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Detalle de «Chartist Mural» (1978), de Kenneth Budd.

Los derechos democráticos son fruto de la lucha socialista

Traducción: Valentín Huarte

El mito cuenta que nuestros derechos democráticos son un regalo de los liberales. Pero la historia muestra que muchos de los aspectos más liberales de la democracia liberal, incluido el derecho a votar, son fruto de las luchas socialistas.

Desde el surgimiento del Estado moderno, las clases dominantes intentaron limitar el poder de voto de los trabajadores y de todos aquellos que no provinieran de una «buena cuna». Al contrario de lo que narra la historia dominante, es decir, que el capitalismo alumbró naturalmente a la democracia, el poder establecido en Europa durante el S. XIX restringió el voto tanto tiempo como pudo. Solo cuando se enfrentó a la movilización de las masas –o cuando las guerras continentales terminaron con la vida de demasiados obreros varones–, comprendió que no era capaz de retener el sufragio.

La historia de cada país europeo tiene sus particularidades. En algunas naciones, luego de intensas luchas, los trabajadores lograron conquistar formas limitadas de sufragio universal masculino antes de la Primera Guerra Mundial. En la mayoría de los casos, la extensión del derecho a votar se generalizó después de la guerra.

Lo que se repitió en todas partes fueron los actores que lucharon por el sufragio universal: los sindicatos y, especialmente, los partidos socialistas. De hecho, lo que se denomina «apertura democrática» del S. XIX podría denominarse sin problemas «apertura socialista».

Bélgica

El 10 de agosto de 1890, setenta y cinco mil hombres y mujeres tomaron las calles de Bruselas para manifestarse a favor del sufragio universal. Como en todas las otras naciones supuestamente democráticas de la época, el derecho a voto en Bélgica estaba limitado a los propietarios varones. Los trabajadores estaban completamente excluidos de la vida política del país. Esto cambiaría en el curso de los veinticinco años que siguieron, no sin que antes se produjeran una serie de huelgas generales y la Primera Guerra Mundial, que dejó al país en ruinas.

En 1890, el año de la primera huelga general, a las élites gobernantes les preocupaba la posibilidad de que, si concedían el derecho a voto a la clase trabajadora, esto le brindaría al movimiento socialista una plataforma desde la cual atacar su ciudadela autocrática. Aunque había sido fundado solo cinco años antes, el Parti Ouvrier –como sus organizaciones hermanas de la Segunda Internacional– crecía a paso firme, fusionando a los trabajadores en un bloque político poderoso y coherente. Los líderes del partido soñaban con una paciente vía reformista, que implicaba ganar los sindicatos y el derecho de voto sin recurrir a una estrategia revolucionaria de huelgas de masas.

Pero la obstinación de la realidad –es decir, los poderes que bloqueaban decididamente en el parlamento todas las medidas a favor de los trabajadores– y la militancia obrera forzaron a los líderes del partido a aceptar que una acción más radical era necesaria.

En 1893, luego de la acción de masas que se había desarrollado tres años antes, el Consejo de Trabajadores declaró la huelga general. Estallaron manifestaciones masivas en distintas ciudades, los mineros cortaron las líneas de telégrafos y teléfonos y los soldados persiguieron a los líderes partidarios por las calles con los cuchillos de sus bayonetas. Las mujeres arrojaron rocas y pedazos de cerámica a la policía desde las barricadas construidas por los mineros.

La acción militante funcionó. Se abolieron las restricciones de propiedad. Se invitó a los líderes del Parti Ouvrier al parlamento, incluso al marmolista Louis Bertrand, que había ayudado a fundar el partido.

Pero el progreso no tomó la forma de una línea recta. Las elecciones del año siguiente conmocionaron a toda Europa cuando, en lugar del puñado que se esperaba, resultaron electos para el parlamento decenas de diputados socialistas. El partido empezó a trabajar inmediatamente, presentó leyes para apoyar a los sindicatos y bosquejó proyectos de seguros de discapacidad y jubilación. Las élites gobernantes, luego de reconocer su error, impulsaron un sistema de «voto plural» que les otorgó un peso adicional a los ciudadanos que vivían en los bastiones del conservador Partido Católico.

Los trabajadores –muchas veces contra las objeciones de las autoridades del partido– mantuvieron la presión. En 1902, cuando el gobierno intentó profundizar el carácter desigual del derecho de voto, el movimiento socialista declaró una nueva huelga. Esta vez más de trescientas mil personas salieron a las calles.

La resistencia prosiguió durante los años siguientes. Los católicos, que todavía se beneficiaban del voto plural, fortalecieron su mayoría en 1912 y, al año siguiente, arremetieron en la legislatura contra el sufragio universal pleno. Las autoridades socialistas, que intentaban terciar entre las políticas de los mineros rurales y las de los políticos urbanos socialdemócratas, todavía tenían esperanzas en que el parlamento implementaría el sufragio universal.

Pero 1913 fue testigo de otra huelga general, la más grande en la historia de Europa occidental. Se establecieron fondos de huelga a través de sistemas de cupones y se organizaron cooperativas y guarderías. Le Peuple, un periódico socialista, publicaba recetas para cocinar soupes communistes en los comedores populares. Las exhibiciones de arte, visitas a museos y caminatas por el campo servían para unir a las familias de la clase trabajadora y les brindaban, no solo un respiro, sino también una formación cultural.

La huelga no logró el objetivo del sufragio universal pleno e igualitario. Fue solo después de la Primera Guerra Mundial, en 1919, cuando se puso fin al voto plural. Las mujeres no gozaron del derecho a votar hasta 1948.

Sin embargo, estas primeras batallas por el sufragio tuvieron un impacto enorme en las consciencias de otros socialistas del continente. El Parti Ouvrier, dijo Rosa Luxemburgo, inspiró a toda la Segunda Internacional a «hablar como los belgas».

El imperio ruso

Durante la huelga general de 1902 en Bélgica, la ciudad de Lovaina fue el escenario de una masacre espantosa: doce trabajadores murieron luego de que la policía abrió fuego. Más al este, otro asesinato en masa dirigido por el gobierno plantó la semilla de una huelga general: la Revolución rusa de 1905.

A pesar de que a fines de 1904 los liberales y los progresistas presionaron con éxito a favor de seguros laborales, la abolición de la censura y la expansión de los gobiernos locales, el Imperio ruso todavía carecía de un parlamento federal. En enero de 1905 estallaron huelgas en diversas ciudades, que concluyeron con una marcha pacífica de hombres, mujeres y niños en San Petersburgo. Cantaron himnos blandiendo como única arma una petición que planteaba la necesidad de votar un parlamento. Las tropas dispararon contra los manifestantes antes de que llegaran el Palacio de Invierno y mataron a más de mil personas.

Las funciones de teatro se interrumpieron espontáneamente y miles de estudiantes y profesionales marcharon en solidaridad con los trabajadores. El club de comerciantes, que está libre de toda sospecha de radicalismo, le cerró las puertas a los oficiales de policía a causa de su participación en la masacre.

En pocas semanas, la mitad de los obreros de Rusia occidental y el 93% de los obreros de la Polonia ocupada por Rusia entraron en huelga. En Łódź, los huelguistas capturaron al gobernador provincial y lo tuvieron de rehén en un hotel. Pararon las líneas de ferrocarril en todo el imperio.

La revolución se sentía en el aire. Los meses siguientes fueron testigos de la primera celebración abierta del Día de los Trabajadores y del legendario motín del acorazado Potempkin en las costas de Odessa, que fue inmortalizado posteriormente por el cineasta Sergei Eisenstein. Para fines de octubre, el zar había firmado a regañadientes el manifiesto que establecía la Duma y garantizaba el sufragio universal masculino.

En otras partes del Imperio ruso, las acciones radicalizadas por el derecho a voto tuvieron consecuencias de mayor alcance. Una huelga general en Finlandia en 1905, no solo llevó a que se adopte el sufragio universal masculino y el sistema parlamentario unicameral, sino que también logró que se concediera el derecho a voto y a presentarse a elecciones a las mujeres, convirtiéndose en el primer país de Europa en lograr esta reivindicación. Durante la década siguiente, los trabajadores del país utilizaron esta expansión de sus derechos –antes de la huelga, solo el 8% de la población podía votar– para presionar por reformas que adquirieron cada vez más un aspecto revolucionario.

Suecia

Los liberales suelen imaginarse a Suecia como una utopía socialdemócrata, una nación en la cual los valores ilustrados se impusieron sin fricciones sobre el egoísmo promedio. Pero la historia del movimiento obrero sueco es un testimonio de la tenacidad de la clase dominante nacional, incluso en lo que respecta al derecho a voto.

La expresión política del movimiento obrero, el Partido Socialdemócrata Sueco (SAP), se remonta a 1889 y a la ola general de autorganización obrera que se produjo en aquel entonces. Como en cualquier otra parte, aquellos que no poseían ninguna propiedad carecían de los derechos políticos básicos. La primera meta del movimiento socialista sueco era conquistar la democracia política.

En 1902, una huelga general de dos días a favor del sufragio universal sirvió como disparo de advertencia frente a un gobierno estridentemente derechista. Convocada por los partidos políticos y sin perspectivas de durar más que unos días, la huelga generó una fuerte impresión en el gobierno debido a los increíbles niveles de apoyo masivo con los que contó. Sin embargo, a la huelga le faltó la participación fundamental de los sindicatos.

Esto fue subsanado en parte durante la huelga general de 1909, que duró un mes y reunió a casi medio millón de trabajadores. El objetivo inicial era combatir los ataques patronales y el congelamiento de los salarios. Pero tal como recordó Charles Lindley, dirigente de los trabajadores de transporte, «En aquel momento se tenía una fe prácticamente ilimitada en la huelga general como medio decisivo para conseguir el sufragio universal». La huelga, que había comenzado por reivindicaciones económicas, reflejaba cada vez más las aspiraciones políticas democráticas de los trabajadores.

La huelga paró todas las industrias de exportación del país y los trabajadores intentaron llevarla todavía más lejos. Los empleadores respondieron con una táctica tradicional: importar esquiroles. En un caso, tres trabajadores desempleados suecos se organizaron independientemente para bombardear un barco que traía esquiroles desde Gran Bretaña.

Sin embargo, a medida que los días se transformaban en semanas, los dirigentes de las huelgas se vieron forzados a replegarse frente a la escasez de los fondos de huelga y la perspectiva de desviar una asistencia que era muy necesaria para otros trabajadores durante una recesión económica. Los liberales se pusieron en contra de los huelguistas cuando se unieron los tipógrafos. Percibían en su participación un ataque a la «libertad de expresión». Las familias obreras lucharon con vigor en una situación de pobreza que empeoraba día a día. La Asociación de Empresarios de Suecia terminó en la posición de establecer las reglas del juego. Y así lo hizo.

Pero a pesar de que la huelga fue en muchos sentidos una derrota, se la reconoce universalmente en la actualidad como la fundación del proceso de democratización de la sociedad sueca. Más tarde, ese mismo año, todos los hombres del país, sin importar cuáles fueran sus posesiones, conquistaron el derecho a votar en al menos una cámara del gobierno federal. Si bien todavía se mantenía distante, la democracia política plena estaba desde entonces en el horizonte.

Alemania

Casi dos tercios de la Alemania del S. XIX eran parte del Reino de Prusia, que había forzado la unificación de los estados alemanes en 1871. A pesar de aprobar ese año el derecho a voto secreto, igualitario y general para todos los hombres de más de veinticinco años, Prusia mantenía el sistema de 1849, que dividía a los votantes en tres clases de acuerdo a lo que indicaban los tramos fiscales.

Esta reglamentación evidentemente desigual –el antiguo líder socialista Wilhelm Liebknecht se refería al Reichstag como el «taparrabos» del absolutismo– generó una situación en la cual el 4% de la primera clase tenía tantos votos como la tercera clase, que constituía el 82% de la población capaz de votar y de ser elegida para el gobierno. Pesaba otra restricción antidemocrática sobre el poder de los trabajadores: la cámara alta, el Reichsrat, podía bloquear cualquier cambio constitucional aprobado por los representantes electos del Reichstag. Tal como dijo Marx, el Segundo Reich era un «despotismo custodiado por la policía y adornado con formas parlamentarias».

De alguna manera, el Partido Socialdemócrata Alemán (SPD) logró crecer a pesar de estas condiciones adversas. Fue el partido socialista más grande del continente, el partido más representativo de la Segunda Internacional. El Programa de Erfurt del SPD, aprobado en 1891, declaraba: «La lucha de la clase trabajadora contra la explotación capitalista es necesariamente una lucha política. La clase trabajadora no puede librar sus luchas económicas y desarrollar su organización económica sin derechos políticos». Su primera reivindicación: «Sufragio igual, directo, universal y secreto para todos los ciudadanos del Reich mayores de 20 años, independientemente de su sexo, en todas las elecciones y votaciones».

A las élites del país no les causaba ninguna gracia. Luego del desarrollo de un movimiento de huelgas a nivel nacional, los empleadores insistían al káiser para que anulara el derecho a voto de los afiliados a la socialdemocracia y para que aplicara restricciones legales a las huelgas. El káiser, que no tenía ninguna aversión por la retórica despótica, le dijo a un grupo de nuevos reclutas militares de Potsdam en noviembre de 1891:

Las maquinaciones socialistas actuales podrían llevarme a ordenarles que maten a sus parientes, a sus hermanos, incluso a sus padres […] pero, aun en ese caso, deberán obedecer mis órdenes sin oponer ninguna queja.

El SPD agitó y organizó pacientemente a las masas hasta convertirse en el partido más grande del parlamento prusiano en 1908. Dirigió repetidas manifestaciones de masas por el sufragio universal que se toparon inexorablemente con represiones brutales.

En vísperas de la Primera Guerra Mundial, los derechos de voto todavía eran propiedad de la élite. Pero a causa de sus esfuerzos, el SPD es reconocido con justeza como la fuerza que sostuvo más consecuentemente los ideales democráticos en la Alemania de la preguerra.

Gran Bretaña

De todos los países europeos de la Segunda Internacional, Gran Bretaña tenía el sistema de votación menos democrático. La proporción de hombres de más de veintiún años que podían votar a comienzos de la Primera Guerra Mundial era menor que la de los otros ocho países sobre los cuales existen datos fiables.

Esta privación del derecho a voto hundía profundamente sus raíces en el sistema político del país. A comienzos del S. XIX, en un sistema electoral arruinado por fraudes electorales extremos, solo el 4% de la población era capaz de votar. A mediados del siglo, las manifestaciones de los cartistas –el primer movimiento de la clase obrera en la historia europea– a favor del sufragio se toparon con la antipatía de las élites. En 1884, el acceso al voto seguía siendo desigual entre las ciudades y el campo, y luego de que algunas reformas removieron este obstáculo antidemocrático, los ciudadanos tenían muchas dificultades para demostrar su calificación para votar.

La clase dominante simplemente no podía aprobar una medida que, desde su punto de vista, dotaría de poder político al «populacho»: el sufragio universal, según el estadista británico Thomas Babington Macaulay, era «incompatible con la propiedad […] y, consecuentemente, incompatible con la civilización».

Pero frente a Macaulay estaba la clase obrera y su pujante movimiento. El Partido Laborista, firmemente comprometido con el sufragio universal, se movilizó por la democracia política y fue capaz de arrebatar algunas concesiones antes de la Primera Guerra Mundial. En 1911, impulsaron la eliminación del derecho a veto sobre las leyes, del que todavía gozaba la Cámara de los Lores.

Finalmente, justo antes de la guerra, se estableció el sufragio universal masculino, y las mujeres conquistaron el voto en 1928.

El orden político que, según las palabras de Lenin, había encerrado a las masas trabajadoras en un «sistema bien equipado de lisonjas, mentiras y fraudes», empezaba a resquebrajarse.

Luchadores de la democracia

Los primeros partidos socialistas demostraron tener un compromiso infatigable con el sufragio universal, un compromiso que no se equiparaba al de ningún otro tipo de partido.

Su dedicación era a la vez ética y práctica. Por un lado, estaban determinados a anular las estructuras de dominación y desigualdad en cualquier lugar en el que se presentaran. Y lo cierto es que, en la esfera política, los trabajadores eran vasallos sometidos a las decisiones de autoridades en cuya elección no tenían ninguna influencia.

En un nivel más práctico, los primeros socialistas reconocieron la potencia de las urnas. Su lucha por el sufragio universal se fusionó con otras luchas políticas y económicas, lo cual transformó el voto en un objeto táctico fundamental y en un componente del impulso revolucionario. Reunió a las distintas facciones del movimiento en la carrera por una herramienta (el voto) que los trabajadores podrían usar en una lucha de clases más amplia. Su objetivo era crear una «verdadera democracia» desde abajo, en la tradición de Marx.

Los socialistas no debemos olvidar el rol heroico que cumplimos en la lucha por la democracia política. Muchos de los aspectos más liberales de la democracia liberal fueron el fruto de las luchas socialistas que se desplegaron contra los restos feudales del Antiguo Régimen y contra la oligarquía capitalista.

Deberíamos rechazar los pronunciamientos pretendidamente radicales que desestiman el voto como si obedeciera a la inconsecuencia. Por el contrario, debemos unir la lucha por el sufragio universal con la lucha por el socialismo y la democracia radical. El voto fue una conquista heroica de la clase trabajadora. Sigue siendo una «piedra de papel» en manos de los desposeídos.

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