la monarquía. Un intento voluntarioso por hacer que los distintos malestares tras un año de pandemia vayan encontrándose y reconstruyendo una crítica política más generalizada. Voluntarioso también para evitar que la movilización de esta semana decaiga y se disperse sin más.
Tras estas jornadas, surge una doble tarea. En primer lugar, asumiendo los límites del estallido juvenil pero atendiendo a las corrientes de fondo, el reto está en estimular la autoorganización de esta generación. Seguir alimentando los movimientos feministas, antirracistas, ecologistas y LGTBI para que puedan constituir un poso de experiencia política y militante. Pero, en segundo lugar, esto no elude la necesidad de reconstruir una salida política de la crisis generalizada que plantee que hay futuro, pero que es necesario pelearlo.